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atacado por una fuerza superior en número. Napoleón acudió en socorro de Kléber y descubrió que éste ya llevaba seis horas conteniendo al enemigo, y en la llanura que se extiende a los pies del monte Tabor condujo a 4.500 soldados franceses a la victoria sobre 35.000 turcos. De regreso en Acre, Napoleón comprobó que el calor, los cañones enemigos y la enfermedad estaban debilitando a su pequeño ejército. Monge deliraba a causa de la disentería y Napoleón ordenó que el matemático fuese trasladado a su propia tienda. Peor todavía, Max Caffarelli había estado recorriendo una de las trincheras poco profundas de la primera línea. Como de costumbre, para mantener el equilibrio con la pierna artificial tenía la mano izquierda sobre la cadera. Eso determinaba que su codo asomara apenas sobre el nivel del suelo. Sus camaradas le advirtieron que los turcos disparaban sobre todo lo que veían, por pequeño que fuese, pero Caffarelli mantuvo la mano sobre la cadera. Un momento después una bala de cañón le destrozó la articulación del codo. La herida era tan grave que Larrey tuvo que amputarle el brazo izquierdo. Napoleón fue inmediatamente a ver a su amigo y pidió que le informasen regularmente sobre su estado. Pocas noches después Bourrienne fue a la tienda de Napoleón; estaba muy deprimido. Según dijo, CafFarelli había pedido que le leyeran el prefacio de Voltaire al Espíritu de las leyes, de Montesquieu, y durante la lectura se había desmayado. «¡Tanto deseaba escuchar ese prefacio!», murmuró Napoleón, y fue a ver a su amigo. Pero CafFarelli continuaba inconsciente, y durante esa noche falleció. Desde la infidelidad de Josefina, Napoleón se apoyaba mucho en las relaciones con sus oficiales, y con esta muerte sufrió todo lo que un hombre puede sufrir cuando pierde a un amigo íntimo. Afirmó que Francia había perdido a uno de sus mejores ciudadanos, y la ciencia a uno de sus sabios famosos. Ordenó que embalsamaran el corazón de CafFarelli y que lo depositaran en un reliCarlo. Este reliCarlo sería una de las pertenencias más apreciadas por Napoleón, y dondequiera que fuera, lo llevaba consigo. Napoleón continuó el sitio con un suplemento de nueve cañones pesados que le llegaron por mar. En el curso de sangrientos ataques, los franceses se abrieron paso hacia el interior de Acre, pero fueron expulsados o capturados y decapitados instantáneamente. Los turcos mantenían un fuego casi incesante sobre las líneas francesas. En cieña ocasión una bomba cayó a los pies de Napoleón y dos granaderos lo arrastraron hasta un lugar seguro; otro día, mientras observaba al enemigo a través de un catalejo instalado entre las fajinas de una batería de cañones, una granada turca alcanzó las fajinas superiores, y Napoleón fue arrojado violentamente a los brazos de Berthier. Como observó uno de los generales: «Estamos atacando al estilo de los turcos una fortaleza defendida al estilo europeo». La noche del 7 de mayo, cuando el sitio ya duraba seis semanas, Napoleón avistó una flota angloturca de treinta naves que traía refuerzos de Rodas. Si querían apoderarse de Acre, debían hacerlo inmediatamente. Napoleón ordenó al regimiento 69 que iniciara un ataque total. Los soldados consiguieron entrar, pero en ese mismo momento Sidney Smith logró desembarcar un destacamento de marineros ingleses, y estos hombres, que entraban descansados en combate, expulsaron a los franceses. Cuando Napoleón comprendió que no podría apoderarse de Acre, se encolerizó y cayó sobre el regimiento 69. «Los vestiré con faldas —gritó—. Quítenles los pantalones. Tienen vulvas entre las piernas, no penes. Quiten los pantalones a estos maricones». De mala gana, Napoleón decidió abandonar el sitio y regresar a Egipto. Fue un momento doloroso; el primer revés después de Maddalena. Pero no dispuso de mucho tiempo para cavilar, porque afrontaba un nuevo problema. En Jaira habían aparecido varios casos de peste bubónica difundida por las pulgas de las ratas; la enfermedad provoca inflamaciones en las axilas, las ingles y después en la suponían que la expedición llegaría a la India, y ya se veían retornando con sedas y rubíes. Napoleón viajaba en un carruaje verde cubierto, de cuatro ruedas, tirado por seis caballos de Limousin. De los cajones empotrados extraía mapas e informes, los estudiaba durante el viaje y dictaba las respuestas a Berthier, que lo acompañaba en el carruaje. Todos los días recibía un maletín de cuero cerrado con llave, con una placa de bronce que ostentaba la inscripción: «Despachos del emperador», acompañado de un librito donde, de acuerdo con un sistema ideado por Napoleón, cada postillón anotaba las horas exactas en que había recibido y entregado el maletín. Napoleón tenía una llave; Lavalette, su ministro de Correos en París guardaba la otra. Con la llave del emperador, Caulaincourt abría el maletín y por la ventanilla del carruaje entregaba el contenido a Napoleón. Poco después una serie de papeles, los que Napoleón no deseaba conservar, volaban a ambos costados del carruaje. Una linterna permitía que Napoleón trabajase hasta bien entrada la noche, y él incluso podía dormir en un camastro improvisado en el carruaje, mientras éste se bamboleaba a velocidad vertiginosa, en una carrera tan rápida que en las postas, mientras se cambiaban los caballos espumeantes de sudor, había que arrojar cubos de agua sobre las ruedas humeantes a causa de la fricción. Cuando estuvo más cerca de los rusos, Napoleón avanzó con la Guardia, montado en su caballo negro Marengo. Si tenía que desmontar para satisfacer una necesidad física, cuatro jinetes desmontaban también y formaban un cuadro alrededor de Napoleón, mirando hacia afuera, y con las bayonetas caladas presentaban armas. Al anochecer, Napoleón se dirigía a un alojamiento o acampaba bajo una tienda de rayas blancas y azules. Los ordenanzas retiraban de su caja de cuero negro una cama de hierro con bisagras sobre ruedecillas, un artefacto que pesaba menos de veinte kilogramos. Preparaban la cama, desplegaban el gran dosel verde, y depositaban al lado la alfombra del carruaje. En la otra mitad de la tienda ponían una mesa y una silla de madera; sobre la mesa se extendía siempre el mapa de Rusia preparado especialmente. Era tan grande que, para forrar su copia, el general Delaborde, de la Guardia, tuvo que usar veinticuatro pañuelos de hilo. Napoleón generalmente se levantaba a las seis y bebía una taza de té o una infusión de agua de azahar. Después inspeccionaba este o aquel regimiento, y se interesaba especialmente en los servicios médicos. En Vitebsk, al pasar revista a un regimiento de la Vieja Guardia, se volvió hacia el contramaestre general y le preguntó cuántas vendas había en la ciudad. El contramaestre dijo la cantidad. A Napoleón le pareció muy reducido. «En general —dijo ásperamente—, un herido necesita treinta y tres vendas.» Después, se volvió hacia los granaderos. «Estos valientes afrontarán la muerte por mí, y carecerán de atención médica esencial. ¿Dónde están los contramaestres de la Guardia?» Se le explicó que uno estaba con el ejército, y los dos restantes en París y en Vilna. «¿Cómo? ¿No están en sus puestos? Se los dará de baja. Sí, se los dará de baja... Un hombre de honor tiene que dormir en el lodo, no entre sábanas blancas». Éste era el viejo Napoleón de Italia y Egipto, pero había también un nuevo Napoleón, Su Majestad el emperador, aislado del resto por su aureola y la fama. Un día, mientras revistaba a la Guardia, Napoleón se detuvo frente a un recién llegado, el capitán Fantin des Odoards. «¿De dónde vienes?» preguntó. «DeEmbrun, Sire.» «¿Basses Alpes?», inquirió Napoleón. «No, Sire, Hautes Alpes», le rectificó el soldado. «Sí, por supuesto.» «Después de la revista —cuenta el capitán Fantin—, mis superiores, que habían escuchado la conversación, me dijeron que como en cierto modo me había opuesto al emperador, mi actitud había sido impropia.» Sin duda, no sabían que a Napoleón le agradaban los hombres que decían lo que pensaban; era una señal peligrosa. Después, comenzaba la jornada de marcha, a través de regiones llanas y polvorientas, donde las aldeas estaban formadas por chozas con suelo de tierra, y se taponaban con musgo las grietas de las paredes de troncos. Los seres humanos vivían en una habitación, junto a media docena de gansos, patos, gallinas,

norte los que invadieron el sur.» No le agradaba avanzar contra la corriente de la historia. Pero, ¿y si declaraba la guerra? Ahora disponía de un aliado seguro en Austria. Si infligía una derrota decisiva a los ejércitos del zar, una derrota semejante a la de Austerlitz o Friedland, salvaría el Gran Ducado de Varsovia, y con él a Europa occidental entera, de la invasión rusa, y dispondría quizá de cinco años de paz para terminar la lucha contra Inglaterra, donde eran evidentes los indicios de desgaste; el nivel de la desocupación era elevado, y como decía Napoleón, «están atiborrados de pimienta, pero no tienen pan». En definitiva, Napoleón decidió que la guerra inmediata era el menor de los dos males. El 24 de junio de 1812, en Kovno, Napoleón presenció el cruce del río Niemen por los primeros regimientos del Gran Ejército. Allí, cinco años antes, en una balsa techada, había abrazado por primera vez a Alejandro. Durante ocho días sus tropas atravesaron el río a paso vivo, sobre tres puentes de pontones. Había italianos, con los uniformes bordados con la leyenda «Gli uomini liberi sonó fratelli». Había muchos polacos, y su caballería desplegaba estandartes con los colores nacionales, el rojo y el blanco. Había dos regimientos portugueses con uniformes pardo claro y aplicaciones escarlatas. Había bávaros, croatas, dálmatas, daneses, holandeses, napolitanos, alemanes del norte, sajones y suizos, y cada contingente nacional tenía sus uniformes y sus canciones. Era un total de veinte naciones con 530.000 hombres. Desde los tiempos en que Jerjes había dirigido a las naciones de Asia a través del Helesponto no se había visto una fuerza tan considerable. Los franceses formaban la tercera parte del total. Napoleón podía ver a cada regimiento precedido por el estandarte que él le había dado. Bajo un águila de bronce con las alas desplegadas flotaba una bandera cuadrada de satén blanco enmarcada sobre tres lados por un reborde de oro y bordado con grandes letras asimismo de oro: «El emperador a su Segundo Regimiento de Coraceros», y al dorso las batallas en que el regimiento había intervenido; el resto del satén estaba adornado con abejas de oro de unos tres centímetros de longitud. La Guardia Imperial de Napoleón formaba una élite especial de 45.000 hombres, dividida en la Vieja Guardia, constituida por veteranos, y la Joven Guardia, que agrupaba a los mejores reclutas. Los granaderos de la Guardia, con una estatura mínima de un metro setenta y cinco centímetros, vestían uniformes azules, pantalones blancos y morriones de treinta centímetros de altura, el costado izquierdo adornado con una escarapela tricolor y una pluma escarlata. Tenían derecho de usar patillas y espesos bigotes. Un mero granadero tenía la paga y la jerarquía del sargento de las restantes unidades, y además se le entregaba con la comida media botella de vino. Los granaderos de la caballería de la Guardia montaban únicamente caballos negros, usaban pantalones de cuero y chaquetas verde oscuro adornadas con cinco filas de botones de latón y alamares amarillos. Los veintidós mejores de ellos tenían el privilegio de formar la guardia personal de Napoleón. Seguía a cada división una columna de diez kilómetros de suministros, formada por ganado, carretas cargadas de trigo, albafiiles encargados de construir hornos, y panaderos que debían convertir el trigo en pan, veintiocho millones de botellas de vino y dos millones de brandy; mil cañones y varias veces ese número de vagones con municiones. Había ambulancias, camilleros y hospitales de sangre, así como equipos para construir puentes y forjas portátiles. Todos los jefes superiores tenían su propio carruaje e incluso un carro o dos para transportar la ropa de cama, los libros, los mapas, y otros elementos. El total de carros y vehículos se elevaba a treinta mil; los caballos a ciento cincuenta mil. La moral de esta enorme fuerza era sumamente elevada. La «segunda guerra polaca», como la denominó Napoleón (la primera fue la guerra de 1806-1807), no fue ciertamente un acto irreflexivo, y Metternich, el diplomático europeo más sólido, creyó que culminaría con el éxito de las fuerzas francesas. Algunos oficiales garganta; generalmente sobreviene la muerte en pocos días. Napoleón había aislado los casos, pero la peste se había difundido a varios centenares de enfermos. Algunos estaban tan enfermos que ni siquiera podían montar una muía. De modo que se suscitó el interrogante: ¿Qué hacer con ellos?. Napoleón prestaba más atención que la mayoría de los soldados a sus heridos y enfermos. Por ejemplo, en El Cairo ordenó que les preparasen un pan de calidad especial, y se prohibió que lo consumieran «el comandante en jefe, los generales o el contramaestre general», y también dispuso que las bandas militares tocasen todos los días a las doce para levantar el ánimo de los pacientes. Compadecía a sus valerosos soldados afectados por la peste negra. Sabía que si aún estaban vivos cuando los turcos se apoderasen de ellos, serían decapitados. Dijo a Desgenettes, comandante del cuerpo médico, que era conveniente terminar con sus sufrimientos mediante una fuerte dosis de láudano. Desgenettes no estuvo de acuerdo. Afirmó que era mejor dejarlos en el campamento, y que afrontaran el riesgo. Finalmente se concertó un compromiso: los médicos administraron láudano, como analgésico, a treinta de los soldados enfermos que estaban moribundos. El láudano provocó el efecto imprevisto de obligarlos a vomitar, con resultados beneficiosos, y varios de los treinta se recuperaron y regresaron sanos y salvos. Con respecto a los enfermos que podían viajar, Napoleón impartió esta orden: «Todos los caballos, los camellos y las muías estarán reservados para los heridos, los enfermos y los afectados por la plaga que muestren el más mínimo signo de vida.» Apenas se conoció la orden cuando se presentó el ordenanza de Napoleón: ¿Qué caballo se reservaba el general para sí? Napoleón descargó irritado el látigo sobre el ordenanza. «Todos los que no están enfermos irán a pie, comenzando por mí». Napoleón condujo a su maltrecho ejército hacia el sur, a lo largo de la costa de Tierra Santa, y se internó en el desierto de Sinaí. En febrero y a caballo había sido un viaje ingrato, pero a pie, con un largo cortejo de heridos, y con un calor que se elevaba a 54 grados centígrados, era una lenta tortura. De todos modos, hacia principios de junio. Napoleón había conseguido poner a salvo a su ejército en Egipto y se preparaba para repeler al ejército turco, que según preveía desembarcaría pronto. Los turcos desembarcaron cerca de Alejandría el 11 de julio, y acamparon en la cercana península de Abukir; allí, el 25 de julio Napoleón los atacó. Tenía 8.000 hombres contra 9.000 turcos, la mayoría, una élite de jenízaros, vestidos con abultados pantalones azules y turbantes rojos, y armados con mosquetes, pistolas y sables. Se dispusieron en dos filas separadas por un kilómetro y medio, la primera línea en una llanura y la segunda sobre una colina, el monte Vizir. Atrás tenían el mar, y Napoleón llegó a la conclusión de que el mar sería su mejor aliado en la batalla inminente. Napoleón envió a Lannes y LEstaing contra el centro de la primera línea de los turcos, y ordenó a Mural que con la caballería rodease los flancos derecho e izquierdo. De este modo los turcos retrocedieron hacia el monte Vizir. Napoleón permitió descansar a sus tropas y reanudó la batalla a las tres de la tarde. Murat, que vestía un soberbio uniforme, con más alamares dorados que paño azul, reveló un soberbio coraje. Mustafá, el general turco de barba blanca, disparó una pistola directamente a la mandíbula inferior de Murat, entonces Murat arrancó de un sablazo la pistola de la mano del turco, y el arma voló acompañada por dos dedos de la mano; después, continuó dirigiendo a su caballería hacia el centro de los jenízaros, y finalmente los arrojó al mar. Cinco mil turcos murieron ahogados, unos dos mil fueron muertos y otros dos mil fueron hechos prisioneros. Sólo un puñado escapó. La estrategia de Napoleón, combinada con el coraje de Murat, convirtió a Abukir en una importante y oportuna victoria francesa. Borró la mancha de Acre. «Digan a todas las jóvenes damas —escribió Murat a Francia—, que aun si Murat perdió algo de su apostura, ellas comprobarán que nada perdió de su bravura en la guerra del amor».

atacado por una fuerza superior en número. <strong>Napoleón</strong> acudió en socorro de Kléber<br />

y descubrió que éste ya llevaba seis horas conteniendo al enemigo, y en la llanura<br />

que se extiende a <strong>los</strong> pies del monte Tabor condujo a 4.500 soldados franceses a la<br />

victoria sobre 35.000 turcos.<br />

De regreso en Acre, <strong>Napoleón</strong> comprobó que el calor, <strong>los</strong> cañones enemigos y<br />

la enfermedad estaban debilitando a su pequeño ejército.<br />

Monge deliraba a causa de la disentería y <strong>Napoleón</strong> ordenó que el matemático<br />

fuese trasladado a su propia tienda. Peor todavía, Max Caffarelli había estado<br />

recorriendo una de las trincheras poco profundas de la primera línea. Como de<br />

costumbre, para mantener el equilibrio con la pierna artificial tenía la mano<br />

izquierda sobre la cadera. Eso determinaba que su codo asomara apenas sobre el<br />

nivel del suelo. Sus camaradas le advirtieron que <strong>los</strong> turcos disparaban sobre todo<br />

lo que veían, por pequeño que fuese, pero Caffarelli mantuvo la mano sobre la<br />

cadera.<br />

Un momento después una bala de cañón le destrozó la articulación del codo. <strong>La</strong><br />

herida era tan grave que <strong>La</strong>rrey tuvo que amputarle el brazo izquierdo.<br />

<strong>Napoleón</strong> fue inmediatamente a ver a su amigo y pidió que le informasen<br />

regularmente sobre su estado. Pocas noches después Bourrienne fue a la tienda de<br />

<strong>Napoleón</strong>; estaba muy deprimido. Según dijo, CafFarelli había pedido que le<br />

leyeran el prefacio de Voltaire al Espíritu de las leyes, de Montesquieu, y durante la<br />

lectura se había desmayado. «¡Tanto deseaba escuchar ese prefacio!», murmuró<br />

<strong>Napoleón</strong>, y fue a ver a su amigo. Pero CafFarelli continuaba inconsciente, y<br />

durante esa noche falleció. Desde la infidelidad de Josefina, <strong>Napoleón</strong> se apoyaba<br />

mucho en las relaciones con sus oficiales, y con esta muerte sufrió todo lo que un<br />

hombre puede sufrir cuando pierde a un amigo íntimo. Afirmó que Francia había<br />

perdido a uno de sus mejores ciudadanos, y la ciencia a uno de sus sabios<br />

famosos. Ordenó que embalsamaran el corazón de CafFarelli y que lo depositaran<br />

en un reliCarlo. Este reliCarlo sería una de las pertenencias más apreciadas por<br />

<strong>Napoleón</strong>, y dondequiera que fuera, lo llevaba consigo.<br />

<strong>Napoleón</strong> continuó el sitio con un suplemento de nueve cañones pesados que le<br />

llegaron por mar. En el curso de sangrientos ataques, <strong>los</strong> franceses se abrieron<br />

paso hacia el interior de Acre, pero fueron expulsados o capturados y decapitados<br />

instantáneamente. Los turcos mantenían un fuego casi incesante sobre las líneas<br />

francesas. En cieña ocasión una bomba cayó a <strong>los</strong> pies de <strong>Napoleón</strong> y dos<br />

granaderos lo arrastraron hasta un lugar seguro; otro día, mientras observaba al<br />

enemigo a través de un catalejo instalado entre las fajinas de una batería de<br />

cañones, una granada turca alcanzó las fajinas superiores, y <strong>Napoleón</strong> fue arrojado<br />

violentamente a <strong>los</strong> brazos de Berthier. Como observó uno de <strong>los</strong> generales:<br />

«Estamos atacando al estilo de <strong>los</strong> turcos una fortaleza defendida al estilo<br />

europeo».<br />

<strong>La</strong> noche del 7 de mayo, cuando el sitio ya duraba seis semanas, <strong>Napoleón</strong><br />

avistó una flota angloturca de treinta naves que traía refuerzos de Rodas. Si<br />

querían apoderarse de Acre, debían hacerlo inmediatamente.<br />

<strong>Napoleón</strong> ordenó al regimiento 69 que iniciara un ataque total. Los soldados<br />

consiguieron entrar, pero en ese mismo momento Sidney Smith logró desembarcar<br />

un destacamento de marineros ingleses, y estos hombres, que entraban<br />

descansados en combate, expulsaron a <strong>los</strong> franceses.<br />

Cuando <strong>Napoleón</strong> comprendió que no podría apoderarse de Acre, se encolerizó<br />

y cayó sobre el regimiento 69. «Los vestiré con faldas —gritó—. Quítenles <strong>los</strong><br />

pantalones. Tienen vulvas entre las piernas, no penes. Quiten <strong>los</strong> pantalones a<br />

estos maricones».<br />

De mala gana, <strong>Napoleón</strong> decidió abandonar el sitio y regresar a Egipto. Fue un<br />

momento doloroso; el primer revés después de Maddalena. Pero no dispuso de<br />

mucho tiempo para cavilar, porque afrontaba un nuevo problema. En Jaira habían<br />

aparecido varios casos de peste bubónica difundida por las pulgas de las ratas; la<br />

enfermedad provoca inflamaciones en las axilas, las ingles y después en la<br />

suponían que la expedición llegaría a la India, y ya se veían retornando con sedas y<br />

rubíes.<br />

<strong>Napoleón</strong> viajaba en un carruaje verde cubierto, de cuatro ruedas, tirado por<br />

seis cabal<strong>los</strong> de Limousin. De <strong>los</strong> cajones empotrados extraía mapas e informes, <strong>los</strong><br />

estudiaba durante el viaje y dictaba las respuestas a Berthier, que lo acompañaba<br />

en el carruaje. Todos <strong>los</strong> días recibía un maletín de cuero cerrado con llave, con<br />

una placa de bronce que ostentaba la inscripción: «Despachos del emperador»,<br />

acompañado de un librito donde, de acuerdo con un sistema ideado por <strong>Napoleón</strong>,<br />

cada postillón anotaba las horas exactas en que había recibido y entregado el<br />

maletín. <strong>Napoleón</strong> tenía una llave; <strong>La</strong>valette, su ministro de Correos en París<br />

guardaba la otra. Con la llave del emperador, Caulaincourt abría el maletín y por la<br />

ventanilla del carruaje entregaba el contenido a <strong>Napoleón</strong>. Poco después una serie<br />

de papeles, <strong>los</strong> que <strong>Napoleón</strong> no deseaba conservar, volaban a ambos costados del<br />

carruaje. Una linterna permitía que <strong>Napoleón</strong> trabajase hasta bien entrada la<br />

noche, y él incluso podía dormir en un camastro improvisado en el carruaje,<br />

mientras éste se bamboleaba a velocidad vertiginosa, en una carrera tan rápida<br />

que en las postas, mientras se cambiaban <strong>los</strong> cabal<strong>los</strong> espumeantes de sudor,<br />

había que arrojar cubos de agua sobre las ruedas humeantes a causa de la fricción.<br />

Cuando estuvo más cerca de <strong>los</strong> rusos, <strong>Napoleón</strong> avanzó con la Guardia,<br />

montado en su caballo negro Marengo. Si tenía que desmontar para satisfacer una<br />

necesidad física, cuatro jinetes desmontaban también y formaban un cuadro<br />

alrededor de <strong>Napoleón</strong>, mirando hacia afuera, y con las bayonetas caladas<br />

presentaban armas. Al anochecer, <strong>Napoleón</strong> se dirigía a un alojamiento o<br />

acampaba bajo una tienda de rayas blancas y azules. Los ordenanzas retiraban de<br />

su caja de cuero negro una cama de hierro con bisagras sobre ruedecillas, un<br />

artefacto que pesaba menos de veinte kilogramos. Preparaban la cama,<br />

desplegaban el gran dosel verde, y depositaban al lado la alfombra del carruaje. En<br />

la otra mitad de la tienda ponían una mesa y una silla de madera; sobre la mesa se<br />

extendía siempre el mapa de Rusia preparado especialmente. Era tan grande que,<br />

para forrar su copia, el general Delaborde, de la Guardia, tuvo que usar<br />

veinticuatro pañue<strong>los</strong> de hilo.<br />

<strong>Napoleón</strong> generalmente se levantaba a las seis y bebía una taza de té o una<br />

infusión de agua de azahar. Después inspeccionaba este o aquel regimiento, y se<br />

interesaba especialmente en <strong>los</strong> servicios médicos. En Vitebsk, al pasar revista a un<br />

regimiento de la Vieja Guardia, se volvió hacia el contramaestre general y le<br />

preguntó cuántas vendas había en la ciudad. El contramaestre dijo la cantidad. A<br />

<strong>Napoleón</strong> le pareció muy reducido. «En general —dijo ásperamente—, un herido<br />

necesita treinta y tres vendas.» Después, se volvió hacia <strong>los</strong> granaderos. «Estos<br />

valientes afrontarán la muerte por mí, y carecerán de atención médica esencial.<br />

¿Dónde están <strong>los</strong> contramaestres de la Guardia?» Se le explicó que uno estaba<br />

con el ejército, y <strong>los</strong> dos restantes en París y en Vilna. «¿Cómo? ¿No están en sus<br />

puestos? Se <strong>los</strong> dará de baja. Sí, se <strong>los</strong> dará de baja...<br />

Un hombre de honor tiene que dormir en el lodo, no entre sábanas blancas».<br />

Éste era el viejo <strong>Napoleón</strong> de Italia y Egipto, pero había también un nuevo<br />

<strong>Napoleón</strong>, Su Majestad el emperador, aislado del resto por su aureola y la fama. Un<br />

día, mientras revistaba a la Guardia, <strong>Napoleón</strong> se detuvo frente a un recién llegado,<br />

el capitán Fantin des Odoards. «¿De dónde vienes?» preguntó. «DeEmbrun, Sire.»<br />

«¿Basses Alpes?», inquirió <strong>Napoleón</strong>. «No, Sire, Hautes Alpes», le rectificó el<br />

soldado. «Sí, por supuesto.» «Después de la revista —cuenta el capitán Fantin—,<br />

mis superiores, que habían escuchado la conversación, me dijeron que como en<br />

cierto modo me había opuesto al emperador, mi actitud había sido impropia.» Sin<br />

duda, no sabían que a <strong>Napoleón</strong> le agradaban <strong>los</strong> hombres que decían lo que<br />

pensaban; era una señal peligrosa.<br />

Después, comenzaba la jornada de marcha, a través de regiones llanas y<br />

polvorientas, donde las aldeas estaban formadas por chozas con suelo de tierra, y<br />

se taponaban con musgo las grietas de las paredes de troncos. Los seres humanos<br />

vivían en una habitación, junto a media docena de gansos, patos, gallinas,

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