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La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia

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Egipto agradaba a <strong>Napoleón</strong>. No las moscas, la suciedad o la enfermedad, sino<br />

el país y el modo de vida. <strong>Napoleón</strong> significa león del desierto, y él se aficionó al<br />

desierto, como le sucede a la mayoría de <strong>los</strong> hombres que aman el mar. Lo<br />

complacía cruzar la lisa y extensa superficie de arena, con frecuencia a caballo pero<br />

a veces sobre el lomo de un camello. <strong>La</strong> faceta espartana de su carácter<br />

armonizaba con la vida sencilla de <strong>los</strong> egipcios, para quienes las posesiones<br />

importaban poco y el carácter mucho. Le agradaba la confianza que depositaban en<br />

la Providencia. Incluso simpatizaba con el atuendo de <strong>los</strong> egipcios. Cierta vez lo<br />

probó; turbante, túnica hasta <strong>los</strong> tobil<strong>los</strong> y daga curva. Pero Tallien, que dirigía el<br />

periódico semanal de <strong>Napoleón</strong> no repitió la experiencia.<br />

Quizá le agradaba sobre todo el nombre que <strong>los</strong> egipcios le aplicaban: sultán El<br />

Kebir; algo más de lo que podría ser un comandante en jefe, implicaba que<br />

aceptaban como gobernante a <strong>Napoleón</strong> en lugar del sultán de Turquía.<br />

¿Qué pensaban <strong>los</strong> egipcios del sultán El Kebir? En primer lugar, veían a un<br />

hombre enérgico, de costumbres meticu<strong>los</strong>as, que con un calor sofocante trabajaba<br />

doce horas diarias con el uniforme abotonado hasta el cuello. Veían a un general<br />

que, pese a que el látigo estaba prohibido, conseguía mantener la disciplina.<br />

Cuando algunos soldados robaron dátiles de un huerto privado. <strong>Napoleón</strong> impidió<br />

que se repitiera el episodio mediante el sencillo recurso de apelar al miedo francés<br />

a la vergüenza. «Dos veces por día caminarán alrededor del campamento con el<br />

uniforme al revés, llevando <strong>los</strong> dátiles, y un cartel con la palabra "Saqueador".» Al<br />

fin conocían a un hombre que se preocupaba por la justicia como <strong>los</strong> turcos jamás<br />

lo habían hecho. Cierto día, durante una reunión con <strong>los</strong> jeques, <strong>Napoleón</strong> supo que<br />

algunos árabes de las tribus osnades habían asesinado a un fellah y arreado las<br />

ovejas de una aldea.<br />

<strong>Napoleón</strong> llamó a un oficial del Estado Mayor y le ordenó que reuniese 300<br />

jinetes y 200 camel<strong>los</strong> y persiguiese y castigase a <strong>los</strong> agresores.<br />

«¿El fellah era vuestro primo —preguntó sonriente un jeque—, que tanto os<br />

encoleriza su muerte?» «Era más —replicó <strong>Napoleón</strong>—. Era un hombre cuya<br />

seguridad la Providencia puso en mis manos.» «Maravil<strong>los</strong>o —replicó el jeque—.<br />

Hablas como un inspirado por Alá».<br />

<strong>Napoleón</strong> dividía su tiempo en El Cairo entre <strong>los</strong> egipcios influyentes y <strong>los</strong><br />

científicos que había traído de Francia. Entre <strong>los</strong> científicos, su mejor amigo era el<br />

matemático Gaspard Monge, un hombre perteneciente a la clase trabajadora —su<br />

padre había sido afilador de cuchil<strong>los</strong>— que a <strong>los</strong> catorce años había inventado un<br />

coche de bomberos, y a <strong>los</strong> veintisiete había salvado a Francia con una nueva<br />

técnica para convertir en cañones las campanas de las iglesias. Ahora, a <strong>los</strong><br />

cincuenta y dos años, Monge tenía la cara ancha, <strong>los</strong> ojos hundidos bajo las cejas<br />

espesas, la nariz carnosa y <strong>los</strong> labios llenos. Era un hombre de costumbres sencillas<br />

y buen corazón, y un gran conversador. Su esposa no deseaba que viajase al<br />

extranjero, y <strong>Napoleón</strong> se había visto obligado a llamar a la puerta de la casa de<br />

Monge, donde a causa de su juventud la criada lo confundió con uno de <strong>los</strong><br />

alumnos de su amo, y convencer a madame Monge para que permitiese el viaje de<br />

su marido.<br />

Cierto día <strong>Napoleón</strong> reveló a Monge que en su infancia había deseado<br />

consagrarse a la ciencia, y que sólo las circunstancias lo habían llevado a la carrera<br />

militar. Había parte de verdad en esto. Por ejemplo, en la París revolucionaria<br />

<strong>Napoleón</strong> se las había arreglado para asistir a las clases públicas de química<br />

dictadas por Claude Berthollet, el amigo inseparable de Monge. Monge comentó<br />

que <strong>Napoleón</strong> había nacido demasiado tarde, y citó la frase de <strong>La</strong>grange: «Nadie<br />

puede rivalizar con Newton, pues hay un solo mundo, y él lo descubrió.» «Newton<br />

resolvió el problema del movimiento de <strong>los</strong> planetas —replicó <strong>Napoleón</strong>—. Lo que<br />

yo esperaba hacer era descubrir cómo se trasmite el movimiento mismo a través<br />

de cuerpos infinitesimales».<br />

Gracias a su actividad en el campo de la matemática. <strong>Napoleón</strong> había sido<br />

elegido poco antes miembro de la sección matemática del Instituto de Francia. Un<br />

CAPÍTULO VEINTIUNO<br />

<strong>La</strong> retirada<br />

<strong>Napoleón</strong> entró en Moscú el 15 de septiembre de 1812. Vestía como de<br />

costumbre, el sencillo uniforme verde oscuro de coronel de <strong>los</strong> Cazadores. En<br />

cambio, Murat, que había luchado valerosamente desde el principio, consideró<br />

apropiado vestir pantalones de montar rosa pálido y botas de cuero amarillo vivo<br />

que se destacaban claramente contra la silla de paño azul celeste, y agregó a las<br />

cuatro plumas de avestruz de su sombrero un penacho de plumas de garza. Lo<br />

decepcionó —como en general a todos <strong>los</strong> franceses— que no se acercara ningún<br />

ruso a ofrecer humildemente las llaves de la ciudad depositadas sobre un cojín de<br />

terciopelo, y que la multitud no se alinease en las calles para vitorear<strong>los</strong>. Pronto fue<br />

evidente que la mayoría de <strong>los</strong> moscovitas habían recibido del gobernador<br />

Rostopchin la orden de evacuación. De un total de 250.000 habitantes sólo<br />

quedaban quince mil, principalmente extranjeros, miserables mendigos y<br />

delincuentes liberados de las cárceles de la ciudad. También en Moscú prevalecían<br />

el espacio y el silencio.<br />

<strong>Napoleón</strong> se alojó en un palacio de estilo italiano del Kremlin, con un rasgo<br />

extraño: la complicada escalera de mármol blanco al aire libre.<br />

Colgó el retrato de su pequeño hijo realizado por Gérard sobre la repisa de la<br />

chimenea, y comenzó a trabajar; el alojamiento de sus tropas, la necesidad de<br />

conseguir forraje, y lo que era más importante, la preparación de conversaciones<br />

de paz con Alejandro. Estaba seguro de que el zar concertaría la paz después de la<br />

derrota sufrida en Borodino, exactamente como había hecho después deAusterlitz y<br />

Friedland.<br />

Aquella noche estallaron incendios esporádicos en Moscú. Los franceses no<br />

pudieron encontrar mangas de riego ni bombas —habían sido retiradas por orden<br />

de Rostopchin— y tuvieron que combatir el fuego con cubos de agua. Al día<br />

siguiente, ardieron otras casas y <strong>los</strong> franceses comenzaron a sospechar. Rostopchin<br />

había armado a un millar de convictos con mechas y pólvora, y les había dicho que<br />

incendiasen completamente Moscú. Los franceses con sus cubos de agua no<br />

pudieron controlar <strong>los</strong> incendios, que el día 16, favorecidos por un viento del norte,<br />

se extendieron hasta el límite del Kremlin.<br />

Al principio, <strong>Napoleón</strong> rehusó retirarse de allí. Pero la artillería y <strong>los</strong> carros de<br />

municiones de la Guardia estaban en el Kremlin, y cuando las llamas se acercaron.<br />

<strong>Napoleón</strong> ordenó a todos que salieran, y su séquito comprobó que la escalera de<br />

mármol exterior era una salida segura en caso de incendio. Como recuerda uno de<br />

el<strong>los</strong>: «Caminamos sobre la tierra en llamas, bajo un cielo en llamas, entre paredes<br />

en llamas», antes de llegar al Moscowa, y de allí al palacio Petrovsky, de ladril<strong>los</strong>,<br />

unos once kilómetros hacia el norte. Desde allí <strong>Napoleón</strong> observó las llamas, y<br />

durante <strong>los</strong> cuatro días siguientes, 8.500 casas quedaron destruidas, es decir,<br />

cuatro quintas partes de la hermosa ciudad. Un oficial recordó el caso de las viudas<br />

indias que se suicidan al morir su esposo. Pero <strong>Napoleón</strong> sólo dijo: «¡Escitas!».<br />

<strong>Napoleón</strong> regresó el día 18 a su alojamiento del Kremlin, uno de <strong>los</strong> pocos<br />

distritos todavía intactos. <strong>La</strong> ciudad era un espectáculo deprimente, ennegrecida y<br />

chamuscada, otra Herculano o Pompeya, pero peor en el sentido de que de ella se<br />

desprendía un nauseabundo olor de sustancias quemadas.<br />

De todos modos, la quinta parte restante suministró refugio a sus tropas, y en<br />

las despensas se encontraron muchas provisiones, de manera que <strong>Napoleón</strong>

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