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17.05.2013 Views

que se elevaban en el horizonte: «Soldados, desde la altura de estas pirámides cuarenta siglos os contemplan». Dirigidos por Murad Bey, un alto circasiano que podía decapitar un buey de un solo golpe de su cimitarra, los mamelucos cargaron sobre los cuadros franceses. Cuando los primeros desmontaron y atacaron las filas de los franceses, Napoleón a la cabeza de la división de reserva se ubicó detrás de los mamelucos, los separó de su campamento fortificado y bombardeó la retaguardia y también al resto del ejército. Los 16.000 hombres de la infantería egipcia, que nunca habían visto cañones pesados, fueron dominados por el pánico, se dispersaron y trataron de huir nadando por el Nilo. Los mamelucos combatieron valerosamente, pero no pudieron soportar el fuego cruzado de Napoleón. La batalla de las Pirámides duró sólo dos horas, pero fue una de las victorias más decisivas de Napoleón. Con la pérdida de doscientos hombres destruyó o capturó prácticamente a todo el ejército enemigo de 24.000 hombres, y se posesionó del bajo Egipto. Napoleón, que había hablado con Volney y leído su libro, estaba preparado para hallar una ciudad pobre al llegar a El Cairo; y comprobó que realmente era una ciudad pobre cuando entró allí, dos días después; un ejemplo destacado de los efectos negativos de realeza ausentista y el gobierno de una clase de origen extranjero. Fuera de tres hermosas mezquitas y los palacios de los mamelucos, El Cairo era una gran colección de chozas y mercados que tenían poco que vender, salvo calabazas y dátiles comidos por las moscas, queso de camello y un pan delgado e insípido parecido a los panqueques secos. Pero ése era, después de todo, el propósito de la expedición: libertar, enseñar, promover. Napoleón instaló su cuartel general en un palacio que había pertenecido a un mameluco, declaró terminado el dominio turco, y dejó el gobierno de la ciudad en manos de un diván de nueve jeques asesorados por un comisionado francés. Después persiguió a los mamelucos que se retiraban, los alcanzó en el desierto del Sinaí, y los derrotó decisivamente en Salahieh. Esta vez capturó el tesoro de oro y joyas que ellos llevaban, y lo dividió entre sus oficiales. Muy animado después de Salahieh, Napoleón abrió una carta de Kléber llegada un momento antes. Traía muy malas noticias. Napoleón había dejado la flota francesa de diecisiete naves anclada en la bahía de Aboukir, al parecer en un lugar seguro. En una maniobra audaz, Horacio Nelson había enviado cinco barcos que se deslizaron entre la costa y los franceses, y abrieron fuego desde dos frentes simultáneamente. Los franceses replicaron, pero no pudieron hacer nada. El UOrient se incendió; el joven hijo del capitán Casabianca reveló un valor excepcional y trató de impedir que las llamas alcanzaran la santabárbara del buque, un episodio celebrado después en el verso: «El muchacho estaba sobre la cubierta en llamas»... Pero no consiguió realizar su propósito y el UOrient estalló. En resumen, los franceses perdieron catorce de los diecisiete barcos. Napoleón y sus 55.000 hombres quedaron aislados. Napoleón comprendió que ya no podrían recibir suministros, o refuerzos, y quizá ni siquiera correspondencia; y ciertamente, no podrían hacer reír a las esposas. Napoleón reaccionó serenamente ante la noticia. Ordenó a su ayudante Lavalette, que había traído la carta, que guardase secreto acerca del contenido, y fue a desayunar con sus oficiales, que se sentían de buen humor después del reparto del oro y las joyas. Napoleón eligió ese momento y dijo: «Parece que este país les agrada. Es afortunado que piensen así, porque ahora no tenemos una flota que nos lleve de regreso a Europa.» Después, les comunicó los detalles. «Pero no importa—dijo finalmente—, tenemos todo lo que necesitamos; incluso podemos fabricar pólvora y balas de cañón.» Antes de que terminase el desayuno, Napoleón había contagiado su propia calma a los oficiales, y nadie volvió a hablar del asunto. Pero Napoleón comprendió que entonces más que nunca necesitaba tener éxito. En su condición de comandante en jefe del ejército de ocupación, Napoleón era el único responsable del gobierno de Egipto. Gobernó mediante órdenes y decretos. Con fines de asesoramiento creó un cuerpo consultivo de 189 egipcios como en el ejército, parecería que usted siempre hubiese dicho a cada uno de los presentes: "Pues bien, damas y caballeros, ¡de frente... marchen!"». La impaciencia del emperador era todavía más acentuada que la del primer cónsul Bonaparte, pero de todos modos el tacto de Josefina la moderaba. Cuando Josefina salió de su vida, ése se convirtió en un rasgo más acentuado. Por eso cuando conoció a María Luisa, no pudo soportar la espera impuesta por las formalidades preestablecidas y se la llevó a Compiégne. También en Moscú la impaciencia lo incitó permanentemente a la acción. La idea inicial de Napoleón fue marchar sobre San Petersburgo. Explicó el plan a su Consejo de Guerra, que incluía a Davout, Murat y Berthier. El Consejo destacó el grave peligro que afrontaba una marcha hacia el norte, porque Kutuzov podía cortar las líneas de comunicación de los franceses. Napoleón desechó la idea y propuso en cambio una retirada hacia el oeste. «No debemos repetir el error de Carlos XII... Cuando el ejército haya descansado, y mientras continúe reinando el buen tiempo, debemos regresar por Smolensk para invernar en Lituania y Polonia». Los mariscales aceptaron este plan. También ellos se alegraban de salir de la ciudad incendiada, y por lo tanto no examinaron objetivamente la propuesta. La discusión se centró no en la sensatez de una retirada en invierno, sino en problemas secundarios, por ejemplo qué camino debían seguir. Napoleón prefería el camino meridional, más benigno, a través de Kiev. Pero cuando supo que en octubre el Dniéper a veces se desbordaba hasta alcanzar un ancho de casi once kilómetros frente a Kiev, abandonó el plan. En realidad, el otoño de 1812 fue seco, y el Dniéper no se desbordó. El camino a través de Kiev habría sido el mejor, pero Napoleón decidió seguir una ruta que estaba levemente al sur del camino septentrional por el cual había venido. ¿En qué fecha debía partir? Napoleón consultó los almanaques rusos de los últimos veinticinco años y descubrió que las heladas severas comenzaban en la latitud de Moscú generalmente a finales de noviembre. El viaje de ida había durado casi dos semanas, y podía presumirse que el de regreso les llevaría el mismo tiempo. De modo que correspondía partir inmediatamente. Cada día contaba. Pero Napoleón no vio las cosas de ese modo. Sin duda, abrigaba la esperanza de apresurar el viaje de retorno, y además, con un optimismo casi increíble, aún ahora exploraba las posibilidades de la paz. El 15 de octubre sobre las ruinas ennegrecidas de Moscú cayeron unos ocho centímetros de nieve. Era un signo de mal agüero, pero en lugar de partir inmediatamente Napoleón retrasó la salida, siempre con la esperanza de recibir una comunicación de Alejandro. Y entonces, el 18 de octubre, Murat fue atacado por las tropas de Kutuzov cerca de Moscú; su cobertura de caballería fue sorprendida con la guardia baja, de modo que perdió 2.500 hombres. Esta derrota destruyó el ánimo optimista de Napoleón. La impaciencia por partir, por actuar, por ser el amo de sus propios movimientos, se convirtió en factor decisivo, y Napoleón impartió la orden de salir de Moscú. Su entorno advirtió que esa noche estaba extrañamente excitado. A las dos de la tarde del 19 de octubre las primeras unidades de la Grande Armée, después de una estadía de treinta y cinco días, comenzaron a salir de Moscú. Muchos soldados vestían chaquetas de piel de oveja, gorros de piel y botas forradas con piel; llevaban en sus mochilas azúcar, brandy e iconos recamados de joyas, y en los carros cargaban sedas chinas, cebellinas, lingotes de oro, armaduras, e incluso una escupidera principesca tachonada de joyas. En conjunto, había 90.000 hombres de infantería, 15.000 de caballería, 569 cañones y diez mil carros que transportaban alimentos para veinte días, pero forraje destinado a los caballos para menos de una semana. En realidad, los caballos eran el eslabón débil de esta cadena de acero y músculo. Así como en primavera hubieran conseguido mucho pasto en el camino, ahora dependerían de lo que sus jinetes pudiesen hallar.

continuó con su plan original, es decir el intento de iniciar conversaciones de paz. El día 20 escribió en ese sentido a Alejandro. El zar estaba en San Petersburgo, de modo que su respuesta no podía llegar antes de dos semanas. Pasaron las dos semanas y Napoleón no recibió contestación. A los ojos de un observador imparcial, los elementos disponibles sugerían que Alejandro no quería discutir la paz. Allí estaban las ruinas ennegrecidas de Moscú; Caulaincourt, que lo conocía bien, dijo que el zar jamás haría la paz; y además estaba la presión de los nobles, ansiosos de volver a vender los cereales, la madera y el cáñamo a Inglaterra. Sin embargo, Napoleón estaba convencido de que él y Alejandro podían ser nuevamente buenos amigos, y envió un representante al zar, con orden de repetir su ofrecimiento de paz. También envió a Lauriston, para tratar de negociar directamente con Kutuzov. Cuando ambos emisarios fueron devueltos sin llegar a destino, Napoleón se desconcertó y se sintió deprimido; a veces pasaba horas enteras sin decir palabra. Napoleón mostraba cierta insensibilidad en las relaciones humanas, un rasgo que se manifiesta en sus observaciones hirientes y su costumbre de retorcer las orejas a Josefina. No podía comprender una reacción imprevista, por ejemplo la actitud de los soldados rusos que rehusaban rendirse. Y tampoco podía entender a Alejandro. En realidad, jamás entendió el giro de Alejandro, y si se hubiese enterado del asunto tampoco habría comprendido la promesa que realizó Alejandro a su pueblo en el sentido de que no haría la paz mientras un solo soldado enemigo permaneciera en suelo ruso, prefería dejarse crecer la barba y comer patatas con los siervos. ¿Qué podía hacer Napoleón? Su plan original había sido invernar en Moscú; antes de Borodino había dicho a sus soldados que la victoria les suministraría «buenos cuarteles de invierno». En Moscú se sentían cómodos; tenían comida y bebida abundantes, y entre los licores estaban el champán y el brandy de las bodegas de los nobles. Napoleón ordenó que se representasen obras a cargo de una compañía francesa que casualmente estaba en Moscú, y los actores comenzaron con Lejeu de 1'amouretdu hasarcL, de Marivaux; y también redactó una lista de actores de la Comedie Francaise, los que según él esperaba llegarían a Moscú. Ciertamente, invernar en Moscú era la actitud razonable. Con respecto a los peligros que podían correr los franceses si no invernaban allí, Napoleón tenía plena conciencia del asunto. Había comenzado a leer la Historia de Carlos XII, de Voltaire, y en ese relato el rey sueco, aislado de Polonia y rodeado por enemigos, resuelve desafiar los rigores de un invierno ruso. Primero sus caballos mueren en la nieve, y sin caballos para arrastrarlos tiene que arrojar a los pantanos y a los ríos la mayor parte de su artillería. Después, sucumben sus soldados. En una de sus marchas Carlos ve morir de frío a dos mil de sus hombres. Con esa lección literalmente frente a los ojos, ¿por qué Napoleón renunció a su plan original de invernar en Moscú? La respuesta está en la profundidad misma de su carácter. Este hombre desbordante de energía, que actuaba mucho más rápidamente que sus semejantes, tenía el defecto que emanaba de su principal cualidad: era impaciente. En el dormitorio de Josefina, mientras ella se vestía para cenar, preguntaba: «¿Aún no estás lista?»; si Josefina estaba ausente: «Estoy impaciente por verte de nuevo»; del Papa que viajaba hacia París: «Debe darse prisa.» La impaciencia de Napoleón se expresaba de un modo especial; se mostraba renuente, cualquiera que fuese la situación, a representar un papel pasivo. Él era siempre quien debía controlar los hechos, incluso en la corte. Por ejemplo, durante el otoño de 1807 Napoleón se había quejado aTalleyrand: «Invité a mucha gente a Fontainebleau. Deseaba que se divirtiesen. Organicé todos los entretenimientos y todos tenían la cara larga y parecían cansados y sombríos.» La respuesta de Talleyrand señala la diferencia entre Napoleón el estadista y el propio Talleyrand, que era diplomático: «Eso sucedió porque el placer no puede imponerse a toque de tambor, y aquí, prominentes. Según explicó, esa medida «acostumbraría a los notables egipcios a usar las ideas de asamblea y gobierno». En cada una de las catorce provincias Napoleón creó un diván de hasta nueve miembros, todos egipcios, pero asesorados por un civil francés; estos organismos atendían el servicio de policía, los suministros de alimentos y los servicios sanitarios. Mediante una serie de decretos, Napoleón creó el primer sistema postal regular de Egipto, y un servicio de diligencias entre El Cairo y Alejandría. Inauguró una casa de moneda para convertir el oro de los mamelucos en escudos franceses. Construyó molinos de viento para elevar el agua y moler el trigo. Comenzó el trazado de mapas de Egipto, de El Cairo y Alejandría. Instaló las primeras lámparas en El Cairo, separadas por una distancia de diez metros en las calles principales. Comenzó los trabajos de un hospital de trescientas camas para los necesitados. Organizó cuatro centros de cuarentena para controlar uno de los azotes de Egipto, la peste bubónica. Había llevado consigo un juego de tipos arábigos — requisado a una organización papal llamada la Propagación de la Fe— y con él produjo los primeros libros impresos de Egipto; no catecismos, sino una explicación de la oftálmica, y manuales acerca del modo de tratar la peste bubónica y la viruela. Napoleón había leído el Corán durante el viaje a Egipto, y lo había hallado «sublime». En su condición de racionalista del siglo XVIII y admirador deVoltaire, Napoleón creía que los hombres son hermanos, y comparten la creencia en un Dios benéfico. Sólo las barreras doctrinarias levantadas por los sacerdotes y los teólogos embrollones impedían que la fraternidad de los hombres venerase colectivamente al único Dios que los había creado. Napoleón no halló en el Corán nada que contradijese esta creencia. Como sabía de la importancia de la religión en Egipto, Napoleón anunció en su primera proclama: «Cadís, jeques, imanes, decid al pueblo que también nosotros somos verdaderos musulmanes. ¿Acaso no somos los hombres que hemos destruido al Papa, que predicaba la guerra eterna contra los musulmanes? ¿No somos los que han destruido a los Caballeros de Malta, porque esos locos creían que debían librar una guerra permanente contra vuestra fe?» Más tarde, cuando anunciaba las victorias francesas, adoptó una argumentación análoga. Un firme creyente en la Providencia, aunque a diferencia de Josefina, no en el destino. Con absoluta sinceridad Napoleón atribuía a Alá los éxitos franceses, y afirmaba que era el hombre enviado por el Todopoderoso para expulsar a los turcos y a sus secuaces los mamelucos. Napoleón trató de ganar el apoyo de los líderes religiosos. Habló de teología con los muflís y les dijo que admiraba a Mahoma. Con el propósito de honrar el cumpleaños del Profeta, ordenó desfiles, salvas de cañonazos y fuegos artificiales. Cierto día en que se sentía eufórico, se vanaglorió de que construiría una mezquita que abarcaría media legua a la redonda, donde él y todo su ejército podrían celebrar el culto. Después, formuló un pedido a los muftís: ¿Estaban dispuestos a anunciar en las mezquitas que los franceses eran auténticos musulmanes como ellos mismos, y a aconsejar a todos los egipcios que jurasen lealtad al gobierno de Napoleón? Los muftís contestaron que si los franceses eran verdaderos musulmanes debían someterse a la circuncisión y renunciar al vino. Napoleón consideró que eso era llevar un poco lejos la adaptación. Finalmente, llegaron a un compromiso: Napoleón continuaría protegiendo al Islam, y los muftís formularon una declaración limitada pero muy útil que afirmaba que Napoleón era un mensajero de Dios y amigo del Profeta. Napoleón consiguió, sobre todo gracias a su tolerancia religiosa, ocupar y gobernar pacíficamente a un país que tenía el doble de superficie que Francia. Afrontó un alzamiento grave, en el que los fanáticos religiosos mataron a algunos hombres de la guarnición francesa de El Cairo. Tallien, representante del gobierno, lo exhortó a incendiar todas las mezquitas y matar a todos los sacerdotes, pero por supuesto Napoleón no hizo nada parecido. Condenó a muerte a los jefes y permitió que la rebelión se extinguiese por sí misma. No se repitió.

que se elevaban en el horizonte: «Soldados, desde la altura de estas pirámides<br />

cuarenta sig<strong>los</strong> os contemplan».<br />

Dirigidos por Murad Bey, un alto circasiano que podía decapitar un buey de un<br />

solo golpe de su cimitarra, <strong>los</strong> mamelucos cargaron sobre <strong>los</strong> cuadros franceses.<br />

Cuando <strong>los</strong> primeros desmontaron y atacaron las filas de <strong>los</strong> franceses, <strong>Napoleón</strong> a<br />

la cabeza de la división de reserva se ubicó detrás de <strong>los</strong> mamelucos, <strong>los</strong> separó de<br />

su campamento fortificado y bombardeó la retaguardia y también al resto del<br />

ejército.<br />

Los 16.000 hombres de la infantería egipcia, que nunca habían visto cañones<br />

pesados, fueron dominados por el pánico, se dispersaron y trataron de huir<br />

nadando por el Nilo. Los mamelucos combatieron valerosamente, pero no pudieron<br />

soportar el fuego cruzado de <strong>Napoleón</strong>. <strong>La</strong> batalla de las Pirámides duró sólo dos<br />

horas, pero fue una de las victorias más decisivas de <strong>Napoleón</strong>. Con la pérdida de<br />

doscientos hombres destruyó o capturó prácticamente a todo el ejército enemigo<br />

de 24.000 hombres, y se posesionó del bajo Egipto.<br />

<strong>Napoleón</strong>, que había hablado con Volney y leído su libro, estaba preparado para<br />

hallar una ciudad pobre al llegar a El Cairo; y comprobó que realmente era una<br />

ciudad pobre cuando entró allí, dos días después; un ejemplo destacado de <strong>los</strong><br />

efectos negativos de realeza ausentista y el gobierno de una clase de origen<br />

extranjero. Fuera de tres hermosas mezquitas y <strong>los</strong> palacios de <strong>los</strong> mamelucos, El<br />

Cairo era una gran colección de chozas y mercados que tenían poco que vender,<br />

salvo calabazas y dátiles comidos por las moscas, queso de camello y un pan<br />

delgado e insípido parecido a <strong>los</strong> panqueques secos. Pero ése era, después de todo,<br />

el propósito de la expedición: libertar, enseñar, promover. <strong>Napoleón</strong> instaló su<br />

cuartel general en un palacio que había pertenecido a un mameluco, declaró<br />

terminado el dominio turco, y dejó el gobierno de la ciudad en manos de un diván<br />

de nueve jeques asesorados por un comisionado francés. Después persiguió a <strong>los</strong><br />

mamelucos que se retiraban, <strong>los</strong> alcanzó en el desierto del Sinaí, y <strong>los</strong> derrotó<br />

decisivamente en Salahieh. Esta vez capturó el tesoro de oro y joyas que el<strong>los</strong><br />

llevaban, y lo dividió entre sus oficiales.<br />

Muy animado después de Salahieh, <strong>Napoleón</strong> abrió una carta de Kléber llegada<br />

un momento antes. Traía muy malas noticias. <strong>Napoleón</strong> había dejado la flota<br />

francesa de diecisiete naves anclada en la bahía de Aboukir, al parecer en un lugar<br />

seguro. En una maniobra audaz, Horacio Nelson había enviado cinco barcos que se<br />

deslizaron entre la costa y <strong>los</strong> franceses, y abrieron fuego desde dos frentes<br />

simultáneamente. Los franceses replicaron, pero no pudieron hacer nada. El<br />

UOrient se incendió; el joven hijo del capitán Casabianca reveló un valor<br />

excepcional y trató de impedir que las llamas alcanzaran la santabárbara del<br />

buque, un episodio celebrado después en el verso: «El muchacho estaba sobre la<br />

cubierta en llamas»... Pero no consiguió realizar su propósito y el UOrient estalló.<br />

En resumen, <strong>los</strong> franceses perdieron catorce de <strong>los</strong> diecisiete barcos.<br />

<strong>Napoleón</strong> y sus 55.000 hombres quedaron aislados. <strong>Napoleón</strong> comprendió que<br />

ya no podrían recibir suministros, o refuerzos, y quizá ni siquiera correspondencia;<br />

y ciertamente, no podrían hacer reír a las esposas. <strong>Napoleón</strong> reaccionó<br />

serenamente ante la noticia. Ordenó a su ayudante <strong>La</strong>valette, que había traído la<br />

carta, que guardase secreto acerca del contenido, y fue a desayunar con sus<br />

oficiales, que se sentían de buen humor después del reparto del oro y las joyas.<br />

<strong>Napoleón</strong> eligió ese momento y dijo: «Parece que este país les agrada. Es<br />

afortunado que piensen así, porque ahora no tenemos una flota que nos lleve de<br />

regreso a Europa.» Después, les comunicó <strong>los</strong> detalles. «Pero no importa—dijo<br />

finalmente—, tenemos todo lo que necesitamos; incluso podemos fabricar pólvora y<br />

balas de cañón.» Antes de que terminase el desayuno, <strong>Napoleón</strong> había contagiado<br />

su propia calma a <strong>los</strong> oficiales, y nadie volvió a hablar del asunto. Pero <strong>Napoleón</strong><br />

comprendió que entonces más que nunca necesitaba tener éxito.<br />

En su condición de comandante en jefe del ejército de ocupación, <strong>Napoleón</strong> era<br />

el único responsable del gobierno de Egipto. Gobernó mediante órdenes y decretos.<br />

Con fines de asesoramiento creó un cuerpo consultivo de 189 egipcios<br />

como en el ejército, parecería que usted siempre hubiese dicho a cada uno de <strong>los</strong><br />

presentes: "Pues bien, damas y caballeros, ¡de frente... marchen!"».<br />

<strong>La</strong> impaciencia del emperador era todavía más acentuada que la del primer<br />

cónsul Bonaparte, pero de todos modos el tacto de Josefina la moderaba. Cuando<br />

Josefina salió de su vida, ése se convirtió en un rasgo más acentuado. Por eso<br />

cuando conoció a María Luisa, no pudo soportar la espera impuesta por las<br />

formalidades preestablecidas y se la llevó a Compiégne. También en Moscú la<br />

impaciencia lo incitó permanentemente a la acción.<br />

<strong>La</strong> idea inicial de <strong>Napoleón</strong> fue marchar sobre San Petersburgo.<br />

Explicó el plan a su Consejo de Guerra, que incluía a Davout, Murat y Berthier.<br />

El Consejo destacó el grave peligro que afrontaba una marcha hacia el norte,<br />

porque Kutuzov podía cortar las líneas de comunicación de <strong>los</strong> franceses. <strong>Napoleón</strong><br />

desechó la idea y propuso en cambio una retirada hacia el oeste. «No debemos<br />

repetir el error de Car<strong>los</strong> XII...<br />

Cuando el ejército haya descansado, y mientras continúe reinando el buen<br />

tiempo, debemos regresar por Smolensk para invernar en Lituania y Polonia».<br />

Los mariscales aceptaron este plan. También el<strong>los</strong> se alegraban de salir de la<br />

ciudad incendiada, y por lo tanto no examinaron objetivamente la propuesta. <strong>La</strong><br />

discusión se centró no en la sensatez de una retirada en invierno, sino en<br />

problemas secundarios, por ejemplo qué camino debían seguir. <strong>Napoleón</strong> prefería<br />

el camino meridional, más benigno, a través de Kiev. Pero cuando supo que en<br />

octubre el Dniéper a veces se desbordaba hasta alcanzar un ancho de casi once<br />

kilómetros frente a Kiev, abandonó el plan. En realidad, el otoño de 1812 fue seco,<br />

y el Dniéper no se desbordó. El camino a través de Kiev habría sido el mejor, pero<br />

<strong>Napoleón</strong> decidió seguir una ruta que estaba levemente al sur del camino<br />

septentrional por el cual había venido.<br />

¿En qué fecha debía partir? <strong>Napoleón</strong> consultó <strong>los</strong> almanaques rusos de <strong>los</strong><br />

últimos veinticinco años y descubrió que las heladas severas comenzaban en la<br />

latitud de Moscú generalmente a finales de noviembre.<br />

El viaje de ida había durado casi dos semanas, y podía presumirse que el de<br />

regreso les llevaría el mismo tiempo. De modo que correspondía partir<br />

inmediatamente. Cada día contaba. Pero <strong>Napoleón</strong> no vio las cosas de ese modo.<br />

Sin duda, abrigaba la esperanza de apresurar el viaje de retorno, y además, con un<br />

optimismo casi increíble, aún ahora exploraba las posibilidades de la paz.<br />

El 15 de octubre sobre las ruinas ennegrecidas de Moscú cayeron unos ocho<br />

centímetros de nieve. Era un signo de mal agüero, pero en lugar de partir<br />

inmediatamente <strong>Napoleón</strong> retrasó la salida, siempre con la esperanza de recibir una<br />

comunicación de Alejandro. Y entonces, el 18 de octubre, Murat fue atacado por las<br />

tropas de Kutuzov cerca de Moscú; su cobertura de caballería fue sorprendida con<br />

la guardia baja, de modo que perdió 2.500 hombres. Esta derrota destruyó el<br />

ánimo optimista de <strong>Napoleón</strong>. <strong>La</strong> impaciencia por partir, por actuar, por ser el amo<br />

de sus propios movimientos, se convirtió en factor decisivo, y <strong>Napoleón</strong> impartió la<br />

orden de salir de Moscú. Su entorno advirtió que esa noche estaba extrañamente<br />

excitado.<br />

A las dos de la tarde del 19 de octubre las primeras unidades de la Grande<br />

Armée, después de una estadía de treinta y cinco días, comenzaron a salir de<br />

Moscú. Muchos soldados vestían chaquetas de piel de oveja, gorros de piel y botas<br />

forradas con piel; llevaban en sus mochilas azúcar, brandy e iconos recamados de<br />

joyas, y en <strong>los</strong> carros cargaban sedas chinas, cebellinas, lingotes de oro,<br />

armaduras, e incluso una escupidera principesca tachonada de joyas. En conjunto,<br />

había 90.000 hombres de infantería, 15.000 de caballería, 569 cañones y diez mil<br />

carros que transportaban alimentos para veinte días, pero forraje destinado a <strong>los</strong><br />

cabal<strong>los</strong> para menos de una semana. En realidad, <strong>los</strong> cabal<strong>los</strong> eran el eslabón débil<br />

de esta cadena de acero y músculo. Así como en primavera hubieran conseguido<br />

mucho pasto en el camino, ahora dependerían de lo que sus jinetes pudiesen<br />

hallar.

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