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«Si tenemos que permanecer allí varios años —prometió Napoleón—, mandaremos llamar a nuestras esposas.» Después, se volvió hacia Josefina. «Dumas tiene sólo hijas, y yo ni siquiera he conseguido eso; en Egipto ambos intentaremos producir varones. Él será padrino del mío, y yo del suyo.» De acuerdo con el relato de Dumas, Napoleón subrayó este comentario con una sonora palmada sobre las nalgas bien formadas y desnudas de Josefina. Fuera del dormitorio de Napoleón, los marineros lavaban las cubiertas y lustraban los bronces de 180 naves; en las bodegas se guardaban mil cañones y decenas de miles de granadas. Fueron embarcados setecientos caballos, con la correspondiente proporción de paja y heno. Finalmente, las tropas comenzaron a embarcar: 17.000 hombres, incluyendo, como de costumbre, espías a sueldo de los directores, con órdenes de informar acerca de las derrotas o la conducta antirrepublicana de los generales. En contraste con la expedición a Italia, ésta se hallaba bien equipada, pues en febrero los directores habían enviado a Suiza una expedición para fundar allí una república hermana, y habían confiscado treinta millones de francos en oro. La mañana del 18 de mayo de 1798 Napoleón ordenó que se disparasen seis salvas, la señal que indicaba que todos los que estaban de permiso en tierra debían embarcarse. El propio Napoleón se instaló en el navio insignia UOrient. A las siete de la mañana siguiente ordenó que la flota levase anclas, y saliese del fondeadero en forma de herradura, donde apenas cuatro años y medio antes el mayor Bonaparte había bombardeado a los barcos ingleses; y así salió a la vela la armada más numerosa que se hubiera reunido nunca en Francia. Pero ésta era sólo una pane de la fuerza total. Otra flota que partía de los puertos italianos aumentaría el número de barcos a casi cuatrocientos, y el de soldados a 55.000. Al mando de esta fuerza estaba un general que aún no había cumplido los treinta años. Napoleón había llevado a bordo una pequeña biblioteca, y para pasar el tiempo en el mar, sus oficiales tomaban prestadas las obras. Bourrienne leyó Pablo y Virginia, el joven Géraud Duroc también leyó una novela, y Berthier, tan profundamente enamorado de Giuseppina Visconti como Napoleón de Josefina, pero imposibilitado de desposarla porque ella ya tenía marido, se zambullía en la tristeza sentimental de Werther. «¡Libros para las criadas!», rezongaba Napoleón, pese a que de vez en cuando también le agradaba leer una novela, y decía a su biblioteCarlo: «Ofrézcales historia. Los hombres no deberían leer otra cosa». De noche se sentaban en cubierta, acariciados por el aire tibio de principios del verano, y Napoleón hacía preguntas para provocar un debate informal: si los presentimientos son una guía fidedigna del futuro, cómo debemos interpretar los sueños, cuál es la antigüedad de la Tierra, si los planetas están habitados. Como los oficiales de su Estado Mayor se manifestaban casi unánimemente ateos, Napoleón señalaba las estrellas, más allá de las velas hinchadas por el viento del LVrient, en el cielo del Mediterráneo: «Y entonces, ¿quién las hizo?». El 9 de junio Napoleón llegó frente a Malta. Pertenecía a la autónoma Orden de los Caballeros de San Juan de Jerusalén, y decíase que su capital, Valetta, con muros de tres metros de espesor y defendidos por un millar de cañones, era el lugar mejor fortificado del mundo. Pero Napoleón sabía distinguir entre una reputación fundada en hazañas del pasado y los hechos actuales. Tenía motivos para creer que Malta, como Venecia, no era más que un fósil, y que los 332 caballeros, ataviados con seda negra adornada por enormes cruces blancas de Malta, eran figuras de una mascarada. Había mandado por delante agentes con orden de sobornar a todos los caballeros que simpatizaran con las ideas republicanas, y soliviantar a los doscientos caballeros franceses contra el Gran Maestro, que era de origen alemán. Los representantes trabajaron bien, y tres días después de la llegada de Napoleón frente a la isla, sin disparar ni un tiro, los caballeros cedieron Malta a la República Francesa. Napoleón resumió así la situación: la Orden «carecía de propósito; cayó porque tenía que caer». de Italia, padecían las consecuencias de las bajas temperaturas, y Napoleón, que ni siquiera se había inmutado en el calor del Sinaí, comenzó a temblar de frío como si padeciese las fiebres. El 6 de noviembre las cosas comenzaron a ponerse graves. Esa noche el termómetro descendió a 22 °C bajo cero. «La nieve caía en copos enormes; perdimos de vista el cielo y a los hombres que marchaban delante.» Aunque envueltos en pieles y chaquetas acolchadas, los hombres no tenían modo de protegerse el rostro. Se les agrietaban los labios, se les helaba la nariz, los ojos se cegaban por el resplandor, a veces de manera permanente. Eran hostigados constantemente por los cosacos, y aunque el camino era horrible a nadie beneficiaba alejarse del mismo. Los campesinos rusos por tradición hacían lo que les ordenaban sus amos o propietarios, y esa vez también les habían dicho lo que debían hacer; debían recibir con hospitalidad a los soldados franceses, servirles abundante brandy, embriagarlos y acostarlos, y cuando estuvieran bien dormidos, degollarlos y enterrar los cuerpos en la porqueriza. Estas instrucciones fueron cumplidas, a veces con variaciones; un observador inglés que estaba con Kutuzov vio a «sesenta hombres desnudos y moribundos, cuyos cuellos estaban apoyados en un árbol talado, mientras las mujeres y los hombres rusos con largas varas cantando en coro y brincando, descargaban repetidos golpes para partirles la cabeza». En muchos casos, la lucha con el propósito de comer y conseguir refugio era lo único que importaba. Al anochecer los hombres destripaban a los caballos que habían muerto a causa de la ingestión de nieve, y se metían dentro del cadáver para conservar el calor; otros ingerían la sangre coagulada de los caballos muertos. Tan pronto un hombre moría, por heridas o por el frío, sus compañeros le quitaban las botas y el alimento que pudiese tener en la mochila, y entregaban su cadáver a los lobos. «La compasión descendió al fondo de nuestro corazón a causa del frío, más o menos como el mercurio de un termómetro». Sin embargo, hubo muchos hechos de generosidad, como los botones lustrados de una túnica rasgada. El dragón Melet, de la Guardia, poseía un caballo llamado Cadet, al que había montado en una docena de grandes batallas. Amaba tanto al animal que más de una vez se deslizó audazmente en el campamento ruso para robar el heno que le permitía mantener vivo a Cadet. «Si salvo a mi caballo —dijo— , a su vez él me salvará.» Melet y Cadet regresaron a Francia. En Polotsk, sobre el flanco norte, el teniente coronel Bretchel, que tenía una pierna de madera destrozada dos veces en la campaña rusa, fue desmontado durante una carga de caballería; se incorporó, sable en mano, y cojeando volvió al combate contra los corpulentos rusos. Cuando el 18.° regimiento tuvo que abandonar la carreta que llevaba los fondos del regimiento —120.000 francos en oro— se confió a cada oficial, a cada suboficial y a cada soldado una parte del oro, bajo palabra de honor de entregarlo a un camarada si sufría heridas graves; no se perdió un solo franco. Y con respecto al más precioso de todos los objetos, la bandera del regimiento, el hombre más fuerte de toda la unidad se la enrollaba alrededor de la cintura; si moría, los médicos retiraban el cuadrado de seda blanca y lo transportaban ellos mismos. Napoleón llegó a Smolensk el 9 de noviembre. Hasta allí, su ejército había tenido que lidiar con el frío y el hambre, y ahora tendría que enfrentarse a los rusos. Dos nuevos ejércitos se preparaban para atacarlo, el de Wittgenstein por el norte, y las tropas del almirante Tchitchagov desde el sur. Eran como las dos piezas de una trampa, preparadas para aplastar a Napoleón antes de que pudiese cruzar el siguiente obstáculo importante, el río Beresina. Napoleón salió de Smolensk el 14 de noviembre, y marchó con Murat, la caballería y la Guardia. Avanzó a pie, llevando un bastón de madera de haya, y en la cabeza tenía puesto un gorro de terciopelo rojo cubierto con una piel de marta. Lo seguían, con breves intervalos, el príncipe Eugéne, comandante del 4.° cuerpo; Davout, al frente del primer cuerpo, y Ney a la cabeza de la retaguardia. Un cuerpo

Napoleón confió los heridos a su Joven Guardia, que marchaba a retaguardia. Napoleón ordenó al mariscal Mortier que se tratase a los heridos con la mayor humanidad posible, y le recordó que los romanos otorgaban coronas cívicas a los que salvaban la vida de los hombres. «Monten a los heridos en sus mismos caballos. Eso es lo que hicimos en San Juan de Acre». Napoleón partió de Moscú el 19 de octubre. Después de su noche de excitación, había recobrado la calma de costumbre. Al principio, los hechos se desarrollaron de acuerdo con el plan. La marcha era ordenada pero lenta, a causa de los numerosos vehículos de ruedas que avanzaban por un camino enfangado. Murat parecía encontrarse especialmente bien; cuando cargaba contra los cosacos desechaba usar el sable y se limitaba a restallar el látigo; eso, y su masa de alamares y dorados, ponía en fuga a los cosacos. Seis días después de la partida, a las 7.30 de la mañana. Napoleón salió de la choza con techo de paja donde había pasado la noche, montó a caballo y en compañía de Caulaincourt, Berthier y Rapp fue a visitar el campo de batalla de Malo-Jaroslawitz, donde el príncipe Eugéne había asaltado una posición bien defendida. De pronto, de un bosque distante que estaba situado a su derecha, salió al galope un grupo de jinetes. Vestían casacas azules y avanzaban en orden, de modo que parecían parte de la caballería francesa. Cuando se acercaron, Caulaincourt gritó; «¡Cosacos!» «¡Imposible!» dijo Napoleón. Pero Caulaincourt estaba en lo cierto, y la tropa enemiga estaba formada por cinco mil hombres. Los cosacos ya les habían causado problemas. Vestían chaquetas azul oscuro ceñidas, pantalones abolsados y altos gorros negros de piel de oveja; montaban caballos pequeños y resistentes, ensillados con algo parecido a una doble almohada, e iban armados con una lanza de dos metros y medio de longitud, pistolas y a veces arcos y flechas. Parecían brotar de la tierra «con un grito sordo y lúgubre, como el viento cuando atraviesa los pinares: "Hurra, hurra"», y caían implacables sobre los que se habían apartado de la columna. Y así cargaron: «¡Hurra, hurra!» Napoleón impartió órdenes, desenvainó la espada y se preparó a combatir. Rapp dirigió a la guardia personal de Napoleón contra los primeros enemigos pero cayó del caballo y fue lanceado por un cosaco. Otro oficial luchó hasta que le arrancaron la espada de la mano; entonces se arrojó sobre un cosaco, lo desmontó y la lucha continuó sobre la hierba, entre los cascos de los caballos. Pero en lugar de tratar de capturar a Napoleón, los jefes cosacos de pronto vieron algunos carros franceses indefensos. Nunca podían resistir la tentación del saqueo, y se desviaron hacia los carros. Entonces, dos escuadrones de caballería francesa oyeron los gritos, se acercaron al galope y los dispersaron. Napoleón estaba de muy buen humor después de haber escapado de este aprieto, sobre todo porque Rapp regresó ileso. Pero durante los días que siguieron todo salió mal. Napoleón descubrió que Kutuzov le cerraba el camino que él se había propuesto seguir, y por lo tanto tuvo que desviarse hacia el norte. Cerca de Borodino retomó el camino que había usado durante el avance sobre Moscú, el mismo camino que pasaba por aldeas que habían sido quemadas, y de las cuales se habían retirado todas las existencias de alimentos. El 29 de octubre nevó, y la noche siguiente fue la primera helada severa; el 31, un viento intenso removió la nieve hasta donde la vista podía alcanzar. Los caballos se vieron reducidos a comer la corteza de los pinos; debilitados, no podían arrastrar los cañones cuando se presentaba una pendiente helada, y el ejército comenzó a abandonar los cañones, exactamente como había hecho Carlos XII. Estaban a 220 kilómetros de Smolensk, el lugar más cercano donde podían encontrar refugio y alimento. Murat encabezaba la columna al frente de la caballería; después venían Napoleón y la Guardia; el príncipe Eugéne ocupaba el centro, y el mariscal Ney mandaba la retaguardia. El propio Napoleón caminó largas distancias, en parte para alentar a sus hombres, y en parte para combatir el frío cada vez más intenso. Sus meridionales, que se habían desenvuelto tan bien durante el verano en la campaña Napoleón se concedió seis días para reformar este bastión del privilegio y el oscurantismo. Por así decirlo disparó una andanada de edictos. Se declaró abolida la esclavitud, los privilegios feudales fueron revocados, los judíos gozarían de los mismos derechos que los cristianos, y se les permitiría construir una sinagoga, quitó los grilletes que encadenaban a dos mil turcos y moros. Decretó que nadie debía tomar los votos religiosos hasta la edad madura, fijada en los treinta años. Fundó quince escuelas primarias para una población de diez mil personas, y les encomendó la misión de enseñar «los principios de la moral y la Constitución francesa». Completó las reformas con un eco de su propio pasado, y decretó que sesenta niños malteses serían enviados a París y educados como franceses. Después de este agitado interludio, que le agradó profundamente, Napoleón partió de nuevo, siempre muy atento a la presencia de buques ingleses. La noche del 22 de junio las dos flotas en realidad se cruzaron, pero a causa de la oscuridad y el cielo nublado ni el almirante inglés ni el francés lo advirtieron. Poco después estaban costeando Creta, donde el artista Denon realizó un boceto del monte Ida y Napoleón, que levantó los ojos del Corán para observar la misma altura, comentó que a lo largo de la historia la gente había demostrado la necesidad de la religión. Finalmente, el 30 de junio, después de seis semanas de navegación, avistaron la costa de Egipto, y Denon, al pensar en Cleopatra, César y Antonio, murmuró para sí una sombría advertencia republicana: «Allí mismo el imperio de la gloria cedió ante el dominio de la voluptuosidad». Napoleón no disponía de tiempo para acuñar aforismos. Afrontaba una difícil situación militar. En la costa norte de Egipto el único puerto es Alejandría, y Napoleón no deseaba atacarlo desde el mar. Se vio obligado a desembarcar cinco mil hombres, con mal tiempo, en una abierta playa de arena. El lugar elegido fue Marabut, a trece kilómetros de Alejandría, y allí, a la luz de la luna, los soldados franceses de uniforme azul llegaron a la costa caminando sobre la arena blanca, lo mismo que sus antepasados, los cruzados de San Luis, habían hecho un poco más al este, cinco siglos antes. El propio Napoleón pisó suelo egipcio a las tres de la madrugada, y después de revistar a sus hombres avanzó a través del semidesierto arenoso plantado con higueras hasta la ciudad donde, mucho tiempo antes, un egipcio llamado Napoleón había sacrificado la vida por su fe. Los alejandrinos recibieron una breve advertencia del ataque francés, pero distraídamente olvidaron cerrar una de las puertas. Con la pérdida de doscientos heridos. Napoleón ocupó la segunda ciudad de Egipto precisamente a tiempo para almorzar. Napoleón dejó Alejandría en las manos eficaces de Jean Baptiste Kléber, un modesto ex arquitecto de rostro regordete, originario de Estrasburgo, el primero de muchos generales valerosos que habría de reclutar en AIsacia-Lorena. Después avanzó hacia el sur, primero a través de terrenos pantanosos, y después por un desierto de rocas. Era la estación más calurosa; él y sus hombres sufrieron sed, disentería, escorpiones y enjambres de moscas negras. Una quincena después salieron de este desierto y descubrieron al ejército turco-egipcio desplegado a la sombra de las tres grandes pirámides de Giza. La élite de este ejército estaba formada por 8.000 mamelucos. Ellos o sus antepasados habían llegado a Egipto desde otros lugares, principalmente Circasia y Albania, y desde la niñez su vida estaba centrada en la guerra. El mameluco gastaba la mayor parte de su capital en el equipo de combate: sillas de montar de enhiesto pomo adornadas con el mismo lujo que los tronos con aplicaciones doradas, coral y joyas, las mejores pistolas inglesas y la cimitarra adamascada. Napoleón, que prácticamente no poseía caballería, comprendió que tendría que depender de la infantería y los cañones. Dispuso dos divisiones en cuadrados huecos con una profundidad de seis hombres, con cañones en los ángulos, y mantuvo en reserva una tercera división. Como solía hacer la mañana de la batalla, pronunció un discurso para sus soldados. Esta vez comenzó con una alusión a las tres grandes masas de piedra

<strong>Napoleón</strong> confió <strong>los</strong> heridos a su Joven Guardia, que marchaba a retaguardia.<br />

<strong>Napoleón</strong> ordenó al mariscal Mortier que se tratase a <strong>los</strong> heridos con la mayor<br />

humanidad posible, y le recordó que <strong>los</strong> romanos otorgaban coronas cívicas a <strong>los</strong><br />

que salvaban la vida de <strong>los</strong> hombres.<br />

«Monten a <strong>los</strong> heridos en sus mismos cabal<strong>los</strong>. Eso es lo que hicimos en San<br />

Juan de Acre».<br />

<strong>Napoleón</strong> partió de Moscú el 19 de octubre. Después de su noche de excitación,<br />

había recobrado la calma de costumbre. Al principio, <strong>los</strong> hechos se desarrollaron de<br />

acuerdo con el plan. <strong>La</strong> marcha era ordenada pero lenta, a causa de <strong>los</strong> numerosos<br />

vehícu<strong>los</strong> de ruedas que avanzaban por un camino enfangado. Murat parecía<br />

encontrarse especialmente bien; cuando cargaba contra <strong>los</strong> cosacos desechaba<br />

usar el sable y se limitaba a restallar el látigo; eso, y su masa de alamares y<br />

dorados, ponía en fuga a <strong>los</strong> cosacos.<br />

Seis días después de la partida, a las 7.30 de la mañana. <strong>Napoleón</strong> salió de la<br />

choza con techo de paja donde había pasado la noche, montó a caballo y en<br />

compañía de Caulaincourt, Berthier y Rapp fue a visitar el campo de batalla de<br />

Malo-Jaroslawitz, donde el príncipe Eugéne había asaltado una posición bien<br />

defendida. De pronto, de un bosque distante que estaba situado a su derecha, salió<br />

al galope un grupo de jinetes.<br />

Vestían casacas azules y avanzaban en orden, de modo que parecían parte de<br />

la caballería francesa. Cuando se acercaron, Caulaincourt gritó; «¡Cosacos!»<br />

«¡Imposible!» dijo <strong>Napoleón</strong>. Pero Caulaincourt estaba en lo cierto, y la tropa<br />

enemiga estaba formada por cinco mil hombres.<br />

Los cosacos ya les habían causado problemas. Vestían chaquetas azul oscuro<br />

ceñidas, pantalones abolsados y altos gorros negros de piel de oveja; montaban<br />

cabal<strong>los</strong> pequeños y resistentes, ensillados con algo parecido a una doble<br />

almohada, e iban armados con una lanza de dos metros y medio de longitud,<br />

pistolas y a veces arcos y flechas. Parecían brotar de la tierra «con un grito sordo y<br />

lúgubre, como el viento cuando atraviesa <strong>los</strong> pinares: "Hurra, hurra"», y caían<br />

implacables sobre <strong>los</strong> que se habían apartado de la columna.<br />

Y así cargaron: «¡Hurra, hurra!» <strong>Napoleón</strong> impartió órdenes, desenvainó la<br />

espada y se preparó a combatir. Rapp dirigió a la guardia personal de <strong>Napoleón</strong><br />

contra <strong>los</strong> primeros enemigos pero cayó del caballo y fue lanceado por un cosaco.<br />

Otro oficial luchó hasta que le arrancaron la espada de la mano; entonces se arrojó<br />

sobre un cosaco, lo desmontó y la lucha continuó sobre la hierba, entre <strong>los</strong> cascos<br />

de <strong>los</strong> cabal<strong>los</strong>. Pero en lugar de tratar de capturar a <strong>Napoleón</strong>, <strong>los</strong> jefes cosacos de<br />

pronto vieron algunos carros franceses indefensos. Nunca podían resistir la<br />

tentación del saqueo, y se desviaron hacia <strong>los</strong> carros. Entonces, dos escuadrones<br />

de caballería francesa oyeron <strong>los</strong> gritos, se acercaron al galope y <strong>los</strong> dispersaron.<br />

<strong>Napoleón</strong> estaba de muy buen humor después de haber escapado de este<br />

aprieto, sobre todo porque Rapp regresó ileso. Pero durante <strong>los</strong> días que siguieron<br />

todo salió mal. <strong>Napoleón</strong> descubrió que Kutuzov le cerraba el camino que él se<br />

había propuesto seguir, y por lo tanto tuvo que desviarse hacia el norte. Cerca de<br />

Borodino retomó el camino que había usado durante el avance sobre Moscú, el<br />

mismo camino que pasaba por aldeas que habían sido quemadas, y de las cuales se<br />

habían retirado todas las existencias de alimentos. El 29 de octubre nevó, y la<br />

noche siguiente fue la primera helada severa; el 31, un viento intenso removió la<br />

nieve hasta donde la vista podía alcanzar. Los cabal<strong>los</strong> se vieron reducidos a comer<br />

la corteza de <strong>los</strong> pinos; debilitados, no podían arrastrar <strong>los</strong> cañones cuando se<br />

presentaba una pendiente helada, y el ejército comenzó a abandonar <strong>los</strong> cañones,<br />

exactamente como había hecho Car<strong>los</strong> XII. Estaban a 220 kilómetros de Smolensk,<br />

el lugar más cercano donde podían encontrar refugio y alimento.<br />

Murat encabezaba la columna al frente de la caballería; después venían<br />

<strong>Napoleón</strong> y la Guardia; el príncipe Eugéne ocupaba el centro, y el mariscal Ney<br />

mandaba la retaguardia. El propio <strong>Napoleón</strong> caminó largas distancias, en parte para<br />

alentar a sus hombres, y en parte para combatir el frío cada vez más intenso. Sus<br />

meridionales, que se habían desenvuelto tan bien durante el verano en la campaña<br />

<strong>Napoleón</strong> se concedió seis días para reformar este bastión del privilegio y el<br />

oscurantismo. Por así decirlo disparó una andanada de edictos.<br />

Se declaró abolida la esclavitud, <strong>los</strong> privilegios feudales fueron revocados, <strong>los</strong><br />

judíos gozarían de <strong>los</strong> mismos derechos que <strong>los</strong> cristianos, y se les permitiría<br />

construir una sinagoga, quitó <strong>los</strong> grilletes que encadenaban a dos mil turcos y<br />

moros. Decretó que nadie debía tomar <strong>los</strong> votos religiosos hasta la edad madura,<br />

fijada en <strong>los</strong> treinta años. Fundó quince escuelas primarias para una población de<br />

diez mil personas, y les encomendó la misión de enseñar «<strong>los</strong> principios de la moral<br />

y la Constitución francesa». Completó las reformas con un eco de su propio pasado,<br />

y decretó que sesenta niños malteses serían enviados a París y educados como<br />

franceses.<br />

Después de este agitado interludio, que le agradó profundamente, <strong>Napoleón</strong><br />

partió de nuevo, siempre muy atento a la presencia de buques ingleses. <strong>La</strong> noche<br />

del 22 de junio las dos flotas en realidad se cruzaron, pero a causa de la oscuridad<br />

y el cielo nublado ni el almirante inglés ni el francés lo advirtieron. Poco después<br />

estaban costeando Creta, donde el artista Denon realizó un boceto del monte Ida y<br />

<strong>Napoleón</strong>, que levantó <strong>los</strong> ojos del Corán para observar la misma altura, comentó<br />

que a lo largo de la historia la gente había demostrado la necesidad de la religión.<br />

Finalmente, el 30 de junio, después de seis semanas de navegación, avistaron<br />

la costa de Egipto, y Denon, al pensar en Cleopatra, César y Antonio, murmuró<br />

para sí una sombría advertencia republicana: «Allí mismo el imperio de la gloria<br />

cedió ante el dominio de la voluptuosidad».<br />

<strong>Napoleón</strong> no disponía de tiempo para acuñar aforismos. Afrontaba una difícil<br />

situación militar. En la costa norte de Egipto el único puerto es Alejandría, y<br />

<strong>Napoleón</strong> no deseaba atacarlo desde el mar. Se vio obligado a desembarcar cinco<br />

mil hombres, con mal tiempo, en una abierta playa de arena. El lugar elegido fue<br />

Marabut, a trece kilómetros de Alejandría, y allí, a la luz de la luna, <strong>los</strong> soldados<br />

franceses de uniforme azul llegaron a la costa caminando sobre la arena blanca, lo<br />

mismo que sus antepasados, <strong>los</strong> cruzados de San Luis, habían hecho un poco más<br />

al este, cinco sig<strong>los</strong> antes. El propio <strong>Napoleón</strong> pisó suelo egipcio a las tres de la<br />

madrugada, y después de revistar a sus hombres avanzó a través del semidesierto<br />

arenoso plantado con higueras hasta la ciudad donde, mucho tiempo antes, un<br />

egipcio llamado <strong>Napoleón</strong> había sacrificado la vida por su fe. Los alejandrinos<br />

recibieron una breve advertencia del ataque francés, pero distraídamente olvidaron<br />

cerrar una de las puertas.<br />

Con la pérdida de doscientos heridos. <strong>Napoleón</strong> ocupó la segunda ciudad de<br />

Egipto precisamente a tiempo para almorzar.<br />

<strong>Napoleón</strong> dejó Alejandría en las manos eficaces de Jean Baptiste Kléber, un<br />

modesto ex arquitecto de rostro regordete, originario de Estrasburgo, el primero de<br />

muchos generales valerosos que habría de reclutar en AIsacia-Lorena. Después<br />

avanzó hacia el sur, primero a través de terrenos pantanosos, y después por un<br />

desierto de rocas. Era la estación más calurosa; él y sus hombres sufrieron sed,<br />

disentería, escorpiones y enjambres de moscas negras. Una quincena después<br />

salieron de este desierto y descubrieron al ejército turco-egipcio desplegado a la<br />

sombra de las tres grandes pirámides de Giza.<br />

<strong>La</strong> élite de este ejército estaba formada por 8.000 mamelucos. El<strong>los</strong> o sus<br />

antepasados habían llegado a Egipto desde otros lugares, principalmente Circasia y<br />

Albania, y desde la niñez su vida estaba centrada en la guerra. El mameluco<br />

gastaba la mayor parte de su capital en el equipo de combate: sillas de montar de<br />

enhiesto pomo adornadas con el mismo lujo que <strong>los</strong> tronos con aplicaciones<br />

doradas, coral y joyas, las mejores pistolas inglesas y la cimitarra adamascada.<br />

<strong>Napoleón</strong>, que prácticamente no poseía caballería, comprendió que tendría que<br />

depender de la infantería y <strong>los</strong> cañones. Dispuso dos divisiones en cuadrados<br />

huecos con una profundidad de seis hombres, con cañones en <strong>los</strong> ángu<strong>los</strong>, y<br />

mantuvo en reserva una tercera división.<br />

Como solía hacer la mañana de la batalla, pronunció un discurso para sus<br />

soldados. Esta vez comenzó con una alusión a las tres grandes masas de piedra

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