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La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia

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«Si tenemos que permanecer allí varios años —prometió <strong>Napoleón</strong>—,<br />

mandaremos llamar a nuestras esposas.» Después, se volvió hacia Josefina.<br />

«Dumas tiene sólo hijas, y yo ni siquiera he conseguido eso; en Egipto ambos<br />

intentaremos producir varones. Él será padrino del mío, y yo del suyo.» De acuerdo<br />

con el relato de Dumas, <strong>Napoleón</strong> subrayó este comentario con una sonora<br />

palmada sobre las nalgas bien formadas y desnudas de Josefina.<br />

Fuera del dormitorio de <strong>Napoleón</strong>, <strong>los</strong> marineros lavaban las cubiertas y<br />

lustraban <strong>los</strong> bronces de 180 naves; en las bodegas se guardaban mil cañones y<br />

decenas de miles de granadas. Fueron embarcados setecientos cabal<strong>los</strong>, con la<br />

correspondiente proporción de paja y heno. Finalmente, las tropas comenzaron a<br />

embarcar: 17.000 hombres, incluyendo, como de costumbre, espías a sueldo de <strong>los</strong><br />

directores, con órdenes de informar acerca de las derrotas o la conducta<br />

antirrepublicana de <strong>los</strong> generales. En contraste con la expedición a Italia, ésta se<br />

hallaba bien equipada, pues en febrero <strong>los</strong> directores habían enviado a Suiza una<br />

expedición para fundar allí una república hermana, y habían confiscado treinta<br />

millones de francos en oro.<br />

<strong>La</strong> mañana del 18 de mayo de 1798 <strong>Napoleón</strong> ordenó que se disparasen seis<br />

salvas, la señal que indicaba que todos <strong>los</strong> que estaban de permiso en tierra debían<br />

embarcarse. El propio <strong>Napoleón</strong> se instaló en el navio insignia UOrient. A las siete<br />

de la mañana siguiente ordenó que la flota levase anclas, y saliese del fondeadero<br />

en forma de herradura, donde apenas cuatro años y medio antes el mayor<br />

Bonaparte había bombardeado a <strong>los</strong> barcos ingleses; y así salió a la vela la armada<br />

más numerosa que se hubiera reunido nunca en Francia. Pero ésta era sólo una<br />

pane de la fuerza total. Otra flota que partía de <strong>los</strong> puertos italianos aumentaría el<br />

número de barcos a casi cuatrocientos, y el de soldados a 55.000. Al mando de<br />

esta fuerza estaba un general que aún no había cumplido <strong>los</strong> treinta años.<br />

<strong>Napoleón</strong> había llevado a bordo una pequeña biblioteca, y para pasar el tiempo<br />

en el mar, sus oficiales tomaban prestadas las obras.<br />

Bourrienne leyó Pablo y Virginia, el joven Géraud Duroc también leyó una<br />

novela, y Berthier, tan profundamente enamorado de Giuseppina Visconti como<br />

<strong>Napoleón</strong> de Josefina, pero imposibilitado de desposarla porque ella ya tenía<br />

marido, se zambullía en la tristeza sentimental de Werther. «¡Libros para las<br />

criadas!», rezongaba <strong>Napoleón</strong>, pese a que de vez en cuando también le agradaba<br />

leer una novela, y decía a su biblioteCarlo: «Ofrézcales historia. Los hombres no<br />

deberían leer otra cosa».<br />

De noche se sentaban en cubierta, acariciados por el aire tibio de principios del<br />

verano, y <strong>Napoleón</strong> hacía preguntas para provocar un debate informal: si <strong>los</strong><br />

presentimientos son una guía fidedigna del futuro, cómo debemos interpretar <strong>los</strong><br />

sueños, cuál es la antigüedad de la Tierra, si <strong>los</strong> planetas están habitados. Como<br />

<strong>los</strong> oficiales de su Estado Mayor se manifestaban casi unánimemente ateos,<br />

<strong>Napoleón</strong> señalaba las estrellas, más allá de las velas hinchadas por el viento del<br />

LVrient, en el cielo del Mediterráneo: «Y entonces, ¿quién las hizo?».<br />

El 9 de junio <strong>Napoleón</strong> llegó frente a Malta. Pertenecía a la autónoma Orden de<br />

<strong>los</strong> Caballeros de San Juan de Jerusalén, y decíase que su capital, Valetta, con<br />

muros de tres metros de espesor y defendidos por un millar de cañones, era el<br />

lugar mejor fortificado del mundo. Pero <strong>Napoleón</strong> sabía distinguir entre una<br />

reputación fundada en hazañas del pasado y <strong>los</strong> hechos actuales. Tenía motivos<br />

para creer que Malta, como Venecia, no era más que un fósil, y que <strong>los</strong> 332<br />

caballeros, ataviados con seda negra adornada por enormes cruces blancas de<br />

Malta, eran figuras de una mascarada. Había mandado por delante agentes con<br />

orden de sobornar a todos <strong>los</strong> caballeros que simpatizaran con las ideas<br />

republicanas, y soliviantar a <strong>los</strong> doscientos caballeros franceses contra el Gran<br />

Maestro, que era de origen alemán. Los representantes trabajaron bien, y tres días<br />

después de la llegada de <strong>Napoleón</strong> frente a la isla, sin disparar ni un tiro, <strong>los</strong><br />

caballeros cedieron Malta a la República Francesa. <strong>Napoleón</strong> resumió así la<br />

situación: la Orden «carecía de propósito; cayó porque tenía que caer».<br />

de Italia, padecían las consecuencias de las bajas temperaturas, y <strong>Napoleón</strong>, que ni<br />

siquiera se había inmutado en el calor del Sinaí, comenzó a temblar de frío como si<br />

padeciese las fiebres.<br />

El 6 de noviembre las cosas comenzaron a ponerse graves. Esa noche el<br />

termómetro descendió a 22 °C bajo cero. «<strong>La</strong> nieve caía en copos enormes;<br />

perdimos de vista el cielo y a <strong>los</strong> hombres que marchaban delante.» Aunque<br />

envueltos en pieles y chaquetas acolchadas, <strong>los</strong> hombres no tenían modo de<br />

protegerse el rostro. Se les agrietaban <strong>los</strong> labios, se les helaba la nariz, <strong>los</strong> ojos se<br />

cegaban por el resplandor, a veces de manera permanente. Eran hostigados<br />

constantemente por <strong>los</strong> cosacos, y aunque el camino era horrible a nadie<br />

beneficiaba alejarse del mismo.<br />

Los campesinos rusos por tradición hacían lo que les ordenaban sus amos o<br />

propietarios, y esa vez también les habían dicho lo que debían hacer; debían recibir<br />

con hospitalidad a <strong>los</strong> soldados franceses, servirles abundante brandy,<br />

embriagar<strong>los</strong> y acostar<strong>los</strong>, y cuando estuvieran bien dormidos, degollar<strong>los</strong> y<br />

enterrar <strong>los</strong> cuerpos en la porqueriza.<br />

Estas instrucciones fueron cumplidas, a veces con variaciones; un observador<br />

inglés que estaba con Kutuzov vio a «sesenta hombres desnudos y moribundos,<br />

cuyos cuel<strong>los</strong> estaban apoyados en un árbol talado, mientras las mujeres y <strong>los</strong><br />

hombres rusos con largas varas cantando en coro y brincando, descargaban<br />

repetidos golpes para partirles la cabeza».<br />

En muchos casos, la lucha con el propósito de comer y conseguir refugio era lo<br />

único que importaba. Al anochecer <strong>los</strong> hombres destripaban a <strong>los</strong> cabal<strong>los</strong> que<br />

habían muerto a causa de la ingestión de nieve, y se metían dentro del cadáver<br />

para conservar el calor; otros ingerían la sangre coagulada de <strong>los</strong> cabal<strong>los</strong> muertos.<br />

Tan pronto un hombre moría, por heridas o por el frío, sus compañeros le quitaban<br />

las botas y el alimento que pudiese tener en la mochila, y entregaban su cadáver a<br />

<strong>los</strong> lobos. «<strong>La</strong> compasión descendió al fondo de nuestro corazón a causa del frío,<br />

más o menos como el mercurio de un termómetro».<br />

Sin embargo, hubo muchos hechos de generosidad, como <strong>los</strong> botones lustrados<br />

de una túnica rasgada. El dragón Melet, de la Guardia, poseía un caballo llamado<br />

Cadet, al que había montado en una docena de grandes batallas. Amaba tanto al<br />

animal que más de una vez se deslizó audazmente en el campamento ruso para<br />

robar el heno que le permitía mantener vivo a Cadet. «Si salvo a mi caballo —dijo—<br />

, a su vez él me salvará.» Melet y Cadet regresaron a Francia. En Polotsk, sobre el<br />

flanco norte, el teniente coronel Bretchel, que tenía una pierna de madera<br />

destrozada dos veces en la campaña rusa, fue desmontado durante una carga de<br />

caballería; se incorporó, sable en mano, y cojeando volvió al combate contra <strong>los</strong><br />

corpulentos rusos. Cuando el 18.° regimiento tuvo que abandonar la carreta que<br />

llevaba <strong>los</strong> fondos del regimiento —120.000 francos en oro— se confió a cada<br />

oficial, a cada suboficial y a cada soldado una parte del oro, bajo palabra de honor<br />

de entregarlo a un camarada si sufría heridas graves; no se perdió un solo franco.<br />

Y con respecto al más precioso de todos <strong>los</strong> objetos, la bandera del regimiento, el<br />

hombre más fuerte de toda la unidad se la enrollaba alrededor de la cintura; si<br />

moría, <strong>los</strong> médicos retiraban el cuadrado de seda blanca y lo transportaban el<strong>los</strong><br />

mismos.<br />

<strong>Napoleón</strong> llegó a Smolensk el 9 de noviembre. Hasta allí, su ejército había<br />

tenido que lidiar con el frío y el hambre, y ahora tendría que enfrentarse a <strong>los</strong><br />

rusos. Dos nuevos ejércitos se preparaban para atacarlo, el de Wittgenstein por el<br />

norte, y las tropas del almirante Tchitchagov desde el sur. Eran como las dos<br />

piezas de una trampa, preparadas para aplastar a <strong>Napoleón</strong> antes de que pudiese<br />

cruzar el siguiente obstáculo importante, el río Beresina.<br />

<strong>Napoleón</strong> salió de Smolensk el 14 de noviembre, y marchó con Murat, la<br />

caballería y la Guardia. Avanzó a pie, llevando un bastón de madera de haya, y en<br />

la cabeza tenía puesto un gorro de terciopelo rojo cubierto con una piel de marta.<br />

Lo seguían, con breves interva<strong>los</strong>, el príncipe Eugéne, comandante del 4.° cuerpo;<br />

Davout, al frente del primer cuerpo, y Ney a la cabeza de la retaguardia. Un cuerpo

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