La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia
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podía devolverse Italia septentrional. <strong>La</strong> posición austríaca era que Austria no<br />
estaba en condiciones de ceder Milán, que protegía su vulnerable frontera<br />
meridional.<br />
<strong>Napoleón</strong> se encontraba ahora en una posición difícil, solo y con un pequeño<br />
ejército a casi 1.000 kilómetros de París. En ese momento arrojó a la mesa de la<br />
paz una nueva carta: Venecia. Ésta compensaría a Austria por la pérdida de Milán.<br />
Es cierro que Venecia todavía no era suya, pero <strong>los</strong> nobles venecianos odiaban a <strong>los</strong><br />
franceses, y <strong>Napoleón</strong> creía que un enfrentamienro era inevitable. Su oferta<br />
provocó una favorable sensación, y <strong>los</strong> austríacos aceptaron inmediatamente.<br />
Se comprobó el acierto de la interpretación que había hecho <strong>Napoleón</strong> de <strong>los</strong><br />
sentimientos de <strong>los</strong> venecianos. El 17 de abril de 1797, lunes de Pascua, mientras<br />
las condiciones convenidas en Leoben aún eran secretas, el pueblo de Verona,<br />
incitado por <strong>los</strong> sermones, se levantó contra la guarnición francesa y masacró a<br />
cuatrocientos soldados, entre el<strong>los</strong> a <strong>los</strong> heridos que estaban en el hospital, que<br />
fueron asesinados a sangre fría. Hubo otros actos hostiles, incluso la captura de un<br />
barco de guerra francés por <strong>los</strong> venecianos, y la muerte de su capitán. <strong>Napoleón</strong>,<br />
que había contemplado la posibilidad de actuar desapasionadamente, tuvo que<br />
proceder con rapidez. En mayo ocupó Venecia.<br />
<strong>Napoleón</strong> deseaba que se firmara, sellara y ratificase inmediatamente el tratado<br />
de paz; pero le esperaba una sorpresa desagradable.<br />
Los plenipotenciarios del emperador se movían tan lentamente en las<br />
negociaciones de paz como Wurmser en el campo de la acción. Gallo, que llegó el<br />
23 de mayo, insistió en que en todos <strong>los</strong> documentos se lo llamase «Sire D. Marrius<br />
Mastrilli, patricio y noble de Napóles, marqués de Gallo, caballero de la orden real<br />
de San Januarius, chambelán de Su Majestad Rey de las Dos Sicilias y su<br />
embajador ante la corte de Viena», fórmula que costaba mucha tinta y mucho<br />
tiempo. Este altivo caballero presentó como una concesión que por el Artículo 1 del<br />
tratado el emperador reconociera a la República Francesa. <strong>Napoleón</strong> se puso de pie<br />
bruscamente. «¡Borren eso! <strong>La</strong> República Francesa es como el sol en el cielo; tanto<br />
peor para <strong>los</strong> que no lo ven».<br />
Ese verano las conversaciones de paz se trasladaron a Campoformio, en el<br />
Véneto, y <strong>Napoleón</strong> se enfrentó a un nuevo delegado austríaco; Ludwig Cobenzl, un<br />
rechoncho profesional conocedor de todos <strong>los</strong> trucos del juego. Con la esperanza de<br />
que sobreviniera una derrota francesa o llegase ayuda de Inglaterra, Cobenzl hizo<br />
todo lo posible para retrasar el tratado. Se opuso a un documento del Directorio<br />
porque estaba escrito —en un sobrio estilo republicano— sobre papel, y no en el<br />
tradicional y más fino pergamino, y porque <strong>los</strong> sel<strong>los</strong> no eran lo bastante grandes.<br />
Se perdieron dos días. Cuando, a propósito de la frontera del Rin, Cobenzl adoptó<br />
un falso aire de pesar y anunció que carecía de atribuciones para actuar en<br />
representación de <strong>los</strong> estados del Imperio alemán, <strong>Napoleón</strong> replicó: «El Imperio es<br />
una vieja cocinera acostumbrada a que todos la violen».<br />
A medida que pasaban <strong>los</strong> días y que parecía que todas sus victorias corrían<br />
peligro de quedar en nada, <strong>Napoleón</strong> se mostraba cada vez más inquieto, y en<br />
cierta ocasión, al mover irritado el brazo, derribó un precioso servicio de café de<br />
porcelana. Finalmente, el 17 de octubre, se firmó el tratado de paz, y <strong>Napoleón</strong><br />
incluso consiguió una ventaja de último momento: conservó para Francia las islas<br />
Jónicas, antes posesión de Venecia, y de ese modo obtuvo un punto de apoyo en el<br />
Mediterráneo Oriental. Cuando se despidió de Cobenzl, <strong>Napoleón</strong> se sintió<br />
suficientemente animado como para disculparse de su brusquedad: «Soy un<br />
soldado acostumbrado a arriesgar la vida todos <strong>los</strong> días. Estoy en la flor de mi<br />
juventud, y no puedo mostrar la moderación de un diplomático profesional».<br />
De acuerdo con el tratado de Campoformio, <strong>Napoleón</strong> no sólo concertó una paz<br />
favorable, sino que aseguró el reconocimiento austríaco de las dos repúblicas<br />
italianas, que eran la culminación de su campaña italiana. Podía salir de Italia con<br />
Josefina. Había llegado a la cabeza de un ejército maltrecho y medio muerto de<br />
hambre y salía prestigioso, a <strong>los</strong> ojos de muchos italianos, un benefactor y un<br />
libertador. Había descubierto en sí mismo nuevas cualidades: jefe militar, político e<br />
cebellina. Entretanto, Caulaincourt había ido a ver al embajador francés, el abad de<br />
Pradt, para decirle que su presencia era necesaria en el Hotel d'Angleterre, donde<br />
esperaba el emperador.<br />
—¿Por qué no se aloja en el palacio? —preguntó el asombrado Pradt.<br />
—No desea ser reconocido —respondió Caulaincourt Pradt, que había visto por<br />
última vez a <strong>Napoleón</strong> siete meses antes en Dresde, complaciéndose en la<br />
contemplación de una panoplia de reyes, comprendió que había sucedido una<br />
catástrofe. El propio <strong>Napoleón</strong> tenía conciencia cada vez más precisa de lo mismo,<br />
mientras esperaba en una sórdida habitación de techo bajo del hotel, con un frío<br />
intenso y las persianas entrecerradas para impedir que lo reconocieran, mientras<br />
una criada estaba arrodillada frente a la chimenea, tratando sin éxito de encender<br />
el fuego con leña verde. Hasta ahora, <strong>Napoleón</strong> había tratado con el fiel y<br />
considerado Caulaincourt; ahora se disponía a enfrentarse, en la persona de Pradt<br />
y de dos ministros polacos, con el mundo exterior, ese mundo caprichoso que<br />
valora sólo el éxito inmediato.<br />
<strong>Napoleón</strong> recibió a sus visitantes parafraseando una línea de la obra de<br />
Voltaire, <strong>La</strong> Mort de César, la misma que había sido representada en Brienne. «¡De<br />
lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso! ¿Cómo está, monsieur Stanislas, y<br />
usted, señor ministro de Finanzas?» Contestaron que muy bien, y complacidos de<br />
ver a Su Majestad segura después de tantos peligros.<br />
«¡Peligros! En realidad, ninguno. Cuando me sacuden, prospero; cuantas más<br />
preocupaciones tengo, mejor estoy de salud. Los reyes perezosos engordan en <strong>los</strong><br />
palacios, pero yo engordo montando a caballo y bajo la tienda. De lo sublime a lo<br />
ridículo no hay más que un paso.» —No es la primera vez —continuó<br />
nerviosamente—. En Marengo estaba derrotado hasta las seis de la tarde; al día<br />
siguiente era el dueño de Italia. En Essiing... No pude impedir que el Danubio<br />
creciera cinco metros en una noche. De no haber sido por eso, la monarquía<br />
austríaca hubiera estado acabada; pero el cielo decidió que yo me casaría con una<br />
archiduquesa. Lo mismo en Rusia. No pude impedir el frío. Todas las mañanas<br />
venían a decirme que durante la noche había perdido diez mil cabal<strong>los</strong>; ¡ah, bien!,<br />
un viaje agradable. —Repitió cinco o seis veces la última frase.<br />
—Nuestros cabal<strong>los</strong> normandos son menos resistentes que <strong>los</strong> rusos.<br />
Nueve grados bajo cero, y mueren. Lo mismo sucede con <strong>los</strong> hombres.<br />
Vean lo que pasó con <strong>los</strong> bávaros; no quedó ni uno solo. Quizá la gente diga<br />
que permanecí demasiado tiempo en Moscú. Es posible, pero el tiempo era bueno...<br />
Confiaba en concertar la paz... Retendremos Vilna.<br />
Dejé allí al rey de Ñapóles. ¡Ah! Es un gran drama político; si uno nada arriesga<br />
nada gana. De lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso.<br />
«Querían que liberase a <strong>los</strong> siervos. Me negué. Los habrían masacrado a todos;<br />
habría sido terrible. Hice la guerra contra el zar Alejandro de acuerdo con las<br />
reglas; ¿quién hubiera pensado que incendiarían Moscú? Estaba muy bien que<br />
<strong>Napoleón</strong> hiciera lo imprevisto, ¡pero otros no podían apelar al mismo recurso!.<br />
Después pasó a <strong>los</strong> asuntos prácticos, y reclamó que se reclutara un cuerpo de<br />
caballería polaca formado por diez mil hombres, preguntó si lo habían reconocido,<br />
dijo que de todos modos no importaba, y repitió dos veces más: «De lo sublime a<br />
lo ridículo no hay más que un paso.» Durante tres horas mantuvo ese estilo<br />
nervioso y repetitivo. Al cabo de ese lapso había recobrado completamente la<br />
seguridad en sí mismo.<br />
<strong>Napoleón</strong>, el presunto derrotado, exhortó a <strong>los</strong> ministros a no decaer, a renovar<br />
su valor; prometió que <strong>los</strong> protegería, y dicho esto partió en su trineo, que se<br />
sumergió en la noche polaca.<br />
En Posen, donde llegó a primera hora del 11 de diciembre. <strong>Napoleón</strong> alcanzó la<br />
línea de comunicación entre Francia y el ejército, y por lo tanto recibió el primer<br />
correo desde su salida de Vilna. «<strong>La</strong> impaciencia del emperador era tal que habría<br />
destrozado las cajas si hubiese tenido a mano un cuchillo. Entumecidos por el frío,<br />
mis dedos no tenían agilidad suficiente, en vista del apremio del emperador, para<br />
accionar la cerradura de combinación. Finalmente, le entregué la carta de la