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Colonia y la reconocía otra vez, más bella que nunca. Ya habían<br />
transcurrido treinta años desde la partida de Uruguay, de<br />
pronto otra vida aletargada parecía levantarse. Claro que ya<br />
tenía una y no le había ido mal; la suya era una familia feliz.<br />
Desembarcó y comenzó a recorrer las callecitas de adoquín<br />
y árboles frondosos. Cientos de pájaros cobijados en<br />
ellos parecían recibirlo para llevarlo hacia el pasado con la<br />
fuerza de sus trinos. Se alejó del río inmenso perdiéndose<br />
entre las casas antiguas atiborradas de glicinas y plantas de<br />
Santa Rita florecidas. Subió al ómnibus que lo llevaría a sus<br />
amigos, a la tumba de su perro, ¿estaría el árbol que allí<br />
había plantado? ¿Cómo lo recibirían? Sabía que muchos faltaban<br />
aunque para él no era así. Cuando el micro cruzó el<br />
arroyo donde tiritaban los juncos después de la escarcha las<br />
mañanas en que iban todos juntos a pescar mojarras; los vio.<br />
A todos y…a él. Cuando el ómnibus se detuvo, descendió<br />
pero no dejaba de repasar aquellos momentos hasta que llegó<br />
a la casa. Allí había nacido, allí estaban los mismos árboles,<br />
los colores y su gente que salió a recibirlo. Nunca les<br />
había escrito. Necesitaba palabras muchas palabras para alcanzarlos<br />
porque no lo habían olvidado. Con ellos comenzó a<br />
recorrer el lugar, turnándose para caminar abrazados<br />
palmeándose y riendo.<br />
Cuando llegó a la tumba de su perro, lo vio. Erguido, fuerte,<br />
protector. Entonces se abrazó al tronco añoso y bajo su sombra<br />
lloró.<br />
CAR AR ARTA AR<br />
MARÍA E. ORTIZ<br />
A MI MI PADRE ADRE<br />
Hace mucho que no hablamos papá, entonces se me ocurre<br />
que podía escribirte una carta.