ANTOLOGÍA - Aula Avatares

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17.05.2013 Views

86 MARÍA E. ORTIZ POR OR ES ESA ES MISMA MISMA ÉPOC ÉPOCA ÉPOC ÉPOC En la penumbra de aquella casona de la que casi no quedan rastros, todavía se huele el aroma de recetas irrepetibles que en las manos ágiles de la abuela se hacían una realidad. Guisos de mondongo, pasteles de crema y fuentes de pescado frito recién sacado del río. Además de los cuentos del lobizón que el abuelo nos contaba en las noches frías, mientras nuestros ojitos se perdían entre las flores del delantal de la abuela, en las horquillas que sujetaban su rodete y en el brillo dorado de sus grandes aros. La ascendencia española no la abandonaba nunca, ni siquiera cuando secaba sus manos en el delantal para tomar el mate que el abuelo le ofrecía. Recuerdo los ojos azules tendiendo la ropa bajo el cielo de agosto junto a la complicidad del silencio sereno del abuelo, que un día se quedó solo amparado en las sombras de la noche para dejar salir algunas lágrimas que, como cristales rodaron por su cara. Él no se resignaba. La última vez que lo vimos fue cuando arrodillado junto al rosal que la abuela había plantado recogía un pimpollo blanco, el primero de la estación. Sus manos estrujaban los pétalos perfumados desparramando un leve aroma. Las paredes de la casa aún siguen en pie, el techo yace desparramado sobre las baldosas descoloridas. En el jardín del rosal suele aparecer una luminosidad azul, en el mes de agosto y un perfume suave a rosas, la gente del lugar habla de un lobizón que llora por esa misma época del año. LA OTRA TRA Sólo fue un instante, una chispa en su mente para darse cuenta. Le había mentido. Verlo allí, junto a ellos correteando en la arena. Y la otra. Segura, dueña de la situación como ella; aho-

AVATARES II 87 ra lo sabía, nunca lo había sido. Y él que bajo el disfraz de la sonrisa y la ternura le había hecho sentir que no era niña, que de golpe había crecido. Había sido en otra playa bajo la esfera rojiza cayendo derrotada a plomo en el horizonte, el momento de los dos. Las horas pasando como soplos y ella abandonando la inocencia. Hasta este instante, hasta este cruce de caminos y de destinos. No necesitó más explicaciones que las que tenía a la vista. Después de todo había madurado. Entonces fue que la joven mujer se dio vuelta y dando la espalda hacia aquel paisaje atroz comenzó a caminar, hasta que la noche la alcanzó junto con la lluvia que lavó las lágrimas de su rostro de niña. Él quedó atrás con sus hijos y la otra. Ya no llovía y el fulgor de las estrellas abrió sobre la joven la noche serena casi una promesa mágica anunciándose. LA MUER MUERTE MUER TE DEL DEL AHOG AHOGADO AHOG ADO Dos de la tarde, linda hora para algunos que interrumpían la jornada para descansar. Los chicos corrían hasta el río en sus balsas improvisadas e inofensivas que se balanceaban sobre las mansas aguas, donde nadie se inquietaba porque todos sabían nadar. Ley obligada en aquel pueblo de calles soleadas y senderos sombreados y el río abrazándolo todo. La mujer tomó el libro y se recostó, estaba empeñada en terminarlo de leer esa tarde. La muchacha había salido de la fábrica y se encaminaba hacia su casa, pero sin entenderlo cambió el rumbo y regresó bordeando el río, el calor seguramente. Pasó por el puerto y siguió disfrutando el paisaje. Recorrió el murallón que detenía las aguas bravas de las crecientes cuando el río arrasaba con todo internándose por las callecitas del pueblo hasta que el viento amainaba y las aguas volvían al

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MARÍA E. ORTIZ<br />

POR OR ES ESA ES MISMA MISMA ÉPOC ÉPOCA ÉPOC ÉPOC<br />

En la penumbra de aquella casona de la que casi no quedan<br />

rastros, todavía se huele el aroma de recetas irrepetibles<br />

que en las manos ágiles de la abuela se hacían una realidad.<br />

Guisos de mondongo, pasteles de crema y fuentes de pescado<br />

frito recién sacado del río. Además de los cuentos del lobizón<br />

que el abuelo nos contaba en las noches frías, mientras nuestros<br />

ojitos se perdían entre las flores del delantal de la abuela,<br />

en las horquillas que sujetaban su rodete y en el brillo dorado<br />

de sus grandes aros. La ascendencia española no la abandonaba<br />

nunca, ni siquiera cuando secaba sus manos en el delantal<br />

para tomar el mate que el abuelo le ofrecía.<br />

Recuerdo los ojos azules tendiendo la ropa bajo el cielo de<br />

agosto junto a la complicidad del silencio sereno del abuelo, que<br />

un día se quedó solo amparado en las sombras de la noche para<br />

dejar salir algunas lágrimas que, como cristales rodaron por su<br />

cara. Él no se resignaba. La última vez que lo vimos fue cuando<br />

arrodillado junto al rosal que la abuela había plantado recogía un<br />

pimpollo blanco, el primero de la estación. Sus manos estrujaban<br />

los pétalos perfumados desparramando un leve aroma.<br />

Las paredes de la casa aún siguen en pie, el techo yace<br />

desparramado sobre las baldosas descoloridas.<br />

En el jardín del rosal suele aparecer una luminosidad azul, en<br />

el mes de agosto y un perfume suave a rosas, la gente del lugar<br />

habla de un lobizón que llora por esa misma época del año.<br />

LA OTRA TRA<br />

Sólo fue un instante, una chispa en su mente para darse<br />

cuenta.<br />

Le había mentido. Verlo allí, junto a ellos correteando en la<br />

arena. Y la otra. Segura, dueña de la situación como ella; aho-

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