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ANTOLOGÍA - Aula Avatares

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74<br />

ADRIÁN MEREL<br />

Al salir a jugar el segundo período ya me había ambientado<br />

a la pesadez del aire, al calor del ambiente, al himno de las<br />

tribunas. Los brasileros se movían, daban piques cortos, estaban<br />

esperando la indicación arbitral para salir a poner en alto<br />

su honor y cumplir con el objetivo para el que habían sido<br />

designados, para el que se había construido ese increíble estadio<br />

y por el cual se estaba jugando esa copa del Mundo. Cuando<br />

sonó el silbato del juez alemán, ellos se abalanzaron como<br />

una tromba incontrolable, llena de juego, de lujo, de vida. Nosotros<br />

olvidamos rápidamente lo aprendido en la primera mitad<br />

y no logramos contener los ataques que morían milagrosamente<br />

en manos de Roque, nuestros guardavallas. La insistencia<br />

tiene su premio y finalmente un moreno, alto y flaco estampó<br />

un derechazo que batió nuestra resistencia y venció la espera<br />

que por dos décadas se había instalado en esa tierra dulce y<br />

nostálgica. La euforia arrebató el ambiente como una niebla<br />

espesa colándose en cada grito, cada lágrima, cada historia.<br />

Yo recordé mi casa en Maroñas, no por melancolía, sino porque<br />

me hubiera gustado refugiarme allí, lejos de ese griterío<br />

infinito, de esa celebración que me tenía por víctima. Algunos<br />

de mis compañeros maldecían, otros se resignaban con la mansedumbre<br />

de quién acepta una verdad irrefutable.<br />

Busqué a Obdulio con la mirada, como recriminándole su<br />

infundada fe, su indomable amor propio. Lo encontré abrazado<br />

a la pelota, como tratando de seducirla, de convencerla de<br />

algo. Los jugadores brasileños lo miraban incrédulos, el Negro<br />

Obdulio exigía un traductor que mediara con el árbitro alemán<br />

para explicarle no se qué asunto. Pasaban los minutos y el<br />

Negro seguía acunando el balón; a esa altura los jugadores y el<br />

público lo insultaban a gritos, se habían olvidado del festejo por<br />

ese intruso que estaba empañando todo. Ocho minutos bastaron<br />

para acallar a la multitud, para dejarla inerme, desarmada.<br />

Entonces, cuando Obdulio apoyó el balón en tierra después de<br />

observar minuciosamente a los cuatro costados del estadio, ya<br />

nadie recordaba un motivo para festejar. Los once de Brasil

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