ANTOLOGÍA - Aula Avatares
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12 ANA BAUCHIERO La anciana trató de hacerse de todo su coraje y, con aparente resolución, comenzó a explicar el motivo de su visita: –Le ruego que me perdone si lo molesto, pero hace pocos días, en la estación Belgrano, un joven pasó corriendo a mi lado y me arrancó la cartera. El rostro del gordo se tornó pétreo: –¿Y yo qué tengo que ver con eso? –Sucede que al ver mi desesperación, el agente de guardia y el encargado de la boletería me dijeron que tal vez aquí... –Aquí que... ¡Me parece que Usted está inventando todo eso para arruinarme! –gritó el patrón, cada vez más furioso. –Por favor, no se enoje... Yo sólo quería encontrar a un cierto señor, “el Rata”, para pedirle que, si sabe algo de mi cartera... No es que yo quiera hacerle ningún daño y ni siquiera me interesan el dinero o los documentos, pero adentro tenía una medalla de oro que para mí, valía mucho. El hombrón sonrió con malicia: –¡Aja! de oro y Usted cree que yo tengo su medalla. Cada vez más turbada la mujer continuó: –No. No me malentienda. Yo soy maestra jubilada y, el día de mi despedida, mis alumnos y ex-alumnos, hicieron una colecta y me regalaron una hermosa medalla de oro. Era casi lo único que me quedaba de treinta años de trabajo. La llevaba siempre conmigo, y como vivo sola, era como si los tuviera a ellos junto a mí, acompañándome. Es por eso que me animé a venir aquí a buscar al señor Rata, para ofrecerle comprar mi medalla. El gordo enfurecido comenzó a gritar: –Mire, señora, aquí no hay ningún Rata y mucho menos ladrón. ¡Somos todos gente honrada! A esta altura, todos los miraban y hasta los borrachos habían salido de su sueño de alcohol. La maestra no sabía cómo continuar, pero tampoco quería darse por vencida: –Vea, yo no intento hacerle ningún daño. Le
AVATARES II 13 juro que al salir de aquí con mi medalla, no volveré a acordarme ni de Usted, ni del Rata, ni de este café. Enrojecido y jadeante, el gordo volvió a gritar: –¡Cómo quiere que le diga que aquí no hay ningún Rata, ni ninguna cosa robada! –y volviéndose hacia el mozo, imperioso, dijo: –¡Che, Negro, sacame esta vieja afuera, antes que le dé una patada! Asustada, la anciana se puso de pie, y arrojando cinco pesos sobre la mesa, enfiló hacia la puerta. Entonces, sucedió el milagro. El mozo, que había sido llamado por alguien desde el mostrador, se acercó con algo en su mano: –Dice el Ra..., el señor Roberto, que él, por casualidad, encontró los otros días, tirada en la calle, esta medalla que tal vez sea la que busca la vieja. El gordo volvió la cabeza incrédulo pero, desde detrás del estaño, alguien le hizo una seña. Fastidiado, tomó la medalla, se la entregó a la anciana y con su tono más amenazador le dijo: –¡Tiene suerte! Pero si quiere un buen consejo, ahora mismo, váyase y olvídese para siempre de mi boliche. Sin decir palabra, la mujer tomó su tesoro y, muy emocionada, quiso marcharse, pero recordó que había prometido una recompensa, así que giró sobre sus talones e insistió, abriendo su cartera: –... Y ¿cuánto debo por esto? Desde detrás de las botellas alguien gritó: –Nada y cortala, antes de que me arrepienta. Sin volver atrás su cabeza, ella abrió la puerta y salió a la calle. El aire fresco la reanimó; respiró aliviada, oprimiendo con fruición la medalla en su mano derecha. ¡Por fin estaban juntas otra vez! Atrás habían quedado el cafetucho, el gordo, el Rata, los borrachos y las flores de humedad. El sol dibujaba extrañas filigranas en la vereda y el canto aletargado de algún pájaro, en alguna jaula de algún balcón, ponía música a su alegría.
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juro que al salir de aquí con mi medalla, no volveré a acordarme<br />
ni de Usted, ni del Rata, ni de este café.<br />
Enrojecido y jadeante, el gordo volvió a gritar: –¡Cómo quiere<br />
que le diga que aquí no hay ningún Rata, ni ninguna cosa<br />
robada! –y volviéndose hacia el mozo, imperioso, dijo:<br />
–¡Che, Negro, sacame esta vieja afuera, antes que le dé<br />
una patada!<br />
Asustada, la anciana se puso de pie, y arrojando cinco<br />
pesos sobre la mesa, enfiló hacia la puerta. Entonces, sucedió<br />
el milagro. El mozo, que había sido llamado por alguien<br />
desde el mostrador, se acercó con algo en su mano: –Dice el<br />
Ra..., el señor Roberto, que él, por casualidad, encontró los<br />
otros días, tirada en la calle, esta medalla que tal vez sea la<br />
que busca la vieja.<br />
El gordo volvió la cabeza incrédulo pero, desde detrás<br />
del estaño, alguien le hizo una seña. Fastidiado, tomó la<br />
medalla, se la entregó a la anciana y con su tono más amenazador<br />
le dijo: –¡Tiene suerte! Pero si quiere un buen consejo,<br />
ahora mismo, váyase y olvídese para siempre de mi<br />
boliche.<br />
Sin decir palabra, la mujer tomó su tesoro y, muy emocionada,<br />
quiso marcharse, pero recordó que había prometido una<br />
recompensa, así que giró sobre sus talones e insistió, abriendo<br />
su cartera: –... Y ¿cuánto debo por esto?<br />
Desde detrás de las botellas alguien gritó: –Nada y cortala,<br />
antes de que me arrepienta.<br />
Sin volver atrás su cabeza, ella abrió la puerta y salió a la<br />
calle. El aire fresco la reanimó; respiró aliviada, oprimiendo con<br />
fruición la medalla en su mano derecha. ¡Por fin estaban juntas<br />
otra vez! Atrás habían quedado el cafetucho, el gordo, el Rata,<br />
los borrachos y las flores de humedad.<br />
El sol dibujaba extrañas filigranas en la vereda y el canto<br />
aletargado de algún pájaro, en alguna jaula de algún balcón,<br />
ponía música a su alegría.