Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
CUENTOS DE UN PINTOR<br />
LUIS CAÑADAS FERNÁNDEZ<br />
ALMERÍA<br />
Instituto de Estudios Almerienses<br />
2010
INSTITUTO DE ESTUDIOS ALMERIENSES<br />
Colección Letras. nº 44<br />
Serie: Narrativa<br />
Cuentos de un pintor<br />
© Texto: Luis Cañadas Fernández<br />
© Edita: Instituto de Estudios Almerienses<br />
www.iealmerienses.es<br />
ISBN: 978-84-8108-487-0<br />
Dep. Legal: Al-1413-2010<br />
Primera Edición: Noviembre 2010<br />
Maquetación: Servicio Técnico del IEA<br />
Imprenta: Gráficas Piquer<br />
Impreso en España
Índice<br />
Rosa 7<br />
Un pobre diablo 17<br />
Navidad 29<br />
El cierre metálico del supermercado 31<br />
El aquelarre 39<br />
El premio Blanquidén 47<br />
Afortunadamente 55<br />
los conejos no piensan 55<br />
Pavilandia 67<br />
Un trabajo como los demás 69<br />
Cinta adhesiva 75<br />
De cómo Milagros no se llamó Jenifer 79<br />
Fotógrafo en Sodoma 85<br />
El adúltero 87<br />
La silla 89<br />
San Miguel Arcángel 95<br />
La Maja Desnuda 101<br />
El genio 111<br />
El estuche 113<br />
Las armas no matan 119<br />
La hoja de higuera 125<br />
El semáforo 133
El anzuelo 139<br />
El intruso 143<br />
Un vampiro en el clínico 151<br />
Supermán 155<br />
Todo el mundo engorda, menos yo 163
Rosa<br />
Rosa, Rosita, como la llamaban sus hermanos,<br />
subió el correo, rasgó el sobre y extrajo una tarjeta<br />
grande, de cartulina crema, en la que, con una letra<br />
impresa, elegante, moderna, decía: “Los señores de<br />
Rodríguez Pinilla y Pérez de la Fuente tienen el honor<br />
de invitarle a una reunión en su domicilio para<br />
establecer posibles vínculos de amistad y futuras relaciones<br />
comerciales”.<br />
—¡Qué bien! —exclamó llena de alegría Rosita.<br />
—Estos serán nuestros primeros contactos y ahora<br />
comprenderéis qué bien hicimos en cambiar el rumbo<br />
de nuestras vidas y trasladarnos a esta maravillosa ciudad.<br />
Rufina, Paquito y Rosa nacieron y vivieron en<br />
una pequeña capital de provincias; eran hijos del catedrático<br />
y director del Instituto, casado con una rica<br />
heredera; llevaron una vida fácil, holgada en lo económico,<br />
pero bajo la tiranía de los padres, extremados en<br />
la educación. Cuando murieron, continuaron juntos,<br />
viviendo de las rentas.<br />
—Aquí solamente vegetamos, nos hemos convertido<br />
en tres solterones —decía Rufina, la mayor<br />
7
8<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
—y nuestros recursos económicos merman cada día<br />
más —añadió.<br />
Quizá por eso decidieron trasladarse definitivamente<br />
a la capital de la nación. Y así, hoy se encontraban<br />
en este piso de una calle céntrica, en la urbe,<br />
cumpliendo por fin su sueño, salir de aquella pequeña<br />
ciudad que nunca habían abandonado hasta entonces.<br />
Para ellos, que no viajaron, todo era nuevo, inusitado;<br />
contemplaban maravillados las grandes avenidas, los<br />
bulevares, las plazas, los altos edificios.<br />
—Mira, Paquito, la elevación de esos edificios, los<br />
pisos de esas casas —decía Rosita.<br />
Rufina, en cambio, exclamó:<br />
—¡Pero estarán ocupados por negociantes sin<br />
escrúpulos, por ladrones al fin y al cabo!<br />
—Qué cosas se te ocurren —le contestó Paquito,<br />
que se fijaba entusiasmado en los árboles tan verdes.<br />
Y es que ellos venían de una región donde la<br />
vegetación era escasa y la aridez configuraba el paisaje.<br />
Por eso, quizá se extasiaban contemplando los<br />
bulevares, sombreados por añosos árboles, donde<br />
la arquitectura y vegetación se complementaban en<br />
una perfecta armonía. También les chocó, al abrir<br />
los balcones, encontrarse con las acacias, que ascendían<br />
desde la sombra rumorosa de la calle, y cuyas<br />
ramas mecidas por la suave brisa, rozaban o acariciaban<br />
levemente los hierros del balcón. De pronto,<br />
un gorrión callejero y alegre se posó en la barandilla<br />
para después, al instante, emprender el vuelo con<br />
un ruido como de arpegio, y cobijarse otra vez en la
Cuentos de un pintor<br />
fronda. Ellos, Rufina, Rosa y Paquito, se acodaban<br />
en la baranda y, a través de aquella marquesina de<br />
verdes hojas, percibían el ruido de la calle, trozos<br />
de conversaciones, risas, los gritos de los niños, la<br />
estridencia de los automóviles, todo ello filtrado<br />
por aquella maraña verde.<br />
—Esto parece la selva —decía Paquito.<br />
—Sí, mucha selva, pero ya veréis cómo se nos<br />
llena la casa de bichos —le replicó Rufina.<br />
Un día quisieron ver amanecer desde los balcones:<br />
la calle permanecía en sombras, algunas luces<br />
continuaban encendidas, oían el ruido de los cierres<br />
metálicos de los comercios que en aquellas horas<br />
recibían sus mercancías poco a poco. Una luz ácida<br />
fue relegando las sombras y recreando un mundo de<br />
realidad cotidiana, que la noche transformara en pura<br />
fantasía. De repente, un sol emergió entre los tejados<br />
y se reflejó, hiriente, en los cristales. Y así comenzó<br />
el día.<br />
Recién llegados, pasaron varios días en un hotel<br />
mientras les traían los muebles; después fueron acomodándolos<br />
por el piso, un piso con ascensor, que en<br />
aquellos primeros momentos constituyó una novedad<br />
para ellos.<br />
—Qué emocionante subir en este chisme —decían.<br />
—Ya aprendí cómo se abre la puerta y qué botones<br />
hay que pulsar —dijo Paquito.<br />
Y fueron dándole vida a aquellos espacios vacíos<br />
como cuerpos sin alma, sin historia.<br />
9
10<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
—Aquí colocaremos el reclinatorio donde se arrodillaba<br />
nuestra madre para sus rezos.<br />
—Aquí la mesita con este búcaro que siempre<br />
estuvo sobre ella.<br />
—Aquí instalaremos el salón donde recibíamos<br />
a las visitas —dijo Rosa, mientras empujaba un sofá<br />
con la ayuda de su hermano, y añadió: Espero que un<br />
día se llene de gente, se oigan risas, frases ingeniosas,<br />
conversaciones profundas…<br />
—No pongas el carro antes que los bueyes, que<br />
aún no conocemos a nadie aquí— le objetó Rufina.<br />
Después le tocó el turno a las habitaciones donde<br />
se desarrollaría su actividad artística o más bien<br />
artesana, que ellos tenían la cultura suficiente para<br />
apreciar la diferencia; en ella tenían puestas todas sus<br />
ilusiones y esperanzas económicas. Era un trabajo<br />
de marquetería. Poseían una sierra de marquetería,<br />
artilugio parecido a una de esas antiguas máquinas de<br />
coser que ya se conservan como reliquias del pasado.<br />
Funcionaba con pedal movido con los pies y un fino<br />
hilo metálico; dotado de minúsculos dientes, cortaba<br />
el tablero en el que, previamente, se había dibujado la<br />
figura. Así recortaban el ratón Mikey, el perro Pluto y<br />
otras figuras, fruto de la imaginación de Paquito, que,<br />
según sus hermanas, tenía alma de artista, a pesar de<br />
que a sus cuarenta y tantos años estaba algo aniñado<br />
y dominado por ellas. A estas creaciones nuevas las<br />
bautizaron con el nombre del conejo Periquín y la<br />
gallina Carmencita.
Cuentos de un pintor<br />
¡Y qué bien se lo pasaban los tres hermanos! El<br />
uno dibujando y recortando, y las otras pintando y<br />
pegándoles sus peanitas para que se sostuvieran en<br />
pie.<br />
—Mira, Paquito, ya tenemos cien conejitos Periquín<br />
y casi otras cien gallinas Carmencita. E iban<br />
colocándolas en unas estanterías que acondicionaron<br />
en una habitación llamada sala de obras acabadas.<br />
Allí se alineaban, como un ejército preparado para la<br />
batalla, filas de ratones Mikey, perros Plutos, gallinas<br />
Carmencitas y conejos Periquínes.<br />
—No pensaréis que este trabajo resolverá nuestras<br />
vidas ni nuestros problemas monetarios —decía<br />
Rufina, y continuaba —Vamos como tres barcos a la<br />
deriva, sin que el viento propicio nos empuje hacia un<br />
nuevo horizonte.<br />
Estas ideas chocaban con toda la ilusión que ponía<br />
Rosita, con todas sus expectativas de éxito. Por<br />
eso eran tan frecuentes los enfrentamientos entre las<br />
hermanas.<br />
—Yo quiero vivir, triunfar, aunque sea con la<br />
gallina Carmencita o con el conejo Periquín. Quiero<br />
ser feliz, aunque tenga que pagar cara esa felicidad.<br />
No quiero ser una solterona, que es en lo que me<br />
estoy convirtiendo…La severidad de nuestros padres<br />
espantó a todos mis pretendientes…Uno por no ser<br />
de buena familia, otro porque carecía de la carrera<br />
adecuada…<br />
Rufina le contestó airada:<br />
11
12<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
—Tienes que comprender, Rosa, que la vida es<br />
dolor y sufrimiento, que esto es un valle de lágrimas,<br />
que en las horas malas debemos mirar a la cruz, a ese<br />
símbolo del dolor, como aconsejaba nuestra madre.<br />
—¡Pues no! —gritó Rosita —No puedo entenderlo<br />
así, no quiero que la vida sea así…Quizá mientras haya<br />
gente que piense como tú, la vida será tan insufrible.<br />
En aquella ocasión, Paquito intervino para que la<br />
cosa no fuese a más.<br />
Y fue por entonces cuando dieron un golpe de<br />
timón a sus vidas y decidieron probar fortuna en la<br />
gran ciudad.<br />
—Aquí, en este edificio donde se encuentra<br />
nuestro piso, debe habitar gente bien, pensaba<br />
Paquito, que coincidió alguna vez en el ascensor<br />
con un señor bien vestido, que lo saludaba muy<br />
educadamente.<br />
—Qué bien viste —explicaba Paquito —lleva un<br />
abrigo austriaco, sobrero haciendo juego, zapatos de<br />
buen cuero y gruesa suela, todo muy sport, pero de<br />
tienda cara.<br />
—Yo también lo vi —dijo Rosita— y debe ser<br />
marqués o algo así.<br />
—Pues para mí que es cazador, porque tiene toda<br />
la pinta, y tendrá sus salones llenos de trofeos.<br />
Esta fue su primera decepción. Unos días después<br />
le preguntaron por él al portero y éste les declaró:<br />
—Es el bedel en el Instituto de Segunda Enseñanza<br />
y tiene buen cuidado en no aparecer por aquí con<br />
el uniforme reglamentario.
Cuentos de un pintor<br />
La llegada de la invitación del señor Rodríguez Pinilla<br />
para posibles contactos mercantiles fue para ellos<br />
como una savia nueva que hizo florecer sus ilusiones.<br />
—Eso significa que han conocido nuestras obras<br />
y están interesados en representarnos y en abrir un<br />
mercado para ellas.<br />
—Ni lo sueñes —dijo Rufina —Nuestras obras<br />
no las conoce nadie y difícilmente se venderán.<br />
—No seas agorera —le replicó Paquito, que participaba<br />
del entusiasmo de su hermana Rosa.<br />
—Mira, vamos a imprimir nosotros también<br />
unas tarjetas —propuso Rosa —y las estoy viendo:<br />
Artesanía Hermanos Fernández del Pozo y Núñez<br />
del Val: Rufina Helena Fernández del Pozo; Director<br />
Artístico: Francisco José Fernández del Pozo;<br />
Relaciones Públicas: Rosa María Fernández del<br />
Pozo. Así de rimbombante será, que en esta ciudad<br />
donde tanto cuentan los valores aparenciales, no<br />
hay que ser menos. Haremos también un dossier<br />
fotográfico de nuestras obras e incluso un video<br />
en el que se verán distintas fases de la realización<br />
artesanal, y con todo ese material nos reuniremos<br />
con esos señores, que estarán encantados de llevar<br />
la exclusiva de nuestra obra.<br />
—Todo eso son vanas ilusiones —le dijo Rufina.<br />
Rosita la interrumpió casi gritando:<br />
—¡Por favor, Rufina, si sólo son ilusiones, no destruyas<br />
esas ilusiones, mira que es lo único que tengo!<br />
¿Te acuerdas de aquella alondra que nos regalaron y a<br />
la que cortamos las alas para que no escapase? Murió<br />
13
14<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
de tristeza…Pues no me dejes sin alas que me ayuden<br />
a escapar de esta realidad tan mezquina.<br />
Pasados unos días y cuando tuvieron todo el material<br />
publicitario en su poder, concertaron una cita<br />
y se dirigieron al domicilio que figuraba en la tarjeta<br />
recibida unos días antes.<br />
—Ante todo, pensemos en la estrategia que nos<br />
conviene adoptar. Creo que nos interesa dejarles<br />
hablar a ellos y nosotros no decir ni mu, no enseñar<br />
nuestras cartas hasta el final —aconsejó Rufina.<br />
La casa de los señores Rodríguez de Pinilla estaba<br />
situada en el casco antiguo de la ciudad; fue<br />
un antiguo palacio, reformado y habilitado para<br />
viviendas.<br />
—Aquí se respira historia —dijo Paquito.<br />
Penetraron en un portal grande y lóbrego en<br />
donde entrarían los carruajes en otras épocas; ahora<br />
dominaba una penumbra espesa, impregnada de un<br />
olor como a humedad o a vejez tal vez... Del portal<br />
arrancaba una amplia escalera de madera, los peldaños<br />
desgastados chirriaban bajo sus pies; en los rellanos<br />
había también bancos de madera para el descanso de<br />
los que subían fatigados.<br />
Los señores de Rodríguez Pinilla los recibieron<br />
muy atentamente. Qué gente tan fina, pensó Rosita,<br />
serán nuestra tabla de salvación, asumiendo la representación<br />
y venta de nuestras obras.<br />
Su casa, al contrario que el resto del edificio,<br />
estaba puesta con un sentido de modernidad, con<br />
muebles funcionales, no siempre de buen gusto.
Cuentos de un pintor<br />
Los pasaron al salón y, después de las presentaciones,<br />
les ofrecieron unas copas y canapés de algo<br />
parecido al caviar. Comenzaron charlando de temas<br />
triviales, intrascendentes, con los que se inician los<br />
prolegómenos de futuros contactos más profundos.<br />
Por su acento, los tres hermanos comprendieron que<br />
ni el anfitrión ni su mujer eran de aquella ciudad.<br />
Cuando ya agotaron los temas de conversación, el<br />
señor Rodríguez Pinilla se levantó y dijo:<br />
—Ahora, queridos amigos, que ya nos conocemos,<br />
tratemos de negocios. Por favor, síganme —Y<br />
se dirigió a través de un pasillo hasta una gran puerta<br />
corredera que abrió y dio acceso a una gran nave,<br />
resultado quizá de tirar tabiques, uniendo varias<br />
habitaciones. En ella, en un extremo, Rufina, Rosa<br />
y Paquito contemplaron atónitos, anonadados, una<br />
sierra de marquetería como la suya, tableros, mesas<br />
con herramientas, otras con botes de colores; en el<br />
otro extremo de la nave, estanterías repletas de ratones<br />
Mikeys, perros Plutos, patos Donald, Caperucitas<br />
Rojas, todos ellos dispuestos ordenadamente, como<br />
un ejército que se prepara para un pomposo desfile<br />
militar.<br />
Ante el silencio de los tres hermanos, el señor<br />
Rodríguez Pinilla habló:<br />
—Hace unos años, nos trasladamos a esta ciudad,<br />
dedicándonos por entero a la artesanía; en ella tenemos<br />
puestas todas nuestras ilusiones; en ella descansa<br />
nuestra futura economía, nuestros únicos recursos.<br />
Como apreciarán ustedes, disponemos de un amplio<br />
15
16<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
stock de las maravillosas figuras, pero nos falta la adecuada<br />
red de contactos comerciales para venderlas.<br />
Enviamos muchas tarjetas como las que recibieron<br />
ustedes, pero tan sólo ustedes han contestado. Por<br />
eso, son nuestra última esperanza y deseamos fervientemente<br />
que se conviertan en nuestros representantes<br />
y, qué puñeta, que vendan nuestra obra.<br />
Rufina sintió la amarga satisfacción de haber<br />
acertado y un profundo dolor al comprobar que sus<br />
peores presagios se habían cumplido. Rosa y Paquito,<br />
como si una flecha certera hubiese alcanzado su ilusión<br />
en pleno vuelo, y como ave herida, se sintieron<br />
caer al oscuro abismo.<br />
Volvieron a bajar los chirriantes escalones, volvieron<br />
a pasar sus manos por la carcomida balaustrada,<br />
cruzaron el lóbrego portal, dejando atrás el indefinido<br />
olor a humedad, a vejez, a comida. Ya en la calle,<br />
Rufina, viendo a sus hermanos con tal desánimo, les<br />
dijo:<br />
—Que este fracaso no os golpee en el alma, que<br />
no es para tanto.<br />
Y fue Rosita, como siempre, la que contestó:<br />
—¿Acaso conoces un bálsamo que cure las heridas<br />
del alma, esas que sangran siempre y no cicatrizan<br />
nunca?
Cuentos de un pintor<br />
Un pobre diablo<br />
Por fin saqué las oposiciones y desde hace seis<br />
meses doy clase de Griego en un Instituto de esta<br />
ciudad. Como estamos en carnaval, el centro docente<br />
al que pertenezco, celebra una fiesta de disfraces<br />
y me toca a mí vestirme de demonio. He tenido<br />
que comprarme un disfraz, todo él rojo, con cuernos,<br />
naturalmente de plástico, un rabo y un gran<br />
tridente con el que pinchar y hacer la puñeta a las<br />
condenadas almas.<br />
Ya que soy retraído y algo tímido, este rollo me<br />
da mucho corte, así es que, antes de ir a la fiesta, me<br />
tomaré un par de cubatas, a ver si así supero la jodida<br />
vergüenza que me acogota; por eso estoy aquí en la<br />
cafetería tomándome mi primer lingotazo.<br />
En ese momento entra un señor disfrazado de<br />
demonio, como yo, pero de un aspecto tan triste que<br />
da pena. Como mi segundo cubata ya está produciendo<br />
su efecto y me vuelve locuaz y comunicativo, me<br />
dirijo a él y le digo:<br />
—¿Qué, disfrazado de demonio para el carnaval?<br />
El tío me mira fijamente y dice:<br />
17
18<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
—Si su mirada es perspicaz y si su cacumen<br />
funciona con normalidad, comprenderá, joven, que<br />
no vengo disfrazado de demonio; yo, señor mío, soy<br />
el demonio. Ocurre, que me coge en mis horas más<br />
bajas, inmerso en una depresión que me llevará al<br />
hoyo.Porque ¿quién resiste a esta indiferencia que me<br />
rodea? ¿Quién permanece impasible ante el desprecio<br />
a mi persona, a lo que ella representa, a lo que fui<br />
desde el principio de los tiempos?<br />
A mí este tío me cae bien a pesar de su locura,<br />
porque debe estar pirado. Le invito a un cubata, que<br />
eso levanta el ánimo. El señor me dice:<br />
—Mi eterno agradecimiento, pero esos brebajes<br />
no van con lo delicado de mi estómago, así es que si<br />
usted lo tiene a bien, tomaré una infusión de manzanilla,<br />
más acorde con mí quebrantada salud.<br />
Joder con el demonio, pienso yo. Y mientras se va<br />
tomando su manzanillita, me cuenta:<br />
—No sabe usted, mi joven amigo cómo añoro aquel<br />
tiempo de antaño, yo no diría que esplendoroso y brillante<br />
porque el esplendor y el brillo no son lo mío, que<br />
yo escogí las tinieblas, la oscuridad de las almas, la que<br />
ofusca la razón y anula inteligencia e ingenio. Mi reino<br />
es el reino de las sombras. Con qué terror se susurraba<br />
mi nombre, con qué fervor se me invocaba, afrontando<br />
la hoguera... y ya ve usted, hoy se me confunde con una<br />
vulgar máscara. Voy de mal en peor, en verdad, amigo,<br />
¿no es para estar deprimido? Aunque a mis eternos enemigos,<br />
los del reino dela luz, no les fue mejor. Le aclaro<br />
que yo juego con cierta ventaja, ya que propicio las más
Cuentos de un pintor<br />
bajas pasiones, los peores instintos, que por suerte para<br />
mí abundan; ellos en cambio: la virtud, la honradez,<br />
poner la otra mejilla. ¿Y de que les sirvió? Si no evitaron<br />
guerras sangrientas, represiones, holocaustos, esclavitud,<br />
noches de San Bartolomé... y es que el hombre no está<br />
hecho de ilusión, si no de carne y la carne, amigo, entra<br />
en mis dominios, que ya lo dijo un colega mío: “todo lo<br />
que nace merece ser hundido”.<br />
—Menudo rollo me has largado, tío, —le digo—<br />
y eso que solo tomas manzanilla, que si te largas un<br />
par de cubatas tenemos palique hasta mañana.<br />
A continuación le pregunto:<br />
—¿Es verdad, tío, que puedes devolver la juventud<br />
a cambio del alma?<br />
—Pero hombre, si esa es una de mis especialidades,<br />
lo que ocurre es que hoy en día nadie se acuerda<br />
del alma ni cuentan conmigo, que para devolver<br />
lozanía y juventud ya crearon fármacos, siliconas o<br />
clínicas, con las que no puedo competir.<br />
Y yo le digo:<br />
—Me alucina tu labia, pero déjate ya de palique<br />
que se me está ocurriendo una idea.<br />
—Y ahora explíqueme esa idea tan genial.<br />
Yo creo, —le contesto—, que como soy tímido<br />
y usted depresivo, unamos nuestras exiguas fuerzas y<br />
vayamos a la fiesta de mi Instituto.<br />
Y hacia allí nos encaminamos, dando un paseo y<br />
hablando amigablemente.<br />
No sé de qué psiquiátrico se habrá escapado<br />
este fulano, pero, joder, se expresa muy bien y tiene<br />
19
20<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
cierta cultura. Le aclaro que por aquí se le nombra<br />
de distintas maneras: Satanás, Belcebú, Luzbel, que<br />
significa el que porta la luz. Y para ponerlo en un<br />
aprieto, le planteo la siguiente cuestión: si Luzbel<br />
fue un ángel y los ángeles son espíritus perfectos,<br />
¿qué les indujo a rebelarse? Porque carecían de<br />
ambición, de los instintos de la carne... Mi acompañante<br />
me coge por el brazo, me mira fijamente<br />
y me dice:<br />
—El tedio, querido amigo, el tedio, eso fue lo que<br />
desencadenó aquella rebelión, aquella catástrofe.<br />
Yo siempre pensé que eso de la gloria sería algo<br />
aburrido. Así, debatiendo estas cuestiones, entramos<br />
en el Instituto. La fiesta está en todo su apogeo. Hay<br />
barra libre y la gente bebe, baila y se divierte, tratando<br />
de ocultarse bajo sus disfraces. Pronto diviso a Roberto,<br />
el director, licenciado en biología. Viene disfrazado de<br />
Tortuga Ninja, él que es tan enclenque y tan poquita<br />
cosa. Le explico que mi amigo se cree el demonio, dueño<br />
y señor del infierno, con el fuego eterno y todas esas<br />
cosas. Roberto se ríe y nos dice:<br />
—Pero no me vengan ahora con esas chorradas;<br />
cuando se ha descubierto el genoma humano, cuando<br />
se sabe lo que es una neurona y cuando se conoce que<br />
la depresión de este señor es producida por la carencia<br />
de una sustancia química, pues no os extrañe que nadie<br />
se acuerde del infierno, o del demonio y es que somos<br />
pura química...<br />
Estas palabras aumentan la congoja y la depresión<br />
de mi acompañante que se queja:
Cuentos de un pintor<br />
—Pero ¿qué tengo yo que hacer en este mundo, entre<br />
esta gente que se olvidó de mí y que creé que somos<br />
solo química?<br />
Para animarlo, me lo llevo a la barra y consigo<br />
que se trague un cubata, bien cargado de ron; después,<br />
por el altavoz nos ruegan que salgamos a la pista<br />
y pronunciemos un discurso, como corresponde a<br />
nuestra categoría de diablos, ¡joder qué compromiso!<br />
Menos mal que con los cubatas y los calimochos mi<br />
timidez desapareció. Salgo yo primero y entre otras<br />
chorradas digo que mi misión es tentar a la gente y<br />
si hay alguna tía buena que quiera ser tentada que se<br />
presente... Abandono la pista entre palmas y silbidos<br />
y ahora le toca a mi amigo, el auténtico demonio,<br />
claro, según él. Le oigo decir, mientras se encamina<br />
a la pista:<br />
—Por fin se acuerdan de mí.<br />
Se sitúa en el centro, lo iluminan con los focos y<br />
con voz potente de bajo grita:<br />
—¡Roth zhagoh roth rostavit!<br />
Ante esa voz profunda, como surgida del fondo<br />
de la tierra, y ante esas enigmáticas palabras se<br />
produce un extraño silencio, todos se dirigen a mí<br />
¿quién es ese tío? Me preguntan y yo no sé qué responderles.<br />
Él vuelve satisfecho del centro de la pista y me<br />
dice:<br />
—Por un momento he creído encontrarme en<br />
mis antiguos tiempos, he vuelto a ser el centro de la<br />
atención... pero ya ves lo poco que ha durado.<br />
21
22<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
Yo le pido que me aclare sus palabras porque no las<br />
entendimos. Él me contesta:<br />
—Amigo, la claridad no favorece ni al reino de las<br />
tinieblas ni al de la luz, porque ambos vivimos del misterio<br />
y no de la razón o de la claridad.<br />
Dejo a mi amigo y me doy un garbeo por otros<br />
rincones de la fiesta. Encuentro a la señorita Rosy<br />
que aparte de ser licenciada en Teología y profesora<br />
de Religión, está de miedo, vamos que está maciza.<br />
Se me ocurre presentársela a mi amigo el demonio,<br />
porque entre la teóloga y el diablo puede ocurrir algo<br />
interesante.<br />
—Aquí Rosy, la profesora de Religión, y éste es<br />
Satanás en persona, que se da cuenta de lo buena que<br />
estás y que té dirá algo.<br />
Efectivamente, mi amigo le habla:<br />
—¿Qué podría yo decirle de tanta belleza? ¿ Qué<br />
palabra serviría de adecuado recipiente a tan sin par<br />
hermosura?... tan solo el silencio y la admiración<br />
serían su merecido homenaje... y en verdad os digo<br />
que ha sido para mí grandísima fortuna el haberos<br />
conocido y poder deleitarme en la contemplación de<br />
vuestra grácil figura.<br />
—Pero qué cosas tan bonitas dice tu amigo,<br />
—exclama Rosy—, debería serviros de ejemplo, que<br />
sois unos burros, que no sabéis tratar a las chicas, que<br />
solo les decís tía buena o qué delantera tienes.<br />
Interviene otra vez mi amigo:<br />
—Ahora señorita, ya que usted es versada en los<br />
conocimientos teológicos, comprenderá los motivos
Cuentos de un pintor<br />
de mi depresión, el poco caso que se presta a mi figura,<br />
al infierno, al fuego eterno... porque usted creerá<br />
en ellos.<br />
—Pues claro, —contesta Rosy—, son estados de<br />
conciencia, según las últimas palabras de la teología.<br />
—¡Que yo soy un estado de conciencia! ¡Yo, el<br />
Príncipe de las Tinieblas, un estado de conciencia!...<br />
y es que, señorita, cuando la desgracia nos abate, todas<br />
nuestras ilusiones y esperanzas van cayendo una a<br />
una, como las hojas del árbol bajo el primer soplo del<br />
gélido invierno, y solo quedan cual ramas desnudas,<br />
la ira, el odio, el rencor... Ahora dejadme solo, que la<br />
soledad apacigua la ira y la convierte en honda tristeza<br />
o melancolía... dejadme solo, que la soledad cierra las<br />
heridas, que causaron, con cruel mano, desprecio y<br />
olvido.<br />
—Pero qué labia tiene este tío, —dice la señorita<br />
Rosy.<br />
Como ella y yo tenemos ganas de marcha, a<br />
pesar del royo de la teología y de mi timidez, pues<br />
nos dirigimos a la improvisada pista de baile, a<br />
mover el esqueleto, que la Rosy lo tiene muy bien<br />
recubierto.<br />
Con las primeras luces del alba, la fiesta comienza<br />
a languidecer, la gente se va marchando y<br />
Rosy y yo nos dedicamos a buscar a nuestro amigo<br />
el diablo, al que encontramos en un rincón, con<br />
aire aburrido.<br />
—Ya está amaneciendo y se acaba la fiesta de carnaval,<br />
—le dice Rosy.<br />
23
24<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
—Observo, —contesta nuestro amigo—, que<br />
se retira el oscuro cuervo de la noche y aparece el<br />
insaciable buitre de la realidad, devorando nuestros<br />
sueños y fantasías que la noche alentó.<br />
—Pero qué trágico te pones, tío, —le dice<br />
Rosy—, lo que pasa es que en esta fiesta, con los<br />
disfraces somos otros, somos lo que hubiésemos<br />
querido ser y ahora, al acabar, tenemos que embutirnos<br />
en la cotidiana máscara de nosotros mismos.<br />
Por eso todas las fiestas tienen un final decepcionante<br />
y la madrugada nos convierten en lívidos<br />
fantasmas que retornan a su escondrijo, en mi caso<br />
a las clases de Religión que aborrezco.<br />
—Me admira su discurso, no esperaba yo menos<br />
de usted. Merece estar entre mis huestes, —comenta<br />
el diablo.<br />
—Pero qué dices, tío, no me considero yo tan<br />
mala o tan perversa como para arder en el fuego eterno,<br />
—le contesta Rosy.<br />
—Has de saber, mi buena teóloga, que nadie de<br />
los que allí están se considera malo, muy al contrario,<br />
todos dicen haber hecho el bien: lo hice por el bien de<br />
la patria, lo hice por el bien de la sociedad... y miles<br />
de madres posesivas: dirán fue por tu bien, hijo mío.<br />
Esa frase, por tu bien, abre las puertas de mi reino.<br />
Después de las palabras del diablo vamos saliendo<br />
en pequeños grupos. Como hace una mañana algo fresca<br />
de febrero, yo me pongo una gabardina sobre el disfraz,<br />
Rosy encuentra un chal y se arrebuja en él. Unas alumnas,<br />
que vienen con nosotros, también encuentran algo
Cuentos de un pintor<br />
con que abrigarse, solamente el pobre diablo pasa frío. Y<br />
así vamos caminando por la avenida del pintor Alcaraz,<br />
en dirección al centro de la ciudad.<br />
Al poco, nos encontramos con un señor de mediana<br />
edad, que nos para y saluda efusivamente al que dice ser<br />
el diablo. Renquea de una pierna y usa muleta de aluminio<br />
con tacón de goma. Viste un abrigo, que en sus<br />
tiempos fue negro y ahora es de color indefinido, y una<br />
larga bufanda que se apresura a ceder a su amigo. Este<br />
nos lo presenta:<br />
—Aquí Ángel.<br />
Rosy, las alumnas y el diablo, se adelantan y yo<br />
me quedo rezagado con nuestro nuevo acompañante.<br />
Aprovecho para preguntarle por su amigo el que dice<br />
ser el diablo. Allí, donde residimos, todos le llaman<br />
Satán, se ríen de él y le gastan bromas muy pesadas.<br />
A mí me da pena, lo defiendo y lo ayudo bastante,<br />
porque el pobre es tan desgraciado... y eso que se expresa<br />
tan bien, sabe tanto y a veces utiliza un idioma<br />
extraño... y sabe usted, pues me da escalofríos y tengo<br />
mis dudas, pero usted no se fíe de él. Tan solo puede<br />
confiar en mí.<br />
—¿Y eso por qué? —Le pregunto.<br />
—Porque, sabe usted, yo soy un ángel.<br />
—¡Joder! Ya está bien de locura, —exclamo sorprendido.<br />
—Mire, me dice mi acompañante, como explica<br />
nuestro amigo Satán, no pida cordura al loco ni razón<br />
a quien no puede razonar, más bien exíjale un poco<br />
de locura al cuerdo... Y volviendo a mí, le diré que<br />
25
26<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
siendo ángel, voy disfrazado de persona vulgar para<br />
no llamar la atención.<br />
—Pues no sabe el éxito que habría obtenido si se<br />
presenta en la fiesta de disfraces con su uniforme de<br />
verdadero ángel, —le digo.<br />
—No señor, yo no pierdo el tiempo en esas fiestas.<br />
Cuando puedo salir me voy a un puticlub, cercano<br />
donde hay unas rusas... qué rusas, tan educadas, tan<br />
amables, tan cariñosas... y es que sabe usted, yo fui muy<br />
mujeriego, y a pesar de los años, siempre algo queda. Si<br />
quiere un día me acompaña y verá cosa buena.<br />
—No entiendo como puede compaginar su condición<br />
de ángel con sus frecuentes visitas al puticlub,<br />
—le digo.<br />
—Pero hombre, compaginan perfectamente ¿por<br />
qué no iban a compaginar? Si yo voy allí a disfrutar<br />
de la mejor obra de Dios, que es la mujer, sobre todo<br />
las rusas, ande anímese y venga conmigo. Pero vamos<br />
a reunirnos con los demás, porque veo que mi amigo<br />
Satán arrastra la bufanda y está desabrigado. El pobre<br />
cogerá uno de sus frecuentes resfriados.<br />
Cuando llegamos al grupo, alucino al contemplar<br />
con qué cuidado, con qué cariño Ángel coloca la bufanda<br />
y abriga a su amigo.<br />
Hemos llegado ya al cruce de la avenida con el<br />
paseo del Poeta Aureliano; aquí nos separamos, ellos<br />
dos continúan hacia su residencia y nosotros al centro<br />
de la ciudad.<br />
Forman una extraña pareja: el ángel cojeando<br />
de una pierna y arrastrando la muleta, el demonio
Cuentos de un pintor<br />
encorvado bajo el peso de su depre y su tristeza, y<br />
enrollado en la bufanda. Pienso que nosotros somos<br />
lo que la vida nos permitió ser, ellos en cambio son<br />
lo que verdaderamente creen ser: un demonio y un<br />
ángel, pero ¡joder! Da compasión ver su mutuo afecto<br />
y la miserable realidad de sus vidas.<br />
En ese momento Rosy me dice:<br />
—Oye, tío ¿por qué no desayunamos un chocolatito<br />
caliente con unos churros?<br />
—Vale —le contesto y nos encaminamos hacia<br />
la churrería del mercado, que a estas horas estará ya<br />
abierta.<br />
27
Cuentos de un pintor<br />
Navidad<br />
Estamos en navidad. Salgo a la calle y paro a la<br />
primera máquina del tiempo que viene libre, con luz<br />
verde. Le digo al conductor:<br />
—A Belén en el siglo primero.<br />
Cuando llegamos, me acerco al portal, donde<br />
están San José, la Virgen, el Niño y la mula y el buey.<br />
Escucho la conversación entre los dos últimos.<br />
—No sé, señora mula —dice el buey— si se da<br />
cuenta de la alta misión que la providencia nos ha<br />
encomendado.<br />
—Pues claro, colega, —responde la mula— ya<br />
que aun no se inventó el aire acondicionado, tenemos<br />
que caldear el ambiente.<br />
—Es que con este nacimiento, —prosigue el<br />
buey— el mundo cambiará por completo, habrá<br />
un antes y un después. Desde este momento nadie<br />
morirá en la hoguera, no habrá más torturas, ni<br />
represiones o venganzas, ni pobres ni ricos, porque<br />
quien mucho tiene repartirá con el que nada posee.<br />
Ya no existirán las guerras y la fraternidad reinará<br />
en la Tierra.<br />
29
30<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
La mula contesta:<br />
—Pero qué alucine es ese, tío, salvo los polvorones,<br />
los mantecados, el turrón, del duro y del blando,<br />
y el pavo, nada va a cambiar. Que lo tuyo es un puro<br />
sueño, tío.<br />
Y como ya llegan los pastores y habrá mucha<br />
movida, pues me voy a una parada de máquinas del<br />
tiempo y me vuelvo al mío, que me esperan los alfajores,<br />
los turrones y el cava; que eso de la fraternidad<br />
y que no haya ricos ni pobres suena a revolucionario<br />
y la navidad con tanto engullir requiere tranquilidad.
Cuentos de un pintor<br />
El cierre metálico del supermercado<br />
Me llamo Nicolás, Nico para mis amigos, aunque<br />
sé que a mis espaldas, los otros dependientes, e<br />
incluso los chicos de los recados, me dicen el “otra<br />
cosita”.<br />
Trabajo en este pequeño supermercado, en la<br />
sección de los fiambres. Entro a las ocho, y, antes de<br />
abrir al público, me dedico a preparar el género, a<br />
presentarlo de la forma más atractiva; porque como<br />
dice el señor Ambrosio, el encargado, la comida entra<br />
por los ojos antes que por la boca y halagando la vista<br />
del cliente, pues se engorda nuestro bolsillo. Por eso<br />
tengo siempre el mostrador y las vitrinas limpísimas.<br />
En ellas voy poniendo: primero los quesos, el de Burgos,<br />
sobre una fuente por si escurre, lo mismo que el<br />
requesón. Luego el roquefort, los de oveja, siempre<br />
con su mejor corte, los de cabra, el de los grandes<br />
ojos, el de bola... Los hay para todos los paladares y<br />
todos los gustos. Después coloco los embutidos, los<br />
patés, la cecina, oscura y bien curada y por último,<br />
llego al rey de esta tienda: el jamón de Jabugo, de bellota,<br />
surcado por un laberinto de sonrosado tocino,<br />
31
32<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
entre la magra oscura... y cómo huele de bien, el muy<br />
jodido.<br />
A las nueve, Andrés, el chico que lleva los pedidos,<br />
abre el cierre metálico, siempre con gran estruendo<br />
que sirve de aviso a los vecinos.<br />
A las dos y media nos vamos a comer a la cafetería<br />
de la esquina, que nos hacen un menú barato; después<br />
de un café y un rato de charla, hablamos de lo que<br />
hablan los hombres: de futbol y de mujeres.<br />
A las ocho guardamos el género, los chicos<br />
echan serrín en el piso, barren, limpian, friegan,<br />
que el señor Ambrosio no quiere olor alguno y si<br />
no, el dueño, ese sí que es exigente; va husmeando<br />
como un perro de caza y si encuentra algo mal,<br />
pues menuda bronca.<br />
Así todos los días. Bueno, los domingos, el<br />
partido por la tele... ¿Qué si soy feliz así? Yo nunca<br />
me hago esa pregunta. Tengo la familia, un coche,<br />
el adosado y los quince días de vacaciones a Benidorm.<br />
Hoy hemos tenido una jornada tranquila: poca<br />
gente, por la mañana las cocineras de siempre, a encargar<br />
sus pedidos, que luego Andrés o el otro chico<br />
suben a sus domicilios. También vienen los obreros<br />
que trabajan por el barrio: esos la barra de pan y la<br />
mortadela para el bocata.<br />
Esta tarde acabamos pronto; vamos saliendo y por<br />
último sale Andrés, que saca una pértiga, la engancha<br />
en el cierre metálico y comienza a tirar para bajarlo<br />
hasta el suelo.
Cuentos de un pintor<br />
Yo no sé por qué cierro los ojos, quizás un ligero<br />
mareo, y es, en ese instante, cuando cruza por mi cabeza<br />
algo como un relámpago: ¿será una momentánea<br />
pesadilla, o un ángel que me transporta a otro mundo<br />
distinto?<br />
Cuando abro los ojos, me encuentro vestido de<br />
uniforme caqui, en la cabeza un pesado casco y entre las<br />
manos un fusil. Estoy en la calle, entre gentes que corren<br />
despavoridas, que gritan en un idioma desconocido.<br />
Alguien dispara desde el otro extremo de la calle.<br />
La gente corre. Yo también corro. Me caigo, me levanto,<br />
sigo huyendo. Tiro el casco, me pesa. El fusil, un<br />
estorbo. Llego a una calle más ancha, a una avenida<br />
quizás.<br />
Las rodillas me tiemblan de puro miedo, miedo<br />
a ser herido, miedo al dolor, miedo a caer en plena<br />
calle y tardar en morir como un perro reventado, que<br />
no a desaparecer en un segundo. ¿Será esto el infierno<br />
donde me han arrojado?<br />
En la avenida, un camión está a punto de partir,<br />
con personas que huyen, quizás a otro lugar más seguro.<br />
Corro hacia él y alguien me ayuda a subir. Viajan<br />
en el camión mujeres, niños, dos soldados heridos,<br />
una anciana con su gato; a mi lado una chica joven,<br />
asustada que llora nerviosamente, ocultando el rostro<br />
entre los brazos; los jipidos agitan todo su cuerpo.<br />
Trato de consolarla, pero no me entiende y se levanta...<br />
joder que tía más guapa.<br />
Seguimos por una carretera. Atrás quedan los<br />
gritos, las carreras, los disparos.<br />
33
34<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
Al cabo de una hora, llegamos a lo que parece ser<br />
un pueblo grande, en el que también se advierten los<br />
zarpazos de la guerra.<br />
Desembocamos en una plaza, tal vez encrucijada,<br />
porque está repleta: transportes militares, camiones,<br />
coches, carros cargados de enseres; familias enteras<br />
que huyen con sus vacas, sus ovejas y hasta con su<br />
cerdo. Todos quieren salir por el mismo sitio y por<br />
eso este enorme atasco y estas imprecaciones, golpes,<br />
peleas y un ensordecedor estruendo...encima en una<br />
lengua extranjera.<br />
Dominando el barullo, se oye un ronroneo siniestro<br />
que viene de arriba, del cielo, ¡la aviación! pienso<br />
yo ¡lo que faltaba! Se hace un silencio inquietante,<br />
pero cuando el zumbido de los motores es más patente,<br />
estalla el jaleo, la gente corre, abandona todo, en<br />
un momento la plaza queda casi vacía. Un avión vuela<br />
muy bajo, es como una legión de ángeles enfurecidos<br />
que se abaten sobre la tierra.<br />
El avión va ametrallando. Cojo a la joven por<br />
el brazo y me lanzo con ella bajo el remolque de un<br />
tractor, cargado con colchones, sillas, maletas... las<br />
ráfagas de ametralladora nos pasan rozando, los escupitajos<br />
de plomo abren un surco como un arado<br />
de muerte... el pánico se apodera de la chica, que se<br />
agarra a mi desesperadamente. Siento el temblor de<br />
su miedo a través de todo su cuerpo, sus uñas clavarse<br />
en mi brazo y su cabeza ocultándose, aplastándose<br />
contra mi pecho como si quisiera refugiarse en una<br />
gruta de carne.
Cuentos de un pintor<br />
El avión pasa y lo sentimos alejarse, pero vuelve<br />
otra vez.<br />
—¡Vamos a morir!<br />
Grito y aúllo como un animal porque huelo la<br />
muerte, la cabrona, como antes yo escogía el buen<br />
jamón por el olfato, y ahora me encuentro inmerso<br />
en este perfume amargo de la guerra, en este hedor<br />
inmundo del odio, de la sangre. Las ráfagas son más<br />
certeras. La joven debe pensar lo mismo y se pega a<br />
mí con más fuerza... y de pronto, ¡hostia! me está besando,<br />
con furia, en la cara, en la boca.<br />
Por fin el avión se aleja y salimos de debajo del<br />
remolque. La joven tiene el pantalón mojado, ¡se ha<br />
meado de miedo! Me mira avergonzada y llora, esta<br />
vez sobre mi hombro.<br />
Nuestro transporte está afortunadamente intacto<br />
y ya en marcha. Empujo a la joven por el culo y la<br />
lanzo dentro, yo trepo como puedo y otra vez en la<br />
carretera a toda velocidad... La chica me explica algo,<br />
pero no entiendo ni una puta palabra; solo siento sus<br />
manos entre las mías, su mirada de cariño y agradecimiento.<br />
También siento, a pesar del horror que nos<br />
rodea, como una extraña emoción que va creciendo<br />
dentro de mí, como algo que nunca experimenté en<br />
mi otra vida, quizás por esta compañera que el azar o<br />
el destino me han deparado.<br />
La carretera continua por la falda de la montaña;<br />
a nuestra izquierda el bosque, oscuro, a la derecha la<br />
ladera desciende en suave pendiente hasta un riachuelo<br />
que discurre entre hayas y robles.<br />
35
36<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
Después de un rato de marcha, de nuevo se<br />
oyen explosiones y al salir de una curva, alguien nos<br />
dispara, por lo que el camión, averiado, se sale de la<br />
carretera y corre por la pendiente, hasta que lo detiene<br />
el tronco de un árbol.<br />
Saltamos del vehículo y con mi compañera de<br />
la mano, corremos por el bosque, arañazos con las<br />
zarzas, golpes con las ramas, caídas y miedo, otra vez<br />
miedo, pero al fin estamos fuera del alcance de las<br />
balas y así llegamos al arroyo que tendremos que atravesar<br />
si queremos seguir alejándonos. Cojo a la joven<br />
en brazos y la cruzo a la otra orilla, donde deposito mi<br />
carga en el suelo y ella, agradecida, enrosca sus brazos<br />
a mi cuello y me besa largamente; después me ayuda<br />
a sacar el agua de mis botas.<br />
Seguimos caminando por el bosque, envuelto en<br />
esta semi oscuridad verdeazulada y, al fin, llegamos a un<br />
claro. Atrás quedó la guerra, el horror; tan solo nuestros<br />
cuerpos, juntos, tendidos sobre la hierba, que se enmaraña<br />
entre su pelo, que tapa su cabeza y que aparto para<br />
llegar a su cara, a sus labios, que se juntan con los míos...<br />
Mientras mis manos acarician su piel, tersa y suave como<br />
la mejor mortadela que yo vendía... y luego este olor a<br />
hierba, a primavera... Aunque la muerte nos aceche, soy<br />
feliz y me siento apasionadamente vivo.<br />
Nos dirigimos siempre hacia el oeste, porque allí<br />
está la frontera. Encontramos algunos cultivos, por<br />
supuesto abandonados; luego lo que puede ser un<br />
pabellón de caza, también saqueado... Pero tenemos<br />
la suerte de encontrar algo de comida.
Cuentos de un pintor<br />
Ella busca un papel y un bolígrafo; dibuja pupitres<br />
y niños y señala a sí misma. Barrunto que<br />
quiere explicarme su profesión: maestra o profesora.<br />
Trato de informarle sobre la mía: que vendo<br />
embutidos y jamones en un supermercado y ¡joder!<br />
Aquí vienen las dificultades del maldito idioma.<br />
Para superar este inconveniente, trato de dibujar un<br />
cerdo y como el dibujo se me da tan mal, que no es<br />
lo mío, sale un bicho rarísimo en el que las orejas<br />
parecen cuernos. Ella debe pensar que es un toro<br />
porque me mira con arrobamiento y admiración y<br />
grita señalándome ¡torero, torero! Yo trato de aclararle<br />
que no soy torero: ¡mí no torero! Pero no me<br />
entiende. Me abraza y trata de decirme algo en otro<br />
idioma que no es el suyo y así entre besos y besos<br />
me susurra: meine liebe toreador...<br />
Después de un día de descanso, que agradecen<br />
nuestros maltrechos pies, nos ponemos de nuevo en<br />
marcha.<br />
Voy dándole vueltas en el coco a mi situación<br />
y, joder, tío, cada vez estoy más confundido, no sé<br />
cuál de mis dos vidas es un mal sueño, del que en un<br />
momento puedo despertar. Pienso que mi anterior<br />
existencia en el supermercado es la pesadilla y ésta la<br />
auténtica, la verdadera. Mientras caminamos voy sintiendo<br />
su mano entre la mía, su mirada de cariño y es<br />
que en esto de los ligues, el cuerpo se entiende mejor<br />
que en ese mal rollo del lenguaje.<br />
Al rato encontramos la carretera cortada por vehículos<br />
atravesados y soldados que nos detienen.<br />
37
38<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
Ella, en su puñetero idioma, les suplica, les ruega<br />
que nos permitan continuar, pero ellos tratan de separarnos.<br />
Yo la sujeto e intento decirles por señas que no<br />
me separaré de la joven. Es entonces cuando un soldado,<br />
el muy cabronazo, avanza hacia mí, levanta su<br />
fusil, para abatirme de un culatazo y en ese momento,<br />
en ese preciso instante, suena un ruido metálico, ensordecedor,<br />
seguido de un golpe seco... Es Andrés, el<br />
chico de los pedidos, acaba de bajar el cierre metálico<br />
que hace un segundo inició.<br />
Abro los ojos, me encuentro en la acera, al lado<br />
del escaparate, veo las cajas de galletas, las botellas de<br />
aceite, los carteles anunciando las ofertas; veo la calle<br />
estrecha y sombría, la fachada de ladrillos rojos de<br />
enfrente. Sé que mañana, a las ocho limpiaré el mostrador,<br />
las vitrinas; colocaré los quesos, los embutidos,<br />
los jamones... Pienso en mi existencia, monótona,<br />
miserable, cercada por una normalidad que me aplasta<br />
y me jode como pesada losa.<br />
Yo no sabía que un sueño, o un ángel o lo que<br />
fuese, pueden cambiar una vida, así tan de repente.
Cuentos de un pintor<br />
El aquelarre<br />
Ya dimos vacaciones en mi Instituto. Rosy sacó las<br />
oposiciones a cátedra de Historia y dejó el rollo de la<br />
teología y las clases de religión. Como no peligra su<br />
puesto de trabajo, me ha propuesto que alquilemos<br />
un apartamento y nos vayamos a vivir juntos. A mí<br />
me da corte, sobre todo por mi padre, porque mi madre<br />
es tolerante y comprensiva, pero él pondrá el grito<br />
en el cielo ¡qué dirán mis compañeros de la Adoración<br />
Nocturna...! En fin, dentro de unos días marcharé a<br />
la pequeña ciudad, donde viven y pasaré parte de mis<br />
vacaciones con ellos.<br />
En este momento sube mi patrona y me trae una<br />
carta.<br />
—La ha dejado para usted un señor mayor, algo<br />
cojo —me explica.<br />
Abro la carta que dice así: Querido amigo, no<br />
sé si se acordará de mí. Soy Satán, compartimos una<br />
fiesta de disfraces este invierno pasado, en carnaval.<br />
Vamos a celebrar un aquelarre, un acto sencillo, dadas<br />
las circunstancias y los tiempos que atravesamos.<br />
Asistirán varios amigos y compañeros de la Residen-<br />
39
40<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
cia, me gustaría contar con su presencia, así como<br />
también con la señorita que le acompañaba. El acto<br />
tendrá lugar el sábado a las doce de la noche, en la rotonda<br />
del parque, entrando por la avenida del Pintor<br />
Alcaraz.<br />
Esperando su presencia, le saluda su amigo Satán.<br />
Cuando se lo dije a Rosy, se puso muy contenta:<br />
—Siento mucha curiosidad por presenciar un<br />
aquelarre, con la figura del macho cabrío, la hoguera,<br />
las brujas...<br />
—No esperes tanto —le advierto.<br />
Cuando llegamos esa noche a la rotonda del parque,<br />
ya están casi todos reunidos: Satanás, o el que<br />
pretende serlo, sigue con su aire triste, deprimido.<br />
Vemos también a Ángel, con su inseparable muleta.<br />
Está oficiando de maestro de ceremonias, atendiendo<br />
y situando a todos. A nosotros nos saluda afectuosamente<br />
y nos va presentando a los demás. En un aparte<br />
y en voz baja me dice:<br />
—Por aquí se reúnen y ejercen su oficio muchas<br />
pirujas, espero que no tengamos ningún conflicto con<br />
ellas.<br />
Después pasa a ayudar a Satán a preparar el acto.<br />
Despliegan una mesita portátil, que han traído y<br />
sacan unas velas como las que se emplean en los cumpleaños.<br />
Satanás se sitúa detrás de la mesa y en un tono solemne<br />
se dirige a los presentes:<br />
—En todos nosotros está vivo el recuerdo de lo que<br />
era un aquelarre en aquellos felices tiempos, cuando
Cuentos de un pintor<br />
aún se creía en los ocultos poderes de la noche y estos<br />
actos estaban llenos de emoción y de peligro. Pero ¿qué<br />
podemos hacer? ¿Vivir solo de recuerdos, en una vana<br />
ilusión, o afrontar la vida real, por mezquina que ésta<br />
sea? Esa es la cuestión. El altar que antes se consagraba a<br />
mí persona, estará representado por una vulgar mesa de<br />
plástico y la hoguera, por las pobres velas que sobraron<br />
de una tarta de cumpleaños... y ahora pronunciaré la<br />
invocación a los poderes de las tinieblas.<br />
Y Satanás con voz potente grita:<br />
—¡Roth zaglocevó roth!,—pero no puede continuar,<br />
porque una caterva de mujeres vociferantes,<br />
seguidas de unos hombres con acento eslavo, se<br />
precipitan sobre él. Una de ellas le grita:<br />
—El alcalde nos prohibió hacer la calle donde<br />
siempre la hicimos y donde encontrábamos a<br />
nuestros clientes, nos mandó a este puñetero sitio,<br />
y ahora vienen ustedes nos espantan a los clientes y<br />
nos arruinan nuestro trabajo.<br />
Otra de las furcias tira la mesa y apaga las velitas,<br />
mientras uno de los proxenetas propina un puñetazo<br />
a Satán, derribándolo. Y es en ese momento cuando<br />
Ángel, con una agilidad inusitada, blande la muleta<br />
como si fuese una espada y la emprende a mandobles<br />
contra los agresores. De un certero golpe en la cabeza<br />
tumba al más fuerte de los eslavos, a otro con un golpe<br />
en el estómago lo deja doblado y es tal el griterío,<br />
el revuelo y los golpes que yo estoy aterrado. Rosy en<br />
cambio se muere de risa y chilla la muy jodida<br />
—¡Qué divertido!<br />
41
42<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
Se oyen varios silbatos, nos rodea la policía y nos<br />
detienen a todos. Nos meten en dos furgones donde<br />
vamos apretujados como sardinas en lata. Yo voy<br />
incrustado en una de las fulanas que parece rusa, es<br />
enorme, mi cabeza queda entre sus dos pechos, apenas<br />
puedo respirar, protesto, pero la rusa solo me dice:<br />
—Señor, no silicona.<br />
La puñetera de la Rosy sigue riendo y comenta:<br />
— Parece que estás mamando, tío.<br />
Menos mal que el trayecto es corto y pronto nos<br />
pasan a la comisaría. Allí seguimos todos hacinados.<br />
Primero van pasando e interrogando a las prostitutas<br />
y acompañantes, con lo que nos hacen esperar<br />
un par de horas. Al fin llaman:<br />
—Que se presente el de la muleta.<br />
—Me han dicho que usted pretende ser un ángel,<br />
—inquiere el comisario.<br />
—Pues no señor, yo no pretendo, yo soy un ángel.<br />
El comisario acepta la situación por el lado más<br />
divertido y continua:<br />
— ¿Sabe usted, señor ángel, que ha lesionado a<br />
tres personas? Y menos mal que es usted un ángel,<br />
que si no habría hasta muertos... y dígame porque<br />
esa pelea.<br />
—Porque ellos atacaron a mi amigo Satanás y,<br />
claro, yo acudí a defenderlo.<br />
—De modo que es amigo del demonio... pues<br />
sí que estamos apañados, —comenta el comisario—,<br />
un ángel y un demonio juntos.
Cuentos de un pintor<br />
—Pues mire, gracias a que yo no puedo ver a<br />
esos proxenetas a los que lesionó, no se pasa usted<br />
un mesecito entre rejas, ande márchese que haré la<br />
vista gorda.<br />
Después le toca a Satanás. El comisario le dice:<br />
—De modo que usted es Satanás.<br />
—Sí señor, el mismo.<br />
—Pues explíqueme que ha pasado.<br />
—Yo quería celebrar un aquelarre, un acto íntimo<br />
para los compañeros de la Residencia y algún otro<br />
amigo; una invocación a los poderes de la sombra,<br />
al lado oscuro de la realidad. Pero ya ve usted, señor<br />
comisario, que en este tiempo, en esta sociedad, no<br />
queda lugar para el misterio. Fuimos agredidos y el<br />
ángel, ese ser excepcional, me defendió.<br />
—Bueno, por esta vez pase. A ver que venga otra<br />
de esas extraordinarias figuras, —dice el comisario en<br />
tono irónico.<br />
Se presenta el que cree ser Napoleón. Es bajito<br />
barrigudo e intenta adoptar un aire marcial que no va<br />
con su figura.<br />
El comisario, que empieza a encontrar divertida<br />
la situación, pregunta:<br />
—No me diga que es usted Napoleón.<br />
—Pues si señor, soy Napoleón Bonaparte y hasta<br />
mis peores enemigos, aquellos que me derrotaron, me<br />
han tratado siempre como a una gran figura. Y he de<br />
decirle algo: a lo largo de todas mis campañas, jamás<br />
combatí contra una chusma más despreciable que<br />
la de esta noche, a si es que si usted ordena que me<br />
43
44<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
confinen a una isla lejana, lo aceptaré con resignación<br />
y entereza, como corresponde a mi rango<br />
—De acuerdo, mi general —dice el comisario.<br />
—Nada de general, Sire Emperador, no lo olvide,<br />
joven, Sire Emperador —y dando un taconazo se retira<br />
y vuelve con los demás.<br />
—Que pase otra de esas grandes figuras, porque<br />
en esta noche ya lo espero todo, —dice el comisario.<br />
Entra el que imagina ser Alejandro Magno:<br />
—Si señor, yo soy esa gran figura, —dice.<br />
El policía le sigue la corriente y le pregunta<br />
—¿Cómo venció a los persas ya que eran muy<br />
superiores en número?<br />
—Yo fui alumno de Aristóteles, que me enseñó<br />
dos cosas fundamentales: primero a ser un hombre<br />
en todas las circunstancias y segundo a aplicar la inteligencia<br />
también en todas las circunstancias, y vencimos<br />
porque fuimos más inteligentes que nuestros<br />
enemigos.<br />
El comisario se queda boquiabierto ante las razones<br />
y la lógica de un tío tan pirado.<br />
Después pasa doña Herminia. Es una anciana de<br />
ochenta y cinco años, bastante despistada. Se enfada<br />
con su interlocutor al que reprocha:<br />
—Pero cómo permite que esas señoritas vayan<br />
con esas minifaldas o esos escotes, deténgalas porque<br />
es una vergüenza. Yo no sé cómo sus padres o sus novios<br />
se lo consienten.<br />
—Esas señoritas son unas furcias —le explica el<br />
comisario.
Cuentos de un pintor<br />
—Ay, por dios, no diga usted palabrotas —contesta<br />
la señora escandalizada.<br />
Por fin nos toca a nosotros. El policía nos dice<br />
con sorna:<br />
—Y ahora no pretenderán ustedes ser Romeo y<br />
Julieta o Cesar y Cleopatra, porque la noche ha sido<br />
movidita y fantástica, menos mal que ya amaneció y<br />
pronto acaba mi turno.<br />
Le explico quienes somos nosotros y por qué estábamos<br />
allí y con la recomendación de que no nos<br />
metamos en más líos, nos despide.<br />
Son las siete de la mañana y nos encontramos<br />
todos en la calle en la puerta de la comisaría.<br />
Rosy propone que vayamos a desayunar juntos a<br />
la cafetería del mercado, que ya estará abierta. Allí juntamos<br />
dos mesas y Satanás sugiere que celebremos el<br />
interrumpido aquelarre aunque sea con café con leche<br />
y churros, y en vez de hoguera, la pequeña llama de un<br />
mechero. Esta pobre situación deprime a Satanás, que<br />
se levanta y pronuncia unas breves palabras, entre gritos<br />
en la barra de<br />
—Una de porras y un café con leche, un bocadillo<br />
de anchoas con queso, dos pinchos de tortilla...Satanás<br />
dice:<br />
—Queridos amigos, la felicidad, el placer tienen<br />
unos límites, pero la desgracia, el dolor o la degradación<br />
humana no acaban nunca, no tienen límite<br />
alguno, es...<br />
—¡Una baguete de calamares y cerveza sin alcohol!<br />
—gritan en la barra.<br />
45
46<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
—Es, —continua Satanás—, como una escalera<br />
infinita, que desciende siempre.<br />
—¡Un descafeinado con leche y ración de churros!<br />
—Vuelven a gritar en la barra.<br />
—Y siempre habrá un escalón más bajo al que<br />
llegaremos a acceder, así es.<br />
—¡Un bocadillo de atún con pimiento y un rioja!<br />
—Mirad esta triste celebración, ya no hay lugar<br />
para ellas, ni para el misterio, por eso<br />
—¡Ricardo has visto el gol de Juanito! —vocifera<br />
uno de los clientes dirigiéndose al de la barra y éste<br />
responde:<br />
—Joder qué golazo...<br />
—Por eso, continúa Satanás, apaguemos esta luz,<br />
esta pequeña llama, este aprendiz de hoguera y con<br />
ella apaguemos también la llama de nuestra esperanza,<br />
porque quizás estemos ya en mi reino.<br />
—¿Y por qué no pedimos otra de churros por<br />
barba?— dice Alejandro, que es muy tragón. Y también<br />
otro café, —añade Napoleón.<br />
Cuando ya nos marchamos, Rosy me dice:<br />
—Como tu patrona estará todavía durmiendo<br />
¿por qué no vamos a tu apartamento y nos metemos<br />
en la cama?
Cuentos de un pintor<br />
El premio Blanquidén<br />
Sonó el timbre:<br />
—Abre tú, Anselmo, que ya sabes el trabajo que me<br />
cuesta levantarme, —dijo Nicasia con su voz cascada<br />
de anciana. Y añadió: —pero antes pregunta quién es o<br />
mira por la mirilla, que eres muy confiado y abres a cualquiera,<br />
que te lo digo siempre, que un día vamos a tener<br />
un disgusto —siguió insistiendo y se dirigió a la puerta.<br />
A través de la mirilla divisó a varias personas, con<br />
cajas, paquetes, cables y cámaras de televisión o video;<br />
como tardaba en abrir, con sus manos reumáticas,<br />
sonó de nuevo el timbre y por fin abrió la puerta.<br />
Uno de los señores preguntó —¿Doña Nicasia<br />
Rodríguez?<br />
—Sí, es aquí —dijo Anselmo.<br />
—Pues felicidades y enhorabuena; ha sido<br />
agraciada con el premio Blanquidén, y recibirá un<br />
precioso regalo. Su etiqueta que envió a la central de<br />
Blanquidén, resultó premiada en el sorteo.<br />
A Anselmo no le hizo ninguna gracia ver su casa<br />
invadida por tanta gente, no le agradaba tanto barullo.<br />
El que parecía el jefe del grupo explicó:<br />
47
48<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
—Para recibir el precioso regalo era imprescindible<br />
que posasen para un spot publicitario en televisión.<br />
Como ellos asintieron, enseguida gritó llamando<br />
a la maquilladora, que sacó de una maletín unas dentaduras<br />
blanquísimas en papel plastificado.<br />
—Abran la boca —ordenó, y les plantó sobre<br />
sus dientes aquel dibujo de unos dientes perfectos,<br />
blanquísimos, refulgentes —y ahora a sonreír, abran<br />
bien la boca.<br />
El jefe, de mal genio, seguía gritando, ahora requería<br />
al cámara y pedía, ya mismo, iluminación.<br />
—¿Dónde hay un enchufe en esta casa? —Demandaba<br />
el ayudante del cámara.<br />
Anselmo intentó explicárselo:<br />
—E a coína —decía, porque con el cartón en la<br />
boca no podía hablar —E a coína —repetía —<br />
—¡Joder, que no le entiendo! —contestó el otro.<br />
—E e no pueo habar —le aclaró Anselmo<br />
—So gilipollas, —le increpó el jefe que debía ser<br />
ducho en interpretaciones — te está diciendo que en<br />
la cocina.<br />
Por fin realizaron la toma, guardaron el material<br />
y el jefe ordenó:<br />
—Vámonos echando leches, que aún nos quedan<br />
seis como éste.<br />
—E como e quió eso —preguntó Anselmo.<br />
—Co aua caíente —contestó el jefe contagiado de<br />
aquel extraño idioma.<br />
Anselmo y Nicasia se acercan al regalo: una caja<br />
grande, envuelta en papel de colores, con cintas
Cuentos de un pintor<br />
y lazos que la adornan. Van quitando los papeles<br />
que envuelve y extraen varias cajas de cartón más<br />
pequeñas; en la mayor de ellas, encuentran dos<br />
muñecos, dos bebés, niño y niñas, ataviados con<br />
ropas infantiles. De las otras cajas van extrayendo<br />
los biberones, las cunas, las bañeras, los orinalitos<br />
y hasta un cochecito. En fin, todo aquello que sirve<br />
para criar a los bebés; hay también un folleto de<br />
instrucciones.<br />
—Pero si nosotros no tenemos niños que puedan<br />
jugar con todo esto —dijo Nicasia desilusionada —<br />
—Quizás Rosa —sugirió Anselmo.<br />
—Pero Anselmo, si va para quince años que murió<br />
nuestra Rosa; y en cuanto al Paquito, desde que<br />
se marchó a América y se alistó en el ejército en ese<br />
cuerpo que lucha contra los malos o contra los extraterrestres<br />
como en la tele, pues desde entonces no<br />
sabemos nada de él.<br />
Nicasia cogió uno de los muñecos<br />
—Mira qué bonita es, si parece carne de verdad.<br />
—Es silicona, como las tetas de las tías que aparecen<br />
en los programas —le aclaró Anselmo.<br />
—Pues ésta se parece a mi Rosa cuando tenía esa<br />
edad —dijo Nicasia.<br />
—Toma, y éste se parece al Paquito, que lo mismo<br />
sale de meón, que cada vez que lo sentaba en mis<br />
rodillas, pues sentía un calorcillo piernas abajo… ¡ya<br />
se meó! Gritaba yo.<br />
—Los pondremos en la mesa, con todas sus cosas<br />
—propuso Nicasia.<br />
49
50<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
Quitaron el frutero con las frutas de cera, retiraron<br />
el tapete y organizaron la vida de los bebés sobre<br />
la mesa del comedor.<br />
—Yo me encargo de cuidar a Rosa y tú de Paquito,<br />
-dijo Nicasia —les daremos sus biberones, sus comidas,<br />
los acostaremos en sus cunas y les contaremos<br />
cuentos, como antes. ¿Te acuerdas, Anselmo? A Rosa<br />
le gustaba el de Blancanieves y a Paquito los piratas<br />
y las aventuras... así salió él. También yo les cantaba<br />
para que se durmiesen.<br />
Nicasia intentó cantar con su voz tenue de octogenaria<br />
—Duérmete, niño pequeño —pero se ahogaba. Al<br />
final los dejaron en sus cunas hasta la mañana siguiente.<br />
Por la mañana Nicasia se levantó muy pronto: estaba<br />
deseando ver a sus niños, como decía ella. Llamó<br />
a Anselmo.<br />
—Vamos a bañarlos y después les daremos un<br />
biberón y luego los pasearemos un rato. ¿Te acuerdas<br />
Anselmo cuando los llevábamos al parque? Con sus<br />
cubitos y sus palas, y hala, a hacer hoyos, cómo les<br />
gustaba la tierra… pero qué travieso que era el Paquito.<br />
Éstos ya ves qué tranquilos. Mira, dice en el librito<br />
que apretándoles aquí hacen pis, y mira también que<br />
ropas traen.<br />
Nicasia se dedicó casi toda la mañana a bañar,<br />
vestir y dar biberón a sus niños. A Anselmo le divertía<br />
apretarles y que hiciesen pis.<br />
Con estas nuevas obligaciones y trabajos se olvidaron<br />
de la tele y sobre todo de sus dolencias que a su<br />
avanzada edad eran muchas y muy variadas.
Cuentos de un pintor<br />
Al día siguiente llegó la asistenta, y cuando vio<br />
el comedor invadido por tanta caja y tanto juguete<br />
exclamó<br />
—¡Pero cómo limpio yo ahora!<br />
—No te preocupes, —le respondió Nicasia —que<br />
nosotros nos los llevamos al banco de la plaza y allí los<br />
niños tomarán el sol.<br />
Lo que son los años, pensó la asistenta.<br />
Por la tarde, Anselmo propuso:<br />
—¿Y si les diésemos biberón de verdad?<br />
—Sí —contestó Nicasia —pero habría que rebajar<br />
la leche, que los niños no toleran la leche entera.<br />
¿Y sabes lo que te digo? Que esta noche los instalamos<br />
con sus cunitas en nuestro dormitorio, así ellos estarán<br />
más acompañados y nosotros también.<br />
—Pero mujer, si sólo son muñecos —le dijo Anselmo<br />
en un momento de lucidez.<br />
—Que te has creído tú eso, son niños, nuestros<br />
niños —insistió Nicasia,— y estoy segura que los<br />
manda Rosa que está en los cielos para que no estemos<br />
tan solos.<br />
Al día siguiente a Nicasia se le ocurrió otra de<br />
sus ideas.<br />
—Sus trajecitos son preciosos, pero a mí me gustaría<br />
coserles yo misma otros mejores… aunque con<br />
lo mal que tengo la vista y las manos.. ¿Te acuerdas<br />
cuando vestimos a Rosa de gitana y a Paquito de andaluz,<br />
con su sombrero cordobés y todo… ¿verdad<br />
que llamaban la atención? ¿Verdad que estaban para<br />
comérselos? Los trajes los cosí yo, y tú le hiciste el<br />
51
52<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
sombrero, ¿y te acuerdas que montamos a Paquito<br />
en uno de aquellos caballos de cartón grandes como<br />
un niño? Y a la grupa mi Rosa. Ya no hay caballos<br />
de cartón para que se monten y jueguen los niños…<br />
Anselmo, ¿con qué juegan los niños ahora?<br />
Pasaron varios días felices, hasta que una mañana<br />
llaman al timbre; Anselmo se dirige a abrir la puerta.<br />
—Te he dicho mil veces que no abras sin saber<br />
quién es —le regañó Nicasia.<br />
Eran los mismos que entregaron el premio Blanquidén.<br />
Uno de ellos habló.<br />
—Venimos, señores, porque hubo una lamentable<br />
confusión, un desgraciado error, su regalo en realidad<br />
pertenece a los señores de Alcántara, que tienen cuatro<br />
niños, el suyo, el de la señora Nicasia Rodríguez<br />
es éste que le traemos aquí. —y les enseñó un paquete<br />
grande, estrecho y alto —Nos llevaremos el anterior<br />
regalo y le dejaremos el suyo, y no se preocupen, que<br />
en nuestra central lo embalarán adecuadamente.<br />
Nicasia y Anselmo no estaban de acuerdo, rogaron<br />
que les dejasen el primer regalo, imploraron, gritaron.<br />
—Es que yo les tomé cariño- explicaba Nicasia<br />
—la vida o la muerte se llevó a los otros, que la tele o<br />
Blanquidén no se me lleve a estos!<br />
Pero todo fue inútil. Metieron en cajas todas las<br />
cosas y los muñecos y se marcharon, dejándoles el<br />
nuevo regalo.<br />
Anselmo, ya más calmado, se dedico a desempaquetar<br />
el obsequio. Resultó ser un equipo de golf<br />
completo: carrito, palos, pelotas…
Cuentos de un pintor<br />
—Pero para qué puñetas quiero yo esto a mi<br />
edad, qué sinvergüenzas.. Esto pasa por hacer caso<br />
de la tele y participar en todos los concursos —se<br />
quejaba Anselmo.<br />
Después buscó uno de los palos, el más gordo.<br />
Puso en el suelo una pelota, enfrente del televisor, y<br />
trató de darle con todas sus fuerzas. El primer intento<br />
falló por muy poco, pero al segundo intento la pelota<br />
salió disparada como un proyectil y fue a impactar<br />
sobre la pantalla que saltó hecha pedazos.<br />
—¡Toma ya, que se joda la maldita tele! —gritó<br />
Anselmo.<br />
Nicasia lo miró boquiabierta, porque Anselmo,<br />
fiel a sus costumbres, nunca decía tacos ni palabras<br />
malsonantes, ni ella tampoco, pero en esta ocasión,<br />
con su voz cascada de octogenaria también gritó:<br />
—¡Pues que se joda!<br />
53
Cuentos de un pintor<br />
Afortunadamente<br />
los conejos no piensan<br />
Rufina dio unos golpecitos en la puerta, con su<br />
voz meliflua preguntó:<br />
—¿Se puede, Don Antonio?<br />
Don Antonio Sánchez del Pozo y Escobar, después<br />
de la comida se retiraba a la biblioteca para leer<br />
un rato o más bien a dormitar, que a veces no podía<br />
dominar la modorra y se quedaba transpuesto.<br />
—Señor, perdone que le moleste, le traen un paquete<br />
y tiene que firmar el recibo— le dijo.<br />
Don Antonio preguntó extrañado<br />
—¿Un paquete para mí?<br />
Y efectivamente, se trataba de una caja grande<br />
de una marca de televisores, atada con cuerdas y<br />
agujereada por arriba, ya que debía contener algo<br />
vivo que necesitaba respirar.<br />
Don Antonio, intrigado, pidió que abriesen la<br />
caja. En su interior había un hermoso conejo asustado,<br />
con las orejas gachas como si se esperase un incierto<br />
destino. Rufina lo sacó de la caja y lo depositó<br />
en el suelo; el pobre bicho dio unos cuantos pasos<br />
55
56<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
inseguros, quizás por haber permanecido en un espacio<br />
tan reducido.<br />
En ese momento llegaron los niños, que se quedaron<br />
maravillados ante el animal, un conejo de verdad.<br />
—¿Nos lo dejarás para nosotros? —Preguntaron<br />
—¿Puedo tocarlo? —Dijo el pequeño —¿No me<br />
morderá?<br />
Lo llevaron a la cocina, donde Pepa, la cocinera,<br />
le dio unas hojas de lechuga y zanahorias que el conejo,<br />
hambriento, comió, con gran regocijo de los<br />
niños. A la Pepa no le hizo ninguna gracia la presencia<br />
del conejo en sus dominios, y puso la cara larga de los<br />
disgustos. Pero más larga y más adusta fue la cara de<br />
la señora cuando entró en la cocina y se encontró con<br />
el bicho.<br />
—Antonio, ya sabes que no tolero animales en<br />
casa. Rechacé perros, gatos, y ahora no voy a permitir<br />
un conejo. Además, ¿quién ha tenido el mal gusto de<br />
enviarte ese regalo?<br />
Antonio le explicó tímidamente que era el obsequio<br />
de un proveedor, un pobre hombre al que favorecía<br />
en su pequeña imprenta del suburbio.<br />
—Pues debe de ser bastante paleto —le contestó<br />
su mujer— porque a estas alturas enviarte un conejo<br />
vivo… eso se hacía antes de la guerra cuando se regalaban<br />
pavos, gallos... Así comienza la corrupción y el<br />
soborno; primero un conejo, luego un sobre con dinero.<br />
—Mujer, que no es para tanto —dijo Antonio.<br />
Los niños pedían que les dejasen el conejo, pero<br />
la madre fue tajante.
Cuentos de un pintor<br />
—Mañana que Fermín lo devuelva al paleto que<br />
lo envió —ordenó.<br />
Fermín era el chofer particular de Don Antonio,<br />
que por su alto rango en la administración, tenía también<br />
coche oficial.<br />
Al día siguiente por la tarde, Fermín introdujo<br />
al conejo en la caja y después de dejar el coche en el<br />
taller para su revisión y limpieza, tomó el metro con<br />
el fin de llevarlo a su destino. Ya al salir del metro, detectó<br />
que algo raro pasaba: gente que bajaba corriendo,<br />
pancartas, gritos en el exterior... Cuando salió, se<br />
encontró inmerso en una batalla campal: hombres<br />
que corrían con pancartas de no a la globalización,<br />
botes de humo, escaparates rotos, desalmados que<br />
arramblaban con todo lo que encontraban en ellos,<br />
guardias que los perseguían y golpeaban. No le quedó<br />
otra opción que la de correr también con su gran caja<br />
entre las manos. De pronto sintió que alguien corría<br />
detrás de él, persiguiéndolo; escuchó el retumbar de<br />
unas botas militares, el jadeo de una respiración forzada<br />
ya muy cerca y la voz del perseguidor que le gritó:<br />
—¡Ya te enseñaré yo a robar televisores, maldito<br />
rojo!<br />
Un tremendo golpe le cruzó toda la espalda;<br />
después otro en el costado que lo dejó sin aliento y<br />
le hizo perder el conocimiento. Cuando volvió en sí<br />
se encontró tendido en un portal y auxiliado por dos<br />
personas que lo reanimaban.<br />
—Compañero —le decían— tenemos que seguir<br />
luchando contra la globalización. Después acudió<br />
57
58<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
más gente; le pusieron una pancarta en las manos y lo<br />
tomaron en vídeo.<br />
—¡Para mostrar al mundo quienes son los más<br />
bestias! —gritaban.<br />
—¿Y el conejo? —preguntó Fermín, y los que le<br />
rodeaban decían:<br />
—Este compañero del golpe perdió la razón.<br />
Y hubo quién aventuró:<br />
—Busquemos a un psiquiatra.<br />
—¡Que no, que lo que perdí fue el conejo! —gritaba<br />
Fermín.<br />
—¡Al psiquiatra, al psiquiatra! —exclamaban los<br />
otros.<br />
Por fin vino el Samur y lo llevaron a urgencias.<br />
¿Y el conejo? Alguno de los que corrían tropezó<br />
con la caja, y de un puntapié la envió junto al seto<br />
que dividía el bulevar. Rota la caja, escapó el conejo,<br />
que se refugió y se escondió entre las ramas de boj,<br />
esperando mejores tiempos, o por lo menos, más<br />
tranquilos. Allí tenía algo de hierba, así que se quedó<br />
toda la noche.<br />
A la mañana siguiente, el ayuntamiento envió un<br />
servicio especial de limpieza, en vista del lamentable<br />
estado en que había quedado toda la zona.<br />
La Paqui y la Sole llevaban un carrillo y recogían<br />
todo lo esparcido en esas calles. Vestían trajes del servicio<br />
de limpiezas. La Sole se acercó al seto para recoger<br />
unos cartones. De pronto gritó pidiendo auxilio.<br />
—¡Ay Dios mío, qué susto más grande! ¡Me ha<br />
salido un bicho enorme!
Cuentos de un pintor<br />
La Paqui acudió a socorrerla.<br />
—Será un perro o un gato —le dijo.<br />
—Que no, que no, que es como una rata gigante<br />
—contestó la Sole y añadía —A mí me va a dar algo,<br />
mira cómo tengo el corazón, tía, ¡vámonos de aquí!<br />
La Paqui, que era más valiente, buscó una pala de<br />
las que empleaban para recoger los vidrios rotos y se<br />
acercó con cuidado al seto, donde Sole vio el animal<br />
salvaje; apartó con la pala las ramas y comprobó que la<br />
temible fiera era un conejo, asustado y escondido entre<br />
las ramas de boj. Lo cogió y se lo enseñó a su compañera.<br />
Ya calmados los ánimos, Paqui explicó que se lo llevaría<br />
a su casa y al día siguiente lo guisaría con tomate para<br />
su Nicasio<br />
—Hija, también tienes tú ganas —le dijo la Sole<br />
—Mira, tía, cómo te trata el Nicasio. El muy cabrón<br />
no se merece conejo con tomate ni nada. Y no sé<br />
cómo sigues con él.<br />
La Paqui se llevó el conejo a su casa; en la cocina<br />
le dio una manzana, que a falta de otra cosa, el conejo<br />
comió. El Nicasio no estaba, y Paqui sabía por dolorosa<br />
experiencia que cuando volvía tarde y achispado, vamos,<br />
borracho, al Nicasio le daba violenta y peleona la borrachera;<br />
así es que le dejó su cena preparada en la cocina,<br />
donde habitualmente comían.<br />
Como ella presentía, el Nicasio llegó mal. Cuando<br />
vio la cena, lentejas, protestó gritando:<br />
—¿Es que un honrado trabajador como yo no<br />
tiene derecho a una buena cena? —Y con esa insistencia<br />
de los alcohólicos, repetía —¿Es que un currante<br />
59
60<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
como yo tiene que tragarse esta puta cena? Y al final<br />
dijo:<br />
—Mira, Paqui, lo que hago yo con tu jodida<br />
cena —y cogiendo el plato, lo estrelló contra la pared,<br />
esparciendo las lentejas por toda la cocina.<br />
—¡Y ahora, Paqui, a limpiar! ¡Que es lo tuyo! ¡O<br />
te doy una mano de hostias! —gritó<br />
Ante el cariz que tomaban las cosas, el conejo,<br />
que hasta entonces había permanecido inadvertido,<br />
optó por esconderse; la Paqui, por encerrarse en el<br />
dormitorio. En estas situaciones sentía verdadero odio<br />
hacia el Nicasio, como se experimenta ante toda injusticia.<br />
Se decía que vengarse o defenderse, emprendiéndola<br />
a golpes con él no daría resultado, porque se<br />
llevaría la peor parte. Estaba segura de que la mataría,<br />
así es que se vengaba poniéndole los cuernos, que lo<br />
tenía como a uno de esos bichos del Pardo a los que<br />
llaman venados.<br />
Y lo del conejo con tomate, pues nada de nada,<br />
que se fastidiara. Al día siguiente, que libraba, se lo<br />
llevaría a su jefe, vamos, su ligue, que desde su separación<br />
vivía solo, y así al mismo tiempo le hacía la faena<br />
al cabrón de Nicasio.<br />
Un día después, la Paqui, metió al conejo en una<br />
bolsa y se fue a donde vivía Ceferino, su jefe. Se trababa<br />
de una zona en la que aún quedaban pequeñas casas<br />
de una planta, modestos chalets con algo de jardín<br />
o huerta, solares a la expectativa de una nueva subida<br />
y bloques recientemente edificados, que con sus diez<br />
plantas dejaban en sombra a los edificios cercanos.
Cuentos de un pintor<br />
El Ceferino habitaba uno de esos deteriorados<br />
chalets; del jardín sólo quedaba un terreno detrás<br />
de la casa, donde se hacinaban sofás destripados,<br />
somieres, una bañera oxidada, bicicletas inservibles,<br />
cajas vacías. Entre todos esos trastos, crecía una<br />
hierba salvaje, ya agostada. Recibió a la Paqui con<br />
alegría y más aún cuando ésta le informó del regalo<br />
que le traía: un conejo. A propósito del animal y<br />
de ella, el Ceferino improvisó unos chistes groseros<br />
que prefirió ignorar. Pensó que todos los hombres<br />
eran iguales, unos bestias, que todos iban a lo mismo,<br />
y se decía: ¿Pero es que nunca encontraré un<br />
hombre que tenga un mínimo de delicadeza conmigo?<br />
¿Es que nunca me tratarán como a una persona?<br />
Si no fuera por hacerle la pascua al Nicasio,<br />
me marchaba ahora mismo.<br />
Dejaron al conejo entre la hierba seca, y el Ceferino<br />
dijo:<br />
—Paqui, vamos a lo nuestro.<br />
Pasaron a la casa.<br />
Mientras, el conejo también fue a lo suyo, que era<br />
buscar hierba fresca y verde entre aquel laberinto de<br />
cacharreros inútiles. La hierba no era ya aprovechable,<br />
pero encontró un hueco en la tapia; se introdujo en él<br />
y se encontró en la calle donde el asfalto recalentado<br />
despedía fuego. Caminó calle abajo, por la sombra,<br />
buscando cobijo. Al fin encontró una puerta grande<br />
abierta por donde se coló. Escuchó ruido acompasado<br />
de máquinas, sintió papeles por el suelo, cajas de<br />
cartón con más papeles. Alguien gritó:<br />
61
62<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
—¡Toma, el conejo!<br />
Acudió el dueño de la imprenta, el señor Leonardo,<br />
que también exclamó:<br />
—¡Joder, el conejo que le regalé a Don Antonio!<br />
—y preguntó— ¿Quién se encargó de llevarlo a la<br />
agencia de mensajeros?<br />
—Ese cometido lo realizó el Pedrín —le informaron<br />
Apareció el Pedrín, y el señor Leonardo, agarrándolo<br />
por la pechera del mono e indicándole el conejo<br />
le dijo:<br />
—¿Qué es eso?<br />
El Pedrín asustado exclamó<br />
—¡Hostias, el conejo!<br />
—Hostias es lo que yo te daré si no me explicas<br />
cómo puñetas llegó el conejo hasta aquí —le dijo. Y<br />
el Pedrín aventuró:<br />
—A lo mejor vino en bicicleta<br />
Y el señor Leonardo, indignado:<br />
—¡Desgraciado! ¿Cuándo has visto tú un conejo<br />
en bicicleta? Yo te explicaré lo que ha pasado: te has<br />
gastado los quince euros en las máquinas tragaperras<br />
y has dejado el conejo por aquí, sin llevarlo a la mensajería.<br />
—Que no, que no —aseguraba el Pedrín. —Y si<br />
no, llame usted a la mensajería.<br />
Al señor Leonardo no lo convencían.<br />
—Que uno se afana por sacar esta empresa adelante,<br />
que gracias a los encargos de Don Antonio no<br />
nos vemos en la calle, que no colaboráis…
Cuentos de un pintor<br />
Se acercó el Vicente y dijo:<br />
—Jefe, yo estudio publicidad y relaciones públicas<br />
por correspondencia, y las empresas no se promocionan<br />
así.<br />
—Otro desgraciado que me va a dar lecciones a<br />
mí —contestó. —Por Navidad siempre se regalaron<br />
pollos, pavos y hasta jamones a quienes nos favorecen.<br />
—Eso era en sus tiempos, antes de la guerra —le<br />
respondió el Vicente. —Ahora le manda usted un par<br />
de esas tías buenas de los masajes eróticos.<br />
—¡Jefe! —Gritó otro de los empleados —¡que el<br />
conejo se está comiendo los folletos recién impresos!<br />
¡Y se ha meado en la caja de los formularios!<br />
El señor Leonardo ordenó entonces que metiesen<br />
el conejo en una caja y lo llevasen a los mensajeros.<br />
—Jefe, insistió el Vicente —debe usted enviarlo<br />
a nombre de la señora de Don Antonio, mire que eso<br />
lo recomiendan en mis libros de relaciones públicas.<br />
Dicen que halagando a la esposa, se conquistará al<br />
marido.<br />
Y aceptó la sugerencia de aquel aprendiz por<br />
correspondencia de relaciones públicas y publicidad.<br />
Rufina tocó suavemente en la puerta y, como<br />
siempre, pidió permiso para entrar, diciendo:<br />
—Señor, señor, han vuelto a traer el conejo, y<br />
la señora le ruega que vaya usted a la sala —con voz<br />
confidencial, como quien revela un secreto, añadió:<br />
—La señora está muy enfadada.<br />
—Vaya por Dios con el dichoso conejo, que no<br />
nos dejará tranquilos —se quejó Don Antonio.<br />
63
64<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
Efectivamente, la señora estaba enfadadísima,<br />
bastaba con ver su cara.<br />
—Antonio, —dijo— explícame ahora mismo<br />
cómo ha llegado aquí este conejo, que además, y para<br />
más escarnio, viene a mi nombre. Debes recordar que<br />
lo perdió Fermín en el bulevar durante una de esas algaradas<br />
callejeras. No pretenderás que el conejo tomó<br />
un taxi y que fue él solito a la agencia de mensajería...<br />
así que… espero tus explicaciones.<br />
Él se quedó atónito, no sabía qué decir, ni<br />
encontraba explicación alguna, y por decir algo,<br />
afirmó:<br />
—A lo mejor vino en bicicleta...<br />
—Mira, Antonio, bromas no, ni ironías, que me<br />
estás dejando mal ante el servicio —contestó su mujer.<br />
Y siguió —Esto ocurre porque desde tu alto puesto en<br />
la administración tratas con empresas como la que nos<br />
envía un conejo como soborno. Ya es hora que cortes<br />
con esos proveedores.<br />
Don Antonio contestó:<br />
—Es que si no les proporciono esos trabajos, estas<br />
pequeñas empresas se hunden.<br />
—Pues que se hundan, es lo mejor que puede<br />
suceder. Yo, desde mi puesto en las altas finanzas privadas,<br />
procuro que desaparezcan —dijo la señora. Y<br />
prosiguió —Antonio, desde hace más de un siglo, sabemos<br />
mucho de la supervivencia de las especies y de<br />
la adaptación al medio, y eso no solamente es válido<br />
para la especie animal, sino también para las empresas<br />
e instituciones humanas.
Cuentos de un pintor<br />
—Pero si ese darwinismo se implanta en la sociedad,<br />
imperaría la ley de la selva entre los hombres.<br />
—Exacto, —respondió la señora —A nosotros<br />
sólo nos importa la eficacia, el éxito, y repartir altos<br />
dividendos entre nuestros inversores. Tienes que aceptar,<br />
Antonio, que la compasión, la piedad y todas esas<br />
zarandajas pertenecen a otra época y a otro mundo<br />
ya periclitados, y debes…—La señora se interrumpió<br />
bruscamente y ella tan comedida, tan educada, gritó:<br />
—¡Joder, Antonio, que el conejo se está comiendo<br />
mi alfombra persa!<br />
Los conejos no piensan; si pensasen, se dirían a sí<br />
mismos: no somos nadie. Si accediesen a un estadio<br />
superior del pensamiento, quizás pensarían que su<br />
destino es incierto, ya que está en manos de esos absurdos<br />
dioses que son los hombres.<br />
Afortunadamente los conejos no piensan.<br />
65
Cuentos de un pintor<br />
Pavilandia<br />
¡Ya vienen! ¡Ya llegan! Ya oigo el estruendo de sus<br />
gulus gulus... Ya diviso sus pavoneos pretenciosos...<br />
y yo estoy aquí, tirado en el suelo, atado de pies y<br />
manos, temblando de miedo, de horror, ya que me<br />
aguarda un destino cruel.<br />
Porque ¿quién iba a pensar que los pavos, esas<br />
malditas aves, desarrollarían una gran inteligencia,<br />
dominarían el mundo y cenarían en Noche Buena,<br />
hombre relleno y asado al horno?<br />
67
Cuentos de un pintor<br />
Un trabajo como los demás<br />
He acabado mi trabajo. Es un trabajo como los<br />
demás. Requiere inteligencia, honestidad y discreción.<br />
Por eso, si queda una huella, se borra, si un testigo,<br />
se elimina. Después, a esperar un tiempo prudencial,<br />
como yo espero ahora, y a ponerse en contacto con<br />
los de arriba, a quienes no conozco y que, por supuesto,<br />
no me conocen a mí. Luego sus felicitaciones<br />
y una cuantiosa suma en mi cuenta de un banco de<br />
Suiza, que me permitirá vivir cómodamente hasta un<br />
nuevo encargo y seguir cultivando mi afición por los<br />
coches de lujo y las mujeres caras.<br />
Cuando aparezca el cadáver, nadie podrá relacionarme<br />
con él, porque nadie me ha visto, porque<br />
llegué hasta aquí con nombre falso y no estoy alojado<br />
en ningún hotel, sino en un apartamento que ellos me<br />
han proporcionado.<br />
Ya tranquilo y relajado, con el trabajo bien hecho,<br />
me voy al bar del casino. Pido un güisqui doble. Veo<br />
el trocito de hielo flotando como un diminuto iceberg<br />
en el oscuro líquido y siento en mi garganta toda su<br />
potencia.<br />
69
70<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
Es en ese momento cuando surge la sorpresa,<br />
cuando ocurre lo inesperado, que dadas mis circunstancias,<br />
suponen un grave inconveniente.<br />
Porque allí está Claudia, la actriz, a la que yo<br />
suponía en América. Claudia fue mi amante durante<br />
dos años en Nueva York, cuando trabajé para los calabreses.<br />
Aquello acabó mal, hasta con gritos de odio<br />
que son las últimas palabras del amor... y ahora la<br />
tengo frente a mí, con toda su seductora belleza. La<br />
invito a una copa, ella acepta, planta su hermoso culo<br />
en un taburete de la barra y me dice, con una mala<br />
leche infinita:<br />
—Querido, cómo envejeciste en estos años.<br />
Después me explica que está aquí para protagonizar<br />
una serie de televisión.<br />
Yo le pregunto:<br />
—Claudia. ¿No me guardas rencor?<br />
—No, querido, el rencor perjudica al que lo padece,<br />
es como uno de esos vestidos que nos atosigan,<br />
que nos ahogan y que conviene quitarse cuanto antes,<br />
y tú sabes que como mejor estoy es sin nada encima.<br />
Lo que me dice a continuación, me deja helado,<br />
casi se me cae el vaso de la mano.<br />
—Oye, ayer te vi en el parador de montaña con<br />
un tipo alto y rubio, con pinta de nórdico. No sabía<br />
que ahora te interesa la montaña, a ti que solo has<br />
pisado el asfalto. Saliste con él y regresaste solo al cabo<br />
de una hora. No podías verme porque yo estaba en un<br />
rinconcito muy discreto con mi productor, que es un<br />
hombre casado y no quiere problemas.
Cuentos de un pintor<br />
Mi mente funciona con rapidez y recuerda: si<br />
queda una huella se borra, si un testigo se elimina.<br />
Por eso le propongo a Claudia que si verdaderamente<br />
no me guarda rencor, venga a cenar conmigo.<br />
—Conozco un sitio al lado de un parque, en la<br />
parte alta de la ciudad que te gustará.<br />
Ella acepta, pero como mañana tiene un día muy<br />
ocupado, me recogerá al anochecer en mi apartamento.<br />
En la puerta tendré mi coche preparado.<br />
Al día siguiente, al subir al coche me dice:<br />
—Veo, querido, que cambias de deportivo con<br />
tanta facilidad como de pareja, éste te habrá costado<br />
un riñón, supongo.<br />
Aparco a la entrada del parque y le sugiero a<br />
Claudia que demos un corto paseo por él hasta el restaurante.<br />
Sopla una ligera brisa que apenas mueve las<br />
hojas recién brotadas de los árboles. Huele a primavera<br />
y en el cielo una luna grande, redonda, inunda con<br />
luz lechosa todo el paisaje.<br />
Cuando llegamos al centro del parque, paso mi<br />
brazo por su cintura, sin que ella lo rechace, pero<br />
cuando la atraigo hacia mí como si fuese a besarla,<br />
protesta diciendo:<br />
—Oye yo no soy de las que tropiezan dos veces<br />
en el mismo pie...<br />
Siento como el estilete rasga la tela del vestido, resbala<br />
sobre una costilla y penetra profundamente en el<br />
tórax. Ella hace un movimiento violento para separarse<br />
de mí, lanza un alarido de dolor, quiere gritar algo, pero<br />
las palabras se le quedan en la garganta. Los ojos se le<br />
71
72<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
tornan en blanco, las rodillas se le doblan y tengo que<br />
sujetarla para que no caiga al suelo. La arrastro hasta el<br />
banco más próximo, donde la dejo tendida. ¡Joder, qué<br />
profesión la mía! En esta ocasión lo siento, a pesar de<br />
nuestras diferencias, a pesar de nuestras peleas. ¡Pero éste<br />
es mi trabajo y éste es mi puto trabajo! Sicario, eso es lo<br />
que soy, un maldito sicario.<br />
Le arreglo el pelo, el vestido. Parece que está<br />
dormida, tan solo una pequeña mancha rojiza bajo el<br />
pecho izquierdo. Su piel tan clara, ahora más pálida<br />
aún, resplandece bajo la luz de la luna. Me inclino y<br />
le beso en la frente que el soplo de la muerte está dejando<br />
fría. Después me pongo unos guantes, limpio<br />
cuidadosamente lo que puede contener alguna huella<br />
mía y me marcho sin hacer ruido.<br />
Ya en el apartamento tomo una pastilla que me<br />
sumirá en un sueño profundo.<br />
Por la mañana voy al ascensor para bajar a la calle.<br />
Lo espera también una señora, como de unos cincuenta<br />
años, elegante pero severamente vestida, lleva<br />
un bolso y una cartera. Debe ser una alta ejecutiva.<br />
Me sonríe y me dice:<br />
—Soy su vecina de apartamento. Ayer admiré<br />
su coche. Mi marido me contagió su pasión por los<br />
deportivos, pero lo que más atrajo mi atención fue su<br />
acompañante, la reconocí enseguida, era Claudia, la<br />
actriz... me hubiese gustado tanto conocerla y tener<br />
un autógrafo suyo...<br />
Como pienso que hasta pasado mañana no se<br />
difundirá la noticia de la muerte de Claudia, le digo:
Cuentos de un pintor<br />
—Señora, por qué no viene a tomar el té esta tarde<br />
y conseguiré que se reúna con Claudia, que estará<br />
encantada de firmarle un autógrafo.<br />
—Pues iré con mucho gusto —me contesta.<br />
Si queda una huella se borra y si hay un testigo se<br />
elimina. Ese es mi lema.<br />
73
Cuentos de un pintor<br />
Cinta adhesiva<br />
Aparto el tapete, el frutero de cristal, con sus<br />
perennes frutas de cera, los pañitos de ganchillo, oscuros<br />
ya por el tiempo, y voy apilando rollos de cinta<br />
adhesiva. Forman como una catedral, o más bien un<br />
castillo, con sus altas torres, sus bastiones defensivos;<br />
solamente le faltarían las almenas.<br />
Con estas cintas pienso defenderme de esa niebla<br />
amarilla, de ese vapor asesino, que se enrosca, que<br />
repta y penetra por todos los resquicios hasta encontrar<br />
nuestros pulmones y producirnos la muerte.<br />
Ellas, las cintas, me ayudarán a tapar las ranuras,<br />
las grietas, los orificios; con ellas aseguraré las ventanas,<br />
postigos, puertas, el ventanuco del baño, la<br />
vidriera de la sala, los montantes de las puertas, las<br />
claraboyas, que el polvo y los años volvieron casi opacas.<br />
También las rendijas de la puerta de atrás; porque<br />
en esta casa todo es antiguo, todo denota el mordisco<br />
del tiempo.<br />
Por eso me gusta mantenerla en penumbra. En<br />
una penumbra espesa, que hermana todas las cosas,<br />
que las armoniza como en una sinfonía de sombras.<br />
75
76<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
La luz, la luz de fuera hace gritar a las formas su individualidad,<br />
su presencia, que se nos imponen con<br />
férrea tiranía, sin dejarnos la posibilidad de inventar<br />
lo que apenas se vislumbra.<br />
Quiero empezar por el comedor. Descubro la<br />
ventana y para ello corro las cortinas rojas, descoloridas<br />
como pétalos de rosas marchitas desde lejanas<br />
primaveras.<br />
Las maderas de la ventana dejan unos resquicios<br />
para un aire frío, cortante, pero a pesar de ello ésta<br />
es mi estancia preferida, y en ella se encuentra el<br />
aparador oscuro la vitrina, con copas, vasos, vajilla,<br />
testigos de risas y alegrías de otra época, de otros días<br />
más felices en los que la desgracia no se posaba como<br />
ese polvo que lo apaga todo... en la pared el retrato<br />
del tío abuelo, al que detesto. ¿Qué por qué no lo<br />
quito? Porque las cosas tienen un instinto y poder de<br />
permanencia que no tenemos nosotros, que somos<br />
puro tránsito; así que ese retrato permanecerá siempre<br />
aquí, en su sitio.<br />
Yo no soy habilidoso, quizás porque mis dedos no<br />
tienen la agilidad necesaria, o porque mi cerebro no<br />
manda las órdenes oportunas; de todas maneras trabajar<br />
con la cinta adhesiva es tarea dificultosa. El primer<br />
intento resulta fallido, porque corto un trozo de cinta<br />
que se me pega al brazo y queda por tanto inutilizada.<br />
Esta serpentina pegajosa, esta liana, este tentáculo<br />
se agarra aviesamente a todas las cosas, en este caso<br />
al búcaro de cristal que siempre estuvo en la mesita<br />
junto a la ventana. Ya solamente notaré su ausencia.
Cuentos de un pintor<br />
Cuando corto un trozo largo de cinta, se enrolla<br />
como uno de aquellos tirabuzones que me causaron<br />
tanto sufrimiento a los cinco o seis años. Mis tías<br />
realizaban una obra de arte con mi pelo, y por eso yo<br />
tenía que soportar la mofa y el escarnio de los demás<br />
niños, hasta que con unas tijeras ejecuté tal poda en<br />
mi artística cabellera que tuvieron necesidad de un<br />
peluquero para pelarme por fin al rape. Creo que fue<br />
mi primera y última rebeldía.<br />
Ahora paso a sellar los balcones del salón. La cinta<br />
se pega sobre sí misma, se esconde como un caracol se<br />
encierra en su concha; paso el dedo por la superficie<br />
curva hasta encontrar por fin el principio de la maldita<br />
cinta y tiro con tal rabia que desenrollo buena parte<br />
de ella. Quizás en un acto de venganza se me pega al<br />
cuello, a la chaqueta, a una pierna, y casi me convierte<br />
en momia egipcia. Es una lucha implacable, como<br />
quien doma a un potro salvaje y enfurecido; pero al<br />
fin voy dominándola, porque quiero aislarme, enclaustrarme<br />
en mi casa como en un enorme capullo.<br />
Aun recuerdo cuando niño, que volvíamos a casa,<br />
con cestos repletos de hojas de morera de un verde<br />
tan nuevo... destapábamos la caja de cartón donde<br />
guardábamos los gusanos de seda y extendíamos una<br />
alfombra de hojas que ellos devoraban ávidamente.<br />
Un día ocurría algo maravilloso: al levantar la tapa<br />
de cartón agujereada, veíamos asombrados que en la<br />
esquina de la caja un gusano construía un andamio de<br />
finos hilos de seda, e iba tejiendo un capullo en el que<br />
se encerraba. Al final la caja se llenaba de capullos,<br />
77
78<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
naranjas, amarillos, rosa pálido. Pasados unos días los<br />
capullos se rompían y aparecían las mariposas, blanquecinas,<br />
como de peluche.<br />
Y yo me pregunto si no seremos gusanos que un<br />
día, rompiendo este capullo, nos convertiremos en<br />
seres alados, tan solo para el amor nacidos. Como el<br />
gusano de seda, yo sigo tejiendo mi capullo, cerrando<br />
toda la casa, no con hilos de seda, que no llego a<br />
tanto, sino con la malhadada cinta adhesiva, porque<br />
quiero quedarme dentro, solo conmigo mismo, sin<br />
que pueda penetrar el vapor venenoso. Tampoco escucharé<br />
el ulular del viento en las noches de invierno,<br />
ni el bullicio de la calle, ni el ruido del tráfico, ni los<br />
gritos; no soportaré eternas plañideras, ni que vengan<br />
a contarme batallas de amor perdido, ni participar en<br />
tratos o negocios más o menos limpios.<br />
Y cuando haya acabado, deambularé entre las<br />
sombras como un espectro pálido, en silencio, sin ruido;<br />
me sentaré en mi sillón favorito a esperar, como<br />
crisálida, un tiempo más claro, más límpido.<br />
Permaneceré aquí días y días, y cuando comiencen<br />
las grietas en los muros, la carcoma en las maderas,<br />
yo seguiré aquí, repellando, tapando con mi cita<br />
adhesiva. Cuando todo se corrompa, como una fruta<br />
madura, y se reduzca a polvo, yo permaneceré aquí,<br />
con mi querida cinta adhesiva.
Cuentos de un pintor<br />
De cómo Milagros no se llamó Jenifer<br />
Antonio es escayolista; en su pequeña empresa<br />
trabajan sus dos primos, su cuñado y un sobrino.<br />
Dado el boom de la construcción, cada día aumenta<br />
el trabajo y el futuro se presenta halagüeño. Viste casi<br />
siempre un mono blanco, donde las salpicaduras de<br />
la escayola son imperceptibles; blanca es también su<br />
furgoneta y hasta el almacén donde guarda los materiales<br />
está pintado de blanco.<br />
Al año de casado, nació el primer hijo, Antoñito,<br />
que ahora cuenta con ocho años; desde entonces, el<br />
matrimonio se dedica con ahínco a buscar la parejita<br />
sin conseguirlo y en esta búsqueda han nacido Juanito<br />
y Pepito, de seis y cinco años respectivamente, dos<br />
demonios que traen a mal traer a sus padres.<br />
Así es que cuando le informan que esperan una<br />
niña, la alegría y la felicidad reinan en la familia.<br />
—Qué ilusión —dice la esposa—. Le pondremos<br />
Jennifer y cómo vamos muy bien de pasta, la mandamos<br />
a la mejor escuela de canto, donde le enseñarán<br />
a saltar y brincar por el escenario y a enseñar el muslamen;<br />
verás, Antonio, cuando me pregunten:<br />
79
80<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
— ¿Usted quién es, señora? Yo diré orgullosa:<br />
—soy la madre de la famosa Jennifer... qué ilusión<br />
Antonio, que ilusión.<br />
Cuando nace la niña, Antonio va a la maternidad y<br />
le lleva un ramo de flores a su mujer, hablan del nombre<br />
que le pondrán<br />
—Por qué no le ponemos Paca como mi madre...<br />
—dice Antonio.<br />
—Ni hablar; mira, Antonio, en la tele no sale<br />
nunca una Paca, ni en el serial de la mañana, ni en<br />
el que veo después de comer, ni en ese de la noche,<br />
allí se llaman Soraya o Jennifer y no esos nombres<br />
tan corrientes que pusiste a los niños... de modo que<br />
mañana te vas a los juzgados y apuntas a la niña con<br />
el nombre que escribí en este papel. Y le tiende a su<br />
marido una cuartilla donde pone LLenifer, ya que lo<br />
suyo no es precisamente la ortografía y menos aún la<br />
inglesa.<br />
Al día siguiente, Antonio se presenta en los juzgados,<br />
en el registro civil, pregunta en información y<br />
llega a donde debe realizar la inscripción. Detrás de<br />
un mostrador, un funcionario soñoliento, resuelve<br />
disimuladamente un crucigrama. Antonio, que es<br />
hablador, le dice:<br />
—Qué, poco trabajo.<br />
—A ver, —contesta el funcionario—, con el descenso<br />
de la natalidad, aquí no viene nadie, usted es<br />
el primero.<br />
Le alarga un impreso, y le dice:<br />
—Rellene esta hoja, en esa mesa y me la trae.
Cuentos de un pintor<br />
—Es que a mí esto de la escritura se me da regular,<br />
contesta Antonio.<br />
—Bueno no importa, usted escriba con mayúsculas.<br />
Cuando Antonio entrega el impreso debidamente<br />
cumplimentado, el funcionario lo va leyendo hasta que<br />
llega al nombre de la niña y dice:<br />
—No puedo admitir esto porque Jennifer se escribe<br />
con j y no con ll, como ha puesto usted, que luego las<br />
broncas son para mí.<br />
—Pero entonces sonaría Jennifer, y mi mujer<br />
quiere Llenifer.<br />
El señor le aclara:<br />
—Es que en inglés la j suena como ll o como y.<br />
—Pero nosotros no somos ingleses y además, usted<br />
no conoce a mi señora; si vuelvo a casa sin ponerle<br />
Llenifer, se me cae el pelo.<br />
—Pues mire, llame por teléfono a su mujer y se<br />
lo explica que para eso están los móviles.<br />
Antonio llama:<br />
—Mira, que no pueden ponerle Llenifer, que tiene<br />
que ser con j, por lo de la ortografía inglesa.<br />
—A mí me importan tres leches la ortografía y<br />
los ingleses, tú le pones Llenifer y no se hable más del<br />
asunto; así es que no seas calzonazos y si hace falta le<br />
das dos gritos a ese tío, o mejor, le pones un billete de<br />
veinte euros y verás como pica, que esa gente lo que<br />
quiere es sacarte los cuartos.<br />
Antonio vuelve otra vez al mostrador y dice:<br />
—Mire, que no hay manera, que mi mujer no<br />
cede.<br />
81
82<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
—Pero hombre, no sea usted calzonazos e impóngase...<br />
Cuando nació mi primer hijo, yo tuve el<br />
mismo problema, corté por lo sano poniéndole el<br />
nombre del santo del día: Hiperidón, mártir, ¿verdad<br />
que es un bonito nombre?<br />
—Si que lo es, —dice Antonio y añade, —¿Pero<br />
qué martirio le dieron a ese santo?<br />
—El peor, le hicieron comerse un par de huevos<br />
crudos.<br />
—Pues eso no es ningún martirio que digamos<br />
—observa Antonio.<br />
—Es que los huevos eran los suyos —contesta el<br />
funcionario.<br />
—Joder —replica Antonio.<br />
El otro dice:<br />
—Volvamos a lo nuestro, lo que usted quiere es<br />
imposible, a pesar de que me cae usted simpático.<br />
Antonio, siguiendo los consejos de su mujer, saca<br />
un billete de veinte euros y lo coloca sobre el mostrador.<br />
—Pero qué hace usted, hombre, retire ese dinero,<br />
que vamos a perder la amistad; márchese a casa,<br />
compórtese como un macho, convenza a su mujer y<br />
vuelva mañana.<br />
Antonio llega a su casa, y cuando le dice a su<br />
mujer que no ha inscrito a la niña, se arma la de San<br />
Quintín.<br />
—Después de los nueve meses que he pasado, de<br />
las vomitonas, los dolores... tú me haces esto, que eres<br />
un gallina, un flojo...que no te importo, ni tampoco<br />
mis ilusiones, sinvergüenza, mamón.
Cuentos de un pintor<br />
Antonio grita enfurecido:<br />
—Que tú no me llamas a mí mamón, que no te<br />
lo consiento... y la trifulca va tomando muy mal cariz,<br />
hasta que aparece Antoñito que dice:<br />
— Mami, Juanito y Pepito le están dando de comer<br />
a la nueva hermanita, ya le dieron casi un plato<br />
de judías con chorizo.<br />
—¡Dios mío que me desgracian a mi niña! —grita<br />
la madre y todos corren al dormitorio, donde Juanito<br />
abre la boca de la recién nacida y el otro hermano le<br />
mete una cucharada de judías.<br />
La niña está atragantada, roja y atiborrada de judías.<br />
—¡Asesinos! —chilla la madre, y el primer bofetón<br />
se lo lleva Antoñito, mientras los otros dos gritan a dúo:<br />
—¡Acusica!<br />
Después la madre coge a la niña y con su marido<br />
salen en la furgoneta a toda velocidad hacia urgencias.<br />
—¡Ay que se nos muere la criaturita! Y todo por<br />
tu culpa, como se muera te mato, es que te mato<br />
Antonio.<br />
—Como no te calles nos vamos a estrellar —contesta<br />
el aludido.<br />
En urgencias se hacen cargo de la niña y ellos<br />
pasan a la sala de espera. Al poco aparece un doctor<br />
que les dice:<br />
—No quisiera crearles falsas esperanzas, la niña ha<br />
ingresado muy mal y solo un milagro puede salvarla,<br />
esperen aquí que les tendremos informados.<br />
Antonio nervioso recorre la sala a grandes zancadas<br />
mientras su mujer murmura algo en voz baja.<br />
83
84<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
—¿Pero qué murmuras? —pregunta su marido.<br />
—Rezo a la santísima Virgen, descreído, que eres<br />
un descreído, verás como ella hace el milagro.<br />
Pasada una hora vuelve el doctor, que por la expresión<br />
de su rostro, parece traer buenas noticias: el<br />
milagro se ha producido, la niña está a salvo, tendrá<br />
que permanecer un día aquí, en observación.<br />
—Sabes Antonio, —dice la madre—, que si tenemos<br />
niña gracias a un milagro, pues Milagros se va a<br />
llamar y olvídate de Jennifer.<br />
Así al día siguiente Antonio vuelve a los registro a<br />
inscribir a su hija, esta vez con el nombre de Milagros.<br />
El funcionario lo reconoce y lo felicita, le dice:<br />
—Me gusta que se haya usted impuesto, como un<br />
tío con los pantalones bien puestos.
Cuentos de un pintor<br />
Fotógrafo en Sodoma<br />
Soy fotógrafo, reportero gráfico. Esta mañana me<br />
acerco a la parada de máquinas del tiempo. Subo a la<br />
primera y le digo al conductor:<br />
—A Sodoma, en el siglo octavo antes de Cristo.<br />
Cuando llegamos, la ciudad arde bajo un diluvio<br />
de fuego.<br />
Una niña corre desnuda gritando, la espalda<br />
quemada, mientras sus hermanitos perecen entre<br />
las llamas. Saco mi cámara y la fotografío. Es una<br />
foto impresionante, que al volver a mi país y a<br />
mi tiempo, dará la vuelta al mundo con el título<br />
de Niña vietnamita huyendo de un bombardeo con<br />
napalm.<br />
—¡Falso! Esa foto la hice yo, gracias a la máquina<br />
del tiempo, muchos siglos antes, aquí en Sodoma, y<br />
es una niña sodomita, escapando de la lluvia de fuego.<br />
Mientras allá en las alturas, Jehová sonríe satisfecho<br />
al destruir esa ciudad, cuna del vicio y la homosexualidad.<br />
Vuelvo rápido a la máquina del tiempo y el conductor<br />
me dice:<br />
85
86<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
—Apesta a chamusquina, a carne quemada, así<br />
olían los hornos crematorios de los campos de exterminio<br />
Hitlerianos.<br />
—Pues claro, hombre, es el mismo caso y los<br />
mismos personajes.<br />
Y es que la hipocresía humana no tiene límites.<br />
Cuando vuelvo a mi época, pido un güisqui doble<br />
a ver si se me pasa este cabreo y el asco profundo que<br />
me invade.
Cuentos de un pintor<br />
El adúltero<br />
Lo arranqué de entre sus brazos, lo levanté en vilo<br />
y le clavé el cuchillo hasta la empuñadura. Después<br />
saqué el arma y volví a clavársela más arriba, empujando<br />
hacia abajo para infligir el mayor daño posible.<br />
Cuando lo vi tirado en el suelo, huí de nuestra alcoba<br />
perseguido por los gritos de mi mujer.<br />
Pero contaré esta historia desde el principio:<br />
Todo comenzó una noche mientras cenábamos.<br />
Mi mujer me dijo:<br />
—Tengo un dolorcillo aquí en el estómago.<br />
Cuando nos acostemos me podré el almohadón de<br />
plumas, a ver si con la presión suave y el calor, se me<br />
pasa.<br />
Tengo que advertir que por la noche me gustaba<br />
sentir su cuerpo junto al mío, su cálida presencia y eso<br />
me hacía muy feliz. Pero aquella noche, el almohadón<br />
se interpuso entre los dos, como un nuevo muro de<br />
Berlín. Surgió entonces un triangulo amoroso: ella, yo<br />
y el almohadón al que se abrazaba con el pretexto del<br />
dolorcillo. En la noche siguiente volvió a separarnos el<br />
maldito almohadón, que fue despertando mis celos y<br />
87
88<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
mi odio más profundo. Durante toda la semana, por<br />
la noche me separó de lo que yo más quería y me dejó<br />
en una amarga soledad.<br />
Un día, mientras comíamos, ella dijo:<br />
—Antonio, ya tengo el dolorcillo; después de<br />
comer me echaré un rato y me pondré el almohadón<br />
porque es lo único que me alivia.<br />
Yo me marché a mi despacho, pero cuando llegué<br />
a él, observé que me había dejado en casa los<br />
documentos sobre los que debería trabajar, así es que<br />
volví a mi domicilio. La casa estaba en silencio. Me<br />
acerqué sin hacer ruido al dormitorio donde mi mujer<br />
dormiría la siesta. Allí estaba, desnuda, abrazada a su<br />
querido almohadón y emitiendo unos quejidos que<br />
no causarían el dolor, sino algo muy placentero.<br />
Aquello me indignó, desatando en mí un odio<br />
feroz y frío. Entré en la cocina. Cogí el cuchillo de<br />
cortar carne. Volví al dormitorio e hice lo que hice,<br />
que ya lo conté al principio. Después tiré el cuchillo<br />
y salí de la habitación perseguido por los gritos de mi<br />
mujer y una nube de plumas, las entrañas del maldito<br />
almohadón adúltero.
Cuentos de un pintor<br />
La silla<br />
Acabo de despertar de una angustiosa pesadilla,<br />
trataré de relatarla, aunque es tan real que nadie diría<br />
que es un sueño.<br />
Una anciana no puede caminar, o por sus muchos<br />
años o porque se quedó como una pasita. La familia<br />
se va de vacaciones al pueblo. Tienen que bajarla hasta<br />
la calle donde el coche está aparcado.<br />
Entre el sobrino y un vecino fortachón la sientan<br />
en una silla, el vecino coge la silla por las patas, el<br />
sobrino por el respaldo y la bajan cómodamente por<br />
las escaleras.<br />
Ya en la calle dejan la silla en la acera y se dedican<br />
a instalar a la ancianita en el automóvil.<br />
Mientras, un hombre alto, moreno, con pinta<br />
de emigrante marroquí, se aproxima sigilosamente<br />
a la silla, la coge y huye con ella. La gente grita,<br />
¡Al ladrón! ¡Al ladrón! Algunos corren tras él, pero<br />
el ladrón cruza la calle, se mete por una callejuela<br />
y sale a la avenida, perseguido a lo lejos por algún<br />
grito: ¡Al ladrón!<br />
Y aquí intervengo yo:<br />
89
90<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
Como estoy frente a él, le corto el paso y el pobre<br />
hombre suelta la silla y se da a la fuga. Y así me encuentro<br />
con la maldita silla en mis manos.<br />
Es una silla que quiso ser de Art decó, fea y<br />
pesada. El asiento y el respaldo tapizados en terciopelo<br />
negro y amarillo, que el tiempo y el uso<br />
deterioró; entre el terciopelo y la madera, un galón<br />
plateado sujeto con tachuelas doradas; en algunos<br />
sitios faltan las tachuelas y el relleno de estopa<br />
asoma al exterior como unas barbas o un bigote de<br />
pelos rojizos e hirsutos.<br />
Como la silla estorba en medio de la calle,<br />
cargo con ella y la llevo a un lugar apartado donde<br />
la dejo; cuando me separo de ella, siento que me<br />
tocan en la espalda, me vuelvo y es un guardia que<br />
me dice:<br />
—¿Usted no sabe que no se pueden dejar muebles<br />
ni enseres en la vía pública?<br />
—Perdone, le respondo—. Esta silla no es mía, y<br />
no sé quién es su dueño.<br />
El guardia me dice con acritud:<br />
—No me mienta, que le he visto cargar con ella.<br />
—Que no, que no es mía.<br />
—No me contradiga, no contradiga, que lo llevo<br />
a la comisaría más próxima... y no me la deje por ahí,<br />
que le iré vigilando.<br />
De modo que no sé qué hacer con la silla. Creo que<br />
lo mejor es llevarla a casa, y encontrar una solución.<br />
Me acerco con ella a la parada del autobús. Cuando<br />
voy a subir a él, el conductor me grita:
Cuentos de un pintor<br />
—¡No puede subir con esa silla! Pues no me faltaba<br />
a mí que cada viajero viniese con su silla o su mesa,<br />
o su cama, y hasta el orinalito, —dice.<br />
—Perdone —le contesto. —Tomaré un taxi.<br />
—¿Un taxi? Pero señor ¿no sabe que hay huelga<br />
de taxis?<br />
No me queda otro remedio que transportarla yo<br />
mismo.<br />
Pruebo a sujetarla por el respaldo, como si se fuese a<br />
ofrecer asiento a una dama. Imposible llevarla así porque<br />
al caminar el travesaño inferior me martiriza la espinilla.<br />
La agarro al revés, el respaldo hacia abajo, tampoco,<br />
porque toca en el suelo. La sujeto lateralmente y me va<br />
rozando en la pierna. Tendré que llevarla a pulso separada<br />
del cuerpo con el consiguiente dolor de brazo.<br />
Cuando camino así un buen rato no puedo más.<br />
Pongo la silla en el suelo y me siento en ella para descansar.<br />
Se aproxima a mí una señora mayor, con un<br />
gran bolso y un libro de misa en la mano. Sin mediar<br />
palabra me pone una moneda en la mano.<br />
—¡Señora, que no soy un pobre!<br />
—¿Entonces qué hace ahí pidiendo?<br />
—¡Que no estoy pidiendo! —le grito.<br />
—Bueno, hijo, bueno, es que los buenos cristianos<br />
tenemos que ejercer la caridad y si no hay pobres....Además<br />
con los años no veo mucho.<br />
Cojo la silla y me voy. Pruebo a llevarla arrastrando<br />
como un carrito de la compra. Hace un ruido<br />
infernal. Se abre una ventana y alguien me grita:<br />
91
92<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
—¿Oiga, no hay bastante ruido con los coches<br />
para que venga a aumentarlo arrastrando sillas?<br />
En fin, que vuelo a la posición más incómoda<br />
para mis brazos.<br />
Ahora un grupo de jóvenes beben de un gran botellón<br />
sentados en la acera. Al pasar, rozo a uno con la<br />
silla, se levanta y me increpa:<br />
—Tío, que me has dado con la silla.<br />
Yo le digo:<br />
—Hombre, si interrumpes el paso.<br />
—Es que te quieres quedar conmigo carrozón,<br />
—me grita. Y continúa —Yo interrumpo lo que me<br />
sale, y te voy a dar una hostia.<br />
En vista del cariz que toma la cosa, me pongo la<br />
silla al revés en la en la cabeza y salgo corriendo perseguido<br />
por todo el grupo de gamberros, por mi jefe,<br />
el director del banco que me grita:<br />
—¡Sánchez, está usted desprestigiando a la institución<br />
bancaria!<br />
También aparece mi mujer que con su voz de<br />
hielo y vinagre me dice:<br />
—¿Pero es que me vas a llenar la casa de trastos<br />
viejos?<br />
Y lo que faltaba; ese elemento persistente en los<br />
sueños, el guardia, que también me grita:<br />
—¿Con que promoviendo escándalos y altercados?<br />
Me veo perdido, con la maldita silla en la cabeza;<br />
las patas hacia arriba como una siniestra corona.<br />
Y es en este momento cuando me despierto.
Cuentos de un pintor<br />
Menos mal que todo fue un sueño, un mal sueño,<br />
porque los sueños son como una escalera de caracol<br />
que se enrosca en sí misma y a cada peldaño que subimos<br />
aumenta la angustia y la desesperación.<br />
Me dormí en el parque que hay cerca de casa en<br />
esta calurosa noche de verano.<br />
Me dormí en una silla que no he visto nunca.<br />
La observo con atención y es fea y pesada, quiso<br />
ser de Art decó, entre el terciopelo del asiento y del<br />
respaldo deja escapar la estopa como una barba o<br />
unos bigotes de pelo rojizo. No hay duda, la reconozco.<br />
Es la silla. Siento pavor al mirarla y me alejo<br />
de ella furtivamente, estoy cruzando el parque para<br />
perderla de vista y llegar a casa, cuando alguien me<br />
llama: es el guardia nocturno:<br />
—Señor, señor, que se ha dejado esta silla.<br />
93
Cuentos de un pintor<br />
San Miguel Arcángel<br />
Continúo dedicado a la enseñanza y ya soy director<br />
del Instituto. Rosy ascendió a jefe de estudios.<br />
Hace unos meses pasamos por el Ayuntamiento<br />
y nos casamos civilmente, dando así satisfacción a<br />
nuestros padres.<br />
Ayer dimos vacaciones de Navidad. Hoy, después<br />
de comer, pensamos cómo distribuir nuestro tiempo<br />
libre para pasar parte de él con mi familia y parte con<br />
los padres de Rosy.<br />
En ese momento llaman al portero automático,<br />
suena una voz distorsionada por el aparato, que dice:<br />
—Soy Satán, su viejo amigo, ¿podría subir para<br />
hablar con ustedes?<br />
Cuando aparece Satán, observo que sigue tan<br />
sombrío y deprimido como siempre. Le ofrecemos un<br />
café, pero él dice:<br />
—Le pediría mejor una manzanillita que va bien<br />
con mi delicado estado de salud.<br />
Mientras se toma su manzanilla, nos explica:<br />
—Pues verán, mis queridos amigos, hemos montado<br />
un Belén, casi todo obra de Napoleón, que es muy<br />
95
96<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
mañoso. Con tal motivo nos reuniremos varias personas<br />
para admirar dicha obra y celebrar la navidad. Cantaremos<br />
villancicos y tomaremos algún dulce, propio de estas<br />
fechas. Vendrán doña Herminia, Ángel, Napoleón y<br />
nos gustaría contar con ustedes, que han vivido muchos<br />
de nuestros eventos, en los que fortuna nos acompañó<br />
o en aquellos en que la adversidad se cebó con nosotros.<br />
También asistirán tres de las rusas del puticlub,<br />
que invitó Ángel. No sé si a ustedes les importará.<br />
—A mí no, dice Rosy, porque creo que cada uno<br />
se gana la vida como puede y con lo que puede.<br />
Satán queda en recogernos y acompañarnos hasta<br />
el antiguo local de los juegos recreativos, donde está<br />
instalado el belén.<br />
Al día siguiente, ya en la calle, camino del belén,<br />
le digo a Satán:<br />
—A mí lo que me extraña es que siendo Satán,<br />
festeje el nacimiento del niño Jesús.<br />
—Pues verá usted, es que yo, en esta sociedad y<br />
en este estado depresivo, he perdido mi propia identidad,<br />
equivoqué mi destino. Vine aquí para que toda<br />
alegría se convierta en tristeza, todo gozo en honda<br />
pena y todo placer en lacerante dolor. Esa sería mi<br />
misión. Le diría que soy el que no soy, porque siendo<br />
lo que soy no soy lo que yo soy.<br />
—Veo, le digo yo, que sigue usted con el mismo<br />
lenguaje tan barroco y repulido.<br />
Llegamos al local donde está situado el belén. Ya<br />
están casi todos reunidos: doña Herminia, Ángel con<br />
su inseparable muleta, Napoleón... todos se alegran de
Cuentos de un pintor<br />
vernos y nos saludan con afecto. Después llegan las rusas<br />
y doña Herminia se extraña de sus amplios escotes.<br />
—Pero hijas mías, como venís así con el frío que<br />
hace —les dice.<br />
Interviene Rosy que advierte a doña Herminia:<br />
—Es para mortificarse y purgar sus pecados.<br />
Pero doña Herminia le contesta:<br />
—Pero qué pecados van a tener estas niñas si en<br />
sus caritas se refleja la inocencia. Napoleón se ríe<br />
disimuladamente.<br />
Después doña Herminia les pregunta a las rusas:<br />
—¿Y en qué trabajáis vosotras?<br />
Las rusas se miran las unas a las otras y no saben<br />
que contestar.<br />
Yo salvo la situación y explico:<br />
—Trabajan en una fábrica de productos lácteos.<br />
Napoleón se ríe descaradamente.<br />
A continuación pasamos a contemplar el belén,<br />
casi todo él fruto de la habilidad y el arte de Napoleón,<br />
que fiel a su espíritu renovador, introdujo numerosos<br />
cambios, así los caminitos por donde acuden<br />
los pastores los ha convertido en amplias autopistas; el<br />
castillo de Herodes lo sustituye por el arco del triunfo,<br />
en miniatura, y sobre el portal escribió con letras de<br />
purpurina: Liberté, Egalité, Fraternité.<br />
Doña Herminia le dice a Rosy:<br />
—Hija mía me quieres leer lo que pone ahí, que<br />
yo no lo veo muy bien. Rosy traduce adecuadamente:<br />
—Doña Herminia ahí pone Gloria a Dios en las<br />
alturas y Paz a los hombres de buena voluntad.<br />
97
98<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
Yo felicito a Napoleón por lo bien que ha quedado<br />
el belén y por las novedades que introduce en él.<br />
Napoleón me contesta:<br />
—Yo quise también modificar la caduca Europa,<br />
hacer de ella un espacio de libertad, de igualdad...<br />
pero no lo conseguí.<br />
—Porque empleó un método inadecuado, la guerra<br />
—le digo yo.<br />
Llegan algunos otros invitados y doña Herminia<br />
intenta cantar un villancico a pesar de su voz cascada<br />
de octogenaria. Después le toca el turno a las rusas<br />
que cantan algo de su tierra relacionado con la navidad:<br />
Na esnegu. Ángel, que oficia de maestro de ceremonias,<br />
saca unas bandejas con dulces y unas copas<br />
de anís del mono. Mientras yo charlo con Satán, que<br />
sigue taciturno.<br />
—Estoy anclado en los malos recuerdos, —me<br />
dice— aún tengo presente mi primera caída, a san<br />
Miguel victorioso, resplandeciente de vivísima<br />
luz, la espada flamígera en la mano y yo arrojado<br />
al abismo de sombras. Ahora siento dentro de mí<br />
como un eco lejano una voz que recuerda que<br />
también fui ángel, portador de luz, la luz misma.<br />
Qué tristeza, renunciar a ella y solo buscar las hojas<br />
muertas en esta oscura selva de la vida.<br />
—Joder, tío, le digo yo, no lo pongas todo tan negro<br />
y alégrate con el belén, con el recién nacido, que<br />
todo lo que nace viene con un caudal de esperanza.<br />
—Que la vida —contesta Satán— se encarga de<br />
frustrar, convirtiéndola en un pantano de amargura.
Cuentos de un pintor<br />
—Es usted un pesimista incorregible —le dice<br />
Rosy— que ha oído nuestra conversación.<br />
—No señora, sencillamente soy Satanás.<br />
Ángel nos conduce a un patio descubierto que da<br />
a la calle. Hay un velador y unas sillas de hierro para<br />
el verano, macetas con plantas algo mustias por el<br />
frío invernal. En el centro del patio un hermoso pavo<br />
picotea granos de maíz de una lata, ajeno a la suerte<br />
que le espera.<br />
Ángel exclama:<br />
—Hay que matar al pavo, que es nuestra cena de<br />
navidad —y todas las miradas se dirigen a Satán.<br />
—¿Yo, y por qué yo?<br />
—Porque usted ser el malo —dice una de las<br />
rusas.<br />
Satán coge el cuchillo de cocina que le tiende<br />
doña Herminia, agarra bien fuerte al pavo y trata<br />
de rebanarle el pescuezo, pero lo único que consigue<br />
es un buen corte en su propia mano.<br />
Alguien trae un esparadrapo y socorre a Satanás,<br />
que dice:<br />
—Soy incapaz de hacerlo, prefiero cortarme una<br />
mano, debe matarlo Ángel que es el organizador de<br />
esta fiesta.<br />
Ángel se queda un momento pensativo y después<br />
habla argumentando de la siguiente manera:<br />
—El pavo es originario de América, que aún no<br />
se había descubierto cuando Noé, por lo tanto no<br />
pudo ir en el Arca y si no fue en dicha Arca debió<br />
exterminarlo el diluvio universal. Si no fue así, es por<br />
99
100<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
milagro o por designio divino y si la providencia quiso<br />
que viviese ¿quién soy yo para arrebatarle esa vida?<br />
—Pero ese mismo argumento serviría para el<br />
puma, el guanaco, la llama o el canguro australiano<br />
—le replica Rosy<br />
Ahora todos se fijan en Napoleón, que también<br />
rehúsa sacrificar al pavo:<br />
—Yo aniquilé regimientos enteros con mis baterías<br />
de cañones o con las cargas de mi caballería, pero<br />
así con un cuchillo de cocina y a un indefenso no lo<br />
hice nunca ni lo haré ahora.<br />
Mientras discuten, el pavo aprovecha que han dejado<br />
abierta la puerta que da a la calle, escapa por ella.<br />
Corre por la avenida del pintor Alcaraz hacia la glorieta,<br />
donde unos jardineros podan los árboles y recortan los<br />
setos.<br />
Todos corremos tras el pavo, el primero Ángel, a<br />
pesar de su cojera porque ve peligrar el banquete de<br />
navidad. De pronto se vuelve hacia nosotros y grita:<br />
-¡San Miguel Arcángel! ¡San Miguel que nos trae el<br />
pavo! ¿No véis su brillante halo, sus ropajes refulgentes,<br />
su espada flamígera en la mano? ¡San Miguel Arcángel!<br />
Yo, la verdad, lo único que veo es a un jardinero<br />
del Ayuntamiento, con un mono amarillo con bandas<br />
reflectantes, la sierra de podar en una mano y el pavo<br />
decapitado en la otra.<br />
El jardinero se acerca a nosotros y dice:<br />
—Joder, qué bicho más tonto, venía echando<br />
leches y se mete en la sierra mecánica de podar, que le<br />
ha cortado el gaznate. Aquí lo tienen ustedes.
Cuentos de un pintor<br />
La Maja Desnuda<br />
—¿Falta mucho, padre?<br />
—Sí que falta hijo, sí que falta; espera, que cuando<br />
traspongamos esas lomas, verás el río allá abajo y<br />
el pueblo cerca.<br />
Padre e hijo bajan por aquel camino, más bien<br />
vereda polvorienta, sujetando entre ambos un bulto<br />
cuidadosamente envuelto en una sábana blanca.<br />
El camino desciende serpenteando entre bancales<br />
escalonados en los que cultivan naranjos y parras: entre<br />
bancal y bancal, muros de piedras para evitar que<br />
las uñas de la erosión arrastren la tierra hasta el valle;<br />
siguiendo la vereda, una acequia bordeada de verde,<br />
por ella discurre el agua, como una cinta de plata, que<br />
salta, salpica y se revuelve sobre sí misma. Donde el<br />
agua no llega, la tierra reseca se resquebraja, se cuartea<br />
en múltiples trozos o el viento ardiente la levanta en<br />
polvoriento remolinos.<br />
—Padre, me rozan las sandalias, ¿por qué no descansamos?<br />
—suplica el chico.<br />
—Eso haremos —contesta el padre, y entran en<br />
uno de los bancales, debajo de los naranjos, en una<br />
101
102<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
sombra espesa y fresca donde crece la hierba exuberante.<br />
Dejan el bulto con cuidado, apoyado en el tronco<br />
de un naranjo.<br />
—Con este calor, padre, tengo mucha sed, vuelve<br />
a quejarse el niño.<br />
—Mira, hijo, aunque ya pasó la temporada,<br />
buscaré una naranja, que siempre quedan algunas<br />
olvidadas. Y así el padre vuelve con naranjas, saca la<br />
navaja del bolsillo y va pelando la fruta, separando la<br />
cáscara como un tirabuzón naranja, y el chico come<br />
los gajos, mientras el zumo azucarado le corre por la<br />
cara, atrayendo las moscas que el calor hace más insistentes,<br />
más pesadas.<br />
Hijo, esto lo hago por ti, —le habla el padre —<br />
para que puedas ir a un instituto, en la capital, y no<br />
tengas que emigrar como yo y trabajar en la mina,<br />
que es el peor, el más jodido de todos los trabajos, sin<br />
saber del día, del sol, del aire, sólo de la noche oscura,<br />
respirando el polvo negro, y con la muerte, la muy<br />
cabrona, esperando agazapada en la sombra.<br />
Y el padre recuerda aquel periodo de su vida.<br />
Después de varios años de escasísimas lluvias, hasta los<br />
olivos se secaron y el río se convirtió en una avenida<br />
de polvorienta arena y ardientes guijarros. Fue entonces<br />
cuando en el pueblo vecino se habló de trabajos en<br />
países lejanos; se comentó también que el Anselmo, o<br />
el Pedro el Gusani, que ese era su apodo, mandaban,<br />
desde Alemania donde emigraron, muy buena pasta<br />
todos los meses.
Cuentos de un pintor<br />
Así es que él decidió correr la misma suerte y un<br />
buen día, con su maleta de cartón, su pan y su ristra<br />
de chorizos, se montó en La Pasajera, un destartalado<br />
autobús que le condujo a la capital, desde donde<br />
salían las expediciones de emigrantes hacia Bélgica,<br />
Alemania, Suiza o cualquier otro país más próspero y<br />
rico que el que abandonaban.<br />
Fueron varios días de viaje, parando en desconocidas<br />
ciudades, teniendo que aprender cómo se pide<br />
agua o donde están los servicios... Después, lo más<br />
duro, el trabajo en la mina. Para él, que siempre vivió<br />
bajo un sol implacable, aquello fue lo peor. Y menos<br />
mal que desde los primeros días contó con la ayuda<br />
de otros españoles que ya llevaban tiempo allí y que<br />
chapurreaban aquel extraño idioma que tanto le costaba<br />
aprender.<br />
Tuvo también la suerte de encontrar allí a<br />
Nicolás, el Pajarete; se conocían desde niños. El<br />
Nicolás era de un pueblo cercano al suyo que como<br />
casi todos los pueblos cercanos siempre estaban a<br />
la gresca. Pero en esta ocasión tan lejos de la patria,<br />
olvidaron las antiguas rencillas y encontró en él una<br />
gran ayuda. Pronto pudo enviar dinero a casa, pero<br />
antes fue necesario comprar ropa de abrigo porque<br />
aquel puñetero clima se las traía... Él que sólo vio<br />
la nieve en las montañas lejanas que se divisaban<br />
desde los cortijos más altos de la sierra, tuvo que<br />
acostumbrarse a convivir con ella, a caminar sobre<br />
ella, a sentir su mordedura en la cara. En aquellos<br />
años soñaba con volver al pueblo, con volver con<br />
103
104<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
el suficiente dinero para poder comparar uno de<br />
aquellos cortijos donde resplandece el sol y la nieve<br />
sólo se contempla desde muy lejos.<br />
Fueron unos años de ahorro, pero también de<br />
privaciones, con la satisfacción de ir viendo cómo<br />
aumentaban los ahorros y cómo el regreso estaba cada<br />
vez más cerca.<br />
—Con lo que obtengamos de ésta que tenemos<br />
tan bien envuelta, y apoyada en el naranjo, podrás<br />
tener una profesión, estudiar para ser uno de esos señores<br />
que hacen casas en un papel, digo, que creo les<br />
llaman arquitectos. O podrías ser practicante, o medico...Nos<br />
iríamos a la capital y se acabó lo de cortar<br />
leña para el invierno, alumbrarse con carburo o cuidar<br />
de las cabras y del cerdo, y tener que vivir allá arriba<br />
tan lejos de todo.<br />
—Pero vámonos, que es tarde y el señor pintor<br />
nos espera. Luego cuando lleguemos al río, descansaremos<br />
bajó los álamos, que allí se está fresco en la<br />
cercanía del agua. Ahora coge tú la parte de la cabeza<br />
y yo de los pies, y ten cuidado, que el camino es<br />
pendiente y muy resbaladizo, si ella se nos estropea,<br />
se nos jode el negocio.<br />
En el último trecho la vereda se torna más pendiente<br />
y difícil, socavada por las lluvias, que aunque<br />
escasas en estos parajes, acaban destrozando el camino<br />
de tierra.<br />
Por fin llegan al río: una extensión de arena y a<br />
un lado el gran chorro de agua; para atravesarlo, unos<br />
tablones que hacen de puente.
Cuentos de un pintor<br />
—Padre, lleva mucha agua.<br />
—Pues ya verás el mes que viene qué menguado<br />
irá el puñetero, y si no, en agosto solamente arena,<br />
piedras y polvo.<br />
La sombra de los álamos y la proximidad del<br />
agua, mitigan algo el calor tan sofocante. Las hojas<br />
de estos árboles tintinean como pequeñas bandejas<br />
al viento, mientras el agua deja oír su suave murmullo.<br />
Padre e hijo depositan con cuidado su fardo, se<br />
sientan y con el pañuelo van enjuagando el sudor que<br />
inunda sus frentes.<br />
—Padre, hice algo malo —confiesa el niño.<br />
—Mientras la envolvías en la sábana, arriba en el<br />
camaranchón, yo miraba por las rendijas de la puerta<br />
y sabes, padre, le vi las tetas.<br />
—Yo te digo que eso no deben mirarlo los niños,<br />
contesta el padre.<br />
—Es que ya no soy tan niño, que ya tengo trece<br />
años y si cuido las cabras y escardo los bancales de<br />
pimientos, pues no soy tan crío; además se lo confesaré<br />
a don Nicanor, aunque me imponga mucha<br />
penitencia.<br />
—Ale, vamos arreando, interrumpe el padre.<br />
Cogen el bulto y comienzan a subir la cuesta que<br />
conduce al pueblo.<br />
Primero aparecen los corrales que aún conservan<br />
el olor de las cabras, luego las casas, abandonadas, con<br />
ventanas de rejas oxidadas, a través de ellas se ve el cielo,<br />
de un azul cegador, implacable; dentro, la hierba. La<br />
105
106<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
maleza ya seca crece entre los escombros y convierten las<br />
habitaciones en pequeñas selvas. Siguen por la calle estrecha,<br />
inundada de sol con solo un cuchillo de sombra,<br />
y el silencio de un pueblo vacío, casi abandonado.<br />
Llegan a la plaza, desierta; sólo se oye el canto de las<br />
cigarras, monótono, insistente, como el latido de este<br />
calor que aplasta. El sol a través de las hojas del olmo<br />
dibuja en el suelo un mosaico de luces y sombras. Un<br />
perro tendido parece muerto, tan solo de vez en cuando<br />
mueve la oreja para espantar alguna mosca molesta.<br />
En la puerta del bar un viejo dormita, la gorra<br />
sobre los ojos; y de dentro resuenan los golpes de las<br />
fichas del dominó sobre la mesa de mármol.<br />
El padre entra en el bar, habla con la dueña y saca<br />
dos sillas donde colocan el bulto, y lo desenvuelve de<br />
la sábana; es un cuadro: La Maja Desnuda de Goya.<br />
Los que jugaban al dominó salen, uno de ellos grita:<br />
—¡Hostia, que tía más buena!<br />
Y dirigiéndose al viejo:<br />
—Tío Colás, una de éstas sí que le vendría bien<br />
a usted...<br />
El viejo echa hacia atrás la gorra, mira el cuadro<br />
y replica:<br />
—Que yo no estoy para esos trotes....<br />
La dueña del bar también sale secándose las manos<br />
en el mandil y ante el cuadro exclama:<br />
—¡Jesús María y José! ¡Se le ve todo!<br />
El pintor, que trabaja en una sombra, al otro lado<br />
de la plaza, desde donde divisa toda la solana, también<br />
acude.
Cuentos de un pintor<br />
Hace unos días, mientras pintaba un rincón del<br />
pueblo se le acerca un hombre recio, de una cierta dignidad<br />
en su aspecto y en sus palabras, y le pregunta:<br />
-—Señor, ¿usted entiende de cuadros?<br />
El pintor, sorprendido ,deja los pinceles y la paleta.<br />
—Hombre entender entender... algo sí que entiendo,<br />
aunque solo sea por los muchos años.<br />
—Es que me han dicho que los cuadros de un<br />
pintor al que llaman Goya valen mucha pasta, vamos<br />
algunos miles de pesetas.<br />
El pintor le corrige:<br />
—Miles no, miles de millones. Y el buen hombre<br />
contesta:<br />
—Es que yo tengo un cuadro de ese señor Goya.<br />
—Eso es casi imposible<br />
—¿Por qué, porque vivo en un cortijo allá arriba?<br />
—No señor —responde el pintor —Es que la<br />
obra de Goya está toda catalogada.<br />
—A mi hábleme en plata, que yo no entiendo eso<br />
de catalogada.<br />
El pintor con paciencia le explica:<br />
—Mire usted, eso quiere decir que los cuadros de<br />
Goya están en los museos, o se sabe quién los tiene<br />
y es muy difícil encontrar un Goya nuevo. De todas<br />
maneras lo mejor es que usted me traiga el cuadro y<br />
yo le diré si es auténtico.<br />
Y así, el pintor se encuentra delante del cuadro. Al<br />
primer golpe de vista se cumplen sus peores presentimientos:<br />
ni siquiera es una pintura, se trata de una<br />
mala tricromía, pegada en un tablero de aglomerado<br />
107
108<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
y con uno de esos burdos barnices que imitan las pinceladas.<br />
El marco es de pasta, pintado de purpurina,<br />
que el tiempo ennegreció.<br />
El pintor, que a lo largo de su vida sufrió a veces<br />
la herida de la desilusión, siente talar de un hachazo<br />
tan ingenua ilusión, tanta esperanza. Le hubiese gustado,<br />
como en el milagro de las bodas de Canaán,<br />
convertir aquella mala reproducción en un Goya auténtico,<br />
pero solo es un pobre pintor que soporta la<br />
suplicante mirada del niño pendiente de su veredicto.<br />
Tiene que decir la verdad: aquello no vale nada, ni<br />
siquiera las quinientas pesetas.<br />
El hombre no pronuncia palabra, aprieta los<br />
dientes y ni el más ligero gesto altera su rostro. Dobla<br />
la sábana con sumo cuidado, primero por la mitad,<br />
luego la vuelve a doblar, otra vez más la alisa con la<br />
mano y coge el cuadro, y seguido del hijo se marcha<br />
por donde vino sin despedirse siquiera.<br />
Cuando llegan al improvisado puente sobre el río<br />
el niño pregunta:<br />
—¿Padre, vamos a subir a esta tía guarra hasta<br />
allá arriba?<br />
—No, hijo, porque ésta además de guarra es falsa.<br />
Y lanza el cuadro al río; primero flota como una<br />
balsa, después se atranca en unas piedras y al final la<br />
fuerza de la corriente voltea y arrastra a la maja desnuda<br />
río abajo hasta perderse de vista. Así, libres de la<br />
carga, comienzan a subir la empinada cuesta.<br />
El hijo vuelve a preguntar:<br />
—Padre, ¿lo de ir al Instituto?
Cuentos de un pintor<br />
Y el padre responde:<br />
—Si algo me enseñó esta puta vida es que nadie<br />
escapa a su sino, así que irás a la mina, hijo.<br />
Y siguen subiendo en silencio con la compañía de<br />
la verdad amarga. Mientras el ocaso agranda las sombras<br />
violetas en la solana y del fondo del valle sube el<br />
croar de las ranas, el canto de los grillos que presagian<br />
el oscuro abrazo de la noche cercana.<br />
109
Cuentos de un pintor<br />
El genio<br />
Estoy en la playa, tendido al sol, disfrutando de<br />
una suave brisa y adormecido por el sonido acompasado<br />
de las olas.<br />
Diviso una botella que el mar arrojó a la orilla;<br />
la cojo, está tapada y bien tapada, me cuesta trabajo<br />
abrirla y cuando lo consigo, quedo espantado, porque<br />
con un tremendo silbido, surge un genio del interior<br />
de la botella.<br />
Yo creía que esto solo sucede en los cuentos de<br />
las Mil y Una Noche. Después del susto, al liberar al<br />
genio, éste me recompensará con bienes y riquezas,<br />
de modo que me siento afortunado; y, efectivamente,<br />
el genio, agradecido, viene hacia mí, trae una carpeta<br />
con fotos y documentos y me dice:<br />
—Estás de suerte, ya que por soltarme, mira lo<br />
que tengo para ti: un precioso chalet adosado, con<br />
cuatro dormitorios, tres baños, jacuzzi, cocina amueblada,<br />
garaje, trastero, caseta para el perro, ah y todo<br />
ello en una parcela de mil metros. Y como me has<br />
salvado, en agradecimiento, para ti, sólo por doce mil<br />
euros al mes durante treinta años; si firmas ahora, te<br />
111
112<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
regalaremos un rascador para la espalda, un molinillo<br />
de café y un tomo de las Mil y Una Noches, encuadernado<br />
en piel y dedicado por Alí Baba y Simbad el<br />
marino.<br />
—Vete a la puñeta —le digo al genio—, que no<br />
quiero hipotecar mi vida y no sé a quién contratan los<br />
de las inmobiliarias con tal de vender un chalet.<br />
El genio se va, es decir, se mete en su botella<br />
renegando:<br />
—Joder vaya día, me sacan cinco veces de la botella<br />
y no vendo ni un puto chalet.
Cuentos de un pintor<br />
El estuche<br />
¡Pero, hombre de Dios, cómo has podido hacer<br />
eso! Cómo has podido causarte tanto daño, a ti<br />
mismo y a tus conocidos, a tus amigos, a los que te<br />
queríamos; tú precisamente, que pasaste por lo que<br />
pasaste, como has podido...<br />
Yo no lo comprendo, quizás no te entendí nunca,<br />
quizás no estuve a tu altura, porque ya sabias que no<br />
soy nada más que un funcionario, un empleado del<br />
Metro, jefe de estación, para más señas<br />
Recuerdo como si fuese ayer, el día en que te<br />
conocí: te acercaste a la ventanilla y me dijiste medio<br />
en broma:<br />
— Qué, trabajando de topo sin ver el sol...<br />
Recuerdo que te contesté:<br />
—Pues hay empleos peores, y hoy el sol es un lujo<br />
para privilegiados...<br />
Desde entonces, muchos días echábamos una parrafada,<br />
porque casi siempre cogías el Metro cuando<br />
no había nadie.<br />
Me decías que eras músico, compositor y violinista,<br />
aunque eso ya lo sabía por tu aspecto y por el<br />
113
114<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
inseparable estuche del violín. Tocabas en la Orquesta<br />
Nacional, en el Auditorio, que coge aquí cerca, por<br />
eso venías con tanta frecuencia, así durante varios<br />
años, en los que nuestra amistad se fue consolidando.<br />
Tú me tratabas de igual a igual; a veces, cuando lo<br />
permitía mi trabajo, pasabas por esta puerta de cristal<br />
y charlábamos un rato. Al principio nos tratábamos<br />
de usted, pero pronto me hablaste de tu veneración<br />
por la igualdad:<br />
—Mire usted Adolfo, no somos iguales en fisonomía,<br />
ni en inteligencia, ni en otras muchas cosas<br />
pero si lo somos en dignidad, en respeto, así es que<br />
dejemos el usted tranquilo.<br />
Desde entonces nos tuteábamos.<br />
Nuestros breves coloquios versaban con frecuencia<br />
sobre música, que aunque yo no estuviese<br />
a tu altura, me gustaba oír tus comentarios y me<br />
recordaban aquella época de mi juventud, cuando<br />
asistía con mis padres a los conciertos; también, de<br />
vez en cuando, me proporcionabas entradas para el<br />
Auditorio. Otras veces hablábamos de política, o<br />
de historia, y en cierto modo, me liberaba de esta<br />
vulgaridad que me rodea: ¡Adolfo has visto el gol<br />
de Juanirri! Me dice alguno y otro me comenta: has<br />
visto como está la Pantoja...Ese es el plato de todos<br />
los días.<br />
Te pregunté por tu familia y golpeaste con la<br />
mano el estuche del violín y me dijiste:<br />
—Aquí tienes a mi familia, mi mujer, mi amante,<br />
mis hijos; mira Adolfo, cuando apoyo el violín
Cuentos de un pintor<br />
en mi hombro, es como si los sintiese a todos ellos,<br />
en el perfume de la madera, en la tensión de las<br />
cuerdas...y cuando paso el arco por ellas y surge su<br />
voz, esa emoción no te la proporciona ni la mejor<br />
amante.<br />
Un día, en el que no hubo servicio, por averías,<br />
sentado aquí, en este mismo sillón de oficina, charlamos<br />
largamente. Me contabas tus inicios en la música,<br />
tú estancia en Alemania para perfeccionar la técnica<br />
del violín, pero me extrañó que carecieses de una vida<br />
como la de las otras personas, aunque mencionabas<br />
los ligues con algunas admiradoras; también me<br />
confesaste tu ilusión por el estreno del concierto para<br />
violín y cuerda que compusiste. Yo, por primera vez,<br />
te hablé de mí mismo: de cómo nací en el seno de<br />
una familia adinerada dedicada a los negocios y a las<br />
finanzas, de cómo yo iba para ingeniero de caminos,<br />
con notas brillantísimas y con unos proyectos y dibujos<br />
de puentes que llamaron la atención; el realizarlos<br />
era también mi gran ilusión. Pero la muerte de mi<br />
padre en la cárcel, por fraude o estafa en todos nuestros<br />
negocios, nos dejó en la más absoluta ruina y dio<br />
al traste con mis proyectos. Tuve que colocarme en lo<br />
primero que surgió, de topo, como tú bien dices, y<br />
acorazarme de vulgaridad para que la vida no me hiera<br />
tan hondamente. También recuerdo que traje mis<br />
antiguas carpetas y te enseñé mis dibujos de puentes,<br />
aunque remover ese pasado me inunda de tristeza. Tú<br />
me dijiste que eran etéreos y que te sugerían el vuelo<br />
de una gaviota sobre el mar.<br />
115
116<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
Fue al día siguiente de nuestra extensa charla,<br />
cuando aconteció el suceso que desencadenaría la<br />
tragedia final.<br />
Yo estaba aquí arriba en mi despacho y no lo presencié,<br />
pero los vigilantes y tú mismo me lo contasteis:<br />
bajaste al andén, te sentaste en un banco esperando la<br />
llagada del metro, habías puesto el estuche del violín a tu<br />
lado, cuando se sentaron en el mismo banco dos jóvenes<br />
de mal aspecto; inesperadamente, uno de ellos cogió el<br />
estuche con el violín y corrió hacia el metro que llegaba<br />
en ese momento, tú corriste tras él, con tan mala fortuna<br />
que caíste a la vía entre dos vagones cuando el metro iba<br />
a ponerse en marcha.<br />
Me habías contado el horror de esos instantes: oíste<br />
el silbato para ponerse en marcha, como se cerraban las<br />
puertas, gritaste pidiendo socorro, pero la voz no salió<br />
de tu garganta; ya sentías esa oscuridad que precede a la<br />
nada, y cruzó por tu mente, como relámpago, una extraña<br />
curiosidad ante el misterioso tránsito hacia la muerte.<br />
En ese momento, en ese último segundo, alguien tiró de<br />
la alarma y el Metro no se puso en marcha.<br />
Te sacaron de allí, te subieron aquí a mi despacho<br />
y uno de los vigilantes capturó a los ladrones y recuperó<br />
tu violín. Tenías roto algún hueso de la mano<br />
izquierda.<br />
Desde entonces no fuiste el mismo y aunque tú<br />
me lo negases, no fuiste el mismo, te lo dije yo, que<br />
te conozco desde hace bastantes años.<br />
No viniste por aquí durante un par de semanas,<br />
y es normal que uno no vuelva al lugar donde vio tan
Cuentos de un pintor<br />
de cerca a la muerte. Al fin, un día apareciste con tu<br />
mano escayolada y el inseparable estuche en la otra,<br />
aunque me figuro que no podrías tocar en esas condiciones.<br />
Con voz lúgubre me dijiste:<br />
—Adolfo me jubilan, porque no volveré a tocar<br />
el violín.<br />
Yo te expliqué que sería una buena solución, porque<br />
para mí la jubilación significaría ver el sol todas<br />
las mañanas, liberarme de este puñetero horario, marchar<br />
a mi apartamento de Benidorm con mi mujer y<br />
los chicos cuando me viniese en gana; además, te dije<br />
que en todas las profesiones existe la jubilación y tú<br />
me contestaste, casi enfadado:<br />
—Adolfo, el arte no es una profesión, es una pasión,<br />
es como fuego que todo lo devora y cuando esa<br />
llama o esa pasión se apaga, solo quedan cenizas.<br />
Viniste algunas otras veces, siempre alicaído y con<br />
el semblante velado por la tristeza; te aconsejé asumir<br />
esa situación, creo que me respondiste:<br />
—Adolfo, tú no sabes lo que es contar los segundos,<br />
los minutos, las horas, lentas como siglos, esperando<br />
que trascurra ese tiempo vacío...<br />
Y yo pensé en ese momento: joder, si te hubieses<br />
encontrado en mi lugar, viendo pasar un Metro y otro<br />
Metro, abrirse y cerrarse las puertas, entrar y salir la<br />
gente, un día y otro día, año tras año, siempre igual,<br />
joder, que hay que echarle mucho valor, sobre todo<br />
cuando en la juventud se tuvo una educación esmerada<br />
y la cabeza llena de ilusiones y proyectos. Todo esto<br />
que pienso o que me digo a mí mismo, si estuvieses<br />
117
118<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
vivo, te lo diría en la cara, aunque, conociéndome<br />
como me conozco, no sé si tendría valor para ello.<br />
Una mañana, qué día tan aciago, apareciste por<br />
aquí, estabas más sereno, había desaparecido esa<br />
nube de tristeza que envolvía tú figura, tocaste a los<br />
cristales por si podías entrar, habías dejado el violín a<br />
un colega de la orquesta y me pedías que te guardase<br />
el estuche y unas partituras; los pusimos aquí en esta<br />
estantería, donde aún permanecen, bajaste al andén.<br />
Al poco, siento un enorme griterío, pienso que<br />
algo ocurre y en ese momento sube uno de los vigilantes,<br />
demudado y gritando:<br />
—¡El músico, el músico! ¡Que se ha tirado al Metro,<br />
que ha muerto!<br />
El hombre subía mal y estuvo vomitando. Bajé<br />
corriendo. Carlos García, el conductor también estaba<br />
alterado, no pudo evitar nada.<br />
No quiero recordarlo, no quiero que permanezca<br />
en mi memoria, no quiero que haya ocurrido esto,<br />
porque ha pasado una semana y aún sigo dándole<br />
vueltas en mi cabeza, como un mal sueño.<br />
Y aquí están en la estantería el estuche y las partituras,<br />
que supongo serán del concierto para violín<br />
y cuerda, que junto con mis dibujos de puentes,<br />
dormirán, en cualquier rincón polvoriento, el eterno<br />
sueño del olvido.
Cuentos de un pintor<br />
Las armas no matan...<br />
Preparo mi desayuno, como siempre en la cocina.<br />
Huele a pan tostado, a café recién hecho. En la<br />
mesa las tostadas, la mantequilla, el queso, la fruta<br />
y un zumo bien frío, como a mí me gusta; porque<br />
hay que desayunar fuerte para afrontar los retos<br />
del nuevo día. En ese momento llaman al portero<br />
automático. ¿Quién será tan temprano? Me digo a<br />
mí mismo.<br />
-¿Quien es? —Pregunto por el inoportuno<br />
aparato.<br />
Se oye una voz, distorsionada por la mala calidad<br />
del chisme:<br />
—Señor le traigo un paquete, ábrame.<br />
Le abro y le digo:<br />
—Súbalo y le firmaré el recibo.<br />
—Lo siento señor, GG pero no puedo subirlo,<br />
lo dejo en el portal porque estoy interrumpiendo el<br />
tráfico.<br />
—Pero oiga...<br />
Nada el tío ya se ha largado y ahora me toca a mí<br />
bajar en pijama, cosa que me fastidia sobre manera,<br />
119
120<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
menos mal que no me encontraré a nadie: los del<br />
primero no están, los de los otros pisos se van más<br />
temprano y la ancianita del quinto no sale de su casa.<br />
Así es que subo el paquete. Es alargado, envuelto<br />
perfectamente en papel de embalar, pero no trae<br />
nombre ni dirección alguna y como no quiero tomar<br />
el café frio, lo dejo sobre la encimera y desayuno<br />
tranquilamente. Después, cuando ya he recogido y<br />
puesto los cacharros en el lavavajillas, me dedico al<br />
misterioso paquete.<br />
Lo abro, dentro viene una caja de polietileno y<br />
cuando levanto su tapa, quedo sorprendido. Al principio<br />
no identifico el contenido, pero pronto comprendo<br />
que se trata de un rifle o algo similar. Trae también<br />
una mira telescópica y una caja con munición.<br />
¿Quién me lo habrá enviado? Porque yo no soy<br />
cazador ni aficionado a las armas.<br />
Armo el rifle, siguiendo las instrucciones de un<br />
librito que viene en la caja, y, en verdad, es la obra perfecta<br />
de un maestro armero. Paso mis dedos por el acero<br />
oscuro, empavonado, suave como una piel, después por<br />
la madera, finamente pulimentada, acaricio sus formas,<br />
introduzco mi dedo hasta el gatillo con su curva tan<br />
erótica... finalmente presiono en el cañón y en la culata<br />
: el arma se abre como una amante complaciente y me<br />
otorga su oscuro orificio. En él introduzco una de las<br />
balas que saco de la caja de munición y con una ligera<br />
presión, vuelvo el rifle a su posición normal. A continuación,<br />
instalo la mira telescópica y para probarla,<br />
apunto al dibujo que hay sobre la librería del salón: es
Cuentos de un pintor<br />
como si la tuviese a un palmo, ¡joder que buen dibujante<br />
es Antonio! Pero me falta más distancia para probar su<br />
capacidad. Por eso me dirijo a la ventana que da sobre la<br />
Avenida del General Pérez Manso, apunto a los árboles,<br />
veo sus hojas como si las tuviese aquí mismo, enfoco a<br />
la gente, a sus caras que la mira agranda.<br />
Apunto a un hombre que camina con una bolsa<br />
de plástico en la mano. Diviso su frente amplia, su<br />
pelo que blanquea en las sienes, sitúo la cruz del visor<br />
en medio de esa frente y oprimo el gatillo. Yo soy<br />
el primer sorprendido por la detonación, mientras<br />
el hombre se derrumba como un edificio al que le<br />
fallan los cimientos. En ese momento, como el que<br />
despierta de un sueño, vuelvo a la realidad. ¡Dios mío<br />
he matado a una persona! ¡Me he convertido en un<br />
asesino! Trunco una vida y arruino la mía. ¿Qué poder,<br />
qué maleficio ejerce este maldito rifle, que ahora<br />
quema mis manos? Pero tengo que esconderlo, antes<br />
que llegue la policía. Si lo oculto bajo la mesa, lo encontrarán,<br />
si lo escondo entre los colchones, lo encontrarán,<br />
si lo meto en el altillo lo encontrarán también,<br />
lo esconda donde lo esconda, siempre lo encontrarán.<br />
Me espera la comisaría, los interrogatorios, la cárcel.<br />
Adiós a mi carrera, a mi empleo, a mi próxima boda<br />
con Rosa. Me dejo caer en el sofá, derrotado, abatido,<br />
porque ya no hay lugar para la esperanza. Y en ese<br />
momento, cuando todo está perdido, una extraña serenidad<br />
se apodera de mí y pienso con claridad: ¿quién<br />
ha podido enviarme esta arma fatal? Quizás fue el azar,<br />
alguien que quiso desprenderse de ella y el dejó en un<br />
121
122<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
portal cualquiera. Pues lo mismo haré yo. Así es que me<br />
visto rápidamente, desarmo el rifle, lo coloco en su caja,<br />
la envuelvo bien y corro a la primera boca del metro,<br />
dejo pasar diez o doce estaciones y salgo a la calle, en una<br />
zona de la ciudad, para mi desconocida. Es una avenida<br />
amplia, con modernos edificios, lujosas tiendas. Se llama<br />
Paseo del Pintor Alcaraz. Camino por la acera y me paro<br />
en un número cualquiera: el 17. Llamo en el portero<br />
automático y se oye una voz que pregunta:<br />
—¿Quién es?<br />
—Señor le trigo un paquete, ábrame.<br />
—Le abro y suba el envío —contestan por el<br />
aparato.<br />
—No puedo subirlo porque estoy mal aparcado e<br />
interrumpo el tráfico, se lo dejo en el portal.<br />
—Pero que puñeta de agencia es esa —gritan por<br />
el portero automático y a continuación— bien bajo<br />
en seguida.<br />
Yo me marcho rápidamente a casa. Ya en ella llamo<br />
a mi oficina y explico que esta noche padecí un cólico<br />
y me encuentro mal. Me dicen que me quede en casa<br />
hasta que esté restablecido. Después telefoneo a Rosa,<br />
le cuento mi indisposición y le digo que no venga, porque<br />
dormiré todo el día ya que no pegué ojo en toda la<br />
noche.<br />
No sé como podré vivir con esta muerte, con esta<br />
culpa sobre mi conciencia. Creo que debería entregarme<br />
y confesar todo.<br />
Por la tarde vienen dos señores que dicen ser<br />
policías:
Cuentos de un pintor<br />
—Señor, investigamos la muerte de un hombre<br />
por un disparo de rifle en la cabeza ¿Estaba usted en<br />
casa esta mañana a las ocho treinta?<br />
—Pues sí señores, a esa hora, vomitaba ya que me<br />
encontré mal por la noche.<br />
—¿Y no oyó usted el ruido de un disparo?<br />
—Pues no señores, no oí nada.<br />
—¿Tiene armas de fuego?<br />
—No, nunca las he tenido.<br />
Así acaba el interrogatorio.<br />
Esta noche no he podido dormir, torturado por la<br />
preocupación y la angustia. Al día siguiente vuelvo a<br />
la oficina, todos se extrañan de mi mal aspecto:<br />
—Te tenías que quedar en casa si no te encuentras<br />
bien— me dicen. Rosa también me ve preocupado y<br />
como ausente<br />
—¿Pero qué te pasa? —inquiere.<br />
A la mañana siguiente, me esfuerzo por recuperar<br />
la normalidad. Compro el periódico en el quiosco de<br />
siempre y me dirijo a la oficina en metro; ya en el vagón,<br />
sentado, leo el periódico como suelo hacer habitualmente.<br />
Primero ojeo la primera plana con las noticias más<br />
importantes, pero cuando llego a las páginas de sucesos,<br />
el diario se me cae de las manos, un sudor frío inunda<br />
mi cuerpo, porque la noticia me aterroriza: Muere una<br />
mujer de un disparo de rifle en la cabeza, frente al número<br />
17 en el Paseo del Pintor Alcaraz.<br />
¿Quién dijo que las armas no matan, que matan<br />
las personas?<br />
123
Cuentos de un pintor<br />
La hoja de higuera<br />
Soy Adán Schneider, el alemán, como me conocían<br />
por aquellos pueblos. Me encuentro en este<br />
apartamento de una maldita urbanización. Tengo<br />
entre mis manos un libro de Eva, mi mujer, se trata<br />
de la Biblia. La abro por el Génesis, donde puse,<br />
como señal, una hoja de higuera, ya un poco mustia<br />
por las semanas transcurridas; es una hoja grande, de<br />
un verde oscuro, satinada por la cara y surcada por<br />
nervios de verde más claro, casi amarillentos y que<br />
forman como una red en el envés. Esta hoja conserva<br />
su intenso olor, ese perfume que activa mi memoria y<br />
me trae tantos recuerdos.<br />
Leo en la página señalada que un ángel, con espada<br />
flamígera, expulsó a Adán y Eva del paraíso, y siento<br />
su profundo dolor, porque su dolor es mi dolor, su<br />
pena es mi pena y su angustia, al perder todo a lo que<br />
se adaptaron, es también mi angustia, que igual que a<br />
ellos a mí me han arrojado del paraíso.<br />
En mi caso no fue un ángel con espada flamígera,<br />
sino Ángel García, alcalde del pueblo y que, además,<br />
maneja una de las excavadoras.<br />
125
126<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
No sé si Adán se volvió furioso contra el ángel y<br />
tampoco sé si éste le contestaría:<br />
—No me diga nada que yo soy un mandado—<br />
como me dijeron a mí.<br />
Yo me hubiese revuelto, como un perro rabioso,<br />
contra el que manda al mandado, mordería sus manos,<br />
talaría a hachazos el árbol de la ciencia del bien y del<br />
mal y todos los árboles que se me antojasen, clavaría mis<br />
dientes en manzanas, peras y en todas las frutas prohibidas,<br />
porque la trasgresión reina en el corazón de los que<br />
no pertenecen al rebaño de los sumisos.<br />
De mi juventud preferiría no acordarme. Sus<br />
recuerdos me queman como una hoguera mal apagada;<br />
así quisiera olvidar mi afiliación sin convicción<br />
alguna a las juventudes hitlerianas, éramos los mejores<br />
y resultó que fuimos los malos, los peores. Luego la<br />
guerra, los bombardeos, la humillación al soportar la<br />
satisfacción y la jactancia de los vencedores; después<br />
mi trabajo en una gasolinera, el olor a gasoil, a gasolina,<br />
a mecánica, que junto con el ruido embota los<br />
sentidos; mis estudios por la noche y al fin la liberación<br />
de la maldita estación de servicio, cuando conseguí<br />
un puesto en la biblioteca. Mi vida transcurriría<br />
dedicada a los libros y a la erudición.<br />
Luego estaban las vacaciones, perfectamente<br />
organizadas; no importaba al país al que fuésemos,<br />
continuábamos con las mismas comidas, el mismo<br />
idioma y los mismos tenderetes donde vendían cosas<br />
absurdas para el rebaño turístico. Lo mejor de todos<br />
aquellos años fue hallar a Eva.
Cuentos de un pintor<br />
¿Cómo encontramos lo que yo llamo el paraíso?<br />
Creo que por pura casualidad. Estábamos hartos de<br />
tanta organización y rutina; quizás también porque<br />
no nos satisfacía el rumbo que tomaban nuestras vidas,<br />
que nos dejaba como un vacío, como una sed de<br />
algo distinto. Un día nos internamos por una región<br />
desconocida para el turismo: carreteras polvorientas,<br />
pueblos abandonados y el desierto... de pronto al<br />
salir de un desfiladero, el edén ante nuestros ojos;<br />
nos bajamos del coche, sentí la mano de Eva en mi<br />
mano, sus latidos y nuestra emoción compartida e<br />
intuí que aquel lugar cambiaría nuestras vidas. Contemplábamos<br />
un valle prolongado a lo largo del río,<br />
poco caudaloso; al fondo, lejanísima, la montaña de<br />
un azul transparente, como una utopía inalcanzable,<br />
coronada de nieve; a la izquierda la sierra caía casi a<br />
pico, mientras que a la derecha otra montaña lejana se<br />
iba degradando hasta formar un desierto de infinitas<br />
colinas, corroídas por la erosión y tan solo habitadas<br />
por el viento, surcadas de profundos barrancos, bajo<br />
un cielo implacable, hiriente de luz; contrastando con<br />
el desierto, en el valle prosperaba la exuberante vegetación<br />
. Al río le acompañaban fieles cañaverales y por<br />
las pendientes de la montaña se escalonaban bancales<br />
de parras, naranjos, huertos; dominando todo el paisaje<br />
un cortijo abandonado, casi en ruinas.<br />
Compramos el cortijo y sus tierras circundantes;<br />
nos dedicamos a reconstruirlo y a organizar nuestra<br />
nueva vida. Recuerdo que en los ratos de descanso,<br />
Eva, mi mujer, leía su Biblia, ahora por el párrafo en<br />
127
128<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
donde Adán en su recién estrenado edén, va poniendo<br />
nombre a todas las cosas: esto se llamará árbol, esto<br />
flor, a esto le llamaremos roca... Al no conocer apenas<br />
el nuevo idioma, fue emocionante para mí, como para<br />
Adán, el aprender el nombre de cada cosa.<br />
Para restaurar el cortijo, contraté a unos hombres<br />
del pueblo cercano, que además me ayudaron a enriquecer<br />
mi vocabulario; así aprendí lo que era acequia,<br />
caña, pita, azahar, roca, limonero, parra, y toda la variedad<br />
de plantas que crecía o se cultivaban en nuestro<br />
edén, y que constituirían nuestro sustento y recreo.<br />
También mis oídos despertaron a unos sonidos<br />
nuevos: el canto de los pájaros, el pío pío bullanguero<br />
de los gorriones en el alero, el canto del jilguero,<br />
alegre y divertido, el grito agudo del vencejo; el canto<br />
del mirlo, lejano y triste, en los atardeceres de un<br />
otoño de chopos amarillos, el ruido de la brisa entre<br />
los cañaverales, el murmullo del agua, el de la rana<br />
asustada al zambullirse en la charca. Por fin escuché<br />
en el fondo de silencio el leve rumor que producen<br />
al volar miles de insectos buscando su alimento entre<br />
las flores.<br />
Y como el perro que olfatea un rastro, aprendí a<br />
identificar las cosas por sus olores, olor a miel de los<br />
almendros en flor, el perfume amargo de las adelfas,<br />
el olor intenso de las higueras, el de la parra en flor,<br />
que perdurará en mi memoria o tal vez ¿no será ese<br />
perfume la memoria misma? Y cuando abría la compuerta<br />
de la acequia para regar los bancales: el olor a<br />
tierra mojada.
Cuentos de un pintor<br />
Algunas veces íbamos al desierto, que aquí llaman<br />
la solana, caminábamos por las ramblas, donde<br />
crece la adelfa, subíamos a los cerros y volvíamos<br />
con haces de tomillo que impregnaban con su olor<br />
toda la casa.<br />
Durante muchos años vivimos tranquilos, sosegadamente,<br />
renunciando quizás a las ventajas tecnológicas<br />
que ofrecen los nuevos tiempos, pero en cambio<br />
aprendimos técnicas y oficios que se han perdido;<br />
por ejemplo, lo referente al esparto, que proporcionó<br />
trabajo a mucha gente en esta región. El esparto crecía<br />
en aquellos montes. Cogíamos haces de esta planta y<br />
formábamos manojos bien atados, los sumergíamos<br />
en la alberca durante bastantes días, hasta que la corrupción<br />
destruía las partes duras; después, ya secos,<br />
los majábamos con un mazo de madera y el resultado<br />
era una fibra dúctil y suave con la que tranzábamos<br />
cuerdas de tres o de cinco ramales; hacíamos hondas<br />
para tirar piedras o cestos para la fruta, que de todo<br />
aprendimos.<br />
También aprendimos a podar, a injertar y a conocer<br />
las distintas plantas que crecían espontáneamente<br />
en la sierra, pero, sobre todo, a adaptarnos a los ciclos<br />
y al ritmo de la naturaleza; así cuando planté un ciruelo<br />
supe esperar años hasta tener en mis manos las<br />
oscuras ciruelas, envueltas en su polvo morado.<br />
En mi anterior vida, durante mis estudios y mi<br />
licenciatura en filosofía, yo creía que los libros lo enseñaban<br />
todo. Aquí, durante esos años, comprendí que<br />
sólo son como una sombra imprecisa de la realidad, y<br />
129
130<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
que la sabiduría la proporciona la vida y el gran libro<br />
que es la naturaleza.<br />
Creo que en las grandes ciudades, con la vida trepidante,<br />
la gente no piensa y eso les hace manejables<br />
como un rebaño de ovejas. Yo aquí, sentado bajo la<br />
parra o bajo la higuera, como en el jardín de Epicuro,<br />
medito y pienso mientras va cayendo la tarde, los<br />
montes se tiñen de violeta y el azul del cielo se torna<br />
en un añil oscuro, misterioso.<br />
Mi relación con los campesinos de estos lugares<br />
fue siempre buena, eran gente sencilla y amable.<br />
Como por aquí no llegó el turismo, yo era el primer<br />
extranjero que conocían y comprendí su curiosidad<br />
hacia mí y su incomprensión hacia mi forma de vivir.<br />
Para ellos constituía un honor invitarme a sus fiestas<br />
o a sus celebraciones, que casi siempre consistían en<br />
grandes comilonas.<br />
Recuerdo una vez que me invitaron a comer un<br />
cabrito en el campo. Era un día claro, de primavera;<br />
la naturaleza vibraba en su verde esplendor con la<br />
alegría de lo que nace de nuevo. Comimos el cabrito,<br />
bebimos de aquel vino recio y áspero que ellos<br />
mismos hacen. Yo me recosté en la hierba, reseca y<br />
olorosa y de pronto esa barrera infranqueable, entre<br />
el paisaje y yo, desapareció; por un instante fui monte,<br />
árbol, río, milano en su caligrafía azul, colina.<br />
Comprendí entonces la unidad de todo lo creado y<br />
por un momento sentí muy cerca lo divino. Después<br />
he pensado que aquél éxtasis fue obra del vino, bebido<br />
en abundancia.
Cuentos de un pintor<br />
Un día, aciago día, recibí una carta del ministerio<br />
de obras públicas; en ella se me comunicaba la<br />
expropiación de mis tierras para la construcción de<br />
una autopista. Abriría el valle al turismo, comunicaría<br />
los distintos pueblos, actualmente mal comunicados,<br />
aportaría riqueza y prosperidad; en fin mil razones<br />
para justificar tanta atrocidad.<br />
Guardé la adversa noticia dentro de mí, como un<br />
nido de venenosas serpientes, hasta que no pude más<br />
y se lo dije a Eva; sentí su mano en mi mano, esta vez<br />
empapada en lágrimas. Presentamos recursos, luchamos,<br />
pero todo fue inútil. Comprendí entonces que<br />
el hombre solo cuenta con dos paraísos: uno lo pierde<br />
al nacer y el otro al morir, lo gana.<br />
Una mañana se presentó Ángel García con las<br />
excavadoras; yo le increpé duramente:<br />
—A qué vienes, ángel caído, que a demonio no<br />
alcanzas, que a muerte sí, armado de guadaña en<br />
forma de excavadora, y dejas detrás de ti un rastro de<br />
escombros y desesperanza.<br />
Tuvimos que marcharnos, y no quise llevarme<br />
nada, ni la jarra de picos para refrescar el agua, ni la<br />
artesa donde se amasa el pan, ni las sillas de enea, ni<br />
el gorrión del alero, ni la furtiva cucaracha. Y como<br />
Adán que salió con una hoja de parra, yo me traje<br />
tan sólo esta hoja de higuera testigo y memoria de mi<br />
desgracia.<br />
131
Cuentos de un pintor<br />
El semaforo<br />
He dormido mal. Dos ideas contrapuestas, obediencia<br />
y rebeldía, invadieron mi cerebro, convirtiéndolo en<br />
campo de batalla, e impidiéndome conciliar el sueño.<br />
Por fin, ya de madrugada, como pájaro que escapa de la<br />
jaula, desaparecieron y me quedé tranquilo.<br />
Por la mañana, después de asearme y vestirme,<br />
bajo a desayunar aquí al lado, al bar donde suelo hacerlo<br />
casi siempre.<br />
Buenos días don Arcadio —me saluda Ricardo el<br />
camarero— ¿Lo de siempre?<br />
Lo de todos los días consiste en zumo de naranja,<br />
tostadas y café con leche.<br />
Le explico a Ricardo que me encuentro regular y<br />
que solo tomaré té. Después me acerco al semáforo para<br />
cruzar la amplia avenida; como está en rojo, espero unos<br />
segundos hasta que se pone en verde, en ese momento<br />
la gente cruza pero yo no lo hago.<br />
—¿Pasa usted? —me dice una señora.<br />
—No señora, no paso —le contesto.<br />
Y no cruzo porque no quiero que un estímulo<br />
exterior condicione mis decisiones. Quiero ser li-<br />
133
134<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
bre, no deseo obedecer a ese maldito aparato que<br />
nos dice cuando debemos cruzar o cuando no; por<br />
lo tanto, cruzaré cuando a mí me venga en gana,<br />
mientras permaneceré aquí quieto plantado como<br />
un árbol hasta que dentro de mí se resuelva esta<br />
duda: cruzar o no cruzar. Claro que, para ejercer<br />
mí libre albedrío, podría pasar con el semáforo en<br />
rojo, pero ahora pienso que ocurrirían dos cosas:<br />
primera, que me aplastase uno de estos vehículos<br />
que circulan a tan gran velocidad; la otra, que mí<br />
decisión sería tan solo una reacción contra la luz<br />
verde y no un acto de mi propia libertad; asi es que<br />
permanezco aquí quieto, inmóvil, siendo la atracción<br />
y la curiosidad de los transeúntes, que a veces<br />
me dicen:<br />
—Señor le ayudo a cruzar —o bien…<br />
—Señor ya está verde y puede usted pasar.<br />
Observo cómo la gente se mueve, circula, transita<br />
al ritmo y bajo el dictado de los guiños verdirrojos<br />
de estos aparatos que llamamos semáforos. Y como<br />
en mi cabeza los pensamientos hierven como en una<br />
olla a presión, se me ocurre imaginar ahora que el<br />
mundo entero se mueve también bajo las órdenes de<br />
unos semáforos más o menos simbólicos: tenemos<br />
por ejemplo a los tiranos que encienden la luz verde<br />
de sus semáforos, para que comiencen las más feroces<br />
represiones y una manada de asesinos crucen la calle<br />
que separa las aceras del bien y del mal. Digo manada,<br />
y debería decir rebaño de ovejas, porque si por lo menos<br />
fuesen manada de lobos, quizás tendrían el coraje
Cuentos de un pintor<br />
de decir ¡no mato! como yo digo ¡no cruzo! Pero los<br />
semáforos mandan y la gente se doblega en aras de la<br />
obediencia debida.<br />
Ya llevo muchas horas aquí con el cuerpo inmóvil<br />
y la mente agitada. Se acerca Ricardo, el camarero del<br />
bar y me dice:<br />
—Don Arcadio lleva usted mucho tiempo ahí ¿Le<br />
ocurre algo? ¿Llamo a su familia?<br />
Le explico que no me sucede nada, simplemente<br />
que no estoy a las ordenes de ningún maldito semáforo.<br />
—Como usted mande don Arcadio, yo solo quería<br />
ayudarle.<br />
Sigo en mi inmovilidad mientras pasan las horas,<br />
porque ya debe acercarse la hora del aperitivo, ya que<br />
el bar aquí a mi espalda se va llenando de clientes.<br />
Como es un bar elegante, en un barrio elegante, no<br />
huele a calamares ni a fritanga; aquí los señores toman<br />
güisqui o selectos vinos y canapés de salmón o caviar.<br />
Muchos salen a la puerta con el vaso en la mano y me<br />
miran con curiosidad. Siento sus cuchicheos:<br />
—Lleva así desde esta mañana... no sé que pretenderá...<br />
estará chiflado, deberíamos hacer algo...<br />
Pero yo sigo en mis trece, viendo como pasa el<br />
tiempo. Ya debe ser la hora de la siesta, porque disminuye<br />
el tráfico y desaparece la gente. Se me acerca otra<br />
vez Ricardo que me pregunta:<br />
—¿Don Arcadio, le traigo un caldito caliente y un<br />
canapé de salmón?<br />
—Hombre, eso no vendría mal ya que no afectará<br />
a mi duda existencial u ontológica.<br />
135
136<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
—Lo de existencial y ontológico no lo entiendo,<br />
me suena a chino, pero se toma usted el caldito, deja<br />
esas zarandajas y se marcha a su casa, que lleva usted<br />
muchas horas como un pasmarote.<br />
Después del caldito que tomo sin moverme de mi<br />
sitio, ni de mi postura, contemplo cómo va cayendo la<br />
tarde, cómo van cruzando por el semáforo señoras que<br />
acaban de recoger a sus niños del colegio, cómo la circulación<br />
se torna más intensa hasta degenerar en atasco.<br />
Poco a poco se van encendiendo las luces y los coches ya<br />
circulan con los faros encendidos. El bar se llena otra vez<br />
de gente, se oyen ruidos de copas, se forman otra vez los<br />
corrillos y otra vez soy el centro de su atención:<br />
—Sí, debe ser un perturbado... así desde esta<br />
mañana...<br />
Y por encima de estas voces la de Ricardo que<br />
habla por el móvil:<br />
—Sí, todo el día... vengan pronto ¿la dirección?<br />
Avenida del pintor Francisco Alcaraz 47, sí<br />
gracias...<br />
Al poco llega una ambulancia del Samur, aparca<br />
en la acera de enfrente y de ella descienden dos personas<br />
vestidas de uniformes reflectantes; se acercan a<br />
mí y me preguntan:<br />
—Vamos a ver, señor ¿qué le ocurre?<br />
Les explico que no me ocurre nada, simplemente<br />
que no quiero obedecer al semáforo, que me he cansado<br />
de ser sumiso y que como aquel otro que en el<br />
principio de los tiempos dijo ¡non servire! Yo digo ¡no<br />
cruzo!
Cuentos de un pintor<br />
—Pues tendrá que cruzar hasta la ambulancia,<br />
hágalo por las buenas... —me dicen.<br />
—De acuerdo, pero ustedes son testigos de que<br />
no claudico ante semáforo alguno.<br />
Cuando intento moverme tengo las piernas entumecida<br />
o con un calambre y son los sanitarios los que<br />
me introducen en la ambulancia. Me ponen algo en<br />
un dedo, me tienden en una camilla y uno de ellos le<br />
dice al conductor:<br />
—Pepe, tira para el siquiátrico.<br />
137
Cuentos de un pintor<br />
El anzuelo<br />
Sus ojos, redondos e inexpresivos, no denotaban<br />
nada, pero sus bocas…sus bocas que se abrían y cerraban<br />
de manera convulsa, rebelaban la tragedia de ser<br />
arrancados, violenta, dolorosamente, de un mundo,<br />
para ser arrojados a otro donde sobrevivían tan solo<br />
unos pocos segundos. Si aquellos peces tuviesen voz,<br />
sus gritos, sus alaridos apagarían el ruido de las olas.<br />
Por sus muchos años de afición a la pesca, o quizá<br />
también porque la rutina acaba apagándolo todo,<br />
Pedro Mendaña, contemplaba con indiferencia estas<br />
pequeñas agonías. Le dominaba la pasión por la pesca,<br />
como a otros les domina la pasión por los naipes o<br />
por las máquinas tragaperras. Unos y otros pocas veces<br />
quedan plenamente satisfechos de sus actuaciones<br />
y un fracaso les induce a insistir con más ahínco en<br />
la afición favorita. En el caso de Mendaña, a veces un<br />
cebo inacabado, el mar demasiado agitado o las aguas<br />
claras en exceso, se lo ponían difícil; cuando todos<br />
estos factores concurrían favorablemente, entonces,<br />
era la apoteosis. Volvía al pueblo con el cesto repleto<br />
de pescado, que repartía entre sus amigos. Porque a él<br />
139
140<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
no le importaba el pescado, lo que le apasionaba era<br />
ese instante, ese largo segundo, cuando el pez muerde<br />
el anzuelo y se produce en las oscuras aguas un relámpago<br />
de plata, después del cual un pez se retuerce en<br />
la cesta.<br />
Pedro Mendaña era bajito, renegrido por los aires<br />
del mar. A pesar de rondar los sesenta años, casi todos<br />
sus amigos y vecinos del pueblo aún le seguían llamando<br />
Mendañita. Para ellos el mar estaba ahí, pero<br />
lo ignoraban, miraban casi siempre tierra adentro.<br />
Algunas veces, oían el bramido de las olas en los días<br />
de tormenta, o soportaban las frecuentes brumas.<br />
Además, aquella costa era poco propicia a ser visitada.<br />
Lo impedían las continuas tormentas, los escollos, los<br />
oscuros acantilados, pero, sobre todo, la superstición<br />
de las gentes que veían poblados de monstruos los<br />
fondos marinos; monstruos malignos, desconocidos,<br />
cuya presencia vislumbraban en las oscuras profundidades,<br />
o agazapados y ocultos entre las algas que,<br />
movidas por las ondas, parecían ejecutar una siniestra<br />
danza. Y bien que se lo advertían:<br />
—Mendañita, hombre, no frecuentes esos parajes,<br />
mira que por allí hay una presencia, algo misterioso y<br />
malvado; mira que en esos lugares desapareció el tío<br />
Felipe, el Seis Dedos; sólo encontramos su caña y los<br />
aparejos de pesca. Por más que los rastreamos, nunca<br />
apareció su cadáver.<br />
—Las corrientes marinas —objetó Mendaña.<br />
—Que no, Mendañita, que no fue el primero que<br />
desapareció, que tu serás muy leído, tendrás muchos
Cuentos de un pintor<br />
libracos que tratan de todo lo que existe sobre la tierra,<br />
pero ¿acaso se conocen a esos seres que habitan<br />
los abismos de la mar?<br />
Mendaña hacía caso omiso de estas advertencias.<br />
Supersticiones de estas gentes ignorantes, se decía. Donde<br />
no alumbra la razón, reinan las sombras del miedo. Y<br />
continuaba pescando en los mismos lugares, sobre<br />
todo en lo que llamaban El Covachón, una enorme<br />
hendidura en el acantilado, una especie de gruta marina<br />
que alcanzaba una insondable profundidad. Este<br />
paraje le producía escalofríos. Se sentía atraído por ese<br />
misterio de las oscuras aguas y el temor que su razón<br />
no lograba disipar. Era por allí donde obtenía sus mejores<br />
capturas, quizá porque ningún otro pescador se<br />
atrevía a frecuentar aquellos lugares.<br />
Aquella tarde Mendaña se acercó al Covachón,<br />
provisto de sus aparejos de pesca. Era una tarde triste<br />
de otoño. Algo extraño flotaba en el ambiente. El<br />
ruido del mar entre las rocas de la gruta le recordaba<br />
el ronquido de las fieras cuando inician su ataque.<br />
Montó la caña, preparó sus aparejos. Con sus tijeras<br />
cortó unas sardinas para que le sirviesen de cebo;<br />
machacó después las cabezas y las mezcló con tierra,<br />
arrojándolas al agua. Contempló cómo iban hundiéndose<br />
en la oscura profundidad. Por fin puso un cebo<br />
en el anzuelo y con su caña lo lanzó al agua. Esperó<br />
pacientemente, como siempre hacía, hasta que notó<br />
el primer tirón.<br />
Están tocando el cebo, se dijo, y a continuación,<br />
sintió el tirón definitivo. En unos instantes sacó del<br />
141
142<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
agua una hermosa lubina que se retorcía, pendiente<br />
del sedal como un destello. Se arrodilló para soltar<br />
el pez del anzuelo, y en ese preciso momento experimentó<br />
un terrible dolor en el hombro que le hizo<br />
lanzar un alarido. Al volverse, contempló horrorizado<br />
un enorme anzuelo clavado y un sedal tenso que tiraba<br />
de él hacia el fondo del abismo. Gritó, pidiendo<br />
socorro; trató de asirse a alguna roca, pero era arrastrado<br />
inexorablemente hacia las profundidades. Y<br />
en el último instante, en ese instante eterno, vivió la<br />
tragedia de ser arrancado, violenta, dolorosamente, de<br />
un mundo, para ser arrojado a otro donde sobreviviría<br />
tan solo unos segundos.
Cuentos de un pintor<br />
El intruso<br />
Tengo las manos manchadas de sangre, espesa<br />
y rojiza, porque he matado; cercené una vida<br />
pequeña, insignificante, pero al fin y al cabo, una<br />
vida. Nadie podrá decir que trasgredía norma o ley<br />
alguna, aunque yo sé que mancillé la más importante<br />
de todas: el no matarás. Todo por culpa de<br />
un intruso que puso en brega la paz y la armonía<br />
entre mi familia y, en consecuencia, también mi<br />
afición al campo, a las largas caminatas por estas<br />
tierras segovianas. Pero comencemos la historia por<br />
el principio.<br />
Soy escritor y dirijo una editorial, que no hay mayor<br />
ventura que el matrimonio entre afición y trabajo, aunque<br />
también, como en todas las parejas, hay sus malos<br />
ratos y escaramuzas. Ejemplo:<br />
Llega a mi despacho un desconocido novel que se<br />
cree un genio:<br />
—Que no señor, no puedo publicar su libro.<br />
—A ver por qué.<br />
—Pues porque no alcanza la calidad exigida.<br />
143
144<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
Enemigo al canto. Y así en otro caso: que en la<br />
imprenta han cambiado el papel elegido, que no aparece<br />
el corrector de pruebas.<br />
Cuando llego a casa, otros conflictos domésticos<br />
me aguardan. Vivo en una casa amplia con mi mujer,<br />
mi suegra, las tres niñas, el chico, un perro y la criada,<br />
más una asistenta por horas.<br />
—Papá que no encuentro el DNI y no podré<br />
examinarme —gimotea la mayor.<br />
Por la mañana:<br />
—Clarita, hija, acaba ya en el baño.<br />
—Me estoy lavando el pelo, no querrás que vaya<br />
con la cabeza mojada a la Universidad, pasa al otro<br />
baño —me dice.<br />
El otro baño naturalmente está ocupado.<br />
En fin, que cuando llega el viernes, meto a toda la<br />
familia en el coche, para eso lo compré grande y capaz, y<br />
nos vamos al pueblecito de Segovia donde tengo un adosado;<br />
allí las chicas se marchan con sus amigas; el chico<br />
sale por las noches porque ya le di la llave; que esto de<br />
dar llave cada vez se hace a más temprana edad, y dentro<br />
de poco los bebés nos dirán:<br />
—Papá, ame a llave, el biberón y el chupete e vendé<br />
tarde.<br />
Al fin mi mujer y yo nos quedamos solos, nos sentamos<br />
en el jardín, leemos o hablamos de nuestras cosas.<br />
Esta tarde, después de comer me bajo al jardín y<br />
ellas se quedan dentro de casa. De pronto oigo gritar,<br />
subo alarmado y me encuentro a mi mujer y a las tres<br />
chicas subidas en el sofá, las espaldas contra la pared,
Cuentos de un pintor<br />
muy asustadas. Delante de ellas, en el suelo, un pequeño<br />
ratón de campo, atónito, posiblemente aterrado, que si<br />
por un casual pensase, se diría:<br />
—Estas cuatro están representado una escena de<br />
terror y la verdad, lo hacen bien.<br />
Al verme, el ratoncillo huye despavorido y se escabulle<br />
entre los muebles.<br />
Las protagonistas bajan del sofá y mi mujer me<br />
dice:<br />
—Antonio, ahora mismo recojo mis cosas y nos<br />
volvemos a Madrid, no resisto a este intruso en casa.<br />
—Pero mujer, si solo es un ratoncillo de campo<br />
—le replico.<br />
—Ni de campo ni de playa ni de lo que sea, yo<br />
no tolero a ese intruso, así que nos vamos y cierro el<br />
chalet hasta el verano.<br />
—Eso, nos vamos —repite la menor de las chicas.<br />
Conociendo a mi mujer como ya la conozco, sé<br />
que cumplirá su amenaza, y para añadir más leña al<br />
fuego pronostica:<br />
—Pronto ese ratón traerá una compañera y ya<br />
verás tú lo que es bueno.<br />
—Si sólo es un ratoncillo, si sólo es una cría demasiado<br />
joven para reproducirse —le explico.<br />
—Papá, que tú no entiendes de animales —me<br />
dice una de las chicas, la que comenzó biología.<br />
Y la otra, que estudia ciencias exactas, matemáticas,<br />
vamos, me aclara:<br />
—Los ratones se multiplican en progresión<br />
geométrica y... —calcula mentalmente—, dentro<br />
145
146<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
de un año tendremos en casa catorce mil seiscientos<br />
veinte ratones.<br />
—¡Joder con los ratones! —grito yo desesperado.<br />
—¡Antonio! —exclama mi mujer —no seas grosero<br />
y no digas tacos delante de las chicas.<br />
—Pero si son ellas las que me han enseñado<br />
—contesto.<br />
Al fin y después de muchos tira y afloja, y empleando<br />
a fondo mis mejores dotes de negociador,<br />
llegamos a un acuerdo: tengo de plazo hasta el día<br />
siguiente para solucionar el problema.<br />
Como las grandes decisiones se adoptan mejor andando,<br />
me marcho por el camino de tierra, bordeado de<br />
chopos, que en esta tarde de otoño parecen encendidas<br />
llamas. Huele a humo de hojas secas, alguien quemará<br />
en su jardín las hojas caídas. Flota en el ambiente una<br />
dulce melancolía, y desde el pinar llega monótono el<br />
canto del cuco mientras un sol perezoso pugna por ocultarse.<br />
Camino preocupado por el conflicto que ha creado<br />
el ratoncillo o el empecinamiento de mi familia. Sé que<br />
si no resuelvo este asunto, peligrarán, por ahora, nuestras<br />
marchas de pueblo en pueblo, bastón en mano y mochila<br />
a la espalda. Recuerdo con nostalgia mis andanzas<br />
por estos campos hasta rematar en Pedraza, después de<br />
varias etapas; entonces recorrí sus llanuras, interrumpidas<br />
por lomas y altozanos salpicados de sabinas, sus franjas<br />
horizontales de barbechos, sus rastrojeras amarillas, sus<br />
manchas de oscuros pinos, de pardas encinas, y mirando<br />
al fondo, muy lejos, la cinta azul de distancia de la sierra;<br />
y allá arriba desde el pueblo, se nos ofreció un horizonte
Cuentos de un pintor<br />
tan amplio que colmaba el ansia de libertad de nuestro<br />
espíritu.<br />
Dejo mis recuerdos y al fin tomo una decisión:<br />
me dirijo al pueblo, a la tienda del Eutropio. Es uno<br />
de esos comercios de pueblo donde venden de todo:<br />
camisas, transistores, tijeras de podar, embutidos;<br />
también es bar o restaurante. Señalo una ratonera<br />
que tienen colgada y le pido al Eutropio que la baje,<br />
porque la compro, y él me pregunta con sorna:<br />
—¿Va usted de caza, Don Antonio? Porque aquí<br />
sabemos que usted odia la caza y el matar a los bichos.<br />
—Pues es la pura verdad —reconozco.<br />
—Pero bien que se relame con las perdices que<br />
aquí preparamos —me contesta.<br />
Y es que esas perdices con su gusto montaraz y<br />
salvaje... El Eutropio vuelve a la carga.<br />
—¿Y del cochinillo qué? Porque a usted le pirra<br />
el cochinillo de estas tierras, recién asado en horno de<br />
leña, con su piel dorada y crujiente. Es que, Don Antonio,<br />
a la hora del yantar tiene usted un saque ¡qué<br />
saque!; la semana pasada se zampó usted una fuente<br />
de setas... de esas cogidas en estos montes. Después<br />
se metió entre pecho y espalda una pierna de cordero<br />
recental, que vaya pierna, y ya como postre y remate,<br />
doble ración de ponche segoviano. Y eso que se dedica<br />
a un oficio tan flojo y delicado como el de la escritura,<br />
que si por un casual fuese usted gabarrero, de aquellos<br />
que antiguamente bajaban los troncos del monte,<br />
pues nos arruina, Don Antonio, nos arruina. Así es<br />
que siga dándole a la pluma.<br />
147
148<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
Yo le explico al Eutropio:<br />
—De la pluma ya nada, ahora se escribe con el<br />
ordenador.<br />
A continuación le pregunto si tiene queso.<br />
—Hombre, Don Antonio, para usted tengo cosa<br />
buena, me queda medio queso de oveja, curado como<br />
a usted le gusta.<br />
—Pues me lo llevo —le digo.<br />
—Pero Don Antonio, no irá usted a poner el<br />
medio queso de cebo, ni que fuese a capturar un tigre<br />
—me advierte el tendero.<br />
—Pondré sólo unos trocitos, y el otro me lo<br />
como yo tan ricamente —<br />
Y pienso que, ya que me convertiré en asesino,<br />
por lo menos gozaré de alguna compensación, porque<br />
para mí un buen queso es la apoteosis de la leche,<br />
como su sublimación, y si va acompañado de un<br />
buen Rivera del Duero, pues no digamos más, que lo<br />
del matar, aunque sea a un pequeño animal, no me<br />
produce ninguna satisfacción ni placer alguno, como<br />
les reporta a los asesinos en serie que salen en la tele.<br />
Yo lo hago por pura necesidad.<br />
Con la ratonera bien disimulada y el queso, regreso<br />
a casa. Ya por la noche, cuando se han acostado<br />
todos, preparo la trampa con sus trocitos de queso y<br />
la coloco en lugar estratégico, después me acuesto y<br />
pronto duermo.<br />
Tengo una pesadilla horrible: sueño con el Doctor<br />
Guillotin y su siniestro invento. Vivo ese eterno y terrible<br />
segundo, cuando el reo oye caer la cuchilla; me
Cuentos de un pintor<br />
despierto angustiado, empapado en sudor frío y trato de<br />
olvidar a ese enorme ratón, que en el sueño, pulsa el resorte<br />
para que caiga la cuchilla que seccionará mi cuello.<br />
A la mañana siguiente, me levanto muy temprano,<br />
me aseo, me visto, y busco la ratonera. ¡El pobre bicho<br />
ha caído! Asoma medio cuerpo fuera, las patitas de atrás<br />
rosadas, casi transparentes, el rabito tieso. Ha debido<br />
caer no hace mucho porque al sacarlo un hilillo de<br />
sangre me mancha el dedo. Lo cojo por el rabo y me<br />
marcho con él al campo, hacia los robles, donde quiero<br />
darle, si no cristiana, por lo menos decente sepultura.<br />
Que en mis libros sobre ecología y naturaleza siempre<br />
reivindiqué la vuelta a la madre tierra.<br />
Hace una mañana triste y fría, propia para un<br />
sepelio. Me veo con la Señora Rosa, la frutera, que a<br />
esta temprana hora descarga su mercancía.<br />
—Jesús, María y José, lo que lleva usted ahí, Don<br />
Antonio, si se lo echa a mi gato lo engulle en un santiamén<br />
—me dice.<br />
Nunca, pienso yo, nunca mi pobre víctima acabará<br />
en el estómago de un gato.<br />
Cuando llego a los robles de hojas rojizas ,excavo<br />
con la ayuda de un trozo de rama, un pequeño nicho.<br />
Deposito al ratoncillo, el intruso; lo cubro de tierra,<br />
después con hojas secas y me marcho.<br />
Yo, que no rezo casi nunca, me sorprendo musitando<br />
una oración: Señor, acoge en tu seno esta pequeña<br />
vida, también hijo tuyo, y dale la dicha de gozar de la<br />
gloria... y me callo, porque si no sé cómo es nuestra gloria,<br />
cómo voy a saber en qué consiste la de los ratones,<br />
149
150<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
aunque pienso que quizás sea como un paraíso lleno de<br />
quesos y exento de gatos. Es posible que alguien piense<br />
que soy un histérico o que carezco de una adecuada<br />
escala de valores, pero a mí este hecho tan mínimo de la<br />
muerte del intruso me deja triste.<br />
Tomo el camino de vuelta a casa, las manos en<br />
los bolsillos, con los pies voy apartando las hojas secas;<br />
cuando llego, están todos desayunados, crepita<br />
el fuego en la chimenea, donde arden los troncos de<br />
encina; el café y el pan recién tostado esparcen su aroma<br />
matutino. Sobre la larga mesa, las mermeladas, la<br />
mantequilla, el queso, los fruteros con naranjas. Todos<br />
hablan de sus cosas, del buen tiempo, de este otoño<br />
tibio, ideal para las setas; charlan también de los exámenes,<br />
de las notas, y nadie se acuerda ya del pobre<br />
ratoncillo ni del conflicto que creó. Ya ni siquiera me<br />
preguntan cómo resolví el problema. Todo olvidado<br />
—Sic transit gloria mundi —digo yo en voz alta, a lo<br />
que responde una de las chicas:<br />
—Papá, no nos vengas ahora con latinajos.
Cuentos de un pintor<br />
Un vampiro en el clínico<br />
Soy vampiro y a mucha honra, porque ya es hora<br />
de que a este colectivo, tan denigrado, se le devuelva<br />
su dignidad y ocupe el lugar que le corresponde en la<br />
sociedad, como ocurrió con gays y lesbianas.<br />
Todo sucedió durante mi viaje turístico a<br />
Transilvania, en el que iba bien protegido contra<br />
los vampiros: crucifijo y ristra de ajos. Pero ¿quién<br />
me diría que aquella transilvana, de extraordinaria<br />
belleza, era una vampiresa encubierta y que en<br />
un arrebato de pasión clavaría sus dientes en mi<br />
garganta, convirtiéndome en vampiro para toda<br />
la eternidad y obligándome a disimular esta nueva<br />
condición mía?<br />
He tenido la gran suerte de trabajar en el Hospital<br />
Clínico, en hematología y era el encargado de<br />
las extracciones para los análisis de sangre, vamos, un<br />
chollo para un vampiro.<br />
Voy siempre con mis agujas, mis jeringas... y con<br />
qué fruición pincho en las venas azuladas y succiono<br />
la preciada sangre, roja, oscura hasta llenar la enorme<br />
jeringa. Algunos pacientes me dicen:<br />
151
152<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
—¿Para qué tanta sangre? Y yo les contesto:<br />
—Querido amigo, yo solo soy un mandado, es el<br />
doctor el que manda y ordena!<br />
¡Mentira! Porque para el análisis con unas gotas<br />
basta, lo demás, para mi personal deleite.<br />
Trabajo en el turno de noche, el más conveniente<br />
para mi condición de vampiro, pero también<br />
lo hago durante el día, aunque sea forzando<br />
mi natural inclinación nocturna. Presto mi ayuda<br />
y colaboración en todos los departamentos:<br />
—Por favor Serafín, que estamos desbordados,<br />
échanos una mano.<br />
Y y allá acude Serafín, que este es mi nombre,<br />
a sacar sangre.<br />
—Serafín que hubo un grave accidente.— Y<br />
allá va Serafín, y así todos los días. Pero yo contento<br />
y alegre, porque no hay mejor cosa que trabajar<br />
en lo que a uno más le gusta, que en mi caso es la<br />
sangre.<br />
Cuando no hay mucho trabajo, alterno con el<br />
personal sanitario, médicos, enfermeras, auxiliares, a<br />
los que admiro por la dedicación, la simpatía y el cariño<br />
con que tratan a los pacientes y cómo estando tan<br />
cerca del dolor humano, son capaces de conservar la<br />
alegría. Otras veces recorro los pasillos, sumergido en<br />
esa penumbra amarillenta de los hospitales. Son pasillos<br />
interminables, con puertas a ambos lados, donde<br />
se ocultan quejidos o un llanto contenido. Este es mi<br />
ambiente, este es mi reino. Pero todo se acaba, porque<br />
me llama el Director Gerente a su despacho y me dice:
Cuentos de un pintor<br />
—Serafín estamos muy satisfechos de su trabajo,<br />
de su abnegación, de su entrega, por ello tengo dos<br />
buenas noticias para usted: la primera, hemos solicitado<br />
la medalla del trabajo para premiar su comportamiento.<br />
La segunda, esta institución adquiere una<br />
máquina electrónica para los análisis y ya no son necesarias<br />
las extracciones. Hemos acordado, dada su valía,<br />
dedicarlo a un programa estrella de investigación: las<br />
virtudes curativas del ajo.<br />
¡Nooo! Grito desesperado, porque estos señores<br />
ignoran que trabajar con ajos es lo más horrible que<br />
puede ocurrirle a un vampiro.<br />
153
Cuentos de un pintor<br />
Supermán<br />
Fortuna es veleidosa en la distribución de sus<br />
dones y prebendas, así unos son agraciados y otros<br />
sufren notables carencias. Este fue el caso del Paquito,<br />
que ya nació corto de una pierna y menguado de inteligencia.<br />
Era hijo de doña Rufina, la maestra.<br />
Doña Rufina tuvo que enfrentarse a dos poderosos<br />
enemigos: su temprana viudedad y las cortas luces<br />
de su único hijo.<br />
Vivían en el barrio de Entrecaminos, suburbio de la<br />
gran ciudad. Los terrenos que hoy ocupa este barrio, en<br />
un principio fueron huertas, después chabolas que lograron<br />
derrotar a lechugas, pimientos, cebollas o tomates;<br />
las chabolas, a su vez, fueron sustituidas por humildes<br />
casas y en época más reciente, éstas por grandes bloques<br />
de viviendas; también se dotó al barrio de supermercado,<br />
ambulatorio y un grupo escolar, donde enseñaba o<br />
intentaba enseñar doña Rufina. Se pobló el barrio de<br />
nuevas gentes, que abandonaban sus hogares al amanecer<br />
y volvían a ellos con las sombras de la noche, como<br />
esos pájaros que buscan amparo y cobijo entre las ramas<br />
de los árboles cuando se oculta el sol.<br />
155
156<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
La infancia de Paquito fue desgraciada: sufrió el<br />
acoso y la burla de los demás niños, que por no padecer<br />
en sus tempranas vidas el zarpazo del dolor, solían<br />
ser crueles. Ya de mayor tampoco mejoró su sino,<br />
por su pierna más corta, al caminar, parecía iniciar<br />
un paso de baile, de aquel mambo que en esos años<br />
estaba tan de moda y algún mal intencionado, que<br />
siempre los hay, le endosó el mote o apodo del Rey<br />
del Mambo, que fue para él como cilicio que laceraba<br />
su carne, ya que la chiquillería del barrio gritaban a su<br />
paso: ¡mambo! y Paquito corría tras ellos soltando por<br />
su boca todos los improperios e insultos que la calle<br />
le enseñó. Así iban las cosas hasta que don Rosendo,<br />
el director del grupo escolar, lo llamó a su despacho<br />
y le dijo:<br />
—Mira Paquito, cuando te griten mambo, tú ni<br />
caso, ni puto caso, tú los oyes como quien oye llover.<br />
Y Paquito que era de natural sumiso y obediente,<br />
puso en práctica este consejo y santa medicina,<br />
al cabo de algún tiempo nadie volvió a gritarle<br />
mambo.<br />
Doña Rufina enseñó a su hijo a leer y malamente<br />
a escribir, que a veces los garabatos del Paquito eran<br />
ilegibles; algo de las cuatro reglas pudo meterle en el<br />
caletre, pero no pudo conseguir para él colocación<br />
alguna que le permitiera ganarse el sustento.<br />
Paquito a sus treinta años, con una mente infantil,<br />
tan solo pensaba en los tebeos y vivía con apasionamiento<br />
las aventuras y peripecias del Guerrero del<br />
Antifaz, de Flash Gordon o del Capitán Trueno. Su
Cuentos de un pintor<br />
exaltación llegó al máximo cuando vio a Supermán en<br />
el cine, desde entonces fue su héroe y su guía.<br />
—Madre, no sabes lo bueno que es Supermán,<br />
es más bueno que don Rosendo y hace cosas más<br />
importantes, yo, madre, quiero ser Supermán —<br />
dijo Paquito.<br />
—Pero hijo, no te das cuenta que se trata de una<br />
película, de un cuento y que todo eso no es verdad.<br />
—¡Pues tiene que ser verdad! —Gritó Paquito<br />
irritado y añadió— Mañana volveré al cine porque<br />
tengo que aprender del Supermán ese.<br />
—Yo a punto de jubilarme y tu gastándote el dinero<br />
en el cine —le contestó su madre.<br />
Al domingo siguiente, Paquito acompañó a don<br />
Rosendo al Rastro y allí quedó entusiasmado, contemplando<br />
un traje de Supermán que se mostraba en<br />
una tienda de disfraces.<br />
—Don Rosendo, quisiera comprarme ese traje,<br />
¿verdad que con él parecería Supermán?<br />
—Déjate de chorradas y no malgastes el dinerillo<br />
que te da tu madre —le dijo don Rosendo.<br />
—Pero si yo gano algo porque me hicieron contable<br />
en el súper.<br />
—Si no sabes multiplicar por tres cifras cómo vas<br />
a llevar una contabilidad.<br />
—Que sí, que por la mañana cuento las cajas de<br />
leche o de zumos y lo apunto en una libreta y si las<br />
cuento, pues soy contable.<br />
Don Rosendo no quiso quitarle la ilusión de sentirse<br />
importante y con respecto a la compra del traje<br />
157
158<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
de Supermán, pensó que sería un capricho pasajero<br />
y que pronto lo olvidaría; en eso se equivocó, pues<br />
al día siguiente Paquito adquirió el traje o más bien<br />
disfraz, que para eso lo exhibían en la tienda.<br />
—Pero hijo, no pretenderás ponerte eso, porque<br />
se reirán de ti —le dijo su madre cuando vio el disfraz.<br />
—Si hago el bien como Supermán, nadie se burlará<br />
de mi —le replicó Paquito.<br />
—Señor, señor, qué cruz arrastro con este hijo<br />
—se quejó la madre.<br />
Y efectivamente, al día siguiente Paquito se vistió<br />
de Supermán y se fue a la calle.<br />
—Mira, mira, ese se creyó que estamos en carnaval;<br />
que no, que debe ser un truco publicitario decían<br />
algunos, y quienes lo conocían exclamaban:<br />
—Si es el Paquito, el hijo de la maestra.<br />
Y a todos les extrañaba aquel Supermán patizambo,<br />
con pinta de poco avispado, vamos, un Supermán<br />
de tercera. Pero nadie se burló de él. Desde entonces<br />
Paquito se dedicó a hacer el bien, que para un Supermán<br />
verdadero sería evitar el choque de dos trenes o<br />
el impacto de un meteorito contra la Tierra y que para<br />
Paquito, aprendiz de Supermán, consistía en ayudar<br />
a la señora Encarna a subir el carro de la compra a su<br />
cuarto piso sin ascensor, o a sacar el perro del señor<br />
Lucas o a recoger del colegio a los niños de alguna<br />
ama de casa muy atareada; así todos recurría al Supermán<br />
del barrio que cada vez se hacía más popular, que<br />
hasta salió en la tele: el Supermán de Entrecaminos.
Cuentos de un pintor<br />
Fue por entonces cuando al cruzar la autopista,<br />
murió atropellada la Soraya, hija de la limpiadora del<br />
ambulatorio. Es que esa autovía aislaba al barrio y lo<br />
separaba de la zona sur de la ciudad; sus habitantes<br />
recorrían tres kilómetros para encontrar una pasarela,<br />
o se arriesgaban a jugarse la vida cruzando por donde<br />
no debían.<br />
Aquel suceso conmocionó al barrio, la gente se<br />
lanzó a la calle y por fin acordaron celebrar una asamblea;<br />
para ello don Rosendo cedió una de las aulas de<br />
grupo escolar. Presidió dicha reunión el padre de la<br />
joven muerta, don Rosendo y el párroco de la iglesia.<br />
Dieron la palabra al señor Joaquín, maestro de obras,<br />
quien explicó la urgencia de una pasarela; después<br />
intervino la tía Enriqueta, la de la frutería, sacó una<br />
página de una revista y dijo:<br />
—Yo quiero una pasarela como ésta.<br />
—Pero señora, si ese es el Golden Gate de San<br />
Francisco —le replicó el párroco.<br />
—Pues nosotros no vamos a ser menos.<br />
Después alguien pidió que hablase la mujer del<br />
Serafín y ésta que era brava y quisquillosa, se levantó<br />
airada y gritó:<br />
—Qué leche es esa de mujer del Serafín, ¡señora<br />
de don Serafín, que ya estoy hasta el moño de menosprecios,<br />
y en cuanto a la pasarela, que la hagan como<br />
les salga de los tales pero que esté pronto!<br />
Después intervinieron otros de los reunidos, afortunadamente<br />
con mejores modales, y por fin llegaron<br />
a la pregunta crucial: ¿cómo conseguir que hiciesen<br />
159
160<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
la pasarela? Y la respuesta fue unánime ¡cortando la<br />
autopista! ¿Pero cómo y cuándo? Ahí cada uno dio<br />
su opinión, algunas contradictorias, otras demasiado<br />
violentas, todos querían que prevaleciese la suya, por<br />
fin acordaron que el próximo domingo cortarían la<br />
autopista. Alguien, viendo a Paquito vestido de Supermán,<br />
gritó: ¡Supermán, haz tú la pasarela, que se vean<br />
tus poderes! Y el Paquito, que no entendía de ironías,<br />
contestó muy serio:<br />
—A lo mejor por mí se construye la pasarela.<br />
Años después, los que aún se acordaban del Supermán<br />
de Entrecaminos, encontraron un sentido<br />
profético en aquellas palabras.<br />
Y llegó el día señalado para el corte de la autopista.<br />
El día antes don Rosendo le pidió al Paquito<br />
que se quedase en casa:<br />
—Mira, Paquito, esto es demasiado serio y peligroso,<br />
sería mejor que qué no vinieses<br />
Pero Paquito, tozudo, fue de los primeros en<br />
acudir a la autopista, y allí estaba, con su traje de<br />
Supermán, destacando entre la gente que acudió<br />
con muebles viejos, cajas de cartón y todo lo que<br />
encontró a mano para impedir el tránsito de vehículos,<br />
aunque todos aquellos trastos resultaban<br />
insuficientes; los coches seguían circulando, sorteaban<br />
los obstáculos, o los embestían y los mandaban<br />
lejos. Era como una riada, como un torrente<br />
incontenible.<br />
Fue entonces cuando el Supermán de Entrecaminos,<br />
antes de que nadie pudiese impedirlo, se lanzó en
Cuentos de un pintor<br />
medio de la autopista para detener el tráfico ¿Se creyó<br />
con poderes para ello? Nadie lo supo porque el primer<br />
coche lo sorteó y su conductor gritó:<br />
—¡Apártate fantoche que no estamos en carnaval!<br />
El vehículo siguiente no pudo esquivarlo y se lo<br />
llevó por delante; se oyó un golpe sordo y Supermán<br />
fue lanzado quince o veinte metros más allá. Cuando<br />
la gente acudió, ya estaba muerto y aquello fue la<br />
chispa que provocó el incendio o más bien la mecha<br />
para la explosión, porque fue una verdadera explosión<br />
de odio, de rencor, de rencor acumulado durante<br />
muchos años, contra unas autoridades que jamás<br />
arriesgaron sus vidas al cruzar una autopista, que<br />
llenaron los pasos de peatones de unos pivotes donde<br />
los viandantes se partían las piernas o colocaban unas<br />
pantallas transparentes en las que se aplastaban las narices<br />
quienes no gozaban de excelente agudeza visual,<br />
y todo ello porque siempre fueron autoridad, hijos de<br />
autoridad y nietos de autoridad, nunca un hombre<br />
cualquiera, uno de esos ancianos torpes y desvalidos,<br />
que deambulan por la ciudad, convertida en peligrosa<br />
selva virgen.<br />
A los gritos de: ¡han matado al Supermán de Entrecaminos!<br />
¡Que su muerte no sea en vano! Se desató<br />
una ola de extremada violencia.<br />
Contenedores quemados, neumáticos ardiendo en<br />
medio de la autopista, cabinas destrozadas, escaparates<br />
rotos, los antidisturbios, carreras, pelotas de goma,<br />
heridos y al otro lado de la autovía, ya en la zona elegante<br />
de la ciudad, aún peor, porque el vendaval de<br />
161
162<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
odio y violencia, dejaba un saldo de lujosas tiendas<br />
saqueadas y coches convertidos en pavesas. Esta ola de<br />
terror y venganza no cesó hasta que el propio alcalde<br />
en persona prometió solemnemente que en un año<br />
tendrían una nueva pasarela; y así, poco a poco, se fue<br />
calmando todo como se calman las olas de los mares<br />
o los vientos después de la tempestad, y solo quedó el<br />
recuerdo, la vergüenza de un pobre Supermán tendido,<br />
muerto sobre el asfalto.<br />
Han transcurrido casi dos años desde aquel luctuoso<br />
suceso. Don Rosendo cruza la autopista por<br />
la pasarela nueva y allí se encuentra con Serafín el<br />
fontanero.<br />
—Hombre, Serafín, cuánto tiempo sin verte.<br />
—Es que tengo una tienda de cuartos de baño y<br />
fontanería, en la plaza del pintor Alcaraz, al otro lado<br />
de la autopista, que gracias a esta nueva pasarela en<br />
un santiamén estoy en mi casa, sin jugarme la vida<br />
como antes y todo, joder, por la muerte del Paquito y<br />
por el lío tan tremendo que se armó, que si no es por<br />
el Supermán aún estaríamos sin pasarela; porque yo<br />
creo, don Rosendo, que el Paquito era un Supermán<br />
de verdad.
Cuentos de un pintor<br />
Todo el mundo engorda, menos yo<br />
Soy delgado, extremadamente delgado; he ido<br />
viendo como mis compañeros de bachillerato y después<br />
de universidad engordaban, redondeaban sus cuerpos,<br />
echaban barriga, mofletes o papada, y yo seguía como un<br />
espárrago. ¿Sobrealimentación? Un fracaso, ¿Vitaminas?<br />
Otro fracaso. ¿Especialistas en dietética? Fracaso aún mayor.<br />
Pasé por las mejores clínicas, Montesol, Montealto,<br />
clínica Mayo...y nada, hasta que al cumplir los cincuenta<br />
años me dije: a la puñeta este problema, me acepto tal<br />
cual soy, como me aceptaron mis numerosísimos lectores<br />
y mis incondicionales admiradores y admiradoras, que<br />
los tengo en los cinco continentes.<br />
Os relataré mi aventura relacionada con la imposibilidad<br />
de aumentar de peso.<br />
Todo el mundo conoce mis dos grandes aficiones:<br />
la zoología y la antropología; a ellas dediqué parte de<br />
mi cuantiosa fortuna y muchas horas de mi vida; en<br />
ellas, sin ser un científico, acumulé profundos conocimientos<br />
y realicé no pocos descubrimientos.<br />
En esta ocasión se trataba de estudiar a una tribu<br />
de pigmeos que habitan en la más remota e intrincada<br />
163
164<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
selva africana. El acceso a esa zona es complicado y<br />
peligroso, ya que es necesario atravesar el territorio de<br />
otra tribu aislada y reacia a todo contacto con la civilización<br />
y que se creé que practican aún el canibalismo.<br />
Viajar a la selva africana significa enfrentarse a la<br />
malaria, a los mosquitos, a las serpientes venenosas,<br />
a las sanguijuelas, a las hormigas, a un calor y a una<br />
humedad insoportables. Yo todo eso lo aguanto con<br />
tal de hacer aquello que me satisface; así es que organizé<br />
un safari para llegar cerca de la región elegida.<br />
Para ello, lo primero: un buen guía y tuve suerte<br />
contratando los servicios del mejor . Se llama Bongo<br />
y tiene las siguientes buenas cualidades: es inteligente,<br />
servicial, habla todos los dialectos y conoce la selva<br />
como la palma de su mano. Sus defectos: algunas veces<br />
le da por usar los verbos en infinitivo, sobre todo<br />
cuando tiene miedo, porque es miedoso, tiene miedo<br />
de la oscuridad, de las fieras, de los otros negros y de<br />
las gallinas. A mi me llama Buana, que en la jerga de<br />
su tribu quiere decir señor.<br />
Salimos en jeep hacia la región que me interesa,<br />
después contrato porteadores para que lleven nuestras<br />
pertenencias, cuando no podamos seguir en los<br />
coches. Llevamos ya quince días de fatigosa marcha,<br />
y mis porteadores se niegan a seguir: dicen que hemos<br />
llegado al territorio de los Lamburus, que matan<br />
a quienes penetran en él y devoran a los blancos. A<br />
si es que seguimos el guía y yo solos, con lo más indispensable:<br />
dos tiendas individuales, mis cámaras,<br />
las grabadoras y algo de comida, con lo cual vamos
Cuentos de un pintor<br />
excesivamente cargados. Podríamos dar un rodeo<br />
para no atravesar ese maldito territorio, pero ello nos<br />
prolongaría la marcha por lo menos tres semanas más.<br />
La primera noche montamos las tiendas en un<br />
claro de la selva, y me dormí rápidamente quizás por<br />
el cansancio; al poco me despierta Bongo, mi guía,<br />
que dice:<br />
—Buana, Bongo tener miedo, Bongo dormir<br />
contigo.<br />
—¡Ni hablar! —grito yo enfurecido—. Ni que<br />
tuvieses cinco añitos.<br />
En fin continuamos la marcha durante varios<br />
días, deseando salir pronto de este territorio peligroso.<br />
Pero una mañana me despiertan los gritos de Bongo,<br />
salgo de la tienda y me encuentro rodeado por los<br />
temibles Lamburus, que amenazan con sus afiladas<br />
lanzas; nos atan con cuerdas por el cuello, como si<br />
fuésemos ganado, y nos conducen hasta su poblado.<br />
Allí nos amarran a unos postes con unas cuerdas<br />
largas para que podamos movernos y nos dejan tranquilos.<br />
Bongo gimotea y tiembla como un poseso; se<br />
acercan unos niños, que se ponen a jugar con nosotros,<br />
son barrigudos y con cabezas enormes, nos dan<br />
palmadas y se ríen, corren a nuestro alrededor. Le<br />
digo a Bongo, para tranquilizarle, que cuando dejan<br />
jugar a los niños con nosotros es muy buena señal y<br />
creo que nos dejarán marchar; Bongo se tranquiliza,<br />
pero al poco aparecen unas mujeres que gritan a los<br />
niños; al oír esos gritos Bongo se altera de nuevo y<br />
llora con mas desesperación.<br />
165
166<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
—¿Qué dicen esas mujeres? —le pregunto a Bongo—<br />
y él entre gimoteos me contesta:<br />
—Negras decir a los niños que no jugar con cosas<br />
de comer.<br />
Mi guía sigue imposible; entre sus defectos está el<br />
pesimismo, porque me dice:<br />
—Buana los Lamburus a ti comer y a mí matar.<br />
—¿Por que esas distinciones? —pregunto.<br />
—Porque los Lamburu decir “negro que come<br />
negro, ser comida de tonto”.<br />
Yo le explico que nosotros decimos algo parecido:<br />
“pan con pan comida de tontos ”.<br />
Por la tarde viene toda la tribu, al frente el que<br />
parece ser su jefe, acompañado del curandero o brujo<br />
del poblado. El jefe se acerca a mí, me toca y palpa<br />
mis escasas mollas, después se dirige al grupo, con<br />
palabras que no entiendo.<br />
—¿Qué dice? —Le pregunto a Bongo:<br />
—Buana él dice que estas muy delgado y que es<br />
necesario engordarte durante dos o tres meses antes de<br />
celebrar gran fiesta con banquete para comerte.<br />
Ante tal noticia yo estuve riendo un rato, con<br />
gran extrañeza de mi buen Bongo y de la concurrencia.<br />
Yo sabía, que lo que no consiguió mi cuantiosa<br />
fortuna, ni la clínica Mayo ni los mejores dietólogos<br />
del mundo, no lo lograrían estos pobres salvajes; así<br />
es que permanezco tranquilo.<br />
Al día siguiente comenzaron a cebarme: al clarear<br />
el día salen unos guerreros, armados de las inseparables<br />
lanzas, en busca de comida: regresan con
Cuentos de un pintor<br />
una gacela y con abundantes frutas y tubérculos que<br />
encuentran en la selva. Como pierna de gacela asada,<br />
acompañada de una especie de boniatos asados en<br />
la brasa, más abundantes frutas que ellos recogieron<br />
en la selva; tengo que comerlo todo o enfrentarme a<br />
las lanzas de los Lamburus. La cena es, igualmente,<br />
copiosa.<br />
Al día siguiente nos dejan sueltos y propongo a<br />
mi guía que nos fugemos, pero Bongo me explica:<br />
— Buana, los Lamburus son los mejores rastreadores<br />
de este país, y aunque nos diesen dos días de<br />
ventaja, nos atraparían.<br />
Así es que seguimos en el poblado, obligado a<br />
comer excesivamente: piernas de antílope o gacela,<br />
unas aves como pavos, rellenas y asadas, que están<br />
muy buenas, una crema hecha de aguacates silvestres,<br />
bananas y mangos en abundancia y unos quesos que<br />
me gustaban mucho; como estos salvajes no tienen<br />
animales domésticos, ni cabras, ni ovejas, ni vacas, le<br />
pregunto a mi guía e intérprete:<br />
—¿De dónde sacan la leche?<br />
—Pues de donde va a ser, Buana, de las mujeres<br />
que están criando. ¡Qué asco! La verdad, los quesos<br />
estaban buenísimos y con miel que ellos recogen<br />
de los panales, deliciosos. Por eso los niños estaban<br />
raquíticos, porque las madres destinaban casi toda<br />
su producción lechera a la fabricación artesanal de<br />
quesos. Aunque peor es lo que me sucedió más adelante:<br />
resulta que con tanta alimentación y reposo no<br />
lograba conciliar el sueño. Los Lamburus trajeron al<br />
167
168<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
curandero de la tribu, que me pasó una pata de mono<br />
por la cara y después dijo:<br />
—Que para dormir, es bueno la leche.<br />
Así es que me traen una negra enorme, con ubres<br />
como toneles y uno de los guerreros me amenaza con<br />
su lanza y dice, según Bongo:<br />
— O mamas o mueres.<br />
La negra me levanta en vilo, me sienta sobre sus<br />
rodillas, me coge por la cabeza, me aplasta contra el<br />
odre, me mete un pezón enorme en la boca y no tengo<br />
más remedio que mamar. Cuando aquella ubre se<br />
desinfla y queda flácida, el de la lanza dice:<br />
—Ahora la otra— Pero yo me niego, presento mi<br />
pecho y digo…<br />
—Puedes matarme, no mamo más.<br />
El salvaje opta por dejarme, y dice que si no duermo,<br />
mañana las dos.<br />
Al emprender este viaje, mi intención era estudiar<br />
las costumbres de los pigmeos, y como esto<br />
no fue posible, estudio las de los Lamburus, en mi<br />
larga estancia entre ellos. Me extraña que tengan<br />
prohibido el uso de la palabra oreja, es como uno<br />
de nuestros peores y mas groseros tacos; cuando tienen<br />
que referirse a ella dicen: por donde entran los<br />
trinos de los alegres pajarillos, o bien, por donde<br />
percibimos el suave rumor de la brisa entre las hojas<br />
verdes y, también, por donde amor susurra sus<br />
dulces palabras... Son tan tiernos estos caníbales...<br />
A uno de estos le picó una abeja que abundan por<br />
aquí, y el negro soltó un taco, dijo ¡oreja! Escanda-
Cuentos de un pintor<br />
lizando a los que le rodeaban, que inmediatamente<br />
le llevaron ante el jefe de la tribu para ser castigado<br />
por su mala educación.<br />
He sufrido varias inspecciones para vigilar mi<br />
engorde, siempre quedaron decepcionados y hoy se<br />
efectúa la última, porque llevo aquí tres meses y los<br />
Lamburus están agotando la caza, los tubérculos y las<br />
frutas que recogen para cebarme. Se presentan el jefe,<br />
el hechicero y casi toda la tribu, vuelven a palpar mis<br />
escasas mollas y veo en ellos un gesto de profunda decepción,<br />
al comprobar que no engordé ni un gramo.<br />
La tristeza y el desanimo se apoderan de todos, que se<br />
quedan sin banquete ni fiesta; porque, pienso yo que<br />
viven para esa fiesta, como los brasileños para el carnaval<br />
o los valencianos para las fallas. Actúa después<br />
el hechicero que emite su dictamen, Bongo traduce:<br />
—Buana, él dice que estás embrujado, por eso no<br />
engordas, aunque yo creer que ser por tu metabolismo.<br />
Le contesto a mi guía:<br />
—Mi buen Bongo, no me seas racionalista, que<br />
puede ser el único que dice la verdad.<br />
El jefe de la tribu pronuncia un discurso que<br />
Bongo me va traduciendo y al que yo pulo y le doy<br />
calidad literaria. El jefe dice así:<br />
—Estamos tristes y desolados porque no tenemos<br />
ni fiesta ni banquete; desde hace cinco años en que<br />
nos comimos a un misionero que vino a evangelizarnos.<br />
Teníamos puestas todas nuestras esperanzas en<br />
tí, pero nos has decepcionado. Hay niños que aún no<br />
conocen la fiesta, ancianos que no volverán a vivirla<br />
169
170<br />
Luis Cañadas Fernández<br />
y todo un pueblo que caerá en la melancolía y en la<br />
depresión. Muchos soñaban con paladear lentamente<br />
una mano, con sus múltiples huesecillos, sus pulpejos,<br />
los tendones, las tenaces articulaciones, es como tener<br />
el paraíso en la boca; luego está el corazón con sus<br />
recónditas oquedades y las costillas asadas a la brasa,<br />
el estómago bien limpio y guisado con pili pili picante,<br />
o los riñones con salsa de mangos y las criadillas<br />
cortadas en finísimas láminas y presentadas sobre un<br />
lecho de hierbas aromáticas... y todo esto se ha perdido,<br />
ya solo será un recuerdo anclado en la memoria.<br />
Vete, hombre blanco y no vuelvas más por aquí.<br />
Después de tan emotivo discurso, yo me vi obligado<br />
a dirigirles estas palabras:<br />
—Me marcho, pero con el corazón traspasado por<br />
el dolor y la vergüenza; como Eneas llevó a su padre<br />
sobre sus hombros, yo llevaré vuestra pena sobre los<br />
míos, mientras viva y arrastraré la vergüenza de haberos<br />
decepcionado y ser la causa de vuestra aflicción y<br />
ruina. Me llevo también a Bongo, este negrito escéptico,<br />
que ha osado contradecir las sabias palabras de<br />
vuestro hechicero.<br />
Y nos marchamos, con un nudo en la garganta y<br />
alguna lágrima por la mejilla.<br />
Cuando llego a Europa, lo primero que hago es viajar<br />
a la bellísima ciudad de Pavía y en Vía Ugolino (ojo<br />
al nombre), en el convento de san Andrés, encuentro al<br />
padre Serafíni, incansable misionero, al que convenzo<br />
para que vaya a evangelizar a los Lamburus, que están<br />
dejados de la mano de Dios. Le resuelvo todos los pro-
lemas del viaje, le proporciono una generosa dotación<br />
económica, así como una cuantiosa donación al convento.<br />
Tengo que aclarar que el padre Serafín es joven, aún<br />
no ha cumplido los treinta años, es de piel clara, rosada,<br />
como los nórdicos, quizás por su madre sueca, y tiene<br />
una cierta propensión a la obesidad:<br />
—Ya estoy en los cien kilos—me dice preocupado.<br />
Sé que en quince días estará entre los Lamburus<br />
que lo recibirán con los brazos abiertos y que si hablasen<br />
nuestro idioma dirían: ¡bocato di cardinale! Por fin podrán<br />
tener su fiesta y su banquete.<br />
Es lo menos que puedo hacer por ellos.