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CUENTOS DE UN PINTOR<br />

LUIS CAÑADAS FERNÁNDEZ<br />

ALMERÍA<br />

Instituto de Estudios Almerienses<br />

2010


INSTITUTO DE ESTUDIOS ALMERIENSES<br />

Colección Letras. nº 44<br />

Serie: Narrativa<br />

Cuentos de un pintor<br />

© Texto: Luis Cañadas Fernández<br />

© Edita: Instituto de Estudios Almerienses<br />

www.iealmerienses.es<br />

ISBN: 978-84-8108-487-0<br />

Dep. Legal: Al-1413-2010<br />

Primera Edición: Noviembre 2010<br />

Maquetación: Servicio Técnico del IEA<br />

Imprenta: Gráficas Piquer<br />

Impreso en España


Índice<br />

Rosa 7<br />

Un pobre diablo 17<br />

Navidad 29<br />

El cierre metálico del supermercado 31<br />

El aquelarre 39<br />

El premio Blanquidén 47<br />

Afortunadamente 55<br />

los conejos no piensan 55<br />

Pavilandia 67<br />

Un trabajo como los demás 69<br />

Cinta adhesiva 75<br />

De cómo Milagros no se llamó Jenifer 79<br />

Fotógrafo en Sodoma 85<br />

El adúltero 87<br />

La silla 89<br />

San Miguel Arcángel 95<br />

La Maja Desnuda 101<br />

El genio 111<br />

El estuche 113<br />

Las armas no matan 119<br />

La hoja de higuera 125<br />

El semáforo 133


El anzuelo 139<br />

El intruso 143<br />

Un vampiro en el clínico 151<br />

Supermán 155<br />

Todo el mundo engorda, menos yo 163


Rosa<br />

Rosa, Rosita, como la llamaban sus hermanos,<br />

subió el correo, rasgó el sobre y extrajo una tarjeta<br />

grande, de cartulina crema, en la que, con una letra<br />

impresa, elegante, moderna, decía: “Los señores de<br />

Rodríguez Pinilla y Pérez de la Fuente tienen el honor<br />

de invitarle a una reunión en su domicilio para<br />

establecer posibles vínculos de amistad y futuras relaciones<br />

comerciales”.<br />

—¡Qué bien! —exclamó llena de alegría Rosita.<br />

—Estos serán nuestros primeros contactos y ahora<br />

comprenderéis qué bien hicimos en cambiar el rumbo<br />

de nuestras vidas y trasladarnos a esta maravillosa ciudad.<br />

Rufina, Paquito y Rosa nacieron y vivieron en<br />

una pequeña capital de provincias; eran hijos del catedrático<br />

y director del Instituto, casado con una rica<br />

heredera; llevaron una vida fácil, holgada en lo económico,<br />

pero bajo la tiranía de los padres, extremados en<br />

la educación. Cuando murieron, continuaron juntos,<br />

viviendo de las rentas.<br />

—Aquí solamente vegetamos, nos hemos convertido<br />

en tres solterones —decía Rufina, la mayor<br />

7


8<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

—y nuestros recursos económicos merman cada día<br />

más —añadió.<br />

Quizá por eso decidieron trasladarse definitivamente<br />

a la capital de la nación. Y así, hoy se encontraban<br />

en este piso de una calle céntrica, en la urbe,<br />

cumpliendo por fin su sueño, salir de aquella pequeña<br />

ciudad que nunca habían abandonado hasta entonces.<br />

Para ellos, que no viajaron, todo era nuevo, inusitado;<br />

contemplaban maravillados las grandes avenidas, los<br />

bulevares, las plazas, los altos edificios.<br />

—Mira, Paquito, la elevación de esos edificios, los<br />

pisos de esas casas —decía Rosita.<br />

Rufina, en cambio, exclamó:<br />

—¡Pero estarán ocupados por negociantes sin<br />

escrúpulos, por ladrones al fin y al cabo!<br />

—Qué cosas se te ocurren —le contestó Paquito,<br />

que se fijaba entusiasmado en los árboles tan verdes.<br />

Y es que ellos venían de una región donde la<br />

vegetación era escasa y la aridez configuraba el paisaje.<br />

Por eso, quizá se extasiaban contemplando los<br />

bulevares, sombreados por añosos árboles, donde<br />

la arquitectura y vegetación se complementaban en<br />

una perfecta armonía. También les chocó, al abrir<br />

los balcones, encontrarse con las acacias, que ascendían<br />

desde la sombra rumorosa de la calle, y cuyas<br />

ramas mecidas por la suave brisa, rozaban o acariciaban<br />

levemente los hierros del balcón. De pronto,<br />

un gorrión callejero y alegre se posó en la barandilla<br />

para después, al instante, emprender el vuelo con<br />

un ruido como de arpegio, y cobijarse otra vez en la


Cuentos de un pintor<br />

fronda. Ellos, Rufina, Rosa y Paquito, se acodaban<br />

en la baranda y, a través de aquella marquesina de<br />

verdes hojas, percibían el ruido de la calle, trozos<br />

de conversaciones, risas, los gritos de los niños, la<br />

estridencia de los automóviles, todo ello filtrado<br />

por aquella maraña verde.<br />

—Esto parece la selva —decía Paquito.<br />

—Sí, mucha selva, pero ya veréis cómo se nos<br />

llena la casa de bichos —le replicó Rufina.<br />

Un día quisieron ver amanecer desde los balcones:<br />

la calle permanecía en sombras, algunas luces<br />

continuaban encendidas, oían el ruido de los cierres<br />

metálicos de los comercios que en aquellas horas<br />

recibían sus mercancías poco a poco. Una luz ácida<br />

fue relegando las sombras y recreando un mundo de<br />

realidad cotidiana, que la noche transformara en pura<br />

fantasía. De repente, un sol emergió entre los tejados<br />

y se reflejó, hiriente, en los cristales. Y así comenzó<br />

el día.<br />

Recién llegados, pasaron varios días en un hotel<br />

mientras les traían los muebles; después fueron acomodándolos<br />

por el piso, un piso con ascensor, que en<br />

aquellos primeros momentos constituyó una novedad<br />

para ellos.<br />

—Qué emocionante subir en este chisme —decían.<br />

—Ya aprendí cómo se abre la puerta y qué botones<br />

hay que pulsar —dijo Paquito.<br />

Y fueron dándole vida a aquellos espacios vacíos<br />

como cuerpos sin alma, sin historia.<br />

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10<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

—Aquí colocaremos el reclinatorio donde se arrodillaba<br />

nuestra madre para sus rezos.<br />

—Aquí la mesita con este búcaro que siempre<br />

estuvo sobre ella.<br />

—Aquí instalaremos el salón donde recibíamos<br />

a las visitas —dijo Rosa, mientras empujaba un sofá<br />

con la ayuda de su hermano, y añadió: Espero que un<br />

día se llene de gente, se oigan risas, frases ingeniosas,<br />

conversaciones profundas…<br />

—No pongas el carro antes que los bueyes, que<br />

aún no conocemos a nadie aquí— le objetó Rufina.<br />

Después le tocó el turno a las habitaciones donde<br />

se desarrollaría su actividad artística o más bien<br />

artesana, que ellos tenían la cultura suficiente para<br />

apreciar la diferencia; en ella tenían puestas todas sus<br />

ilusiones y esperanzas económicas. Era un trabajo<br />

de marquetería. Poseían una sierra de marquetería,<br />

artilugio parecido a una de esas antiguas máquinas de<br />

coser que ya se conservan como reliquias del pasado.<br />

Funcionaba con pedal movido con los pies y un fino<br />

hilo metálico; dotado de minúsculos dientes, cortaba<br />

el tablero en el que, previamente, se había dibujado la<br />

figura. Así recortaban el ratón Mikey, el perro Pluto y<br />

otras figuras, fruto de la imaginación de Paquito, que,<br />

según sus hermanas, tenía alma de artista, a pesar de<br />

que a sus cuarenta y tantos años estaba algo aniñado<br />

y dominado por ellas. A estas creaciones nuevas las<br />

bautizaron con el nombre del conejo Periquín y la<br />

gallina Carmencita.


Cuentos de un pintor<br />

¡Y qué bien se lo pasaban los tres hermanos! El<br />

uno dibujando y recortando, y las otras pintando y<br />

pegándoles sus peanitas para que se sostuvieran en<br />

pie.<br />

—Mira, Paquito, ya tenemos cien conejitos Periquín<br />

y casi otras cien gallinas Carmencita. E iban<br />

colocándolas en unas estanterías que acondicionaron<br />

en una habitación llamada sala de obras acabadas.<br />

Allí se alineaban, como un ejército preparado para la<br />

batalla, filas de ratones Mikey, perros Plutos, gallinas<br />

Carmencitas y conejos Periquínes.<br />

—No pensaréis que este trabajo resolverá nuestras<br />

vidas ni nuestros problemas monetarios —decía<br />

Rufina, y continuaba —Vamos como tres barcos a la<br />

deriva, sin que el viento propicio nos empuje hacia un<br />

nuevo horizonte.<br />

Estas ideas chocaban con toda la ilusión que ponía<br />

Rosita, con todas sus expectativas de éxito. Por<br />

eso eran tan frecuentes los enfrentamientos entre las<br />

hermanas.<br />

—Yo quiero vivir, triunfar, aunque sea con la<br />

gallina Carmencita o con el conejo Periquín. Quiero<br />

ser feliz, aunque tenga que pagar cara esa felicidad.<br />

No quiero ser una solterona, que es en lo que me<br />

estoy convirtiendo…La severidad de nuestros padres<br />

espantó a todos mis pretendientes…Uno por no ser<br />

de buena familia, otro porque carecía de la carrera<br />

adecuada…<br />

Rufina le contestó airada:<br />

11


12<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

—Tienes que comprender, Rosa, que la vida es<br />

dolor y sufrimiento, que esto es un valle de lágrimas,<br />

que en las horas malas debemos mirar a la cruz, a ese<br />

símbolo del dolor, como aconsejaba nuestra madre.<br />

—¡Pues no! —gritó Rosita —No puedo entenderlo<br />

así, no quiero que la vida sea así…Quizá mientras haya<br />

gente que piense como tú, la vida será tan insufrible.<br />

En aquella ocasión, Paquito intervino para que la<br />

cosa no fuese a más.<br />

Y fue por entonces cuando dieron un golpe de<br />

timón a sus vidas y decidieron probar fortuna en la<br />

gran ciudad.<br />

—Aquí, en este edificio donde se encuentra<br />

nuestro piso, debe habitar gente bien, pensaba<br />

Paquito, que coincidió alguna vez en el ascensor<br />

con un señor bien vestido, que lo saludaba muy<br />

educadamente.<br />

—Qué bien viste —explicaba Paquito —lleva un<br />

abrigo austriaco, sobrero haciendo juego, zapatos de<br />

buen cuero y gruesa suela, todo muy sport, pero de<br />

tienda cara.<br />

—Yo también lo vi —dijo Rosita— y debe ser<br />

marqués o algo así.<br />

—Pues para mí que es cazador, porque tiene toda<br />

la pinta, y tendrá sus salones llenos de trofeos.<br />

Esta fue su primera decepción. Unos días después<br />

le preguntaron por él al portero y éste les declaró:<br />

—Es el bedel en el Instituto de Segunda Enseñanza<br />

y tiene buen cuidado en no aparecer por aquí con<br />

el uniforme reglamentario.


Cuentos de un pintor<br />

La llegada de la invitación del señor Rodríguez Pinilla<br />

para posibles contactos mercantiles fue para ellos<br />

como una savia nueva que hizo florecer sus ilusiones.<br />

—Eso significa que han conocido nuestras obras<br />

y están interesados en representarnos y en abrir un<br />

mercado para ellas.<br />

—Ni lo sueñes —dijo Rufina —Nuestras obras<br />

no las conoce nadie y difícilmente se venderán.<br />

—No seas agorera —le replicó Paquito, que participaba<br />

del entusiasmo de su hermana Rosa.<br />

—Mira, vamos a imprimir nosotros también<br />

unas tarjetas —propuso Rosa —y las estoy viendo:<br />

Artesanía Hermanos Fernández del Pozo y Núñez<br />

del Val: Rufina Helena Fernández del Pozo; Director<br />

Artístico: Francisco José Fernández del Pozo;<br />

Relaciones Públicas: Rosa María Fernández del<br />

Pozo. Así de rimbombante será, que en esta ciudad<br />

donde tanto cuentan los valores aparenciales, no<br />

hay que ser menos. Haremos también un dossier<br />

fotográfico de nuestras obras e incluso un video<br />

en el que se verán distintas fases de la realización<br />

artesanal, y con todo ese material nos reuniremos<br />

con esos señores, que estarán encantados de llevar<br />

la exclusiva de nuestra obra.<br />

—Todo eso son vanas ilusiones —le dijo Rufina.<br />

Rosita la interrumpió casi gritando:<br />

—¡Por favor, Rufina, si sólo son ilusiones, no destruyas<br />

esas ilusiones, mira que es lo único que tengo!<br />

¿Te acuerdas de aquella alondra que nos regalaron y a<br />

la que cortamos las alas para que no escapase? Murió<br />

13


14<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

de tristeza…Pues no me dejes sin alas que me ayuden<br />

a escapar de esta realidad tan mezquina.<br />

Pasados unos días y cuando tuvieron todo el material<br />

publicitario en su poder, concertaron una cita<br />

y se dirigieron al domicilio que figuraba en la tarjeta<br />

recibida unos días antes.<br />

—Ante todo, pensemos en la estrategia que nos<br />

conviene adoptar. Creo que nos interesa dejarles<br />

hablar a ellos y nosotros no decir ni mu, no enseñar<br />

nuestras cartas hasta el final —aconsejó Rufina.<br />

La casa de los señores Rodríguez de Pinilla estaba<br />

situada en el casco antiguo de la ciudad; fue<br />

un antiguo palacio, reformado y habilitado para<br />

viviendas.<br />

—Aquí se respira historia —dijo Paquito.<br />

Penetraron en un portal grande y lóbrego en<br />

donde entrarían los carruajes en otras épocas; ahora<br />

dominaba una penumbra espesa, impregnada de un<br />

olor como a humedad o a vejez tal vez... Del portal<br />

arrancaba una amplia escalera de madera, los peldaños<br />

desgastados chirriaban bajo sus pies; en los rellanos<br />

había también bancos de madera para el descanso de<br />

los que subían fatigados.<br />

Los señores de Rodríguez Pinilla los recibieron<br />

muy atentamente. Qué gente tan fina, pensó Rosita,<br />

serán nuestra tabla de salvación, asumiendo la representación<br />

y venta de nuestras obras.<br />

Su casa, al contrario que el resto del edificio,<br />

estaba puesta con un sentido de modernidad, con<br />

muebles funcionales, no siempre de buen gusto.


Cuentos de un pintor<br />

Los pasaron al salón y, después de las presentaciones,<br />

les ofrecieron unas copas y canapés de algo<br />

parecido al caviar. Comenzaron charlando de temas<br />

triviales, intrascendentes, con los que se inician los<br />

prolegómenos de futuros contactos más profundos.<br />

Por su acento, los tres hermanos comprendieron que<br />

ni el anfitrión ni su mujer eran de aquella ciudad.<br />

Cuando ya agotaron los temas de conversación, el<br />

señor Rodríguez Pinilla se levantó y dijo:<br />

—Ahora, queridos amigos, que ya nos conocemos,<br />

tratemos de negocios. Por favor, síganme —Y<br />

se dirigió a través de un pasillo hasta una gran puerta<br />

corredera que abrió y dio acceso a una gran nave,<br />

resultado quizá de tirar tabiques, uniendo varias<br />

habitaciones. En ella, en un extremo, Rufina, Rosa<br />

y Paquito contemplaron atónitos, anonadados, una<br />

sierra de marquetería como la suya, tableros, mesas<br />

con herramientas, otras con botes de colores; en el<br />

otro extremo de la nave, estanterías repletas de ratones<br />

Mikeys, perros Plutos, patos Donald, Caperucitas<br />

Rojas, todos ellos dispuestos ordenadamente, como<br />

un ejército que se prepara para un pomposo desfile<br />

militar.<br />

Ante el silencio de los tres hermanos, el señor<br />

Rodríguez Pinilla habló:<br />

—Hace unos años, nos trasladamos a esta ciudad,<br />

dedicándonos por entero a la artesanía; en ella tenemos<br />

puestas todas nuestras ilusiones; en ella descansa<br />

nuestra futura economía, nuestros únicos recursos.<br />

Como apreciarán ustedes, disponemos de un amplio<br />

15


16<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

stock de las maravillosas figuras, pero nos falta la adecuada<br />

red de contactos comerciales para venderlas.<br />

Enviamos muchas tarjetas como las que recibieron<br />

ustedes, pero tan sólo ustedes han contestado. Por<br />

eso, son nuestra última esperanza y deseamos fervientemente<br />

que se conviertan en nuestros representantes<br />

y, qué puñeta, que vendan nuestra obra.<br />

Rufina sintió la amarga satisfacción de haber<br />

acertado y un profundo dolor al comprobar que sus<br />

peores presagios se habían cumplido. Rosa y Paquito,<br />

como si una flecha certera hubiese alcanzado su ilusión<br />

en pleno vuelo, y como ave herida, se sintieron<br />

caer al oscuro abismo.<br />

Volvieron a bajar los chirriantes escalones, volvieron<br />

a pasar sus manos por la carcomida balaustrada,<br />

cruzaron el lóbrego portal, dejando atrás el indefinido<br />

olor a humedad, a vejez, a comida. Ya en la calle,<br />

Rufina, viendo a sus hermanos con tal desánimo, les<br />

dijo:<br />

—Que este fracaso no os golpee en el alma, que<br />

no es para tanto.<br />

Y fue Rosita, como siempre, la que contestó:<br />

—¿Acaso conoces un bálsamo que cure las heridas<br />

del alma, esas que sangran siempre y no cicatrizan<br />

nunca?


Cuentos de un pintor<br />

Un pobre diablo<br />

Por fin saqué las oposiciones y desde hace seis<br />

meses doy clase de Griego en un Instituto de esta<br />

ciudad. Como estamos en carnaval, el centro docente<br />

al que pertenezco, celebra una fiesta de disfraces<br />

y me toca a mí vestirme de demonio. He tenido<br />

que comprarme un disfraz, todo él rojo, con cuernos,<br />

naturalmente de plástico, un rabo y un gran<br />

tridente con el que pinchar y hacer la puñeta a las<br />

condenadas almas.<br />

Ya que soy retraído y algo tímido, este rollo me<br />

da mucho corte, así es que, antes de ir a la fiesta, me<br />

tomaré un par de cubatas, a ver si así supero la jodida<br />

vergüenza que me acogota; por eso estoy aquí en la<br />

cafetería tomándome mi primer lingotazo.<br />

En ese momento entra un señor disfrazado de<br />

demonio, como yo, pero de un aspecto tan triste que<br />

da pena. Como mi segundo cubata ya está produciendo<br />

su efecto y me vuelve locuaz y comunicativo, me<br />

dirijo a él y le digo:<br />

—¿Qué, disfrazado de demonio para el carnaval?<br />

El tío me mira fijamente y dice:<br />

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18<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

—Si su mirada es perspicaz y si su cacumen<br />

funciona con normalidad, comprenderá, joven, que<br />

no vengo disfrazado de demonio; yo, señor mío, soy<br />

el demonio. Ocurre, que me coge en mis horas más<br />

bajas, inmerso en una depresión que me llevará al<br />

hoyo.Porque ¿quién resiste a esta indiferencia que me<br />

rodea? ¿Quién permanece impasible ante el desprecio<br />

a mi persona, a lo que ella representa, a lo que fui<br />

desde el principio de los tiempos?<br />

A mí este tío me cae bien a pesar de su locura,<br />

porque debe estar pirado. Le invito a un cubata, que<br />

eso levanta el ánimo. El señor me dice:<br />

—Mi eterno agradecimiento, pero esos brebajes<br />

no van con lo delicado de mi estómago, así es que si<br />

usted lo tiene a bien, tomaré una infusión de manzanilla,<br />

más acorde con mí quebrantada salud.<br />

Joder con el demonio, pienso yo. Y mientras se va<br />

tomando su manzanillita, me cuenta:<br />

—No sabe usted, mi joven amigo cómo añoro aquel<br />

tiempo de antaño, yo no diría que esplendoroso y brillante<br />

porque el esplendor y el brillo no son lo mío, que<br />

yo escogí las tinieblas, la oscuridad de las almas, la que<br />

ofusca la razón y anula inteligencia e ingenio. Mi reino<br />

es el reino de las sombras. Con qué terror se susurraba<br />

mi nombre, con qué fervor se me invocaba, afrontando<br />

la hoguera... y ya ve usted, hoy se me confunde con una<br />

vulgar máscara. Voy de mal en peor, en verdad, amigo,<br />

¿no es para estar deprimido? Aunque a mis eternos enemigos,<br />

los del reino dela luz, no les fue mejor. Le aclaro<br />

que yo juego con cierta ventaja, ya que propicio las más


Cuentos de un pintor<br />

bajas pasiones, los peores instintos, que por suerte para<br />

mí abundan; ellos en cambio: la virtud, la honradez,<br />

poner la otra mejilla. ¿Y de que les sirvió? Si no evitaron<br />

guerras sangrientas, represiones, holocaustos, esclavitud,<br />

noches de San Bartolomé... y es que el hombre no está<br />

hecho de ilusión, si no de carne y la carne, amigo, entra<br />

en mis dominios, que ya lo dijo un colega mío: “todo lo<br />

que nace merece ser hundido”.<br />

—Menudo rollo me has largado, tío, —le digo—<br />

y eso que solo tomas manzanilla, que si te largas un<br />

par de cubatas tenemos palique hasta mañana.<br />

A continuación le pregunto:<br />

—¿Es verdad, tío, que puedes devolver la juventud<br />

a cambio del alma?<br />

—Pero hombre, si esa es una de mis especialidades,<br />

lo que ocurre es que hoy en día nadie se acuerda<br />

del alma ni cuentan conmigo, que para devolver<br />

lozanía y juventud ya crearon fármacos, siliconas o<br />

clínicas, con las que no puedo competir.<br />

Y yo le digo:<br />

—Me alucina tu labia, pero déjate ya de palique<br />

que se me está ocurriendo una idea.<br />

—Y ahora explíqueme esa idea tan genial.<br />

Yo creo, —le contesto—, que como soy tímido<br />

y usted depresivo, unamos nuestras exiguas fuerzas y<br />

vayamos a la fiesta de mi Instituto.<br />

Y hacia allí nos encaminamos, dando un paseo y<br />

hablando amigablemente.<br />

No sé de qué psiquiátrico se habrá escapado<br />

este fulano, pero, joder, se expresa muy bien y tiene<br />

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20<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

cierta cultura. Le aclaro que por aquí se le nombra<br />

de distintas maneras: Satanás, Belcebú, Luzbel, que<br />

significa el que porta la luz. Y para ponerlo en un<br />

aprieto, le planteo la siguiente cuestión: si Luzbel<br />

fue un ángel y los ángeles son espíritus perfectos,<br />

¿qué les indujo a rebelarse? Porque carecían de<br />

ambición, de los instintos de la carne... Mi acompañante<br />

me coge por el brazo, me mira fijamente<br />

y me dice:<br />

—El tedio, querido amigo, el tedio, eso fue lo que<br />

desencadenó aquella rebelión, aquella catástrofe.<br />

Yo siempre pensé que eso de la gloria sería algo<br />

aburrido. Así, debatiendo estas cuestiones, entramos<br />

en el Instituto. La fiesta está en todo su apogeo. Hay<br />

barra libre y la gente bebe, baila y se divierte, tratando<br />

de ocultarse bajo sus disfraces. Pronto diviso a Roberto,<br />

el director, licenciado en biología. Viene disfrazado de<br />

Tortuga Ninja, él que es tan enclenque y tan poquita<br />

cosa. Le explico que mi amigo se cree el demonio, dueño<br />

y señor del infierno, con el fuego eterno y todas esas<br />

cosas. Roberto se ríe y nos dice:<br />

—Pero no me vengan ahora con esas chorradas;<br />

cuando se ha descubierto el genoma humano, cuando<br />

se sabe lo que es una neurona y cuando se conoce que<br />

la depresión de este señor es producida por la carencia<br />

de una sustancia química, pues no os extrañe que nadie<br />

se acuerde del infierno, o del demonio y es que somos<br />

pura química...<br />

Estas palabras aumentan la congoja y la depresión<br />

de mi acompañante que se queja:


Cuentos de un pintor<br />

—Pero ¿qué tengo yo que hacer en este mundo, entre<br />

esta gente que se olvidó de mí y que creé que somos<br />

solo química?<br />

Para animarlo, me lo llevo a la barra y consigo<br />

que se trague un cubata, bien cargado de ron; después,<br />

por el altavoz nos ruegan que salgamos a la pista<br />

y pronunciemos un discurso, como corresponde a<br />

nuestra categoría de diablos, ¡joder qué compromiso!<br />

Menos mal que con los cubatas y los calimochos mi<br />

timidez desapareció. Salgo yo primero y entre otras<br />

chorradas digo que mi misión es tentar a la gente y<br />

si hay alguna tía buena que quiera ser tentada que se<br />

presente... Abandono la pista entre palmas y silbidos<br />

y ahora le toca a mi amigo, el auténtico demonio,<br />

claro, según él. Le oigo decir, mientras se encamina<br />

a la pista:<br />

—Por fin se acuerdan de mí.<br />

Se sitúa en el centro, lo iluminan con los focos y<br />

con voz potente de bajo grita:<br />

—¡Roth zhagoh roth rostavit!<br />

Ante esa voz profunda, como surgida del fondo<br />

de la tierra, y ante esas enigmáticas palabras se<br />

produce un extraño silencio, todos se dirigen a mí<br />

¿quién es ese tío? Me preguntan y yo no sé qué responderles.<br />

Él vuelve satisfecho del centro de la pista y me<br />

dice:<br />

—Por un momento he creído encontrarme en<br />

mis antiguos tiempos, he vuelto a ser el centro de la<br />

atención... pero ya ves lo poco que ha durado.<br />

21


22<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

Yo le pido que me aclare sus palabras porque no las<br />

entendimos. Él me contesta:<br />

—Amigo, la claridad no favorece ni al reino de las<br />

tinieblas ni al de la luz, porque ambos vivimos del misterio<br />

y no de la razón o de la claridad.<br />

Dejo a mi amigo y me doy un garbeo por otros<br />

rincones de la fiesta. Encuentro a la señorita Rosy<br />

que aparte de ser licenciada en Teología y profesora<br />

de Religión, está de miedo, vamos que está maciza.<br />

Se me ocurre presentársela a mi amigo el demonio,<br />

porque entre la teóloga y el diablo puede ocurrir algo<br />

interesante.<br />

—Aquí Rosy, la profesora de Religión, y éste es<br />

Satanás en persona, que se da cuenta de lo buena que<br />

estás y que té dirá algo.<br />

Efectivamente, mi amigo le habla:<br />

—¿Qué podría yo decirle de tanta belleza? ¿ Qué<br />

palabra serviría de adecuado recipiente a tan sin par<br />

hermosura?... tan solo el silencio y la admiración<br />

serían su merecido homenaje... y en verdad os digo<br />

que ha sido para mí grandísima fortuna el haberos<br />

conocido y poder deleitarme en la contemplación de<br />

vuestra grácil figura.<br />

—Pero qué cosas tan bonitas dice tu amigo,<br />

—exclama Rosy—, debería serviros de ejemplo, que<br />

sois unos burros, que no sabéis tratar a las chicas, que<br />

solo les decís tía buena o qué delantera tienes.<br />

Interviene otra vez mi amigo:<br />

—Ahora señorita, ya que usted es versada en los<br />

conocimientos teológicos, comprenderá los motivos


Cuentos de un pintor<br />

de mi depresión, el poco caso que se presta a mi figura,<br />

al infierno, al fuego eterno... porque usted creerá<br />

en ellos.<br />

—Pues claro, —contesta Rosy—, son estados de<br />

conciencia, según las últimas palabras de la teología.<br />

—¡Que yo soy un estado de conciencia! ¡Yo, el<br />

Príncipe de las Tinieblas, un estado de conciencia!...<br />

y es que, señorita, cuando la desgracia nos abate, todas<br />

nuestras ilusiones y esperanzas van cayendo una a<br />

una, como las hojas del árbol bajo el primer soplo del<br />

gélido invierno, y solo quedan cual ramas desnudas,<br />

la ira, el odio, el rencor... Ahora dejadme solo, que la<br />

soledad apacigua la ira y la convierte en honda tristeza<br />

o melancolía... dejadme solo, que la soledad cierra las<br />

heridas, que causaron, con cruel mano, desprecio y<br />

olvido.<br />

—Pero qué labia tiene este tío, —dice la señorita<br />

Rosy.<br />

Como ella y yo tenemos ganas de marcha, a<br />

pesar del royo de la teología y de mi timidez, pues<br />

nos dirigimos a la improvisada pista de baile, a<br />

mover el esqueleto, que la Rosy lo tiene muy bien<br />

recubierto.<br />

Con las primeras luces del alba, la fiesta comienza<br />

a languidecer, la gente se va marchando y<br />

Rosy y yo nos dedicamos a buscar a nuestro amigo<br />

el diablo, al que encontramos en un rincón, con<br />

aire aburrido.<br />

—Ya está amaneciendo y se acaba la fiesta de carnaval,<br />

—le dice Rosy.<br />

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24<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

—Observo, —contesta nuestro amigo—, que<br />

se retira el oscuro cuervo de la noche y aparece el<br />

insaciable buitre de la realidad, devorando nuestros<br />

sueños y fantasías que la noche alentó.<br />

—Pero qué trágico te pones, tío, —le dice<br />

Rosy—, lo que pasa es que en esta fiesta, con los<br />

disfraces somos otros, somos lo que hubiésemos<br />

querido ser y ahora, al acabar, tenemos que embutirnos<br />

en la cotidiana máscara de nosotros mismos.<br />

Por eso todas las fiestas tienen un final decepcionante<br />

y la madrugada nos convierten en lívidos<br />

fantasmas que retornan a su escondrijo, en mi caso<br />

a las clases de Religión que aborrezco.<br />

—Me admira su discurso, no esperaba yo menos<br />

de usted. Merece estar entre mis huestes, —comenta<br />

el diablo.<br />

—Pero qué dices, tío, no me considero yo tan<br />

mala o tan perversa como para arder en el fuego eterno,<br />

—le contesta Rosy.<br />

—Has de saber, mi buena teóloga, que nadie de<br />

los que allí están se considera malo, muy al contrario,<br />

todos dicen haber hecho el bien: lo hice por el bien de<br />

la patria, lo hice por el bien de la sociedad... y miles<br />

de madres posesivas: dirán fue por tu bien, hijo mío.<br />

Esa frase, por tu bien, abre las puertas de mi reino.<br />

Después de las palabras del diablo vamos saliendo<br />

en pequeños grupos. Como hace una mañana algo fresca<br />

de febrero, yo me pongo una gabardina sobre el disfraz,<br />

Rosy encuentra un chal y se arrebuja en él. Unas alumnas,<br />

que vienen con nosotros, también encuentran algo


Cuentos de un pintor<br />

con que abrigarse, solamente el pobre diablo pasa frío. Y<br />

así vamos caminando por la avenida del pintor Alcaraz,<br />

en dirección al centro de la ciudad.<br />

Al poco, nos encontramos con un señor de mediana<br />

edad, que nos para y saluda efusivamente al que dice ser<br />

el diablo. Renquea de una pierna y usa muleta de aluminio<br />

con tacón de goma. Viste un abrigo, que en sus<br />

tiempos fue negro y ahora es de color indefinido, y una<br />

larga bufanda que se apresura a ceder a su amigo. Este<br />

nos lo presenta:<br />

—Aquí Ángel.<br />

Rosy, las alumnas y el diablo, se adelantan y yo<br />

me quedo rezagado con nuestro nuevo acompañante.<br />

Aprovecho para preguntarle por su amigo el que dice<br />

ser el diablo. Allí, donde residimos, todos le llaman<br />

Satán, se ríen de él y le gastan bromas muy pesadas.<br />

A mí me da pena, lo defiendo y lo ayudo bastante,<br />

porque el pobre es tan desgraciado... y eso que se expresa<br />

tan bien, sabe tanto y a veces utiliza un idioma<br />

extraño... y sabe usted, pues me da escalofríos y tengo<br />

mis dudas, pero usted no se fíe de él. Tan solo puede<br />

confiar en mí.<br />

—¿Y eso por qué? —Le pregunto.<br />

—Porque, sabe usted, yo soy un ángel.<br />

—¡Joder! Ya está bien de locura, —exclamo sorprendido.<br />

—Mire, me dice mi acompañante, como explica<br />

nuestro amigo Satán, no pida cordura al loco ni razón<br />

a quien no puede razonar, más bien exíjale un poco<br />

de locura al cuerdo... Y volviendo a mí, le diré que<br />

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26<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

siendo ángel, voy disfrazado de persona vulgar para<br />

no llamar la atención.<br />

—Pues no sabe el éxito que habría obtenido si se<br />

presenta en la fiesta de disfraces con su uniforme de<br />

verdadero ángel, —le digo.<br />

—No señor, yo no pierdo el tiempo en esas fiestas.<br />

Cuando puedo salir me voy a un puticlub, cercano<br />

donde hay unas rusas... qué rusas, tan educadas, tan<br />

amables, tan cariñosas... y es que sabe usted, yo fui muy<br />

mujeriego, y a pesar de los años, siempre algo queda. Si<br />

quiere un día me acompaña y verá cosa buena.<br />

—No entiendo como puede compaginar su condición<br />

de ángel con sus frecuentes visitas al puticlub,<br />

—le digo.<br />

—Pero hombre, compaginan perfectamente ¿por<br />

qué no iban a compaginar? Si yo voy allí a disfrutar<br />

de la mejor obra de Dios, que es la mujer, sobre todo<br />

las rusas, ande anímese y venga conmigo. Pero vamos<br />

a reunirnos con los demás, porque veo que mi amigo<br />

Satán arrastra la bufanda y está desabrigado. El pobre<br />

cogerá uno de sus frecuentes resfriados.<br />

Cuando llegamos al grupo, alucino al contemplar<br />

con qué cuidado, con qué cariño Ángel coloca la bufanda<br />

y abriga a su amigo.<br />

Hemos llegado ya al cruce de la avenida con el<br />

paseo del Poeta Aureliano; aquí nos separamos, ellos<br />

dos continúan hacia su residencia y nosotros al centro<br />

de la ciudad.<br />

Forman una extraña pareja: el ángel cojeando<br />

de una pierna y arrastrando la muleta, el demonio


Cuentos de un pintor<br />

encorvado bajo el peso de su depre y su tristeza, y<br />

enrollado en la bufanda. Pienso que nosotros somos<br />

lo que la vida nos permitió ser, ellos en cambio son<br />

lo que verdaderamente creen ser: un demonio y un<br />

ángel, pero ¡joder! Da compasión ver su mutuo afecto<br />

y la miserable realidad de sus vidas.<br />

En ese momento Rosy me dice:<br />

—Oye, tío ¿por qué no desayunamos un chocolatito<br />

caliente con unos churros?<br />

—Vale —le contesto y nos encaminamos hacia<br />

la churrería del mercado, que a estas horas estará ya<br />

abierta.<br />

27


Cuentos de un pintor<br />

Navidad<br />

Estamos en navidad. Salgo a la calle y paro a la<br />

primera máquina del tiempo que viene libre, con luz<br />

verde. Le digo al conductor:<br />

—A Belén en el siglo primero.<br />

Cuando llegamos, me acerco al portal, donde<br />

están San José, la Virgen, el Niño y la mula y el buey.<br />

Escucho la conversación entre los dos últimos.<br />

—No sé, señora mula —dice el buey— si se da<br />

cuenta de la alta misión que la providencia nos ha<br />

encomendado.<br />

—Pues claro, colega, —responde la mula— ya<br />

que aun no se inventó el aire acondicionado, tenemos<br />

que caldear el ambiente.<br />

—Es que con este nacimiento, —prosigue el<br />

buey— el mundo cambiará por completo, habrá<br />

un antes y un después. Desde este momento nadie<br />

morirá en la hoguera, no habrá más torturas, ni<br />

represiones o venganzas, ni pobres ni ricos, porque<br />

quien mucho tiene repartirá con el que nada posee.<br />

Ya no existirán las guerras y la fraternidad reinará<br />

en la Tierra.<br />

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Luis Cañadas Fernández<br />

La mula contesta:<br />

—Pero qué alucine es ese, tío, salvo los polvorones,<br />

los mantecados, el turrón, del duro y del blando,<br />

y el pavo, nada va a cambiar. Que lo tuyo es un puro<br />

sueño, tío.<br />

Y como ya llegan los pastores y habrá mucha<br />

movida, pues me voy a una parada de máquinas del<br />

tiempo y me vuelvo al mío, que me esperan los alfajores,<br />

los turrones y el cava; que eso de la fraternidad<br />

y que no haya ricos ni pobres suena a revolucionario<br />

y la navidad con tanto engullir requiere tranquilidad.


Cuentos de un pintor<br />

El cierre metálico del supermercado<br />

Me llamo Nicolás, Nico para mis amigos, aunque<br />

sé que a mis espaldas, los otros dependientes, e<br />

incluso los chicos de los recados, me dicen el “otra<br />

cosita”.<br />

Trabajo en este pequeño supermercado, en la<br />

sección de los fiambres. Entro a las ocho, y, antes de<br />

abrir al público, me dedico a preparar el género, a<br />

presentarlo de la forma más atractiva; porque como<br />

dice el señor Ambrosio, el encargado, la comida entra<br />

por los ojos antes que por la boca y halagando la vista<br />

del cliente, pues se engorda nuestro bolsillo. Por eso<br />

tengo siempre el mostrador y las vitrinas limpísimas.<br />

En ellas voy poniendo: primero los quesos, el de Burgos,<br />

sobre una fuente por si escurre, lo mismo que el<br />

requesón. Luego el roquefort, los de oveja, siempre<br />

con su mejor corte, los de cabra, el de los grandes<br />

ojos, el de bola... Los hay para todos los paladares y<br />

todos los gustos. Después coloco los embutidos, los<br />

patés, la cecina, oscura y bien curada y por último,<br />

llego al rey de esta tienda: el jamón de Jabugo, de bellota,<br />

surcado por un laberinto de sonrosado tocino,<br />

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32<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

entre la magra oscura... y cómo huele de bien, el muy<br />

jodido.<br />

A las nueve, Andrés, el chico que lleva los pedidos,<br />

abre el cierre metálico, siempre con gran estruendo<br />

que sirve de aviso a los vecinos.<br />

A las dos y media nos vamos a comer a la cafetería<br />

de la esquina, que nos hacen un menú barato; después<br />

de un café y un rato de charla, hablamos de lo que<br />

hablan los hombres: de futbol y de mujeres.<br />

A las ocho guardamos el género, los chicos<br />

echan serrín en el piso, barren, limpian, friegan,<br />

que el señor Ambrosio no quiere olor alguno y si<br />

no, el dueño, ese sí que es exigente; va husmeando<br />

como un perro de caza y si encuentra algo mal,<br />

pues menuda bronca.<br />

Así todos los días. Bueno, los domingos, el<br />

partido por la tele... ¿Qué si soy feliz así? Yo nunca<br />

me hago esa pregunta. Tengo la familia, un coche,<br />

el adosado y los quince días de vacaciones a Benidorm.<br />

Hoy hemos tenido una jornada tranquila: poca<br />

gente, por la mañana las cocineras de siempre, a encargar<br />

sus pedidos, que luego Andrés o el otro chico<br />

suben a sus domicilios. También vienen los obreros<br />

que trabajan por el barrio: esos la barra de pan y la<br />

mortadela para el bocata.<br />

Esta tarde acabamos pronto; vamos saliendo y por<br />

último sale Andrés, que saca una pértiga, la engancha<br />

en el cierre metálico y comienza a tirar para bajarlo<br />

hasta el suelo.


Cuentos de un pintor<br />

Yo no sé por qué cierro los ojos, quizás un ligero<br />

mareo, y es, en ese instante, cuando cruza por mi cabeza<br />

algo como un relámpago: ¿será una momentánea<br />

pesadilla, o un ángel que me transporta a otro mundo<br />

distinto?<br />

Cuando abro los ojos, me encuentro vestido de<br />

uniforme caqui, en la cabeza un pesado casco y entre las<br />

manos un fusil. Estoy en la calle, entre gentes que corren<br />

despavoridas, que gritan en un idioma desconocido.<br />

Alguien dispara desde el otro extremo de la calle.<br />

La gente corre. Yo también corro. Me caigo, me levanto,<br />

sigo huyendo. Tiro el casco, me pesa. El fusil, un<br />

estorbo. Llego a una calle más ancha, a una avenida<br />

quizás.<br />

Las rodillas me tiemblan de puro miedo, miedo<br />

a ser herido, miedo al dolor, miedo a caer en plena<br />

calle y tardar en morir como un perro reventado, que<br />

no a desaparecer en un segundo. ¿Será esto el infierno<br />

donde me han arrojado?<br />

En la avenida, un camión está a punto de partir,<br />

con personas que huyen, quizás a otro lugar más seguro.<br />

Corro hacia él y alguien me ayuda a subir. Viajan<br />

en el camión mujeres, niños, dos soldados heridos,<br />

una anciana con su gato; a mi lado una chica joven,<br />

asustada que llora nerviosamente, ocultando el rostro<br />

entre los brazos; los jipidos agitan todo su cuerpo.<br />

Trato de consolarla, pero no me entiende y se levanta...<br />

joder que tía más guapa.<br />

Seguimos por una carretera. Atrás quedan los<br />

gritos, las carreras, los disparos.<br />

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34<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

Al cabo de una hora, llegamos a lo que parece ser<br />

un pueblo grande, en el que también se advierten los<br />

zarpazos de la guerra.<br />

Desembocamos en una plaza, tal vez encrucijada,<br />

porque está repleta: transportes militares, camiones,<br />

coches, carros cargados de enseres; familias enteras<br />

que huyen con sus vacas, sus ovejas y hasta con su<br />

cerdo. Todos quieren salir por el mismo sitio y por<br />

eso este enorme atasco y estas imprecaciones, golpes,<br />

peleas y un ensordecedor estruendo...encima en una<br />

lengua extranjera.<br />

Dominando el barullo, se oye un ronroneo siniestro<br />

que viene de arriba, del cielo, ¡la aviación! pienso<br />

yo ¡lo que faltaba! Se hace un silencio inquietante,<br />

pero cuando el zumbido de los motores es más patente,<br />

estalla el jaleo, la gente corre, abandona todo, en<br />

un momento la plaza queda casi vacía. Un avión vuela<br />

muy bajo, es como una legión de ángeles enfurecidos<br />

que se abaten sobre la tierra.<br />

El avión va ametrallando. Cojo a la joven por<br />

el brazo y me lanzo con ella bajo el remolque de un<br />

tractor, cargado con colchones, sillas, maletas... las<br />

ráfagas de ametralladora nos pasan rozando, los escupitajos<br />

de plomo abren un surco como un arado<br />

de muerte... el pánico se apodera de la chica, que se<br />

agarra a mi desesperadamente. Siento el temblor de<br />

su miedo a través de todo su cuerpo, sus uñas clavarse<br />

en mi brazo y su cabeza ocultándose, aplastándose<br />

contra mi pecho como si quisiera refugiarse en una<br />

gruta de carne.


Cuentos de un pintor<br />

El avión pasa y lo sentimos alejarse, pero vuelve<br />

otra vez.<br />

—¡Vamos a morir!<br />

Grito y aúllo como un animal porque huelo la<br />

muerte, la cabrona, como antes yo escogía el buen<br />

jamón por el olfato, y ahora me encuentro inmerso<br />

en este perfume amargo de la guerra, en este hedor<br />

inmundo del odio, de la sangre. Las ráfagas son más<br />

certeras. La joven debe pensar lo mismo y se pega a<br />

mí con más fuerza... y de pronto, ¡hostia! me está besando,<br />

con furia, en la cara, en la boca.<br />

Por fin el avión se aleja y salimos de debajo del<br />

remolque. La joven tiene el pantalón mojado, ¡se ha<br />

meado de miedo! Me mira avergonzada y llora, esta<br />

vez sobre mi hombro.<br />

Nuestro transporte está afortunadamente intacto<br />

y ya en marcha. Empujo a la joven por el culo y la<br />

lanzo dentro, yo trepo como puedo y otra vez en la<br />

carretera a toda velocidad... La chica me explica algo,<br />

pero no entiendo ni una puta palabra; solo siento sus<br />

manos entre las mías, su mirada de cariño y agradecimiento.<br />

También siento, a pesar del horror que nos<br />

rodea, como una extraña emoción que va creciendo<br />

dentro de mí, como algo que nunca experimenté en<br />

mi otra vida, quizás por esta compañera que el azar o<br />

el destino me han deparado.<br />

La carretera continua por la falda de la montaña;<br />

a nuestra izquierda el bosque, oscuro, a la derecha la<br />

ladera desciende en suave pendiente hasta un riachuelo<br />

que discurre entre hayas y robles.<br />

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36<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

Después de un rato de marcha, de nuevo se<br />

oyen explosiones y al salir de una curva, alguien nos<br />

dispara, por lo que el camión, averiado, se sale de la<br />

carretera y corre por la pendiente, hasta que lo detiene<br />

el tronco de un árbol.<br />

Saltamos del vehículo y con mi compañera de<br />

la mano, corremos por el bosque, arañazos con las<br />

zarzas, golpes con las ramas, caídas y miedo, otra vez<br />

miedo, pero al fin estamos fuera del alcance de las<br />

balas y así llegamos al arroyo que tendremos que atravesar<br />

si queremos seguir alejándonos. Cojo a la joven<br />

en brazos y la cruzo a la otra orilla, donde deposito mi<br />

carga en el suelo y ella, agradecida, enrosca sus brazos<br />

a mi cuello y me besa largamente; después me ayuda<br />

a sacar el agua de mis botas.<br />

Seguimos caminando por el bosque, envuelto en<br />

esta semi oscuridad verdeazulada y, al fin, llegamos a un<br />

claro. Atrás quedó la guerra, el horror; tan solo nuestros<br />

cuerpos, juntos, tendidos sobre la hierba, que se enmaraña<br />

entre su pelo, que tapa su cabeza y que aparto para<br />

llegar a su cara, a sus labios, que se juntan con los míos...<br />

Mientras mis manos acarician su piel, tersa y suave como<br />

la mejor mortadela que yo vendía... y luego este olor a<br />

hierba, a primavera... Aunque la muerte nos aceche, soy<br />

feliz y me siento apasionadamente vivo.<br />

Nos dirigimos siempre hacia el oeste, porque allí<br />

está la frontera. Encontramos algunos cultivos, por<br />

supuesto abandonados; luego lo que puede ser un<br />

pabellón de caza, también saqueado... Pero tenemos<br />

la suerte de encontrar algo de comida.


Cuentos de un pintor<br />

Ella busca un papel y un bolígrafo; dibuja pupitres<br />

y niños y señala a sí misma. Barrunto que<br />

quiere explicarme su profesión: maestra o profesora.<br />

Trato de informarle sobre la mía: que vendo<br />

embutidos y jamones en un supermercado y ¡joder!<br />

Aquí vienen las dificultades del maldito idioma.<br />

Para superar este inconveniente, trato de dibujar un<br />

cerdo y como el dibujo se me da tan mal, que no es<br />

lo mío, sale un bicho rarísimo en el que las orejas<br />

parecen cuernos. Ella debe pensar que es un toro<br />

porque me mira con arrobamiento y admiración y<br />

grita señalándome ¡torero, torero! Yo trato de aclararle<br />

que no soy torero: ¡mí no torero! Pero no me<br />

entiende. Me abraza y trata de decirme algo en otro<br />

idioma que no es el suyo y así entre besos y besos<br />

me susurra: meine liebe toreador...<br />

Después de un día de descanso, que agradecen<br />

nuestros maltrechos pies, nos ponemos de nuevo en<br />

marcha.<br />

Voy dándole vueltas en el coco a mi situación<br />

y, joder, tío, cada vez estoy más confundido, no sé<br />

cuál de mis dos vidas es un mal sueño, del que en un<br />

momento puedo despertar. Pienso que mi anterior<br />

existencia en el supermercado es la pesadilla y ésta la<br />

auténtica, la verdadera. Mientras caminamos voy sintiendo<br />

su mano entre la mía, su mirada de cariño y es<br />

que en esto de los ligues, el cuerpo se entiende mejor<br />

que en ese mal rollo del lenguaje.<br />

Al rato encontramos la carretera cortada por vehículos<br />

atravesados y soldados que nos detienen.<br />

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Luis Cañadas Fernández<br />

Ella, en su puñetero idioma, les suplica, les ruega<br />

que nos permitan continuar, pero ellos tratan de separarnos.<br />

Yo la sujeto e intento decirles por señas que no<br />

me separaré de la joven. Es entonces cuando un soldado,<br />

el muy cabronazo, avanza hacia mí, levanta su<br />

fusil, para abatirme de un culatazo y en ese momento,<br />

en ese preciso instante, suena un ruido metálico, ensordecedor,<br />

seguido de un golpe seco... Es Andrés, el<br />

chico de los pedidos, acaba de bajar el cierre metálico<br />

que hace un segundo inició.<br />

Abro los ojos, me encuentro en la acera, al lado<br />

del escaparate, veo las cajas de galletas, las botellas de<br />

aceite, los carteles anunciando las ofertas; veo la calle<br />

estrecha y sombría, la fachada de ladrillos rojos de<br />

enfrente. Sé que mañana, a las ocho limpiaré el mostrador,<br />

las vitrinas; colocaré los quesos, los embutidos,<br />

los jamones... Pienso en mi existencia, monótona,<br />

miserable, cercada por una normalidad que me aplasta<br />

y me jode como pesada losa.<br />

Yo no sabía que un sueño, o un ángel o lo que<br />

fuese, pueden cambiar una vida, así tan de repente.


Cuentos de un pintor<br />

El aquelarre<br />

Ya dimos vacaciones en mi Instituto. Rosy sacó las<br />

oposiciones a cátedra de Historia y dejó el rollo de la<br />

teología y las clases de religión. Como no peligra su<br />

puesto de trabajo, me ha propuesto que alquilemos<br />

un apartamento y nos vayamos a vivir juntos. A mí<br />

me da corte, sobre todo por mi padre, porque mi madre<br />

es tolerante y comprensiva, pero él pondrá el grito<br />

en el cielo ¡qué dirán mis compañeros de la Adoración<br />

Nocturna...! En fin, dentro de unos días marcharé a<br />

la pequeña ciudad, donde viven y pasaré parte de mis<br />

vacaciones con ellos.<br />

En este momento sube mi patrona y me trae una<br />

carta.<br />

—La ha dejado para usted un señor mayor, algo<br />

cojo —me explica.<br />

Abro la carta que dice así: Querido amigo, no<br />

sé si se acordará de mí. Soy Satán, compartimos una<br />

fiesta de disfraces este invierno pasado, en carnaval.<br />

Vamos a celebrar un aquelarre, un acto sencillo, dadas<br />

las circunstancias y los tiempos que atravesamos.<br />

Asistirán varios amigos y compañeros de la Residen-<br />

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Luis Cañadas Fernández<br />

cia, me gustaría contar con su presencia, así como<br />

también con la señorita que le acompañaba. El acto<br />

tendrá lugar el sábado a las doce de la noche, en la rotonda<br />

del parque, entrando por la avenida del Pintor<br />

Alcaraz.<br />

Esperando su presencia, le saluda su amigo Satán.<br />

Cuando se lo dije a Rosy, se puso muy contenta:<br />

—Siento mucha curiosidad por presenciar un<br />

aquelarre, con la figura del macho cabrío, la hoguera,<br />

las brujas...<br />

—No esperes tanto —le advierto.<br />

Cuando llegamos esa noche a la rotonda del parque,<br />

ya están casi todos reunidos: Satanás, o el que<br />

pretende serlo, sigue con su aire triste, deprimido.<br />

Vemos también a Ángel, con su inseparable muleta.<br />

Está oficiando de maestro de ceremonias, atendiendo<br />

y situando a todos. A nosotros nos saluda afectuosamente<br />

y nos va presentando a los demás. En un aparte<br />

y en voz baja me dice:<br />

—Por aquí se reúnen y ejercen su oficio muchas<br />

pirujas, espero que no tengamos ningún conflicto con<br />

ellas.<br />

Después pasa a ayudar a Satán a preparar el acto.<br />

Despliegan una mesita portátil, que han traído y<br />

sacan unas velas como las que se emplean en los cumpleaños.<br />

Satanás se sitúa detrás de la mesa y en un tono solemne<br />

se dirige a los presentes:<br />

—En todos nosotros está vivo el recuerdo de lo que<br />

era un aquelarre en aquellos felices tiempos, cuando


Cuentos de un pintor<br />

aún se creía en los ocultos poderes de la noche y estos<br />

actos estaban llenos de emoción y de peligro. Pero ¿qué<br />

podemos hacer? ¿Vivir solo de recuerdos, en una vana<br />

ilusión, o afrontar la vida real, por mezquina que ésta<br />

sea? Esa es la cuestión. El altar que antes se consagraba a<br />

mí persona, estará representado por una vulgar mesa de<br />

plástico y la hoguera, por las pobres velas que sobraron<br />

de una tarta de cumpleaños... y ahora pronunciaré la<br />

invocación a los poderes de las tinieblas.<br />

Y Satanás con voz potente grita:<br />

—¡Roth zaglocevó roth!,—pero no puede continuar,<br />

porque una caterva de mujeres vociferantes,<br />

seguidas de unos hombres con acento eslavo, se<br />

precipitan sobre él. Una de ellas le grita:<br />

—El alcalde nos prohibió hacer la calle donde<br />

siempre la hicimos y donde encontrábamos a<br />

nuestros clientes, nos mandó a este puñetero sitio,<br />

y ahora vienen ustedes nos espantan a los clientes y<br />

nos arruinan nuestro trabajo.<br />

Otra de las furcias tira la mesa y apaga las velitas,<br />

mientras uno de los proxenetas propina un puñetazo<br />

a Satán, derribándolo. Y es en ese momento cuando<br />

Ángel, con una agilidad inusitada, blande la muleta<br />

como si fuese una espada y la emprende a mandobles<br />

contra los agresores. De un certero golpe en la cabeza<br />

tumba al más fuerte de los eslavos, a otro con un golpe<br />

en el estómago lo deja doblado y es tal el griterío,<br />

el revuelo y los golpes que yo estoy aterrado. Rosy en<br />

cambio se muere de risa y chilla la muy jodida<br />

—¡Qué divertido!<br />

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42<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

Se oyen varios silbatos, nos rodea la policía y nos<br />

detienen a todos. Nos meten en dos furgones donde<br />

vamos apretujados como sardinas en lata. Yo voy<br />

incrustado en una de las fulanas que parece rusa, es<br />

enorme, mi cabeza queda entre sus dos pechos, apenas<br />

puedo respirar, protesto, pero la rusa solo me dice:<br />

—Señor, no silicona.<br />

La puñetera de la Rosy sigue riendo y comenta:<br />

— Parece que estás mamando, tío.<br />

Menos mal que el trayecto es corto y pronto nos<br />

pasan a la comisaría. Allí seguimos todos hacinados.<br />

Primero van pasando e interrogando a las prostitutas<br />

y acompañantes, con lo que nos hacen esperar<br />

un par de horas. Al fin llaman:<br />

—Que se presente el de la muleta.<br />

—Me han dicho que usted pretende ser un ángel,<br />

—inquiere el comisario.<br />

—Pues no señor, yo no pretendo, yo soy un ángel.<br />

El comisario acepta la situación por el lado más<br />

divertido y continua:<br />

— ¿Sabe usted, señor ángel, que ha lesionado a<br />

tres personas? Y menos mal que es usted un ángel,<br />

que si no habría hasta muertos... y dígame porque<br />

esa pelea.<br />

—Porque ellos atacaron a mi amigo Satanás y,<br />

claro, yo acudí a defenderlo.<br />

—De modo que es amigo del demonio... pues<br />

sí que estamos apañados, —comenta el comisario—,<br />

un ángel y un demonio juntos.


Cuentos de un pintor<br />

—Pues mire, gracias a que yo no puedo ver a<br />

esos proxenetas a los que lesionó, no se pasa usted<br />

un mesecito entre rejas, ande márchese que haré la<br />

vista gorda.<br />

Después le toca a Satanás. El comisario le dice:<br />

—De modo que usted es Satanás.<br />

—Sí señor, el mismo.<br />

—Pues explíqueme que ha pasado.<br />

—Yo quería celebrar un aquelarre, un acto íntimo<br />

para los compañeros de la Residencia y algún otro<br />

amigo; una invocación a los poderes de la sombra,<br />

al lado oscuro de la realidad. Pero ya ve usted, señor<br />

comisario, que en este tiempo, en esta sociedad, no<br />

queda lugar para el misterio. Fuimos agredidos y el<br />

ángel, ese ser excepcional, me defendió.<br />

—Bueno, por esta vez pase. A ver que venga otra<br />

de esas extraordinarias figuras, —dice el comisario en<br />

tono irónico.<br />

Se presenta el que cree ser Napoleón. Es bajito<br />

barrigudo e intenta adoptar un aire marcial que no va<br />

con su figura.<br />

El comisario, que empieza a encontrar divertida<br />

la situación, pregunta:<br />

—No me diga que es usted Napoleón.<br />

—Pues si señor, soy Napoleón Bonaparte y hasta<br />

mis peores enemigos, aquellos que me derrotaron, me<br />

han tratado siempre como a una gran figura. Y he de<br />

decirle algo: a lo largo de todas mis campañas, jamás<br />

combatí contra una chusma más despreciable que<br />

la de esta noche, a si es que si usted ordena que me<br />

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44<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

confinen a una isla lejana, lo aceptaré con resignación<br />

y entereza, como corresponde a mi rango<br />

—De acuerdo, mi general —dice el comisario.<br />

—Nada de general, Sire Emperador, no lo olvide,<br />

joven, Sire Emperador —y dando un taconazo se retira<br />

y vuelve con los demás.<br />

—Que pase otra de esas grandes figuras, porque<br />

en esta noche ya lo espero todo, —dice el comisario.<br />

Entra el que imagina ser Alejandro Magno:<br />

—Si señor, yo soy esa gran figura, —dice.<br />

El policía le sigue la corriente y le pregunta<br />

—¿Cómo venció a los persas ya que eran muy<br />

superiores en número?<br />

—Yo fui alumno de Aristóteles, que me enseñó<br />

dos cosas fundamentales: primero a ser un hombre<br />

en todas las circunstancias y segundo a aplicar la inteligencia<br />

también en todas las circunstancias, y vencimos<br />

porque fuimos más inteligentes que nuestros<br />

enemigos.<br />

El comisario se queda boquiabierto ante las razones<br />

y la lógica de un tío tan pirado.<br />

Después pasa doña Herminia. Es una anciana de<br />

ochenta y cinco años, bastante despistada. Se enfada<br />

con su interlocutor al que reprocha:<br />

—Pero cómo permite que esas señoritas vayan<br />

con esas minifaldas o esos escotes, deténgalas porque<br />

es una vergüenza. Yo no sé cómo sus padres o sus novios<br />

se lo consienten.<br />

—Esas señoritas son unas furcias —le explica el<br />

comisario.


Cuentos de un pintor<br />

—Ay, por dios, no diga usted palabrotas —contesta<br />

la señora escandalizada.<br />

Por fin nos toca a nosotros. El policía nos dice<br />

con sorna:<br />

—Y ahora no pretenderán ustedes ser Romeo y<br />

Julieta o Cesar y Cleopatra, porque la noche ha sido<br />

movidita y fantástica, menos mal que ya amaneció y<br />

pronto acaba mi turno.<br />

Le explico quienes somos nosotros y por qué estábamos<br />

allí y con la recomendación de que no nos<br />

metamos en más líos, nos despide.<br />

Son las siete de la mañana y nos encontramos<br />

todos en la calle en la puerta de la comisaría.<br />

Rosy propone que vayamos a desayunar juntos a<br />

la cafetería del mercado, que ya estará abierta. Allí juntamos<br />

dos mesas y Satanás sugiere que celebremos el<br />

interrumpido aquelarre aunque sea con café con leche<br />

y churros, y en vez de hoguera, la pequeña llama de un<br />

mechero. Esta pobre situación deprime a Satanás, que<br />

se levanta y pronuncia unas breves palabras, entre gritos<br />

en la barra de<br />

—Una de porras y un café con leche, un bocadillo<br />

de anchoas con queso, dos pinchos de tortilla...Satanás<br />

dice:<br />

—Queridos amigos, la felicidad, el placer tienen<br />

unos límites, pero la desgracia, el dolor o la degradación<br />

humana no acaban nunca, no tienen límite<br />

alguno, es...<br />

—¡Una baguete de calamares y cerveza sin alcohol!<br />

—gritan en la barra.<br />

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Luis Cañadas Fernández<br />

—Es, —continua Satanás—, como una escalera<br />

infinita, que desciende siempre.<br />

—¡Un descafeinado con leche y ración de churros!<br />

—Vuelven a gritar en la barra.<br />

—Y siempre habrá un escalón más bajo al que<br />

llegaremos a acceder, así es.<br />

—¡Un bocadillo de atún con pimiento y un rioja!<br />

—Mirad esta triste celebración, ya no hay lugar<br />

para ellas, ni para el misterio, por eso<br />

—¡Ricardo has visto el gol de Juanito! —vocifera<br />

uno de los clientes dirigiéndose al de la barra y éste<br />

responde:<br />

—Joder qué golazo...<br />

—Por eso, continúa Satanás, apaguemos esta luz,<br />

esta pequeña llama, este aprendiz de hoguera y con<br />

ella apaguemos también la llama de nuestra esperanza,<br />

porque quizás estemos ya en mi reino.<br />

—¿Y por qué no pedimos otra de churros por<br />

barba?— dice Alejandro, que es muy tragón. Y también<br />

otro café, —añade Napoleón.<br />

Cuando ya nos marchamos, Rosy me dice:<br />

—Como tu patrona estará todavía durmiendo<br />

¿por qué no vamos a tu apartamento y nos metemos<br />

en la cama?


Cuentos de un pintor<br />

El premio Blanquidén<br />

Sonó el timbre:<br />

—Abre tú, Anselmo, que ya sabes el trabajo que me<br />

cuesta levantarme, —dijo Nicasia con su voz cascada<br />

de anciana. Y añadió: —pero antes pregunta quién es o<br />

mira por la mirilla, que eres muy confiado y abres a cualquiera,<br />

que te lo digo siempre, que un día vamos a tener<br />

un disgusto —siguió insistiendo y se dirigió a la puerta.<br />

A través de la mirilla divisó a varias personas, con<br />

cajas, paquetes, cables y cámaras de televisión o video;<br />

como tardaba en abrir, con sus manos reumáticas,<br />

sonó de nuevo el timbre y por fin abrió la puerta.<br />

Uno de los señores preguntó —¿Doña Nicasia<br />

Rodríguez?<br />

—Sí, es aquí —dijo Anselmo.<br />

—Pues felicidades y enhorabuena; ha sido<br />

agraciada con el premio Blanquidén, y recibirá un<br />

precioso regalo. Su etiqueta que envió a la central de<br />

Blanquidén, resultó premiada en el sorteo.<br />

A Anselmo no le hizo ninguna gracia ver su casa<br />

invadida por tanta gente, no le agradaba tanto barullo.<br />

El que parecía el jefe del grupo explicó:<br />

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Luis Cañadas Fernández<br />

—Para recibir el precioso regalo era imprescindible<br />

que posasen para un spot publicitario en televisión.<br />

Como ellos asintieron, enseguida gritó llamando<br />

a la maquilladora, que sacó de una maletín unas dentaduras<br />

blanquísimas en papel plastificado.<br />

—Abran la boca —ordenó, y les plantó sobre<br />

sus dientes aquel dibujo de unos dientes perfectos,<br />

blanquísimos, refulgentes —y ahora a sonreír, abran<br />

bien la boca.<br />

El jefe, de mal genio, seguía gritando, ahora requería<br />

al cámara y pedía, ya mismo, iluminación.<br />

—¿Dónde hay un enchufe en esta casa? —Demandaba<br />

el ayudante del cámara.<br />

Anselmo intentó explicárselo:<br />

—E a coína —decía, porque con el cartón en la<br />

boca no podía hablar —E a coína —repetía —<br />

—¡Joder, que no le entiendo! —contestó el otro.<br />

—E e no pueo habar —le aclaró Anselmo<br />

—So gilipollas, —le increpó el jefe que debía ser<br />

ducho en interpretaciones — te está diciendo que en<br />

la cocina.<br />

Por fin realizaron la toma, guardaron el material<br />

y el jefe ordenó:<br />

—Vámonos echando leches, que aún nos quedan<br />

seis como éste.<br />

—E como e quió eso —preguntó Anselmo.<br />

—Co aua caíente —contestó el jefe contagiado de<br />

aquel extraño idioma.<br />

Anselmo y Nicasia se acercan al regalo: una caja<br />

grande, envuelta en papel de colores, con cintas


Cuentos de un pintor<br />

y lazos que la adornan. Van quitando los papeles<br />

que envuelve y extraen varias cajas de cartón más<br />

pequeñas; en la mayor de ellas, encuentran dos<br />

muñecos, dos bebés, niño y niñas, ataviados con<br />

ropas infantiles. De las otras cajas van extrayendo<br />

los biberones, las cunas, las bañeras, los orinalitos<br />

y hasta un cochecito. En fin, todo aquello que sirve<br />

para criar a los bebés; hay también un folleto de<br />

instrucciones.<br />

—Pero si nosotros no tenemos niños que puedan<br />

jugar con todo esto —dijo Nicasia desilusionada —<br />

—Quizás Rosa —sugirió Anselmo.<br />

—Pero Anselmo, si va para quince años que murió<br />

nuestra Rosa; y en cuanto al Paquito, desde que<br />

se marchó a América y se alistó en el ejército en ese<br />

cuerpo que lucha contra los malos o contra los extraterrestres<br />

como en la tele, pues desde entonces no<br />

sabemos nada de él.<br />

Nicasia cogió uno de los muñecos<br />

—Mira qué bonita es, si parece carne de verdad.<br />

—Es silicona, como las tetas de las tías que aparecen<br />

en los programas —le aclaró Anselmo.<br />

—Pues ésta se parece a mi Rosa cuando tenía esa<br />

edad —dijo Nicasia.<br />

—Toma, y éste se parece al Paquito, que lo mismo<br />

sale de meón, que cada vez que lo sentaba en mis<br />

rodillas, pues sentía un calorcillo piernas abajo… ¡ya<br />

se meó! Gritaba yo.<br />

—Los pondremos en la mesa, con todas sus cosas<br />

—propuso Nicasia.<br />

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Luis Cañadas Fernández<br />

Quitaron el frutero con las frutas de cera, retiraron<br />

el tapete y organizaron la vida de los bebés sobre<br />

la mesa del comedor.<br />

—Yo me encargo de cuidar a Rosa y tú de Paquito,<br />

-dijo Nicasia —les daremos sus biberones, sus comidas,<br />

los acostaremos en sus cunas y les contaremos<br />

cuentos, como antes. ¿Te acuerdas, Anselmo? A Rosa<br />

le gustaba el de Blancanieves y a Paquito los piratas<br />

y las aventuras... así salió él. También yo les cantaba<br />

para que se durmiesen.<br />

Nicasia intentó cantar con su voz tenue de octogenaria<br />

—Duérmete, niño pequeño —pero se ahogaba. Al<br />

final los dejaron en sus cunas hasta la mañana siguiente.<br />

Por la mañana Nicasia se levantó muy pronto: estaba<br />

deseando ver a sus niños, como decía ella. Llamó<br />

a Anselmo.<br />

—Vamos a bañarlos y después les daremos un<br />

biberón y luego los pasearemos un rato. ¿Te acuerdas<br />

Anselmo cuando los llevábamos al parque? Con sus<br />

cubitos y sus palas, y hala, a hacer hoyos, cómo les<br />

gustaba la tierra… pero qué travieso que era el Paquito.<br />

Éstos ya ves qué tranquilos. Mira, dice en el librito<br />

que apretándoles aquí hacen pis, y mira también que<br />

ropas traen.<br />

Nicasia se dedicó casi toda la mañana a bañar,<br />

vestir y dar biberón a sus niños. A Anselmo le divertía<br />

apretarles y que hiciesen pis.<br />

Con estas nuevas obligaciones y trabajos se olvidaron<br />

de la tele y sobre todo de sus dolencias que a su<br />

avanzada edad eran muchas y muy variadas.


Cuentos de un pintor<br />

Al día siguiente llegó la asistenta, y cuando vio<br />

el comedor invadido por tanta caja y tanto juguete<br />

exclamó<br />

—¡Pero cómo limpio yo ahora!<br />

—No te preocupes, —le respondió Nicasia —que<br />

nosotros nos los llevamos al banco de la plaza y allí los<br />

niños tomarán el sol.<br />

Lo que son los años, pensó la asistenta.<br />

Por la tarde, Anselmo propuso:<br />

—¿Y si les diésemos biberón de verdad?<br />

—Sí —contestó Nicasia —pero habría que rebajar<br />

la leche, que los niños no toleran la leche entera.<br />

¿Y sabes lo que te digo? Que esta noche los instalamos<br />

con sus cunitas en nuestro dormitorio, así ellos estarán<br />

más acompañados y nosotros también.<br />

—Pero mujer, si sólo son muñecos —le dijo Anselmo<br />

en un momento de lucidez.<br />

—Que te has creído tú eso, son niños, nuestros<br />

niños —insistió Nicasia,— y estoy segura que los<br />

manda Rosa que está en los cielos para que no estemos<br />

tan solos.<br />

Al día siguiente a Nicasia se le ocurrió otra de<br />

sus ideas.<br />

—Sus trajecitos son preciosos, pero a mí me gustaría<br />

coserles yo misma otros mejores… aunque con<br />

lo mal que tengo la vista y las manos.. ¿Te acuerdas<br />

cuando vestimos a Rosa de gitana y a Paquito de andaluz,<br />

con su sombrero cordobés y todo… ¿verdad<br />

que llamaban la atención? ¿Verdad que estaban para<br />

comérselos? Los trajes los cosí yo, y tú le hiciste el<br />

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Luis Cañadas Fernández<br />

sombrero, ¿y te acuerdas que montamos a Paquito<br />

en uno de aquellos caballos de cartón grandes como<br />

un niño? Y a la grupa mi Rosa. Ya no hay caballos<br />

de cartón para que se monten y jueguen los niños…<br />

Anselmo, ¿con qué juegan los niños ahora?<br />

Pasaron varios días felices, hasta que una mañana<br />

llaman al timbre; Anselmo se dirige a abrir la puerta.<br />

—Te he dicho mil veces que no abras sin saber<br />

quién es —le regañó Nicasia.<br />

Eran los mismos que entregaron el premio Blanquidén.<br />

Uno de ellos habló.<br />

—Venimos, señores, porque hubo una lamentable<br />

confusión, un desgraciado error, su regalo en realidad<br />

pertenece a los señores de Alcántara, que tienen cuatro<br />

niños, el suyo, el de la señora Nicasia Rodríguez<br />

es éste que le traemos aquí. —y les enseñó un paquete<br />

grande, estrecho y alto —Nos llevaremos el anterior<br />

regalo y le dejaremos el suyo, y no se preocupen, que<br />

en nuestra central lo embalarán adecuadamente.<br />

Nicasia y Anselmo no estaban de acuerdo, rogaron<br />

que les dejasen el primer regalo, imploraron, gritaron.<br />

—Es que yo les tomé cariño- explicaba Nicasia<br />

—la vida o la muerte se llevó a los otros, que la tele o<br />

Blanquidén no se me lleve a estos!<br />

Pero todo fue inútil. Metieron en cajas todas las<br />

cosas y los muñecos y se marcharon, dejándoles el<br />

nuevo regalo.<br />

Anselmo, ya más calmado, se dedico a desempaquetar<br />

el obsequio. Resultó ser un equipo de golf<br />

completo: carrito, palos, pelotas…


Cuentos de un pintor<br />

—Pero para qué puñetas quiero yo esto a mi<br />

edad, qué sinvergüenzas.. Esto pasa por hacer caso<br />

de la tele y participar en todos los concursos —se<br />

quejaba Anselmo.<br />

Después buscó uno de los palos, el más gordo.<br />

Puso en el suelo una pelota, enfrente del televisor, y<br />

trató de darle con todas sus fuerzas. El primer intento<br />

falló por muy poco, pero al segundo intento la pelota<br />

salió disparada como un proyectil y fue a impactar<br />

sobre la pantalla que saltó hecha pedazos.<br />

—¡Toma ya, que se joda la maldita tele! —gritó<br />

Anselmo.<br />

Nicasia lo miró boquiabierta, porque Anselmo,<br />

fiel a sus costumbres, nunca decía tacos ni palabras<br />

malsonantes, ni ella tampoco, pero en esta ocasión,<br />

con su voz cascada de octogenaria también gritó:<br />

—¡Pues que se joda!<br />

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Cuentos de un pintor<br />

Afortunadamente<br />

los conejos no piensan<br />

Rufina dio unos golpecitos en la puerta, con su<br />

voz meliflua preguntó:<br />

—¿Se puede, Don Antonio?<br />

Don Antonio Sánchez del Pozo y Escobar, después<br />

de la comida se retiraba a la biblioteca para leer<br />

un rato o más bien a dormitar, que a veces no podía<br />

dominar la modorra y se quedaba transpuesto.<br />

—Señor, perdone que le moleste, le traen un paquete<br />

y tiene que firmar el recibo— le dijo.<br />

Don Antonio preguntó extrañado<br />

—¿Un paquete para mí?<br />

Y efectivamente, se trataba de una caja grande<br />

de una marca de televisores, atada con cuerdas y<br />

agujereada por arriba, ya que debía contener algo<br />

vivo que necesitaba respirar.<br />

Don Antonio, intrigado, pidió que abriesen la<br />

caja. En su interior había un hermoso conejo asustado,<br />

con las orejas gachas como si se esperase un incierto<br />

destino. Rufina lo sacó de la caja y lo depositó<br />

en el suelo; el pobre bicho dio unos cuantos pasos<br />

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Luis Cañadas Fernández<br />

inseguros, quizás por haber permanecido en un espacio<br />

tan reducido.<br />

En ese momento llegaron los niños, que se quedaron<br />

maravillados ante el animal, un conejo de verdad.<br />

—¿Nos lo dejarás para nosotros? —Preguntaron<br />

—¿Puedo tocarlo? —Dijo el pequeño —¿No me<br />

morderá?<br />

Lo llevaron a la cocina, donde Pepa, la cocinera,<br />

le dio unas hojas de lechuga y zanahorias que el conejo,<br />

hambriento, comió, con gran regocijo de los<br />

niños. A la Pepa no le hizo ninguna gracia la presencia<br />

del conejo en sus dominios, y puso la cara larga de los<br />

disgustos. Pero más larga y más adusta fue la cara de<br />

la señora cuando entró en la cocina y se encontró con<br />

el bicho.<br />

—Antonio, ya sabes que no tolero animales en<br />

casa. Rechacé perros, gatos, y ahora no voy a permitir<br />

un conejo. Además, ¿quién ha tenido el mal gusto de<br />

enviarte ese regalo?<br />

Antonio le explicó tímidamente que era el obsequio<br />

de un proveedor, un pobre hombre al que favorecía<br />

en su pequeña imprenta del suburbio.<br />

—Pues debe de ser bastante paleto —le contestó<br />

su mujer— porque a estas alturas enviarte un conejo<br />

vivo… eso se hacía antes de la guerra cuando se regalaban<br />

pavos, gallos... Así comienza la corrupción y el<br />

soborno; primero un conejo, luego un sobre con dinero.<br />

—Mujer, que no es para tanto —dijo Antonio.<br />

Los niños pedían que les dejasen el conejo, pero<br />

la madre fue tajante.


Cuentos de un pintor<br />

—Mañana que Fermín lo devuelva al paleto que<br />

lo envió —ordenó.<br />

Fermín era el chofer particular de Don Antonio,<br />

que por su alto rango en la administración, tenía también<br />

coche oficial.<br />

Al día siguiente por la tarde, Fermín introdujo<br />

al conejo en la caja y después de dejar el coche en el<br />

taller para su revisión y limpieza, tomó el metro con<br />

el fin de llevarlo a su destino. Ya al salir del metro, detectó<br />

que algo raro pasaba: gente que bajaba corriendo,<br />

pancartas, gritos en el exterior... Cuando salió, se<br />

encontró inmerso en una batalla campal: hombres<br />

que corrían con pancartas de no a la globalización,<br />

botes de humo, escaparates rotos, desalmados que<br />

arramblaban con todo lo que encontraban en ellos,<br />

guardias que los perseguían y golpeaban. No le quedó<br />

otra opción que la de correr también con su gran caja<br />

entre las manos. De pronto sintió que alguien corría<br />

detrás de él, persiguiéndolo; escuchó el retumbar de<br />

unas botas militares, el jadeo de una respiración forzada<br />

ya muy cerca y la voz del perseguidor que le gritó:<br />

—¡Ya te enseñaré yo a robar televisores, maldito<br />

rojo!<br />

Un tremendo golpe le cruzó toda la espalda;<br />

después otro en el costado que lo dejó sin aliento y<br />

le hizo perder el conocimiento. Cuando volvió en sí<br />

se encontró tendido en un portal y auxiliado por dos<br />

personas que lo reanimaban.<br />

—Compañero —le decían— tenemos que seguir<br />

luchando contra la globalización. Después acudió<br />

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Luis Cañadas Fernández<br />

más gente; le pusieron una pancarta en las manos y lo<br />

tomaron en vídeo.<br />

—¡Para mostrar al mundo quienes son los más<br />

bestias! —gritaban.<br />

—¿Y el conejo? —preguntó Fermín, y los que le<br />

rodeaban decían:<br />

—Este compañero del golpe perdió la razón.<br />

Y hubo quién aventuró:<br />

—Busquemos a un psiquiatra.<br />

—¡Que no, que lo que perdí fue el conejo! —gritaba<br />

Fermín.<br />

—¡Al psiquiatra, al psiquiatra! —exclamaban los<br />

otros.<br />

Por fin vino el Samur y lo llevaron a urgencias.<br />

¿Y el conejo? Alguno de los que corrían tropezó<br />

con la caja, y de un puntapié la envió junto al seto<br />

que dividía el bulevar. Rota la caja, escapó el conejo,<br />

que se refugió y se escondió entre las ramas de boj,<br />

esperando mejores tiempos, o por lo menos, más<br />

tranquilos. Allí tenía algo de hierba, así que se quedó<br />

toda la noche.<br />

A la mañana siguiente, el ayuntamiento envió un<br />

servicio especial de limpieza, en vista del lamentable<br />

estado en que había quedado toda la zona.<br />

La Paqui y la Sole llevaban un carrillo y recogían<br />

todo lo esparcido en esas calles. Vestían trajes del servicio<br />

de limpiezas. La Sole se acercó al seto para recoger<br />

unos cartones. De pronto gritó pidiendo auxilio.<br />

—¡Ay Dios mío, qué susto más grande! ¡Me ha<br />

salido un bicho enorme!


Cuentos de un pintor<br />

La Paqui acudió a socorrerla.<br />

—Será un perro o un gato —le dijo.<br />

—Que no, que no, que es como una rata gigante<br />

—contestó la Sole y añadía —A mí me va a dar algo,<br />

mira cómo tengo el corazón, tía, ¡vámonos de aquí!<br />

La Paqui, que era más valiente, buscó una pala de<br />

las que empleaban para recoger los vidrios rotos y se<br />

acercó con cuidado al seto, donde Sole vio el animal<br />

salvaje; apartó con la pala las ramas y comprobó que la<br />

temible fiera era un conejo, asustado y escondido entre<br />

las ramas de boj. Lo cogió y se lo enseñó a su compañera.<br />

Ya calmados los ánimos, Paqui explicó que se lo llevaría<br />

a su casa y al día siguiente lo guisaría con tomate para<br />

su Nicasio<br />

—Hija, también tienes tú ganas —le dijo la Sole<br />

—Mira, tía, cómo te trata el Nicasio. El muy cabrón<br />

no se merece conejo con tomate ni nada. Y no sé<br />

cómo sigues con él.<br />

La Paqui se llevó el conejo a su casa; en la cocina<br />

le dio una manzana, que a falta de otra cosa, el conejo<br />

comió. El Nicasio no estaba, y Paqui sabía por dolorosa<br />

experiencia que cuando volvía tarde y achispado, vamos,<br />

borracho, al Nicasio le daba violenta y peleona la borrachera;<br />

así es que le dejó su cena preparada en la cocina,<br />

donde habitualmente comían.<br />

Como ella presentía, el Nicasio llegó mal. Cuando<br />

vio la cena, lentejas, protestó gritando:<br />

—¿Es que un honrado trabajador como yo no<br />

tiene derecho a una buena cena? —Y con esa insistencia<br />

de los alcohólicos, repetía —¿Es que un currante<br />

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Luis Cañadas Fernández<br />

como yo tiene que tragarse esta puta cena? Y al final<br />

dijo:<br />

—Mira, Paqui, lo que hago yo con tu jodida<br />

cena —y cogiendo el plato, lo estrelló contra la pared,<br />

esparciendo las lentejas por toda la cocina.<br />

—¡Y ahora, Paqui, a limpiar! ¡Que es lo tuyo! ¡O<br />

te doy una mano de hostias! —gritó<br />

Ante el cariz que tomaban las cosas, el conejo,<br />

que hasta entonces había permanecido inadvertido,<br />

optó por esconderse; la Paqui, por encerrarse en el<br />

dormitorio. En estas situaciones sentía verdadero odio<br />

hacia el Nicasio, como se experimenta ante toda injusticia.<br />

Se decía que vengarse o defenderse, emprendiéndola<br />

a golpes con él no daría resultado, porque se<br />

llevaría la peor parte. Estaba segura de que la mataría,<br />

así es que se vengaba poniéndole los cuernos, que lo<br />

tenía como a uno de esos bichos del Pardo a los que<br />

llaman venados.<br />

Y lo del conejo con tomate, pues nada de nada,<br />

que se fastidiara. Al día siguiente, que libraba, se lo<br />

llevaría a su jefe, vamos, su ligue, que desde su separación<br />

vivía solo, y así al mismo tiempo le hacía la faena<br />

al cabrón de Nicasio.<br />

Un día después, la Paqui, metió al conejo en una<br />

bolsa y se fue a donde vivía Ceferino, su jefe. Se trababa<br />

de una zona en la que aún quedaban pequeñas casas<br />

de una planta, modestos chalets con algo de jardín<br />

o huerta, solares a la expectativa de una nueva subida<br />

y bloques recientemente edificados, que con sus diez<br />

plantas dejaban en sombra a los edificios cercanos.


Cuentos de un pintor<br />

El Ceferino habitaba uno de esos deteriorados<br />

chalets; del jardín sólo quedaba un terreno detrás<br />

de la casa, donde se hacinaban sofás destripados,<br />

somieres, una bañera oxidada, bicicletas inservibles,<br />

cajas vacías. Entre todos esos trastos, crecía una<br />

hierba salvaje, ya agostada. Recibió a la Paqui con<br />

alegría y más aún cuando ésta le informó del regalo<br />

que le traía: un conejo. A propósito del animal y<br />

de ella, el Ceferino improvisó unos chistes groseros<br />

que prefirió ignorar. Pensó que todos los hombres<br />

eran iguales, unos bestias, que todos iban a lo mismo,<br />

y se decía: ¿Pero es que nunca encontraré un<br />

hombre que tenga un mínimo de delicadeza conmigo?<br />

¿Es que nunca me tratarán como a una persona?<br />

Si no fuera por hacerle la pascua al Nicasio,<br />

me marchaba ahora mismo.<br />

Dejaron al conejo entre la hierba seca, y el Ceferino<br />

dijo:<br />

—Paqui, vamos a lo nuestro.<br />

Pasaron a la casa.<br />

Mientras, el conejo también fue a lo suyo, que era<br />

buscar hierba fresca y verde entre aquel laberinto de<br />

cacharreros inútiles. La hierba no era ya aprovechable,<br />

pero encontró un hueco en la tapia; se introdujo en él<br />

y se encontró en la calle donde el asfalto recalentado<br />

despedía fuego. Caminó calle abajo, por la sombra,<br />

buscando cobijo. Al fin encontró una puerta grande<br />

abierta por donde se coló. Escuchó ruido acompasado<br />

de máquinas, sintió papeles por el suelo, cajas de<br />

cartón con más papeles. Alguien gritó:<br />

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62<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

—¡Toma, el conejo!<br />

Acudió el dueño de la imprenta, el señor Leonardo,<br />

que también exclamó:<br />

—¡Joder, el conejo que le regalé a Don Antonio!<br />

—y preguntó— ¿Quién se encargó de llevarlo a la<br />

agencia de mensajeros?<br />

—Ese cometido lo realizó el Pedrín —le informaron<br />

Apareció el Pedrín, y el señor Leonardo, agarrándolo<br />

por la pechera del mono e indicándole el conejo<br />

le dijo:<br />

—¿Qué es eso?<br />

El Pedrín asustado exclamó<br />

—¡Hostias, el conejo!<br />

—Hostias es lo que yo te daré si no me explicas<br />

cómo puñetas llegó el conejo hasta aquí —le dijo. Y<br />

el Pedrín aventuró:<br />

—A lo mejor vino en bicicleta<br />

Y el señor Leonardo, indignado:<br />

—¡Desgraciado! ¿Cuándo has visto tú un conejo<br />

en bicicleta? Yo te explicaré lo que ha pasado: te has<br />

gastado los quince euros en las máquinas tragaperras<br />

y has dejado el conejo por aquí, sin llevarlo a la mensajería.<br />

—Que no, que no —aseguraba el Pedrín. —Y si<br />

no, llame usted a la mensajería.<br />

Al señor Leonardo no lo convencían.<br />

—Que uno se afana por sacar esta empresa adelante,<br />

que gracias a los encargos de Don Antonio no<br />

nos vemos en la calle, que no colaboráis…


Cuentos de un pintor<br />

Se acercó el Vicente y dijo:<br />

—Jefe, yo estudio publicidad y relaciones públicas<br />

por correspondencia, y las empresas no se promocionan<br />

así.<br />

—Otro desgraciado que me va a dar lecciones a<br />

mí —contestó. —Por Navidad siempre se regalaron<br />

pollos, pavos y hasta jamones a quienes nos favorecen.<br />

—Eso era en sus tiempos, antes de la guerra —le<br />

respondió el Vicente. —Ahora le manda usted un par<br />

de esas tías buenas de los masajes eróticos.<br />

—¡Jefe! —Gritó otro de los empleados —¡que el<br />

conejo se está comiendo los folletos recién impresos!<br />

¡Y se ha meado en la caja de los formularios!<br />

El señor Leonardo ordenó entonces que metiesen<br />

el conejo en una caja y lo llevasen a los mensajeros.<br />

—Jefe, insistió el Vicente —debe usted enviarlo<br />

a nombre de la señora de Don Antonio, mire que eso<br />

lo recomiendan en mis libros de relaciones públicas.<br />

Dicen que halagando a la esposa, se conquistará al<br />

marido.<br />

Y aceptó la sugerencia de aquel aprendiz por<br />

correspondencia de relaciones públicas y publicidad.<br />

Rufina tocó suavemente en la puerta y, como<br />

siempre, pidió permiso para entrar, diciendo:<br />

—Señor, señor, han vuelto a traer el conejo, y<br />

la señora le ruega que vaya usted a la sala —con voz<br />

confidencial, como quien revela un secreto, añadió:<br />

—La señora está muy enfadada.<br />

—Vaya por Dios con el dichoso conejo, que no<br />

nos dejará tranquilos —se quejó Don Antonio.<br />

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64<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

Efectivamente, la señora estaba enfadadísima,<br />

bastaba con ver su cara.<br />

—Antonio, —dijo— explícame ahora mismo<br />

cómo ha llegado aquí este conejo, que además, y para<br />

más escarnio, viene a mi nombre. Debes recordar que<br />

lo perdió Fermín en el bulevar durante una de esas algaradas<br />

callejeras. No pretenderás que el conejo tomó<br />

un taxi y que fue él solito a la agencia de mensajería...<br />

así que… espero tus explicaciones.<br />

Él se quedó atónito, no sabía qué decir, ni<br />

encontraba explicación alguna, y por decir algo,<br />

afirmó:<br />

—A lo mejor vino en bicicleta...<br />

—Mira, Antonio, bromas no, ni ironías, que me<br />

estás dejando mal ante el servicio —contestó su mujer.<br />

Y siguió —Esto ocurre porque desde tu alto puesto en<br />

la administración tratas con empresas como la que nos<br />

envía un conejo como soborno. Ya es hora que cortes<br />

con esos proveedores.<br />

Don Antonio contestó:<br />

—Es que si no les proporciono esos trabajos, estas<br />

pequeñas empresas se hunden.<br />

—Pues que se hundan, es lo mejor que puede<br />

suceder. Yo, desde mi puesto en las altas finanzas privadas,<br />

procuro que desaparezcan —dijo la señora. Y<br />

prosiguió —Antonio, desde hace más de un siglo, sabemos<br />

mucho de la supervivencia de las especies y de<br />

la adaptación al medio, y eso no solamente es válido<br />

para la especie animal, sino también para las empresas<br />

e instituciones humanas.


Cuentos de un pintor<br />

—Pero si ese darwinismo se implanta en la sociedad,<br />

imperaría la ley de la selva entre los hombres.<br />

—Exacto, —respondió la señora —A nosotros<br />

sólo nos importa la eficacia, el éxito, y repartir altos<br />

dividendos entre nuestros inversores. Tienes que aceptar,<br />

Antonio, que la compasión, la piedad y todas esas<br />

zarandajas pertenecen a otra época y a otro mundo<br />

ya periclitados, y debes…—La señora se interrumpió<br />

bruscamente y ella tan comedida, tan educada, gritó:<br />

—¡Joder, Antonio, que el conejo se está comiendo<br />

mi alfombra persa!<br />

Los conejos no piensan; si pensasen, se dirían a sí<br />

mismos: no somos nadie. Si accediesen a un estadio<br />

superior del pensamiento, quizás pensarían que su<br />

destino es incierto, ya que está en manos de esos absurdos<br />

dioses que son los hombres.<br />

Afortunadamente los conejos no piensan.<br />

65


Cuentos de un pintor<br />

Pavilandia<br />

¡Ya vienen! ¡Ya llegan! Ya oigo el estruendo de sus<br />

gulus gulus... Ya diviso sus pavoneos pretenciosos...<br />

y yo estoy aquí, tirado en el suelo, atado de pies y<br />

manos, temblando de miedo, de horror, ya que me<br />

aguarda un destino cruel.<br />

Porque ¿quién iba a pensar que los pavos, esas<br />

malditas aves, desarrollarían una gran inteligencia,<br />

dominarían el mundo y cenarían en Noche Buena,<br />

hombre relleno y asado al horno?<br />

67


Cuentos de un pintor<br />

Un trabajo como los demás<br />

He acabado mi trabajo. Es un trabajo como los<br />

demás. Requiere inteligencia, honestidad y discreción.<br />

Por eso, si queda una huella, se borra, si un testigo,<br />

se elimina. Después, a esperar un tiempo prudencial,<br />

como yo espero ahora, y a ponerse en contacto con<br />

los de arriba, a quienes no conozco y que, por supuesto,<br />

no me conocen a mí. Luego sus felicitaciones<br />

y una cuantiosa suma en mi cuenta de un banco de<br />

Suiza, que me permitirá vivir cómodamente hasta un<br />

nuevo encargo y seguir cultivando mi afición por los<br />

coches de lujo y las mujeres caras.<br />

Cuando aparezca el cadáver, nadie podrá relacionarme<br />

con él, porque nadie me ha visto, porque<br />

llegué hasta aquí con nombre falso y no estoy alojado<br />

en ningún hotel, sino en un apartamento que ellos me<br />

han proporcionado.<br />

Ya tranquilo y relajado, con el trabajo bien hecho,<br />

me voy al bar del casino. Pido un güisqui doble. Veo<br />

el trocito de hielo flotando como un diminuto iceberg<br />

en el oscuro líquido y siento en mi garganta toda su<br />

potencia.<br />

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70<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

Es en ese momento cuando surge la sorpresa,<br />

cuando ocurre lo inesperado, que dadas mis circunstancias,<br />

suponen un grave inconveniente.<br />

Porque allí está Claudia, la actriz, a la que yo<br />

suponía en América. Claudia fue mi amante durante<br />

dos años en Nueva York, cuando trabajé para los calabreses.<br />

Aquello acabó mal, hasta con gritos de odio<br />

que son las últimas palabras del amor... y ahora la<br />

tengo frente a mí, con toda su seductora belleza. La<br />

invito a una copa, ella acepta, planta su hermoso culo<br />

en un taburete de la barra y me dice, con una mala<br />

leche infinita:<br />

—Querido, cómo envejeciste en estos años.<br />

Después me explica que está aquí para protagonizar<br />

una serie de televisión.<br />

Yo le pregunto:<br />

—Claudia. ¿No me guardas rencor?<br />

—No, querido, el rencor perjudica al que lo padece,<br />

es como uno de esos vestidos que nos atosigan,<br />

que nos ahogan y que conviene quitarse cuanto antes,<br />

y tú sabes que como mejor estoy es sin nada encima.<br />

Lo que me dice a continuación, me deja helado,<br />

casi se me cae el vaso de la mano.<br />

—Oye, ayer te vi en el parador de montaña con<br />

un tipo alto y rubio, con pinta de nórdico. No sabía<br />

que ahora te interesa la montaña, a ti que solo has<br />

pisado el asfalto. Saliste con él y regresaste solo al cabo<br />

de una hora. No podías verme porque yo estaba en un<br />

rinconcito muy discreto con mi productor, que es un<br />

hombre casado y no quiere problemas.


Cuentos de un pintor<br />

Mi mente funciona con rapidez y recuerda: si<br />

queda una huella se borra, si un testigo se elimina.<br />

Por eso le propongo a Claudia que si verdaderamente<br />

no me guarda rencor, venga a cenar conmigo.<br />

—Conozco un sitio al lado de un parque, en la<br />

parte alta de la ciudad que te gustará.<br />

Ella acepta, pero como mañana tiene un día muy<br />

ocupado, me recogerá al anochecer en mi apartamento.<br />

En la puerta tendré mi coche preparado.<br />

Al día siguiente, al subir al coche me dice:<br />

—Veo, querido, que cambias de deportivo con<br />

tanta facilidad como de pareja, éste te habrá costado<br />

un riñón, supongo.<br />

Aparco a la entrada del parque y le sugiero a<br />

Claudia que demos un corto paseo por él hasta el restaurante.<br />

Sopla una ligera brisa que apenas mueve las<br />

hojas recién brotadas de los árboles. Huele a primavera<br />

y en el cielo una luna grande, redonda, inunda con<br />

luz lechosa todo el paisaje.<br />

Cuando llegamos al centro del parque, paso mi<br />

brazo por su cintura, sin que ella lo rechace, pero<br />

cuando la atraigo hacia mí como si fuese a besarla,<br />

protesta diciendo:<br />

—Oye yo no soy de las que tropiezan dos veces<br />

en el mismo pie...<br />

Siento como el estilete rasga la tela del vestido, resbala<br />

sobre una costilla y penetra profundamente en el<br />

tórax. Ella hace un movimiento violento para separarse<br />

de mí, lanza un alarido de dolor, quiere gritar algo, pero<br />

las palabras se le quedan en la garganta. Los ojos se le<br />

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72<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

tornan en blanco, las rodillas se le doblan y tengo que<br />

sujetarla para que no caiga al suelo. La arrastro hasta el<br />

banco más próximo, donde la dejo tendida. ¡Joder, qué<br />

profesión la mía! En esta ocasión lo siento, a pesar de<br />

nuestras diferencias, a pesar de nuestras peleas. ¡Pero éste<br />

es mi trabajo y éste es mi puto trabajo! Sicario, eso es lo<br />

que soy, un maldito sicario.<br />

Le arreglo el pelo, el vestido. Parece que está<br />

dormida, tan solo una pequeña mancha rojiza bajo el<br />

pecho izquierdo. Su piel tan clara, ahora más pálida<br />

aún, resplandece bajo la luz de la luna. Me inclino y<br />

le beso en la frente que el soplo de la muerte está dejando<br />

fría. Después me pongo unos guantes, limpio<br />

cuidadosamente lo que puede contener alguna huella<br />

mía y me marcho sin hacer ruido.<br />

Ya en el apartamento tomo una pastilla que me<br />

sumirá en un sueño profundo.<br />

Por la mañana voy al ascensor para bajar a la calle.<br />

Lo espera también una señora, como de unos cincuenta<br />

años, elegante pero severamente vestida, lleva<br />

un bolso y una cartera. Debe ser una alta ejecutiva.<br />

Me sonríe y me dice:<br />

—Soy su vecina de apartamento. Ayer admiré<br />

su coche. Mi marido me contagió su pasión por los<br />

deportivos, pero lo que más atrajo mi atención fue su<br />

acompañante, la reconocí enseguida, era Claudia, la<br />

actriz... me hubiese gustado tanto conocerla y tener<br />

un autógrafo suyo...<br />

Como pienso que hasta pasado mañana no se<br />

difundirá la noticia de la muerte de Claudia, le digo:


Cuentos de un pintor<br />

—Señora, por qué no viene a tomar el té esta tarde<br />

y conseguiré que se reúna con Claudia, que estará<br />

encantada de firmarle un autógrafo.<br />

—Pues iré con mucho gusto —me contesta.<br />

Si queda una huella se borra y si hay un testigo se<br />

elimina. Ese es mi lema.<br />

73


Cuentos de un pintor<br />

Cinta adhesiva<br />

Aparto el tapete, el frutero de cristal, con sus<br />

perennes frutas de cera, los pañitos de ganchillo, oscuros<br />

ya por el tiempo, y voy apilando rollos de cinta<br />

adhesiva. Forman como una catedral, o más bien un<br />

castillo, con sus altas torres, sus bastiones defensivos;<br />

solamente le faltarían las almenas.<br />

Con estas cintas pienso defenderme de esa niebla<br />

amarilla, de ese vapor asesino, que se enrosca, que<br />

repta y penetra por todos los resquicios hasta encontrar<br />

nuestros pulmones y producirnos la muerte.<br />

Ellas, las cintas, me ayudarán a tapar las ranuras,<br />

las grietas, los orificios; con ellas aseguraré las ventanas,<br />

postigos, puertas, el ventanuco del baño, la<br />

vidriera de la sala, los montantes de las puertas, las<br />

claraboyas, que el polvo y los años volvieron casi opacas.<br />

También las rendijas de la puerta de atrás; porque<br />

en esta casa todo es antiguo, todo denota el mordisco<br />

del tiempo.<br />

Por eso me gusta mantenerla en penumbra. En<br />

una penumbra espesa, que hermana todas las cosas,<br />

que las armoniza como en una sinfonía de sombras.<br />

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76<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

La luz, la luz de fuera hace gritar a las formas su individualidad,<br />

su presencia, que se nos imponen con<br />

férrea tiranía, sin dejarnos la posibilidad de inventar<br />

lo que apenas se vislumbra.<br />

Quiero empezar por el comedor. Descubro la<br />

ventana y para ello corro las cortinas rojas, descoloridas<br />

como pétalos de rosas marchitas desde lejanas<br />

primaveras.<br />

Las maderas de la ventana dejan unos resquicios<br />

para un aire frío, cortante, pero a pesar de ello ésta<br />

es mi estancia preferida, y en ella se encuentra el<br />

aparador oscuro la vitrina, con copas, vasos, vajilla,<br />

testigos de risas y alegrías de otra época, de otros días<br />

más felices en los que la desgracia no se posaba como<br />

ese polvo que lo apaga todo... en la pared el retrato<br />

del tío abuelo, al que detesto. ¿Qué por qué no lo<br />

quito? Porque las cosas tienen un instinto y poder de<br />

permanencia que no tenemos nosotros, que somos<br />

puro tránsito; así que ese retrato permanecerá siempre<br />

aquí, en su sitio.<br />

Yo no soy habilidoso, quizás porque mis dedos no<br />

tienen la agilidad necesaria, o porque mi cerebro no<br />

manda las órdenes oportunas; de todas maneras trabajar<br />

con la cinta adhesiva es tarea dificultosa. El primer<br />

intento resulta fallido, porque corto un trozo de cinta<br />

que se me pega al brazo y queda por tanto inutilizada.<br />

Esta serpentina pegajosa, esta liana, este tentáculo<br />

se agarra aviesamente a todas las cosas, en este caso<br />

al búcaro de cristal que siempre estuvo en la mesita<br />

junto a la ventana. Ya solamente notaré su ausencia.


Cuentos de un pintor<br />

Cuando corto un trozo largo de cinta, se enrolla<br />

como uno de aquellos tirabuzones que me causaron<br />

tanto sufrimiento a los cinco o seis años. Mis tías<br />

realizaban una obra de arte con mi pelo, y por eso yo<br />

tenía que soportar la mofa y el escarnio de los demás<br />

niños, hasta que con unas tijeras ejecuté tal poda en<br />

mi artística cabellera que tuvieron necesidad de un<br />

peluquero para pelarme por fin al rape. Creo que fue<br />

mi primera y última rebeldía.<br />

Ahora paso a sellar los balcones del salón. La cinta<br />

se pega sobre sí misma, se esconde como un caracol se<br />

encierra en su concha; paso el dedo por la superficie<br />

curva hasta encontrar por fin el principio de la maldita<br />

cinta y tiro con tal rabia que desenrollo buena parte<br />

de ella. Quizás en un acto de venganza se me pega al<br />

cuello, a la chaqueta, a una pierna, y casi me convierte<br />

en momia egipcia. Es una lucha implacable, como<br />

quien doma a un potro salvaje y enfurecido; pero al<br />

fin voy dominándola, porque quiero aislarme, enclaustrarme<br />

en mi casa como en un enorme capullo.<br />

Aun recuerdo cuando niño, que volvíamos a casa,<br />

con cestos repletos de hojas de morera de un verde<br />

tan nuevo... destapábamos la caja de cartón donde<br />

guardábamos los gusanos de seda y extendíamos una<br />

alfombra de hojas que ellos devoraban ávidamente.<br />

Un día ocurría algo maravilloso: al levantar la tapa<br />

de cartón agujereada, veíamos asombrados que en la<br />

esquina de la caja un gusano construía un andamio de<br />

finos hilos de seda, e iba tejiendo un capullo en el que<br />

se encerraba. Al final la caja se llenaba de capullos,<br />

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78<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

naranjas, amarillos, rosa pálido. Pasados unos días los<br />

capullos se rompían y aparecían las mariposas, blanquecinas,<br />

como de peluche.<br />

Y yo me pregunto si no seremos gusanos que un<br />

día, rompiendo este capullo, nos convertiremos en<br />

seres alados, tan solo para el amor nacidos. Como el<br />

gusano de seda, yo sigo tejiendo mi capullo, cerrando<br />

toda la casa, no con hilos de seda, que no llego a<br />

tanto, sino con la malhadada cinta adhesiva, porque<br />

quiero quedarme dentro, solo conmigo mismo, sin<br />

que pueda penetrar el vapor venenoso. Tampoco escucharé<br />

el ulular del viento en las noches de invierno,<br />

ni el bullicio de la calle, ni el ruido del tráfico, ni los<br />

gritos; no soportaré eternas plañideras, ni que vengan<br />

a contarme batallas de amor perdido, ni participar en<br />

tratos o negocios más o menos limpios.<br />

Y cuando haya acabado, deambularé entre las<br />

sombras como un espectro pálido, en silencio, sin ruido;<br />

me sentaré en mi sillón favorito a esperar, como<br />

crisálida, un tiempo más claro, más límpido.<br />

Permaneceré aquí días y días, y cuando comiencen<br />

las grietas en los muros, la carcoma en las maderas,<br />

yo seguiré aquí, repellando, tapando con mi cita<br />

adhesiva. Cuando todo se corrompa, como una fruta<br />

madura, y se reduzca a polvo, yo permaneceré aquí,<br />

con mi querida cinta adhesiva.


Cuentos de un pintor<br />

De cómo Milagros no se llamó Jenifer<br />

Antonio es escayolista; en su pequeña empresa<br />

trabajan sus dos primos, su cuñado y un sobrino.<br />

Dado el boom de la construcción, cada día aumenta<br />

el trabajo y el futuro se presenta halagüeño. Viste casi<br />

siempre un mono blanco, donde las salpicaduras de<br />

la escayola son imperceptibles; blanca es también su<br />

furgoneta y hasta el almacén donde guarda los materiales<br />

está pintado de blanco.<br />

Al año de casado, nació el primer hijo, Antoñito,<br />

que ahora cuenta con ocho años; desde entonces, el<br />

matrimonio se dedica con ahínco a buscar la parejita<br />

sin conseguirlo y en esta búsqueda han nacido Juanito<br />

y Pepito, de seis y cinco años respectivamente, dos<br />

demonios que traen a mal traer a sus padres.<br />

Así es que cuando le informan que esperan una<br />

niña, la alegría y la felicidad reinan en la familia.<br />

—Qué ilusión —dice la esposa—. Le pondremos<br />

Jennifer y cómo vamos muy bien de pasta, la mandamos<br />

a la mejor escuela de canto, donde le enseñarán<br />

a saltar y brincar por el escenario y a enseñar el muslamen;<br />

verás, Antonio, cuando me pregunten:<br />

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80<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

— ¿Usted quién es, señora? Yo diré orgullosa:<br />

—soy la madre de la famosa Jennifer... qué ilusión<br />

Antonio, que ilusión.<br />

Cuando nace la niña, Antonio va a la maternidad y<br />

le lleva un ramo de flores a su mujer, hablan del nombre<br />

que le pondrán<br />

—Por qué no le ponemos Paca como mi madre...<br />

—dice Antonio.<br />

—Ni hablar; mira, Antonio, en la tele no sale<br />

nunca una Paca, ni en el serial de la mañana, ni en<br />

el que veo después de comer, ni en ese de la noche,<br />

allí se llaman Soraya o Jennifer y no esos nombres<br />

tan corrientes que pusiste a los niños... de modo que<br />

mañana te vas a los juzgados y apuntas a la niña con<br />

el nombre que escribí en este papel. Y le tiende a su<br />

marido una cuartilla donde pone LLenifer, ya que lo<br />

suyo no es precisamente la ortografía y menos aún la<br />

inglesa.<br />

Al día siguiente, Antonio se presenta en los juzgados,<br />

en el registro civil, pregunta en información y<br />

llega a donde debe realizar la inscripción. Detrás de<br />

un mostrador, un funcionario soñoliento, resuelve<br />

disimuladamente un crucigrama. Antonio, que es<br />

hablador, le dice:<br />

—Qué, poco trabajo.<br />

—A ver, —contesta el funcionario—, con el descenso<br />

de la natalidad, aquí no viene nadie, usted es<br />

el primero.<br />

Le alarga un impreso, y le dice:<br />

—Rellene esta hoja, en esa mesa y me la trae.


Cuentos de un pintor<br />

—Es que a mí esto de la escritura se me da regular,<br />

contesta Antonio.<br />

—Bueno no importa, usted escriba con mayúsculas.<br />

Cuando Antonio entrega el impreso debidamente<br />

cumplimentado, el funcionario lo va leyendo hasta que<br />

llega al nombre de la niña y dice:<br />

—No puedo admitir esto porque Jennifer se escribe<br />

con j y no con ll, como ha puesto usted, que luego las<br />

broncas son para mí.<br />

—Pero entonces sonaría Jennifer, y mi mujer<br />

quiere Llenifer.<br />

El señor le aclara:<br />

—Es que en inglés la j suena como ll o como y.<br />

—Pero nosotros no somos ingleses y además, usted<br />

no conoce a mi señora; si vuelvo a casa sin ponerle<br />

Llenifer, se me cae el pelo.<br />

—Pues mire, llame por teléfono a su mujer y se<br />

lo explica que para eso están los móviles.<br />

Antonio llama:<br />

—Mira, que no pueden ponerle Llenifer, que tiene<br />

que ser con j, por lo de la ortografía inglesa.<br />

—A mí me importan tres leches la ortografía y<br />

los ingleses, tú le pones Llenifer y no se hable más del<br />

asunto; así es que no seas calzonazos y si hace falta le<br />

das dos gritos a ese tío, o mejor, le pones un billete de<br />

veinte euros y verás como pica, que esa gente lo que<br />

quiere es sacarte los cuartos.<br />

Antonio vuelve otra vez al mostrador y dice:<br />

—Mire, que no hay manera, que mi mujer no<br />

cede.<br />

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Luis Cañadas Fernández<br />

—Pero hombre, no sea usted calzonazos e impóngase...<br />

Cuando nació mi primer hijo, yo tuve el<br />

mismo problema, corté por lo sano poniéndole el<br />

nombre del santo del día: Hiperidón, mártir, ¿verdad<br />

que es un bonito nombre?<br />

—Si que lo es, —dice Antonio y añade, —¿Pero<br />

qué martirio le dieron a ese santo?<br />

—El peor, le hicieron comerse un par de huevos<br />

crudos.<br />

—Pues eso no es ningún martirio que digamos<br />

—observa Antonio.<br />

—Es que los huevos eran los suyos —contesta el<br />

funcionario.<br />

—Joder —replica Antonio.<br />

El otro dice:<br />

—Volvamos a lo nuestro, lo que usted quiere es<br />

imposible, a pesar de que me cae usted simpático.<br />

Antonio, siguiendo los consejos de su mujer, saca<br />

un billete de veinte euros y lo coloca sobre el mostrador.<br />

—Pero qué hace usted, hombre, retire ese dinero,<br />

que vamos a perder la amistad; márchese a casa,<br />

compórtese como un macho, convenza a su mujer y<br />

vuelva mañana.<br />

Antonio llega a su casa, y cuando le dice a su<br />

mujer que no ha inscrito a la niña, se arma la de San<br />

Quintín.<br />

—Después de los nueve meses que he pasado, de<br />

las vomitonas, los dolores... tú me haces esto, que eres<br />

un gallina, un flojo...que no te importo, ni tampoco<br />

mis ilusiones, sinvergüenza, mamón.


Cuentos de un pintor<br />

Antonio grita enfurecido:<br />

—Que tú no me llamas a mí mamón, que no te<br />

lo consiento... y la trifulca va tomando muy mal cariz,<br />

hasta que aparece Antoñito que dice:<br />

— Mami, Juanito y Pepito le están dando de comer<br />

a la nueva hermanita, ya le dieron casi un plato<br />

de judías con chorizo.<br />

—¡Dios mío que me desgracian a mi niña! —grita<br />

la madre y todos corren al dormitorio, donde Juanito<br />

abre la boca de la recién nacida y el otro hermano le<br />

mete una cucharada de judías.<br />

La niña está atragantada, roja y atiborrada de judías.<br />

—¡Asesinos! —chilla la madre, y el primer bofetón<br />

se lo lleva Antoñito, mientras los otros dos gritan a dúo:<br />

—¡Acusica!<br />

Después la madre coge a la niña y con su marido<br />

salen en la furgoneta a toda velocidad hacia urgencias.<br />

—¡Ay que se nos muere la criaturita! Y todo por<br />

tu culpa, como se muera te mato, es que te mato<br />

Antonio.<br />

—Como no te calles nos vamos a estrellar —contesta<br />

el aludido.<br />

En urgencias se hacen cargo de la niña y ellos<br />

pasan a la sala de espera. Al poco aparece un doctor<br />

que les dice:<br />

—No quisiera crearles falsas esperanzas, la niña ha<br />

ingresado muy mal y solo un milagro puede salvarla,<br />

esperen aquí que les tendremos informados.<br />

Antonio nervioso recorre la sala a grandes zancadas<br />

mientras su mujer murmura algo en voz baja.<br />

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84<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

—¿Pero qué murmuras? —pregunta su marido.<br />

—Rezo a la santísima Virgen, descreído, que eres<br />

un descreído, verás como ella hace el milagro.<br />

Pasada una hora vuelve el doctor, que por la expresión<br />

de su rostro, parece traer buenas noticias: el<br />

milagro se ha producido, la niña está a salvo, tendrá<br />

que permanecer un día aquí, en observación.<br />

—Sabes Antonio, —dice la madre—, que si tenemos<br />

niña gracias a un milagro, pues Milagros se va a<br />

llamar y olvídate de Jennifer.<br />

Así al día siguiente Antonio vuelve a los registro a<br />

inscribir a su hija, esta vez con el nombre de Milagros.<br />

El funcionario lo reconoce y lo felicita, le dice:<br />

—Me gusta que se haya usted impuesto, como un<br />

tío con los pantalones bien puestos.


Cuentos de un pintor<br />

Fotógrafo en Sodoma<br />

Soy fotógrafo, reportero gráfico. Esta mañana me<br />

acerco a la parada de máquinas del tiempo. Subo a la<br />

primera y le digo al conductor:<br />

—A Sodoma, en el siglo octavo antes de Cristo.<br />

Cuando llegamos, la ciudad arde bajo un diluvio<br />

de fuego.<br />

Una niña corre desnuda gritando, la espalda<br />

quemada, mientras sus hermanitos perecen entre<br />

las llamas. Saco mi cámara y la fotografío. Es una<br />

foto impresionante, que al volver a mi país y a<br />

mi tiempo, dará la vuelta al mundo con el título<br />

de Niña vietnamita huyendo de un bombardeo con<br />

napalm.<br />

—¡Falso! Esa foto la hice yo, gracias a la máquina<br />

del tiempo, muchos siglos antes, aquí en Sodoma, y<br />

es una niña sodomita, escapando de la lluvia de fuego.<br />

Mientras allá en las alturas, Jehová sonríe satisfecho<br />

al destruir esa ciudad, cuna del vicio y la homosexualidad.<br />

Vuelvo rápido a la máquina del tiempo y el conductor<br />

me dice:<br />

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86<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

—Apesta a chamusquina, a carne quemada, así<br />

olían los hornos crematorios de los campos de exterminio<br />

Hitlerianos.<br />

—Pues claro, hombre, es el mismo caso y los<br />

mismos personajes.<br />

Y es que la hipocresía humana no tiene límites.<br />

Cuando vuelvo a mi época, pido un güisqui doble<br />

a ver si se me pasa este cabreo y el asco profundo que<br />

me invade.


Cuentos de un pintor<br />

El adúltero<br />

Lo arranqué de entre sus brazos, lo levanté en vilo<br />

y le clavé el cuchillo hasta la empuñadura. Después<br />

saqué el arma y volví a clavársela más arriba, empujando<br />

hacia abajo para infligir el mayor daño posible.<br />

Cuando lo vi tirado en el suelo, huí de nuestra alcoba<br />

perseguido por los gritos de mi mujer.<br />

Pero contaré esta historia desde el principio:<br />

Todo comenzó una noche mientras cenábamos.<br />

Mi mujer me dijo:<br />

—Tengo un dolorcillo aquí en el estómago.<br />

Cuando nos acostemos me podré el almohadón de<br />

plumas, a ver si con la presión suave y el calor, se me<br />

pasa.<br />

Tengo que advertir que por la noche me gustaba<br />

sentir su cuerpo junto al mío, su cálida presencia y eso<br />

me hacía muy feliz. Pero aquella noche, el almohadón<br />

se interpuso entre los dos, como un nuevo muro de<br />

Berlín. Surgió entonces un triangulo amoroso: ella, yo<br />

y el almohadón al que se abrazaba con el pretexto del<br />

dolorcillo. En la noche siguiente volvió a separarnos el<br />

maldito almohadón, que fue despertando mis celos y<br />

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88<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

mi odio más profundo. Durante toda la semana, por<br />

la noche me separó de lo que yo más quería y me dejó<br />

en una amarga soledad.<br />

Un día, mientras comíamos, ella dijo:<br />

—Antonio, ya tengo el dolorcillo; después de<br />

comer me echaré un rato y me pondré el almohadón<br />

porque es lo único que me alivia.<br />

Yo me marché a mi despacho, pero cuando llegué<br />

a él, observé que me había dejado en casa los<br />

documentos sobre los que debería trabajar, así es que<br />

volví a mi domicilio. La casa estaba en silencio. Me<br />

acerqué sin hacer ruido al dormitorio donde mi mujer<br />

dormiría la siesta. Allí estaba, desnuda, abrazada a su<br />

querido almohadón y emitiendo unos quejidos que<br />

no causarían el dolor, sino algo muy placentero.<br />

Aquello me indignó, desatando en mí un odio<br />

feroz y frío. Entré en la cocina. Cogí el cuchillo de<br />

cortar carne. Volví al dormitorio e hice lo que hice,<br />

que ya lo conté al principio. Después tiré el cuchillo<br />

y salí de la habitación perseguido por los gritos de mi<br />

mujer y una nube de plumas, las entrañas del maldito<br />

almohadón adúltero.


Cuentos de un pintor<br />

La silla<br />

Acabo de despertar de una angustiosa pesadilla,<br />

trataré de relatarla, aunque es tan real que nadie diría<br />

que es un sueño.<br />

Una anciana no puede caminar, o por sus muchos<br />

años o porque se quedó como una pasita. La familia<br />

se va de vacaciones al pueblo. Tienen que bajarla hasta<br />

la calle donde el coche está aparcado.<br />

Entre el sobrino y un vecino fortachón la sientan<br />

en una silla, el vecino coge la silla por las patas, el<br />

sobrino por el respaldo y la bajan cómodamente por<br />

las escaleras.<br />

Ya en la calle dejan la silla en la acera y se dedican<br />

a instalar a la ancianita en el automóvil.<br />

Mientras, un hombre alto, moreno, con pinta<br />

de emigrante marroquí, se aproxima sigilosamente<br />

a la silla, la coge y huye con ella. La gente grita,<br />

¡Al ladrón! ¡Al ladrón! Algunos corren tras él, pero<br />

el ladrón cruza la calle, se mete por una callejuela<br />

y sale a la avenida, perseguido a lo lejos por algún<br />

grito: ¡Al ladrón!<br />

Y aquí intervengo yo:<br />

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90<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

Como estoy frente a él, le corto el paso y el pobre<br />

hombre suelta la silla y se da a la fuga. Y así me encuentro<br />

con la maldita silla en mis manos.<br />

Es una silla que quiso ser de Art decó, fea y<br />

pesada. El asiento y el respaldo tapizados en terciopelo<br />

negro y amarillo, que el tiempo y el uso<br />

deterioró; entre el terciopelo y la madera, un galón<br />

plateado sujeto con tachuelas doradas; en algunos<br />

sitios faltan las tachuelas y el relleno de estopa<br />

asoma al exterior como unas barbas o un bigote de<br />

pelos rojizos e hirsutos.<br />

Como la silla estorba en medio de la calle,<br />

cargo con ella y la llevo a un lugar apartado donde<br />

la dejo; cuando me separo de ella, siento que me<br />

tocan en la espalda, me vuelvo y es un guardia que<br />

me dice:<br />

—¿Usted no sabe que no se pueden dejar muebles<br />

ni enseres en la vía pública?<br />

—Perdone, le respondo—. Esta silla no es mía, y<br />

no sé quién es su dueño.<br />

El guardia me dice con acritud:<br />

—No me mienta, que le he visto cargar con ella.<br />

—Que no, que no es mía.<br />

—No me contradiga, no contradiga, que lo llevo<br />

a la comisaría más próxima... y no me la deje por ahí,<br />

que le iré vigilando.<br />

De modo que no sé qué hacer con la silla. Creo que<br />

lo mejor es llevarla a casa, y encontrar una solución.<br />

Me acerco con ella a la parada del autobús. Cuando<br />

voy a subir a él, el conductor me grita:


Cuentos de un pintor<br />

—¡No puede subir con esa silla! Pues no me faltaba<br />

a mí que cada viajero viniese con su silla o su mesa,<br />

o su cama, y hasta el orinalito, —dice.<br />

—Perdone —le contesto. —Tomaré un taxi.<br />

—¿Un taxi? Pero señor ¿no sabe que hay huelga<br />

de taxis?<br />

No me queda otro remedio que transportarla yo<br />

mismo.<br />

Pruebo a sujetarla por el respaldo, como si se fuese a<br />

ofrecer asiento a una dama. Imposible llevarla así porque<br />

al caminar el travesaño inferior me martiriza la espinilla.<br />

La agarro al revés, el respaldo hacia abajo, tampoco,<br />

porque toca en el suelo. La sujeto lateralmente y me va<br />

rozando en la pierna. Tendré que llevarla a pulso separada<br />

del cuerpo con el consiguiente dolor de brazo.<br />

Cuando camino así un buen rato no puedo más.<br />

Pongo la silla en el suelo y me siento en ella para descansar.<br />

Se aproxima a mí una señora mayor, con un<br />

gran bolso y un libro de misa en la mano. Sin mediar<br />

palabra me pone una moneda en la mano.<br />

—¡Señora, que no soy un pobre!<br />

—¿Entonces qué hace ahí pidiendo?<br />

—¡Que no estoy pidiendo! —le grito.<br />

—Bueno, hijo, bueno, es que los buenos cristianos<br />

tenemos que ejercer la caridad y si no hay pobres....Además<br />

con los años no veo mucho.<br />

Cojo la silla y me voy. Pruebo a llevarla arrastrando<br />

como un carrito de la compra. Hace un ruido<br />

infernal. Se abre una ventana y alguien me grita:<br />

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92<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

—¿Oiga, no hay bastante ruido con los coches<br />

para que venga a aumentarlo arrastrando sillas?<br />

En fin, que vuelo a la posición más incómoda<br />

para mis brazos.<br />

Ahora un grupo de jóvenes beben de un gran botellón<br />

sentados en la acera. Al pasar, rozo a uno con la<br />

silla, se levanta y me increpa:<br />

—Tío, que me has dado con la silla.<br />

Yo le digo:<br />

—Hombre, si interrumpes el paso.<br />

—Es que te quieres quedar conmigo carrozón,<br />

—me grita. Y continúa —Yo interrumpo lo que me<br />

sale, y te voy a dar una hostia.<br />

En vista del cariz que toma la cosa, me pongo la<br />

silla al revés en la en la cabeza y salgo corriendo perseguido<br />

por todo el grupo de gamberros, por mi jefe,<br />

el director del banco que me grita:<br />

—¡Sánchez, está usted desprestigiando a la institución<br />

bancaria!<br />

También aparece mi mujer que con su voz de<br />

hielo y vinagre me dice:<br />

—¿Pero es que me vas a llenar la casa de trastos<br />

viejos?<br />

Y lo que faltaba; ese elemento persistente en los<br />

sueños, el guardia, que también me grita:<br />

—¿Con que promoviendo escándalos y altercados?<br />

Me veo perdido, con la maldita silla en la cabeza;<br />

las patas hacia arriba como una siniestra corona.<br />

Y es en este momento cuando me despierto.


Cuentos de un pintor<br />

Menos mal que todo fue un sueño, un mal sueño,<br />

porque los sueños son como una escalera de caracol<br />

que se enrosca en sí misma y a cada peldaño que subimos<br />

aumenta la angustia y la desesperación.<br />

Me dormí en el parque que hay cerca de casa en<br />

esta calurosa noche de verano.<br />

Me dormí en una silla que no he visto nunca.<br />

La observo con atención y es fea y pesada, quiso<br />

ser de Art decó, entre el terciopelo del asiento y del<br />

respaldo deja escapar la estopa como una barba o<br />

unos bigotes de pelo rojizo. No hay duda, la reconozco.<br />

Es la silla. Siento pavor al mirarla y me alejo<br />

de ella furtivamente, estoy cruzando el parque para<br />

perderla de vista y llegar a casa, cuando alguien me<br />

llama: es el guardia nocturno:<br />

—Señor, señor, que se ha dejado esta silla.<br />

93


Cuentos de un pintor<br />

San Miguel Arcángel<br />

Continúo dedicado a la enseñanza y ya soy director<br />

del Instituto. Rosy ascendió a jefe de estudios.<br />

Hace unos meses pasamos por el Ayuntamiento<br />

y nos casamos civilmente, dando así satisfacción a<br />

nuestros padres.<br />

Ayer dimos vacaciones de Navidad. Hoy, después<br />

de comer, pensamos cómo distribuir nuestro tiempo<br />

libre para pasar parte de él con mi familia y parte con<br />

los padres de Rosy.<br />

En ese momento llaman al portero automático,<br />

suena una voz distorsionada por el aparato, que dice:<br />

—Soy Satán, su viejo amigo, ¿podría subir para<br />

hablar con ustedes?<br />

Cuando aparece Satán, observo que sigue tan<br />

sombrío y deprimido como siempre. Le ofrecemos un<br />

café, pero él dice:<br />

—Le pediría mejor una manzanillita que va bien<br />

con mi delicado estado de salud.<br />

Mientras se toma su manzanilla, nos explica:<br />

—Pues verán, mis queridos amigos, hemos montado<br />

un Belén, casi todo obra de Napoleón, que es muy<br />

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96<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

mañoso. Con tal motivo nos reuniremos varias personas<br />

para admirar dicha obra y celebrar la navidad. Cantaremos<br />

villancicos y tomaremos algún dulce, propio de estas<br />

fechas. Vendrán doña Herminia, Ángel, Napoleón y<br />

nos gustaría contar con ustedes, que han vivido muchos<br />

de nuestros eventos, en los que fortuna nos acompañó<br />

o en aquellos en que la adversidad se cebó con nosotros.<br />

También asistirán tres de las rusas del puticlub,<br />

que invitó Ángel. No sé si a ustedes les importará.<br />

—A mí no, dice Rosy, porque creo que cada uno<br />

se gana la vida como puede y con lo que puede.<br />

Satán queda en recogernos y acompañarnos hasta<br />

el antiguo local de los juegos recreativos, donde está<br />

instalado el belén.<br />

Al día siguiente, ya en la calle, camino del belén,<br />

le digo a Satán:<br />

—A mí lo que me extraña es que siendo Satán,<br />

festeje el nacimiento del niño Jesús.<br />

—Pues verá usted, es que yo, en esta sociedad y<br />

en este estado depresivo, he perdido mi propia identidad,<br />

equivoqué mi destino. Vine aquí para que toda<br />

alegría se convierta en tristeza, todo gozo en honda<br />

pena y todo placer en lacerante dolor. Esa sería mi<br />

misión. Le diría que soy el que no soy, porque siendo<br />

lo que soy no soy lo que yo soy.<br />

—Veo, le digo yo, que sigue usted con el mismo<br />

lenguaje tan barroco y repulido.<br />

Llegamos al local donde está situado el belén. Ya<br />

están casi todos reunidos: doña Herminia, Ángel con<br />

su inseparable muleta, Napoleón... todos se alegran de


Cuentos de un pintor<br />

vernos y nos saludan con afecto. Después llegan las rusas<br />

y doña Herminia se extraña de sus amplios escotes.<br />

—Pero hijas mías, como venís así con el frío que<br />

hace —les dice.<br />

Interviene Rosy que advierte a doña Herminia:<br />

—Es para mortificarse y purgar sus pecados.<br />

Pero doña Herminia le contesta:<br />

—Pero qué pecados van a tener estas niñas si en<br />

sus caritas se refleja la inocencia. Napoleón se ríe<br />

disimuladamente.<br />

Después doña Herminia les pregunta a las rusas:<br />

—¿Y en qué trabajáis vosotras?<br />

Las rusas se miran las unas a las otras y no saben<br />

que contestar.<br />

Yo salvo la situación y explico:<br />

—Trabajan en una fábrica de productos lácteos.<br />

Napoleón se ríe descaradamente.<br />

A continuación pasamos a contemplar el belén,<br />

casi todo él fruto de la habilidad y el arte de Napoleón,<br />

que fiel a su espíritu renovador, introdujo numerosos<br />

cambios, así los caminitos por donde acuden<br />

los pastores los ha convertido en amplias autopistas; el<br />

castillo de Herodes lo sustituye por el arco del triunfo,<br />

en miniatura, y sobre el portal escribió con letras de<br />

purpurina: Liberté, Egalité, Fraternité.<br />

Doña Herminia le dice a Rosy:<br />

—Hija mía me quieres leer lo que pone ahí, que<br />

yo no lo veo muy bien. Rosy traduce adecuadamente:<br />

—Doña Herminia ahí pone Gloria a Dios en las<br />

alturas y Paz a los hombres de buena voluntad.<br />

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98<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

Yo felicito a Napoleón por lo bien que ha quedado<br />

el belén y por las novedades que introduce en él.<br />

Napoleón me contesta:<br />

—Yo quise también modificar la caduca Europa,<br />

hacer de ella un espacio de libertad, de igualdad...<br />

pero no lo conseguí.<br />

—Porque empleó un método inadecuado, la guerra<br />

—le digo yo.<br />

Llegan algunos otros invitados y doña Herminia<br />

intenta cantar un villancico a pesar de su voz cascada<br />

de octogenaria. Después le toca el turno a las rusas<br />

que cantan algo de su tierra relacionado con la navidad:<br />

Na esnegu. Ángel, que oficia de maestro de ceremonias,<br />

saca unas bandejas con dulces y unas copas<br />

de anís del mono. Mientras yo charlo con Satán, que<br />

sigue taciturno.<br />

—Estoy anclado en los malos recuerdos, —me<br />

dice— aún tengo presente mi primera caída, a san<br />

Miguel victorioso, resplandeciente de vivísima<br />

luz, la espada flamígera en la mano y yo arrojado<br />

al abismo de sombras. Ahora siento dentro de mí<br />

como un eco lejano una voz que recuerda que<br />

también fui ángel, portador de luz, la luz misma.<br />

Qué tristeza, renunciar a ella y solo buscar las hojas<br />

muertas en esta oscura selva de la vida.<br />

—Joder, tío, le digo yo, no lo pongas todo tan negro<br />

y alégrate con el belén, con el recién nacido, que<br />

todo lo que nace viene con un caudal de esperanza.<br />

—Que la vida —contesta Satán— se encarga de<br />

frustrar, convirtiéndola en un pantano de amargura.


Cuentos de un pintor<br />

—Es usted un pesimista incorregible —le dice<br />

Rosy— que ha oído nuestra conversación.<br />

—No señora, sencillamente soy Satanás.<br />

Ángel nos conduce a un patio descubierto que da<br />

a la calle. Hay un velador y unas sillas de hierro para<br />

el verano, macetas con plantas algo mustias por el<br />

frío invernal. En el centro del patio un hermoso pavo<br />

picotea granos de maíz de una lata, ajeno a la suerte<br />

que le espera.<br />

Ángel exclama:<br />

—Hay que matar al pavo, que es nuestra cena de<br />

navidad —y todas las miradas se dirigen a Satán.<br />

—¿Yo, y por qué yo?<br />

—Porque usted ser el malo —dice una de las<br />

rusas.<br />

Satán coge el cuchillo de cocina que le tiende<br />

doña Herminia, agarra bien fuerte al pavo y trata<br />

de rebanarle el pescuezo, pero lo único que consigue<br />

es un buen corte en su propia mano.<br />

Alguien trae un esparadrapo y socorre a Satanás,<br />

que dice:<br />

—Soy incapaz de hacerlo, prefiero cortarme una<br />

mano, debe matarlo Ángel que es el organizador de<br />

esta fiesta.<br />

Ángel se queda un momento pensativo y después<br />

habla argumentando de la siguiente manera:<br />

—El pavo es originario de América, que aún no<br />

se había descubierto cuando Noé, por lo tanto no<br />

pudo ir en el Arca y si no fue en dicha Arca debió<br />

exterminarlo el diluvio universal. Si no fue así, es por<br />

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Luis Cañadas Fernández<br />

milagro o por designio divino y si la providencia quiso<br />

que viviese ¿quién soy yo para arrebatarle esa vida?<br />

—Pero ese mismo argumento serviría para el<br />

puma, el guanaco, la llama o el canguro australiano<br />

—le replica Rosy<br />

Ahora todos se fijan en Napoleón, que también<br />

rehúsa sacrificar al pavo:<br />

—Yo aniquilé regimientos enteros con mis baterías<br />

de cañones o con las cargas de mi caballería, pero<br />

así con un cuchillo de cocina y a un indefenso no lo<br />

hice nunca ni lo haré ahora.<br />

Mientras discuten, el pavo aprovecha que han dejado<br />

abierta la puerta que da a la calle, escapa por ella.<br />

Corre por la avenida del pintor Alcaraz hacia la glorieta,<br />

donde unos jardineros podan los árboles y recortan los<br />

setos.<br />

Todos corremos tras el pavo, el primero Ángel, a<br />

pesar de su cojera porque ve peligrar el banquete de<br />

navidad. De pronto se vuelve hacia nosotros y grita:<br />

-¡San Miguel Arcángel! ¡San Miguel que nos trae el<br />

pavo! ¿No véis su brillante halo, sus ropajes refulgentes,<br />

su espada flamígera en la mano? ¡San Miguel Arcángel!<br />

Yo, la verdad, lo único que veo es a un jardinero<br />

del Ayuntamiento, con un mono amarillo con bandas<br />

reflectantes, la sierra de podar en una mano y el pavo<br />

decapitado en la otra.<br />

El jardinero se acerca a nosotros y dice:<br />

—Joder, qué bicho más tonto, venía echando<br />

leches y se mete en la sierra mecánica de podar, que le<br />

ha cortado el gaznate. Aquí lo tienen ustedes.


Cuentos de un pintor<br />

La Maja Desnuda<br />

—¿Falta mucho, padre?<br />

—Sí que falta hijo, sí que falta; espera, que cuando<br />

traspongamos esas lomas, verás el río allá abajo y<br />

el pueblo cerca.<br />

Padre e hijo bajan por aquel camino, más bien<br />

vereda polvorienta, sujetando entre ambos un bulto<br />

cuidadosamente envuelto en una sábana blanca.<br />

El camino desciende serpenteando entre bancales<br />

escalonados en los que cultivan naranjos y parras: entre<br />

bancal y bancal, muros de piedras para evitar que<br />

las uñas de la erosión arrastren la tierra hasta el valle;<br />

siguiendo la vereda, una acequia bordeada de verde,<br />

por ella discurre el agua, como una cinta de plata, que<br />

salta, salpica y se revuelve sobre sí misma. Donde el<br />

agua no llega, la tierra reseca se resquebraja, se cuartea<br />

en múltiples trozos o el viento ardiente la levanta en<br />

polvoriento remolinos.<br />

—Padre, me rozan las sandalias, ¿por qué no descansamos?<br />

—suplica el chico.<br />

—Eso haremos —contesta el padre, y entran en<br />

uno de los bancales, debajo de los naranjos, en una<br />

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Luis Cañadas Fernández<br />

sombra espesa y fresca donde crece la hierba exuberante.<br />

Dejan el bulto con cuidado, apoyado en el tronco<br />

de un naranjo.<br />

—Con este calor, padre, tengo mucha sed, vuelve<br />

a quejarse el niño.<br />

—Mira, hijo, aunque ya pasó la temporada,<br />

buscaré una naranja, que siempre quedan algunas<br />

olvidadas. Y así el padre vuelve con naranjas, saca la<br />

navaja del bolsillo y va pelando la fruta, separando la<br />

cáscara como un tirabuzón naranja, y el chico come<br />

los gajos, mientras el zumo azucarado le corre por la<br />

cara, atrayendo las moscas que el calor hace más insistentes,<br />

más pesadas.<br />

Hijo, esto lo hago por ti, —le habla el padre —<br />

para que puedas ir a un instituto, en la capital, y no<br />

tengas que emigrar como yo y trabajar en la mina,<br />

que es el peor, el más jodido de todos los trabajos, sin<br />

saber del día, del sol, del aire, sólo de la noche oscura,<br />

respirando el polvo negro, y con la muerte, la muy<br />

cabrona, esperando agazapada en la sombra.<br />

Y el padre recuerda aquel periodo de su vida.<br />

Después de varios años de escasísimas lluvias, hasta los<br />

olivos se secaron y el río se convirtió en una avenida<br />

de polvorienta arena y ardientes guijarros. Fue entonces<br />

cuando en el pueblo vecino se habló de trabajos en<br />

países lejanos; se comentó también que el Anselmo, o<br />

el Pedro el Gusani, que ese era su apodo, mandaban,<br />

desde Alemania donde emigraron, muy buena pasta<br />

todos los meses.


Cuentos de un pintor<br />

Así es que él decidió correr la misma suerte y un<br />

buen día, con su maleta de cartón, su pan y su ristra<br />

de chorizos, se montó en La Pasajera, un destartalado<br />

autobús que le condujo a la capital, desde donde<br />

salían las expediciones de emigrantes hacia Bélgica,<br />

Alemania, Suiza o cualquier otro país más próspero y<br />

rico que el que abandonaban.<br />

Fueron varios días de viaje, parando en desconocidas<br />

ciudades, teniendo que aprender cómo se pide<br />

agua o donde están los servicios... Después, lo más<br />

duro, el trabajo en la mina. Para él, que siempre vivió<br />

bajo un sol implacable, aquello fue lo peor. Y menos<br />

mal que desde los primeros días contó con la ayuda<br />

de otros españoles que ya llevaban tiempo allí y que<br />

chapurreaban aquel extraño idioma que tanto le costaba<br />

aprender.<br />

Tuvo también la suerte de encontrar allí a<br />

Nicolás, el Pajarete; se conocían desde niños. El<br />

Nicolás era de un pueblo cercano al suyo que como<br />

casi todos los pueblos cercanos siempre estaban a<br />

la gresca. Pero en esta ocasión tan lejos de la patria,<br />

olvidaron las antiguas rencillas y encontró en él una<br />

gran ayuda. Pronto pudo enviar dinero a casa, pero<br />

antes fue necesario comprar ropa de abrigo porque<br />

aquel puñetero clima se las traía... Él que sólo vio<br />

la nieve en las montañas lejanas que se divisaban<br />

desde los cortijos más altos de la sierra, tuvo que<br />

acostumbrarse a convivir con ella, a caminar sobre<br />

ella, a sentir su mordedura en la cara. En aquellos<br />

años soñaba con volver al pueblo, con volver con<br />

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Luis Cañadas Fernández<br />

el suficiente dinero para poder comparar uno de<br />

aquellos cortijos donde resplandece el sol y la nieve<br />

sólo se contempla desde muy lejos.<br />

Fueron unos años de ahorro, pero también de<br />

privaciones, con la satisfacción de ir viendo cómo<br />

aumentaban los ahorros y cómo el regreso estaba cada<br />

vez más cerca.<br />

—Con lo que obtengamos de ésta que tenemos<br />

tan bien envuelta, y apoyada en el naranjo, podrás<br />

tener una profesión, estudiar para ser uno de esos señores<br />

que hacen casas en un papel, digo, que creo les<br />

llaman arquitectos. O podrías ser practicante, o medico...Nos<br />

iríamos a la capital y se acabó lo de cortar<br />

leña para el invierno, alumbrarse con carburo o cuidar<br />

de las cabras y del cerdo, y tener que vivir allá arriba<br />

tan lejos de todo.<br />

—Pero vámonos, que es tarde y el señor pintor<br />

nos espera. Luego cuando lleguemos al río, descansaremos<br />

bajó los álamos, que allí se está fresco en la<br />

cercanía del agua. Ahora coge tú la parte de la cabeza<br />

y yo de los pies, y ten cuidado, que el camino es<br />

pendiente y muy resbaladizo, si ella se nos estropea,<br />

se nos jode el negocio.<br />

En el último trecho la vereda se torna más pendiente<br />

y difícil, socavada por las lluvias, que aunque<br />

escasas en estos parajes, acaban destrozando el camino<br />

de tierra.<br />

Por fin llegan al río: una extensión de arena y a<br />

un lado el gran chorro de agua; para atravesarlo, unos<br />

tablones que hacen de puente.


Cuentos de un pintor<br />

—Padre, lleva mucha agua.<br />

—Pues ya verás el mes que viene qué menguado<br />

irá el puñetero, y si no, en agosto solamente arena,<br />

piedras y polvo.<br />

La sombra de los álamos y la proximidad del<br />

agua, mitigan algo el calor tan sofocante. Las hojas<br />

de estos árboles tintinean como pequeñas bandejas<br />

al viento, mientras el agua deja oír su suave murmullo.<br />

Padre e hijo depositan con cuidado su fardo, se<br />

sientan y con el pañuelo van enjuagando el sudor que<br />

inunda sus frentes.<br />

—Padre, hice algo malo —confiesa el niño.<br />

—Mientras la envolvías en la sábana, arriba en el<br />

camaranchón, yo miraba por las rendijas de la puerta<br />

y sabes, padre, le vi las tetas.<br />

—Yo te digo que eso no deben mirarlo los niños,<br />

contesta el padre.<br />

—Es que ya no soy tan niño, que ya tengo trece<br />

años y si cuido las cabras y escardo los bancales de<br />

pimientos, pues no soy tan crío; además se lo confesaré<br />

a don Nicanor, aunque me imponga mucha<br />

penitencia.<br />

—Ale, vamos arreando, interrumpe el padre.<br />

Cogen el bulto y comienzan a subir la cuesta que<br />

conduce al pueblo.<br />

Primero aparecen los corrales que aún conservan<br />

el olor de las cabras, luego las casas, abandonadas, con<br />

ventanas de rejas oxidadas, a través de ellas se ve el cielo,<br />

de un azul cegador, implacable; dentro, la hierba. La<br />

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106<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

maleza ya seca crece entre los escombros y convierten las<br />

habitaciones en pequeñas selvas. Siguen por la calle estrecha,<br />

inundada de sol con solo un cuchillo de sombra,<br />

y el silencio de un pueblo vacío, casi abandonado.<br />

Llegan a la plaza, desierta; sólo se oye el canto de las<br />

cigarras, monótono, insistente, como el latido de este<br />

calor que aplasta. El sol a través de las hojas del olmo<br />

dibuja en el suelo un mosaico de luces y sombras. Un<br />

perro tendido parece muerto, tan solo de vez en cuando<br />

mueve la oreja para espantar alguna mosca molesta.<br />

En la puerta del bar un viejo dormita, la gorra<br />

sobre los ojos; y de dentro resuenan los golpes de las<br />

fichas del dominó sobre la mesa de mármol.<br />

El padre entra en el bar, habla con la dueña y saca<br />

dos sillas donde colocan el bulto, y lo desenvuelve de<br />

la sábana; es un cuadro: La Maja Desnuda de Goya.<br />

Los que jugaban al dominó salen, uno de ellos grita:<br />

—¡Hostia, que tía más buena!<br />

Y dirigiéndose al viejo:<br />

—Tío Colás, una de éstas sí que le vendría bien<br />

a usted...<br />

El viejo echa hacia atrás la gorra, mira el cuadro<br />

y replica:<br />

—Que yo no estoy para esos trotes....<br />

La dueña del bar también sale secándose las manos<br />

en el mandil y ante el cuadro exclama:<br />

—¡Jesús María y José! ¡Se le ve todo!<br />

El pintor, que trabaja en una sombra, al otro lado<br />

de la plaza, desde donde divisa toda la solana, también<br />

acude.


Cuentos de un pintor<br />

Hace unos días, mientras pintaba un rincón del<br />

pueblo se le acerca un hombre recio, de una cierta dignidad<br />

en su aspecto y en sus palabras, y le pregunta:<br />

-—Señor, ¿usted entiende de cuadros?<br />

El pintor, sorprendido ,deja los pinceles y la paleta.<br />

—Hombre entender entender... algo sí que entiendo,<br />

aunque solo sea por los muchos años.<br />

—Es que me han dicho que los cuadros de un<br />

pintor al que llaman Goya valen mucha pasta, vamos<br />

algunos miles de pesetas.<br />

El pintor le corrige:<br />

—Miles no, miles de millones. Y el buen hombre<br />

contesta:<br />

—Es que yo tengo un cuadro de ese señor Goya.<br />

—Eso es casi imposible<br />

—¿Por qué, porque vivo en un cortijo allá arriba?<br />

—No señor —responde el pintor —Es que la<br />

obra de Goya está toda catalogada.<br />

—A mi hábleme en plata, que yo no entiendo eso<br />

de catalogada.<br />

El pintor con paciencia le explica:<br />

—Mire usted, eso quiere decir que los cuadros de<br />

Goya están en los museos, o se sabe quién los tiene<br />

y es muy difícil encontrar un Goya nuevo. De todas<br />

maneras lo mejor es que usted me traiga el cuadro y<br />

yo le diré si es auténtico.<br />

Y así, el pintor se encuentra delante del cuadro. Al<br />

primer golpe de vista se cumplen sus peores presentimientos:<br />

ni siquiera es una pintura, se trata de una<br />

mala tricromía, pegada en un tablero de aglomerado<br />

107


108<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

y con uno de esos burdos barnices que imitan las pinceladas.<br />

El marco es de pasta, pintado de purpurina,<br />

que el tiempo ennegreció.<br />

El pintor, que a lo largo de su vida sufrió a veces<br />

la herida de la desilusión, siente talar de un hachazo<br />

tan ingenua ilusión, tanta esperanza. Le hubiese gustado,<br />

como en el milagro de las bodas de Canaán,<br />

convertir aquella mala reproducción en un Goya auténtico,<br />

pero solo es un pobre pintor que soporta la<br />

suplicante mirada del niño pendiente de su veredicto.<br />

Tiene que decir la verdad: aquello no vale nada, ni<br />

siquiera las quinientas pesetas.<br />

El hombre no pronuncia palabra, aprieta los<br />

dientes y ni el más ligero gesto altera su rostro. Dobla<br />

la sábana con sumo cuidado, primero por la mitad,<br />

luego la vuelve a doblar, otra vez más la alisa con la<br />

mano y coge el cuadro, y seguido del hijo se marcha<br />

por donde vino sin despedirse siquiera.<br />

Cuando llegan al improvisado puente sobre el río<br />

el niño pregunta:<br />

—¿Padre, vamos a subir a esta tía guarra hasta<br />

allá arriba?<br />

—No, hijo, porque ésta además de guarra es falsa.<br />

Y lanza el cuadro al río; primero flota como una<br />

balsa, después se atranca en unas piedras y al final la<br />

fuerza de la corriente voltea y arrastra a la maja desnuda<br />

río abajo hasta perderse de vista. Así, libres de la<br />

carga, comienzan a subir la empinada cuesta.<br />

El hijo vuelve a preguntar:<br />

—Padre, ¿lo de ir al Instituto?


Cuentos de un pintor<br />

Y el padre responde:<br />

—Si algo me enseñó esta puta vida es que nadie<br />

escapa a su sino, así que irás a la mina, hijo.<br />

Y siguen subiendo en silencio con la compañía de<br />

la verdad amarga. Mientras el ocaso agranda las sombras<br />

violetas en la solana y del fondo del valle sube el<br />

croar de las ranas, el canto de los grillos que presagian<br />

el oscuro abrazo de la noche cercana.<br />

109


Cuentos de un pintor<br />

El genio<br />

Estoy en la playa, tendido al sol, disfrutando de<br />

una suave brisa y adormecido por el sonido acompasado<br />

de las olas.<br />

Diviso una botella que el mar arrojó a la orilla;<br />

la cojo, está tapada y bien tapada, me cuesta trabajo<br />

abrirla y cuando lo consigo, quedo espantado, porque<br />

con un tremendo silbido, surge un genio del interior<br />

de la botella.<br />

Yo creía que esto solo sucede en los cuentos de<br />

las Mil y Una Noche. Después del susto, al liberar al<br />

genio, éste me recompensará con bienes y riquezas,<br />

de modo que me siento afortunado; y, efectivamente,<br />

el genio, agradecido, viene hacia mí, trae una carpeta<br />

con fotos y documentos y me dice:<br />

—Estás de suerte, ya que por soltarme, mira lo<br />

que tengo para ti: un precioso chalet adosado, con<br />

cuatro dormitorios, tres baños, jacuzzi, cocina amueblada,<br />

garaje, trastero, caseta para el perro, ah y todo<br />

ello en una parcela de mil metros. Y como me has<br />

salvado, en agradecimiento, para ti, sólo por doce mil<br />

euros al mes durante treinta años; si firmas ahora, te<br />

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112<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

regalaremos un rascador para la espalda, un molinillo<br />

de café y un tomo de las Mil y Una Noches, encuadernado<br />

en piel y dedicado por Alí Baba y Simbad el<br />

marino.<br />

—Vete a la puñeta —le digo al genio—, que no<br />

quiero hipotecar mi vida y no sé a quién contratan los<br />

de las inmobiliarias con tal de vender un chalet.<br />

El genio se va, es decir, se mete en su botella<br />

renegando:<br />

—Joder vaya día, me sacan cinco veces de la botella<br />

y no vendo ni un puto chalet.


Cuentos de un pintor<br />

El estuche<br />

¡Pero, hombre de Dios, cómo has podido hacer<br />

eso! Cómo has podido causarte tanto daño, a ti<br />

mismo y a tus conocidos, a tus amigos, a los que te<br />

queríamos; tú precisamente, que pasaste por lo que<br />

pasaste, como has podido...<br />

Yo no lo comprendo, quizás no te entendí nunca,<br />

quizás no estuve a tu altura, porque ya sabias que no<br />

soy nada más que un funcionario, un empleado del<br />

Metro, jefe de estación, para más señas<br />

Recuerdo como si fuese ayer, el día en que te<br />

conocí: te acercaste a la ventanilla y me dijiste medio<br />

en broma:<br />

— Qué, trabajando de topo sin ver el sol...<br />

Recuerdo que te contesté:<br />

—Pues hay empleos peores, y hoy el sol es un lujo<br />

para privilegiados...<br />

Desde entonces, muchos días echábamos una parrafada,<br />

porque casi siempre cogías el Metro cuando<br />

no había nadie.<br />

Me decías que eras músico, compositor y violinista,<br />

aunque eso ya lo sabía por tu aspecto y por el<br />

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114<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

inseparable estuche del violín. Tocabas en la Orquesta<br />

Nacional, en el Auditorio, que coge aquí cerca, por<br />

eso venías con tanta frecuencia, así durante varios<br />

años, en los que nuestra amistad se fue consolidando.<br />

Tú me tratabas de igual a igual; a veces, cuando lo<br />

permitía mi trabajo, pasabas por esta puerta de cristal<br />

y charlábamos un rato. Al principio nos tratábamos<br />

de usted, pero pronto me hablaste de tu veneración<br />

por la igualdad:<br />

—Mire usted Adolfo, no somos iguales en fisonomía,<br />

ni en inteligencia, ni en otras muchas cosas<br />

pero si lo somos en dignidad, en respeto, así es que<br />

dejemos el usted tranquilo.<br />

Desde entonces nos tuteábamos.<br />

Nuestros breves coloquios versaban con frecuencia<br />

sobre música, que aunque yo no estuviese<br />

a tu altura, me gustaba oír tus comentarios y me<br />

recordaban aquella época de mi juventud, cuando<br />

asistía con mis padres a los conciertos; también, de<br />

vez en cuando, me proporcionabas entradas para el<br />

Auditorio. Otras veces hablábamos de política, o<br />

de historia, y en cierto modo, me liberaba de esta<br />

vulgaridad que me rodea: ¡Adolfo has visto el gol<br />

de Juanirri! Me dice alguno y otro me comenta: has<br />

visto como está la Pantoja...Ese es el plato de todos<br />

los días.<br />

Te pregunté por tu familia y golpeaste con la<br />

mano el estuche del violín y me dijiste:<br />

—Aquí tienes a mi familia, mi mujer, mi amante,<br />

mis hijos; mira Adolfo, cuando apoyo el violín


Cuentos de un pintor<br />

en mi hombro, es como si los sintiese a todos ellos,<br />

en el perfume de la madera, en la tensión de las<br />

cuerdas...y cuando paso el arco por ellas y surge su<br />

voz, esa emoción no te la proporciona ni la mejor<br />

amante.<br />

Un día, en el que no hubo servicio, por averías,<br />

sentado aquí, en este mismo sillón de oficina, charlamos<br />

largamente. Me contabas tus inicios en la música,<br />

tú estancia en Alemania para perfeccionar la técnica<br />

del violín, pero me extrañó que carecieses de una vida<br />

como la de las otras personas, aunque mencionabas<br />

los ligues con algunas admiradoras; también me<br />

confesaste tu ilusión por el estreno del concierto para<br />

violín y cuerda que compusiste. Yo, por primera vez,<br />

te hablé de mí mismo: de cómo nací en el seno de<br />

una familia adinerada dedicada a los negocios y a las<br />

finanzas, de cómo yo iba para ingeniero de caminos,<br />

con notas brillantísimas y con unos proyectos y dibujos<br />

de puentes que llamaron la atención; el realizarlos<br />

era también mi gran ilusión. Pero la muerte de mi<br />

padre en la cárcel, por fraude o estafa en todos nuestros<br />

negocios, nos dejó en la más absoluta ruina y dio<br />

al traste con mis proyectos. Tuve que colocarme en lo<br />

primero que surgió, de topo, como tú bien dices, y<br />

acorazarme de vulgaridad para que la vida no me hiera<br />

tan hondamente. También recuerdo que traje mis<br />

antiguas carpetas y te enseñé mis dibujos de puentes,<br />

aunque remover ese pasado me inunda de tristeza. Tú<br />

me dijiste que eran etéreos y que te sugerían el vuelo<br />

de una gaviota sobre el mar.<br />

115


116<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

Fue al día siguiente de nuestra extensa charla,<br />

cuando aconteció el suceso que desencadenaría la<br />

tragedia final.<br />

Yo estaba aquí arriba en mi despacho y no lo presencié,<br />

pero los vigilantes y tú mismo me lo contasteis:<br />

bajaste al andén, te sentaste en un banco esperando la<br />

llagada del metro, habías puesto el estuche del violín a tu<br />

lado, cuando se sentaron en el mismo banco dos jóvenes<br />

de mal aspecto; inesperadamente, uno de ellos cogió el<br />

estuche con el violín y corrió hacia el metro que llegaba<br />

en ese momento, tú corriste tras él, con tan mala fortuna<br />

que caíste a la vía entre dos vagones cuando el metro iba<br />

a ponerse en marcha.<br />

Me habías contado el horror de esos instantes: oíste<br />

el silbato para ponerse en marcha, como se cerraban las<br />

puertas, gritaste pidiendo socorro, pero la voz no salió<br />

de tu garganta; ya sentías esa oscuridad que precede a la<br />

nada, y cruzó por tu mente, como relámpago, una extraña<br />

curiosidad ante el misterioso tránsito hacia la muerte.<br />

En ese momento, en ese último segundo, alguien tiró de<br />

la alarma y el Metro no se puso en marcha.<br />

Te sacaron de allí, te subieron aquí a mi despacho<br />

y uno de los vigilantes capturó a los ladrones y recuperó<br />

tu violín. Tenías roto algún hueso de la mano<br />

izquierda.<br />

Desde entonces no fuiste el mismo y aunque tú<br />

me lo negases, no fuiste el mismo, te lo dije yo, que<br />

te conozco desde hace bastantes años.<br />

No viniste por aquí durante un par de semanas,<br />

y es normal que uno no vuelva al lugar donde vio tan


Cuentos de un pintor<br />

de cerca a la muerte. Al fin, un día apareciste con tu<br />

mano escayolada y el inseparable estuche en la otra,<br />

aunque me figuro que no podrías tocar en esas condiciones.<br />

Con voz lúgubre me dijiste:<br />

—Adolfo me jubilan, porque no volveré a tocar<br />

el violín.<br />

Yo te expliqué que sería una buena solución, porque<br />

para mí la jubilación significaría ver el sol todas<br />

las mañanas, liberarme de este puñetero horario, marchar<br />

a mi apartamento de Benidorm con mi mujer y<br />

los chicos cuando me viniese en gana; además, te dije<br />

que en todas las profesiones existe la jubilación y tú<br />

me contestaste, casi enfadado:<br />

—Adolfo, el arte no es una profesión, es una pasión,<br />

es como fuego que todo lo devora y cuando esa<br />

llama o esa pasión se apaga, solo quedan cenizas.<br />

Viniste algunas otras veces, siempre alicaído y con<br />

el semblante velado por la tristeza; te aconsejé asumir<br />

esa situación, creo que me respondiste:<br />

—Adolfo, tú no sabes lo que es contar los segundos,<br />

los minutos, las horas, lentas como siglos, esperando<br />

que trascurra ese tiempo vacío...<br />

Y yo pensé en ese momento: joder, si te hubieses<br />

encontrado en mi lugar, viendo pasar un Metro y otro<br />

Metro, abrirse y cerrarse las puertas, entrar y salir la<br />

gente, un día y otro día, año tras año, siempre igual,<br />

joder, que hay que echarle mucho valor, sobre todo<br />

cuando en la juventud se tuvo una educación esmerada<br />

y la cabeza llena de ilusiones y proyectos. Todo esto<br />

que pienso o que me digo a mí mismo, si estuvieses<br />

117


118<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

vivo, te lo diría en la cara, aunque, conociéndome<br />

como me conozco, no sé si tendría valor para ello.<br />

Una mañana, qué día tan aciago, apareciste por<br />

aquí, estabas más sereno, había desaparecido esa<br />

nube de tristeza que envolvía tú figura, tocaste a los<br />

cristales por si podías entrar, habías dejado el violín a<br />

un colega de la orquesta y me pedías que te guardase<br />

el estuche y unas partituras; los pusimos aquí en esta<br />

estantería, donde aún permanecen, bajaste al andén.<br />

Al poco, siento un enorme griterío, pienso que<br />

algo ocurre y en ese momento sube uno de los vigilantes,<br />

demudado y gritando:<br />

—¡El músico, el músico! ¡Que se ha tirado al Metro,<br />

que ha muerto!<br />

El hombre subía mal y estuvo vomitando. Bajé<br />

corriendo. Carlos García, el conductor también estaba<br />

alterado, no pudo evitar nada.<br />

No quiero recordarlo, no quiero que permanezca<br />

en mi memoria, no quiero que haya ocurrido esto,<br />

porque ha pasado una semana y aún sigo dándole<br />

vueltas en mi cabeza, como un mal sueño.<br />

Y aquí están en la estantería el estuche y las partituras,<br />

que supongo serán del concierto para violín<br />

y cuerda, que junto con mis dibujos de puentes,<br />

dormirán, en cualquier rincón polvoriento, el eterno<br />

sueño del olvido.


Cuentos de un pintor<br />

Las armas no matan...<br />

Preparo mi desayuno, como siempre en la cocina.<br />

Huele a pan tostado, a café recién hecho. En la<br />

mesa las tostadas, la mantequilla, el queso, la fruta<br />

y un zumo bien frío, como a mí me gusta; porque<br />

hay que desayunar fuerte para afrontar los retos<br />

del nuevo día. En ese momento llaman al portero<br />

automático. ¿Quién será tan temprano? Me digo a<br />

mí mismo.<br />

-¿Quien es? —Pregunto por el inoportuno<br />

aparato.<br />

Se oye una voz, distorsionada por la mala calidad<br />

del chisme:<br />

—Señor le traigo un paquete, ábrame.<br />

Le abro y le digo:<br />

—Súbalo y le firmaré el recibo.<br />

—Lo siento señor, GG pero no puedo subirlo,<br />

lo dejo en el portal porque estoy interrumpiendo el<br />

tráfico.<br />

—Pero oiga...<br />

Nada el tío ya se ha largado y ahora me toca a mí<br />

bajar en pijama, cosa que me fastidia sobre manera,<br />

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120<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

menos mal que no me encontraré a nadie: los del<br />

primero no están, los de los otros pisos se van más<br />

temprano y la ancianita del quinto no sale de su casa.<br />

Así es que subo el paquete. Es alargado, envuelto<br />

perfectamente en papel de embalar, pero no trae<br />

nombre ni dirección alguna y como no quiero tomar<br />

el café frio, lo dejo sobre la encimera y desayuno<br />

tranquilamente. Después, cuando ya he recogido y<br />

puesto los cacharros en el lavavajillas, me dedico al<br />

misterioso paquete.<br />

Lo abro, dentro viene una caja de polietileno y<br />

cuando levanto su tapa, quedo sorprendido. Al principio<br />

no identifico el contenido, pero pronto comprendo<br />

que se trata de un rifle o algo similar. Trae también<br />

una mira telescópica y una caja con munición.<br />

¿Quién me lo habrá enviado? Porque yo no soy<br />

cazador ni aficionado a las armas.<br />

Armo el rifle, siguiendo las instrucciones de un<br />

librito que viene en la caja, y, en verdad, es la obra perfecta<br />

de un maestro armero. Paso mis dedos por el acero<br />

oscuro, empavonado, suave como una piel, después por<br />

la madera, finamente pulimentada, acaricio sus formas,<br />

introduzco mi dedo hasta el gatillo con su curva tan<br />

erótica... finalmente presiono en el cañón y en la culata<br />

: el arma se abre como una amante complaciente y me<br />

otorga su oscuro orificio. En él introduzco una de las<br />

balas que saco de la caja de munición y con una ligera<br />

presión, vuelvo el rifle a su posición normal. A continuación,<br />

instalo la mira telescópica y para probarla,<br />

apunto al dibujo que hay sobre la librería del salón: es


Cuentos de un pintor<br />

como si la tuviese a un palmo, ¡joder que buen dibujante<br />

es Antonio! Pero me falta más distancia para probar su<br />

capacidad. Por eso me dirijo a la ventana que da sobre la<br />

Avenida del General Pérez Manso, apunto a los árboles,<br />

veo sus hojas como si las tuviese aquí mismo, enfoco a<br />

la gente, a sus caras que la mira agranda.<br />

Apunto a un hombre que camina con una bolsa<br />

de plástico en la mano. Diviso su frente amplia, su<br />

pelo que blanquea en las sienes, sitúo la cruz del visor<br />

en medio de esa frente y oprimo el gatillo. Yo soy<br />

el primer sorprendido por la detonación, mientras<br />

el hombre se derrumba como un edificio al que le<br />

fallan los cimientos. En ese momento, como el que<br />

despierta de un sueño, vuelvo a la realidad. ¡Dios mío<br />

he matado a una persona! ¡Me he convertido en un<br />

asesino! Trunco una vida y arruino la mía. ¿Qué poder,<br />

qué maleficio ejerce este maldito rifle, que ahora<br />

quema mis manos? Pero tengo que esconderlo, antes<br />

que llegue la policía. Si lo oculto bajo la mesa, lo encontrarán,<br />

si lo escondo entre los colchones, lo encontrarán,<br />

si lo meto en el altillo lo encontrarán también,<br />

lo esconda donde lo esconda, siempre lo encontrarán.<br />

Me espera la comisaría, los interrogatorios, la cárcel.<br />

Adiós a mi carrera, a mi empleo, a mi próxima boda<br />

con Rosa. Me dejo caer en el sofá, derrotado, abatido,<br />

porque ya no hay lugar para la esperanza. Y en ese<br />

momento, cuando todo está perdido, una extraña serenidad<br />

se apodera de mí y pienso con claridad: ¿quién<br />

ha podido enviarme esta arma fatal? Quizás fue el azar,<br />

alguien que quiso desprenderse de ella y el dejó en un<br />

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122<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

portal cualquiera. Pues lo mismo haré yo. Así es que me<br />

visto rápidamente, desarmo el rifle, lo coloco en su caja,<br />

la envuelvo bien y corro a la primera boca del metro,<br />

dejo pasar diez o doce estaciones y salgo a la calle, en una<br />

zona de la ciudad, para mi desconocida. Es una avenida<br />

amplia, con modernos edificios, lujosas tiendas. Se llama<br />

Paseo del Pintor Alcaraz. Camino por la acera y me paro<br />

en un número cualquiera: el 17. Llamo en el portero<br />

automático y se oye una voz que pregunta:<br />

—¿Quién es?<br />

—Señor le trigo un paquete, ábrame.<br />

—Le abro y suba el envío —contestan por el<br />

aparato.<br />

—No puedo subirlo porque estoy mal aparcado e<br />

interrumpo el tráfico, se lo dejo en el portal.<br />

—Pero que puñeta de agencia es esa —gritan por<br />

el portero automático y a continuación— bien bajo<br />

en seguida.<br />

Yo me marcho rápidamente a casa. Ya en ella llamo<br />

a mi oficina y explico que esta noche padecí un cólico<br />

y me encuentro mal. Me dicen que me quede en casa<br />

hasta que esté restablecido. Después telefoneo a Rosa,<br />

le cuento mi indisposición y le digo que no venga, porque<br />

dormiré todo el día ya que no pegué ojo en toda la<br />

noche.<br />

No sé como podré vivir con esta muerte, con esta<br />

culpa sobre mi conciencia. Creo que debería entregarme<br />

y confesar todo.<br />

Por la tarde vienen dos señores que dicen ser<br />

policías:


Cuentos de un pintor<br />

—Señor, investigamos la muerte de un hombre<br />

por un disparo de rifle en la cabeza ¿Estaba usted en<br />

casa esta mañana a las ocho treinta?<br />

—Pues sí señores, a esa hora, vomitaba ya que me<br />

encontré mal por la noche.<br />

—¿Y no oyó usted el ruido de un disparo?<br />

—Pues no señores, no oí nada.<br />

—¿Tiene armas de fuego?<br />

—No, nunca las he tenido.<br />

Así acaba el interrogatorio.<br />

Esta noche no he podido dormir, torturado por la<br />

preocupación y la angustia. Al día siguiente vuelvo a<br />

la oficina, todos se extrañan de mi mal aspecto:<br />

—Te tenías que quedar en casa si no te encuentras<br />

bien— me dicen. Rosa también me ve preocupado y<br />

como ausente<br />

—¿Pero qué te pasa? —inquiere.<br />

A la mañana siguiente, me esfuerzo por recuperar<br />

la normalidad. Compro el periódico en el quiosco de<br />

siempre y me dirijo a la oficina en metro; ya en el vagón,<br />

sentado, leo el periódico como suelo hacer habitualmente.<br />

Primero ojeo la primera plana con las noticias más<br />

importantes, pero cuando llego a las páginas de sucesos,<br />

el diario se me cae de las manos, un sudor frío inunda<br />

mi cuerpo, porque la noticia me aterroriza: Muere una<br />

mujer de un disparo de rifle en la cabeza, frente al número<br />

17 en el Paseo del Pintor Alcaraz.<br />

¿Quién dijo que las armas no matan, que matan<br />

las personas?<br />

123


Cuentos de un pintor<br />

La hoja de higuera<br />

Soy Adán Schneider, el alemán, como me conocían<br />

por aquellos pueblos. Me encuentro en este<br />

apartamento de una maldita urbanización. Tengo<br />

entre mis manos un libro de Eva, mi mujer, se trata<br />

de la Biblia. La abro por el Génesis, donde puse,<br />

como señal, una hoja de higuera, ya un poco mustia<br />

por las semanas transcurridas; es una hoja grande, de<br />

un verde oscuro, satinada por la cara y surcada por<br />

nervios de verde más claro, casi amarillentos y que<br />

forman como una red en el envés. Esta hoja conserva<br />

su intenso olor, ese perfume que activa mi memoria y<br />

me trae tantos recuerdos.<br />

Leo en la página señalada que un ángel, con espada<br />

flamígera, expulsó a Adán y Eva del paraíso, y siento<br />

su profundo dolor, porque su dolor es mi dolor, su<br />

pena es mi pena y su angustia, al perder todo a lo que<br />

se adaptaron, es también mi angustia, que igual que a<br />

ellos a mí me han arrojado del paraíso.<br />

En mi caso no fue un ángel con espada flamígera,<br />

sino Ángel García, alcalde del pueblo y que, además,<br />

maneja una de las excavadoras.<br />

125


126<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

No sé si Adán se volvió furioso contra el ángel y<br />

tampoco sé si éste le contestaría:<br />

—No me diga nada que yo soy un mandado—<br />

como me dijeron a mí.<br />

Yo me hubiese revuelto, como un perro rabioso,<br />

contra el que manda al mandado, mordería sus manos,<br />

talaría a hachazos el árbol de la ciencia del bien y del<br />

mal y todos los árboles que se me antojasen, clavaría mis<br />

dientes en manzanas, peras y en todas las frutas prohibidas,<br />

porque la trasgresión reina en el corazón de los que<br />

no pertenecen al rebaño de los sumisos.<br />

De mi juventud preferiría no acordarme. Sus<br />

recuerdos me queman como una hoguera mal apagada;<br />

así quisiera olvidar mi afiliación sin convicción<br />

alguna a las juventudes hitlerianas, éramos los mejores<br />

y resultó que fuimos los malos, los peores. Luego la<br />

guerra, los bombardeos, la humillación al soportar la<br />

satisfacción y la jactancia de los vencedores; después<br />

mi trabajo en una gasolinera, el olor a gasoil, a gasolina,<br />

a mecánica, que junto con el ruido embota los<br />

sentidos; mis estudios por la noche y al fin la liberación<br />

de la maldita estación de servicio, cuando conseguí<br />

un puesto en la biblioteca. Mi vida transcurriría<br />

dedicada a los libros y a la erudición.<br />

Luego estaban las vacaciones, perfectamente<br />

organizadas; no importaba al país al que fuésemos,<br />

continuábamos con las mismas comidas, el mismo<br />

idioma y los mismos tenderetes donde vendían cosas<br />

absurdas para el rebaño turístico. Lo mejor de todos<br />

aquellos años fue hallar a Eva.


Cuentos de un pintor<br />

¿Cómo encontramos lo que yo llamo el paraíso?<br />

Creo que por pura casualidad. Estábamos hartos de<br />

tanta organización y rutina; quizás también porque<br />

no nos satisfacía el rumbo que tomaban nuestras vidas,<br />

que nos dejaba como un vacío, como una sed de<br />

algo distinto. Un día nos internamos por una región<br />

desconocida para el turismo: carreteras polvorientas,<br />

pueblos abandonados y el desierto... de pronto al<br />

salir de un desfiladero, el edén ante nuestros ojos;<br />

nos bajamos del coche, sentí la mano de Eva en mi<br />

mano, sus latidos y nuestra emoción compartida e<br />

intuí que aquel lugar cambiaría nuestras vidas. Contemplábamos<br />

un valle prolongado a lo largo del río,<br />

poco caudaloso; al fondo, lejanísima, la montaña de<br />

un azul transparente, como una utopía inalcanzable,<br />

coronada de nieve; a la izquierda la sierra caía casi a<br />

pico, mientras que a la derecha otra montaña lejana se<br />

iba degradando hasta formar un desierto de infinitas<br />

colinas, corroídas por la erosión y tan solo habitadas<br />

por el viento, surcadas de profundos barrancos, bajo<br />

un cielo implacable, hiriente de luz; contrastando con<br />

el desierto, en el valle prosperaba la exuberante vegetación<br />

. Al río le acompañaban fieles cañaverales y por<br />

las pendientes de la montaña se escalonaban bancales<br />

de parras, naranjos, huertos; dominando todo el paisaje<br />

un cortijo abandonado, casi en ruinas.<br />

Compramos el cortijo y sus tierras circundantes;<br />

nos dedicamos a reconstruirlo y a organizar nuestra<br />

nueva vida. Recuerdo que en los ratos de descanso,<br />

Eva, mi mujer, leía su Biblia, ahora por el párrafo en<br />

127


128<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

donde Adán en su recién estrenado edén, va poniendo<br />

nombre a todas las cosas: esto se llamará árbol, esto<br />

flor, a esto le llamaremos roca... Al no conocer apenas<br />

el nuevo idioma, fue emocionante para mí, como para<br />

Adán, el aprender el nombre de cada cosa.<br />

Para restaurar el cortijo, contraté a unos hombres<br />

del pueblo cercano, que además me ayudaron a enriquecer<br />

mi vocabulario; así aprendí lo que era acequia,<br />

caña, pita, azahar, roca, limonero, parra, y toda la variedad<br />

de plantas que crecía o se cultivaban en nuestro<br />

edén, y que constituirían nuestro sustento y recreo.<br />

También mis oídos despertaron a unos sonidos<br />

nuevos: el canto de los pájaros, el pío pío bullanguero<br />

de los gorriones en el alero, el canto del jilguero,<br />

alegre y divertido, el grito agudo del vencejo; el canto<br />

del mirlo, lejano y triste, en los atardeceres de un<br />

otoño de chopos amarillos, el ruido de la brisa entre<br />

los cañaverales, el murmullo del agua, el de la rana<br />

asustada al zambullirse en la charca. Por fin escuché<br />

en el fondo de silencio el leve rumor que producen<br />

al volar miles de insectos buscando su alimento entre<br />

las flores.<br />

Y como el perro que olfatea un rastro, aprendí a<br />

identificar las cosas por sus olores, olor a miel de los<br />

almendros en flor, el perfume amargo de las adelfas,<br />

el olor intenso de las higueras, el de la parra en flor,<br />

que perdurará en mi memoria o tal vez ¿no será ese<br />

perfume la memoria misma? Y cuando abría la compuerta<br />

de la acequia para regar los bancales: el olor a<br />

tierra mojada.


Cuentos de un pintor<br />

Algunas veces íbamos al desierto, que aquí llaman<br />

la solana, caminábamos por las ramblas, donde<br />

crece la adelfa, subíamos a los cerros y volvíamos<br />

con haces de tomillo que impregnaban con su olor<br />

toda la casa.<br />

Durante muchos años vivimos tranquilos, sosegadamente,<br />

renunciando quizás a las ventajas tecnológicas<br />

que ofrecen los nuevos tiempos, pero en cambio<br />

aprendimos técnicas y oficios que se han perdido;<br />

por ejemplo, lo referente al esparto, que proporcionó<br />

trabajo a mucha gente en esta región. El esparto crecía<br />

en aquellos montes. Cogíamos haces de esta planta y<br />

formábamos manojos bien atados, los sumergíamos<br />

en la alberca durante bastantes días, hasta que la corrupción<br />

destruía las partes duras; después, ya secos,<br />

los majábamos con un mazo de madera y el resultado<br />

era una fibra dúctil y suave con la que tranzábamos<br />

cuerdas de tres o de cinco ramales; hacíamos hondas<br />

para tirar piedras o cestos para la fruta, que de todo<br />

aprendimos.<br />

También aprendimos a podar, a injertar y a conocer<br />

las distintas plantas que crecían espontáneamente<br />

en la sierra, pero, sobre todo, a adaptarnos a los ciclos<br />

y al ritmo de la naturaleza; así cuando planté un ciruelo<br />

supe esperar años hasta tener en mis manos las<br />

oscuras ciruelas, envueltas en su polvo morado.<br />

En mi anterior vida, durante mis estudios y mi<br />

licenciatura en filosofía, yo creía que los libros lo enseñaban<br />

todo. Aquí, durante esos años, comprendí que<br />

sólo son como una sombra imprecisa de la realidad, y<br />

129


130<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

que la sabiduría la proporciona la vida y el gran libro<br />

que es la naturaleza.<br />

Creo que en las grandes ciudades, con la vida trepidante,<br />

la gente no piensa y eso les hace manejables<br />

como un rebaño de ovejas. Yo aquí, sentado bajo la<br />

parra o bajo la higuera, como en el jardín de Epicuro,<br />

medito y pienso mientras va cayendo la tarde, los<br />

montes se tiñen de violeta y el azul del cielo se torna<br />

en un añil oscuro, misterioso.<br />

Mi relación con los campesinos de estos lugares<br />

fue siempre buena, eran gente sencilla y amable.<br />

Como por aquí no llegó el turismo, yo era el primer<br />

extranjero que conocían y comprendí su curiosidad<br />

hacia mí y su incomprensión hacia mi forma de vivir.<br />

Para ellos constituía un honor invitarme a sus fiestas<br />

o a sus celebraciones, que casi siempre consistían en<br />

grandes comilonas.<br />

Recuerdo una vez que me invitaron a comer un<br />

cabrito en el campo. Era un día claro, de primavera;<br />

la naturaleza vibraba en su verde esplendor con la<br />

alegría de lo que nace de nuevo. Comimos el cabrito,<br />

bebimos de aquel vino recio y áspero que ellos<br />

mismos hacen. Yo me recosté en la hierba, reseca y<br />

olorosa y de pronto esa barrera infranqueable, entre<br />

el paisaje y yo, desapareció; por un instante fui monte,<br />

árbol, río, milano en su caligrafía azul, colina.<br />

Comprendí entonces la unidad de todo lo creado y<br />

por un momento sentí muy cerca lo divino. Después<br />

he pensado que aquél éxtasis fue obra del vino, bebido<br />

en abundancia.


Cuentos de un pintor<br />

Un día, aciago día, recibí una carta del ministerio<br />

de obras públicas; en ella se me comunicaba la<br />

expropiación de mis tierras para la construcción de<br />

una autopista. Abriría el valle al turismo, comunicaría<br />

los distintos pueblos, actualmente mal comunicados,<br />

aportaría riqueza y prosperidad; en fin mil razones<br />

para justificar tanta atrocidad.<br />

Guardé la adversa noticia dentro de mí, como un<br />

nido de venenosas serpientes, hasta que no pude más<br />

y se lo dije a Eva; sentí su mano en mi mano, esta vez<br />

empapada en lágrimas. Presentamos recursos, luchamos,<br />

pero todo fue inútil. Comprendí entonces que<br />

el hombre solo cuenta con dos paraísos: uno lo pierde<br />

al nacer y el otro al morir, lo gana.<br />

Una mañana se presentó Ángel García con las<br />

excavadoras; yo le increpé duramente:<br />

—A qué vienes, ángel caído, que a demonio no<br />

alcanzas, que a muerte sí, armado de guadaña en<br />

forma de excavadora, y dejas detrás de ti un rastro de<br />

escombros y desesperanza.<br />

Tuvimos que marcharnos, y no quise llevarme<br />

nada, ni la jarra de picos para refrescar el agua, ni la<br />

artesa donde se amasa el pan, ni las sillas de enea, ni<br />

el gorrión del alero, ni la furtiva cucaracha. Y como<br />

Adán que salió con una hoja de parra, yo me traje<br />

tan sólo esta hoja de higuera testigo y memoria de mi<br />

desgracia.<br />

131


Cuentos de un pintor<br />

El semaforo<br />

He dormido mal. Dos ideas contrapuestas, obediencia<br />

y rebeldía, invadieron mi cerebro, convirtiéndolo en<br />

campo de batalla, e impidiéndome conciliar el sueño.<br />

Por fin, ya de madrugada, como pájaro que escapa de la<br />

jaula, desaparecieron y me quedé tranquilo.<br />

Por la mañana, después de asearme y vestirme,<br />

bajo a desayunar aquí al lado, al bar donde suelo hacerlo<br />

casi siempre.<br />

Buenos días don Arcadio —me saluda Ricardo el<br />

camarero— ¿Lo de siempre?<br />

Lo de todos los días consiste en zumo de naranja,<br />

tostadas y café con leche.<br />

Le explico a Ricardo que me encuentro regular y<br />

que solo tomaré té. Después me acerco al semáforo para<br />

cruzar la amplia avenida; como está en rojo, espero unos<br />

segundos hasta que se pone en verde, en ese momento<br />

la gente cruza pero yo no lo hago.<br />

—¿Pasa usted? —me dice una señora.<br />

—No señora, no paso —le contesto.<br />

Y no cruzo porque no quiero que un estímulo<br />

exterior condicione mis decisiones. Quiero ser li-<br />

133


134<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

bre, no deseo obedecer a ese maldito aparato que<br />

nos dice cuando debemos cruzar o cuando no; por<br />

lo tanto, cruzaré cuando a mí me venga en gana,<br />

mientras permaneceré aquí quieto plantado como<br />

un árbol hasta que dentro de mí se resuelva esta<br />

duda: cruzar o no cruzar. Claro que, para ejercer<br />

mí libre albedrío, podría pasar con el semáforo en<br />

rojo, pero ahora pienso que ocurrirían dos cosas:<br />

primera, que me aplastase uno de estos vehículos<br />

que circulan a tan gran velocidad; la otra, que mí<br />

decisión sería tan solo una reacción contra la luz<br />

verde y no un acto de mi propia libertad; asi es que<br />

permanezco aquí quieto, inmóvil, siendo la atracción<br />

y la curiosidad de los transeúntes, que a veces<br />

me dicen:<br />

—Señor le ayudo a cruzar —o bien…<br />

—Señor ya está verde y puede usted pasar.<br />

Observo cómo la gente se mueve, circula, transita<br />

al ritmo y bajo el dictado de los guiños verdirrojos<br />

de estos aparatos que llamamos semáforos. Y como<br />

en mi cabeza los pensamientos hierven como en una<br />

olla a presión, se me ocurre imaginar ahora que el<br />

mundo entero se mueve también bajo las órdenes de<br />

unos semáforos más o menos simbólicos: tenemos<br />

por ejemplo a los tiranos que encienden la luz verde<br />

de sus semáforos, para que comiencen las más feroces<br />

represiones y una manada de asesinos crucen la calle<br />

que separa las aceras del bien y del mal. Digo manada,<br />

y debería decir rebaño de ovejas, porque si por lo menos<br />

fuesen manada de lobos, quizás tendrían el coraje


Cuentos de un pintor<br />

de decir ¡no mato! como yo digo ¡no cruzo! Pero los<br />

semáforos mandan y la gente se doblega en aras de la<br />

obediencia debida.<br />

Ya llevo muchas horas aquí con el cuerpo inmóvil<br />

y la mente agitada. Se acerca Ricardo, el camarero del<br />

bar y me dice:<br />

—Don Arcadio lleva usted mucho tiempo ahí ¿Le<br />

ocurre algo? ¿Llamo a su familia?<br />

Le explico que no me sucede nada, simplemente<br />

que no estoy a las ordenes de ningún maldito semáforo.<br />

—Como usted mande don Arcadio, yo solo quería<br />

ayudarle.<br />

Sigo en mi inmovilidad mientras pasan las horas,<br />

porque ya debe acercarse la hora del aperitivo, ya que<br />

el bar aquí a mi espalda se va llenando de clientes.<br />

Como es un bar elegante, en un barrio elegante, no<br />

huele a calamares ni a fritanga; aquí los señores toman<br />

güisqui o selectos vinos y canapés de salmón o caviar.<br />

Muchos salen a la puerta con el vaso en la mano y me<br />

miran con curiosidad. Siento sus cuchicheos:<br />

—Lleva así desde esta mañana... no sé que pretenderá...<br />

estará chiflado, deberíamos hacer algo...<br />

Pero yo sigo en mis trece, viendo como pasa el<br />

tiempo. Ya debe ser la hora de la siesta, porque disminuye<br />

el tráfico y desaparece la gente. Se me acerca otra<br />

vez Ricardo que me pregunta:<br />

—¿Don Arcadio, le traigo un caldito caliente y un<br />

canapé de salmón?<br />

—Hombre, eso no vendría mal ya que no afectará<br />

a mi duda existencial u ontológica.<br />

135


136<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

—Lo de existencial y ontológico no lo entiendo,<br />

me suena a chino, pero se toma usted el caldito, deja<br />

esas zarandajas y se marcha a su casa, que lleva usted<br />

muchas horas como un pasmarote.<br />

Después del caldito que tomo sin moverme de mi<br />

sitio, ni de mi postura, contemplo cómo va cayendo la<br />

tarde, cómo van cruzando por el semáforo señoras que<br />

acaban de recoger a sus niños del colegio, cómo la circulación<br />

se torna más intensa hasta degenerar en atasco.<br />

Poco a poco se van encendiendo las luces y los coches ya<br />

circulan con los faros encendidos. El bar se llena otra vez<br />

de gente, se oyen ruidos de copas, se forman otra vez los<br />

corrillos y otra vez soy el centro de su atención:<br />

—Sí, debe ser un perturbado... así desde esta<br />

mañana...<br />

Y por encima de estas voces la de Ricardo que<br />

habla por el móvil:<br />

—Sí, todo el día... vengan pronto ¿la dirección?<br />

Avenida del pintor Francisco Alcaraz 47, sí<br />

gracias...<br />

Al poco llega una ambulancia del Samur, aparca<br />

en la acera de enfrente y de ella descienden dos personas<br />

vestidas de uniformes reflectantes; se acercan a<br />

mí y me preguntan:<br />

—Vamos a ver, señor ¿qué le ocurre?<br />

Les explico que no me ocurre nada, simplemente<br />

que no quiero obedecer al semáforo, que me he cansado<br />

de ser sumiso y que como aquel otro que en el<br />

principio de los tiempos dijo ¡non servire! Yo digo ¡no<br />

cruzo!


Cuentos de un pintor<br />

—Pues tendrá que cruzar hasta la ambulancia,<br />

hágalo por las buenas... —me dicen.<br />

—De acuerdo, pero ustedes son testigos de que<br />

no claudico ante semáforo alguno.<br />

Cuando intento moverme tengo las piernas entumecida<br />

o con un calambre y son los sanitarios los que<br />

me introducen en la ambulancia. Me ponen algo en<br />

un dedo, me tienden en una camilla y uno de ellos le<br />

dice al conductor:<br />

—Pepe, tira para el siquiátrico.<br />

137


Cuentos de un pintor<br />

El anzuelo<br />

Sus ojos, redondos e inexpresivos, no denotaban<br />

nada, pero sus bocas…sus bocas que se abrían y cerraban<br />

de manera convulsa, rebelaban la tragedia de ser<br />

arrancados, violenta, dolorosamente, de un mundo,<br />

para ser arrojados a otro donde sobrevivían tan solo<br />

unos pocos segundos. Si aquellos peces tuviesen voz,<br />

sus gritos, sus alaridos apagarían el ruido de las olas.<br />

Por sus muchos años de afición a la pesca, o quizá<br />

también porque la rutina acaba apagándolo todo,<br />

Pedro Mendaña, contemplaba con indiferencia estas<br />

pequeñas agonías. Le dominaba la pasión por la pesca,<br />

como a otros les domina la pasión por los naipes o<br />

por las máquinas tragaperras. Unos y otros pocas veces<br />

quedan plenamente satisfechos de sus actuaciones<br />

y un fracaso les induce a insistir con más ahínco en<br />

la afición favorita. En el caso de Mendaña, a veces un<br />

cebo inacabado, el mar demasiado agitado o las aguas<br />

claras en exceso, se lo ponían difícil; cuando todos<br />

estos factores concurrían favorablemente, entonces,<br />

era la apoteosis. Volvía al pueblo con el cesto repleto<br />

de pescado, que repartía entre sus amigos. Porque a él<br />

139


140<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

no le importaba el pescado, lo que le apasionaba era<br />

ese instante, ese largo segundo, cuando el pez muerde<br />

el anzuelo y se produce en las oscuras aguas un relámpago<br />

de plata, después del cual un pez se retuerce en<br />

la cesta.<br />

Pedro Mendaña era bajito, renegrido por los aires<br />

del mar. A pesar de rondar los sesenta años, casi todos<br />

sus amigos y vecinos del pueblo aún le seguían llamando<br />

Mendañita. Para ellos el mar estaba ahí, pero<br />

lo ignoraban, miraban casi siempre tierra adentro.<br />

Algunas veces, oían el bramido de las olas en los días<br />

de tormenta, o soportaban las frecuentes brumas.<br />

Además, aquella costa era poco propicia a ser visitada.<br />

Lo impedían las continuas tormentas, los escollos, los<br />

oscuros acantilados, pero, sobre todo, la superstición<br />

de las gentes que veían poblados de monstruos los<br />

fondos marinos; monstruos malignos, desconocidos,<br />

cuya presencia vislumbraban en las oscuras profundidades,<br />

o agazapados y ocultos entre las algas que,<br />

movidas por las ondas, parecían ejecutar una siniestra<br />

danza. Y bien que se lo advertían:<br />

—Mendañita, hombre, no frecuentes esos parajes,<br />

mira que por allí hay una presencia, algo misterioso y<br />

malvado; mira que en esos lugares desapareció el tío<br />

Felipe, el Seis Dedos; sólo encontramos su caña y los<br />

aparejos de pesca. Por más que los rastreamos, nunca<br />

apareció su cadáver.<br />

—Las corrientes marinas —objetó Mendaña.<br />

—Que no, Mendañita, que no fue el primero que<br />

desapareció, que tu serás muy leído, tendrás muchos


Cuentos de un pintor<br />

libracos que tratan de todo lo que existe sobre la tierra,<br />

pero ¿acaso se conocen a esos seres que habitan<br />

los abismos de la mar?<br />

Mendaña hacía caso omiso de estas advertencias.<br />

Supersticiones de estas gentes ignorantes, se decía. Donde<br />

no alumbra la razón, reinan las sombras del miedo. Y<br />

continuaba pescando en los mismos lugares, sobre<br />

todo en lo que llamaban El Covachón, una enorme<br />

hendidura en el acantilado, una especie de gruta marina<br />

que alcanzaba una insondable profundidad. Este<br />

paraje le producía escalofríos. Se sentía atraído por ese<br />

misterio de las oscuras aguas y el temor que su razón<br />

no lograba disipar. Era por allí donde obtenía sus mejores<br />

capturas, quizá porque ningún otro pescador se<br />

atrevía a frecuentar aquellos lugares.<br />

Aquella tarde Mendaña se acercó al Covachón,<br />

provisto de sus aparejos de pesca. Era una tarde triste<br />

de otoño. Algo extraño flotaba en el ambiente. El<br />

ruido del mar entre las rocas de la gruta le recordaba<br />

el ronquido de las fieras cuando inician su ataque.<br />

Montó la caña, preparó sus aparejos. Con sus tijeras<br />

cortó unas sardinas para que le sirviesen de cebo;<br />

machacó después las cabezas y las mezcló con tierra,<br />

arrojándolas al agua. Contempló cómo iban hundiéndose<br />

en la oscura profundidad. Por fin puso un cebo<br />

en el anzuelo y con su caña lo lanzó al agua. Esperó<br />

pacientemente, como siempre hacía, hasta que notó<br />

el primer tirón.<br />

Están tocando el cebo, se dijo, y a continuación,<br />

sintió el tirón definitivo. En unos instantes sacó del<br />

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142<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

agua una hermosa lubina que se retorcía, pendiente<br />

del sedal como un destello. Se arrodilló para soltar<br />

el pez del anzuelo, y en ese preciso momento experimentó<br />

un terrible dolor en el hombro que le hizo<br />

lanzar un alarido. Al volverse, contempló horrorizado<br />

un enorme anzuelo clavado y un sedal tenso que tiraba<br />

de él hacia el fondo del abismo. Gritó, pidiendo<br />

socorro; trató de asirse a alguna roca, pero era arrastrado<br />

inexorablemente hacia las profundidades. Y<br />

en el último instante, en ese instante eterno, vivió la<br />

tragedia de ser arrancado, violenta, dolorosamente, de<br />

un mundo, para ser arrojado a otro donde sobreviviría<br />

tan solo unos segundos.


Cuentos de un pintor<br />

El intruso<br />

Tengo las manos manchadas de sangre, espesa<br />

y rojiza, porque he matado; cercené una vida<br />

pequeña, insignificante, pero al fin y al cabo, una<br />

vida. Nadie podrá decir que trasgredía norma o ley<br />

alguna, aunque yo sé que mancillé la más importante<br />

de todas: el no matarás. Todo por culpa de<br />

un intruso que puso en brega la paz y la armonía<br />

entre mi familia y, en consecuencia, también mi<br />

afición al campo, a las largas caminatas por estas<br />

tierras segovianas. Pero comencemos la historia por<br />

el principio.<br />

Soy escritor y dirijo una editorial, que no hay mayor<br />

ventura que el matrimonio entre afición y trabajo, aunque<br />

también, como en todas las parejas, hay sus malos<br />

ratos y escaramuzas. Ejemplo:<br />

Llega a mi despacho un desconocido novel que se<br />

cree un genio:<br />

—Que no señor, no puedo publicar su libro.<br />

—A ver por qué.<br />

—Pues porque no alcanza la calidad exigida.<br />

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144<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

Enemigo al canto. Y así en otro caso: que en la<br />

imprenta han cambiado el papel elegido, que no aparece<br />

el corrector de pruebas.<br />

Cuando llego a casa, otros conflictos domésticos<br />

me aguardan. Vivo en una casa amplia con mi mujer,<br />

mi suegra, las tres niñas, el chico, un perro y la criada,<br />

más una asistenta por horas.<br />

—Papá que no encuentro el DNI y no podré<br />

examinarme —gimotea la mayor.<br />

Por la mañana:<br />

—Clarita, hija, acaba ya en el baño.<br />

—Me estoy lavando el pelo, no querrás que vaya<br />

con la cabeza mojada a la Universidad, pasa al otro<br />

baño —me dice.<br />

El otro baño naturalmente está ocupado.<br />

En fin, que cuando llega el viernes, meto a toda la<br />

familia en el coche, para eso lo compré grande y capaz, y<br />

nos vamos al pueblecito de Segovia donde tengo un adosado;<br />

allí las chicas se marchan con sus amigas; el chico<br />

sale por las noches porque ya le di la llave; que esto de<br />

dar llave cada vez se hace a más temprana edad, y dentro<br />

de poco los bebés nos dirán:<br />

—Papá, ame a llave, el biberón y el chupete e vendé<br />

tarde.<br />

Al fin mi mujer y yo nos quedamos solos, nos sentamos<br />

en el jardín, leemos o hablamos de nuestras cosas.<br />

Esta tarde, después de comer me bajo al jardín y<br />

ellas se quedan dentro de casa. De pronto oigo gritar,<br />

subo alarmado y me encuentro a mi mujer y a las tres<br />

chicas subidas en el sofá, las espaldas contra la pared,


Cuentos de un pintor<br />

muy asustadas. Delante de ellas, en el suelo, un pequeño<br />

ratón de campo, atónito, posiblemente aterrado, que si<br />

por un casual pensase, se diría:<br />

—Estas cuatro están representado una escena de<br />

terror y la verdad, lo hacen bien.<br />

Al verme, el ratoncillo huye despavorido y se escabulle<br />

entre los muebles.<br />

Las protagonistas bajan del sofá y mi mujer me<br />

dice:<br />

—Antonio, ahora mismo recojo mis cosas y nos<br />

volvemos a Madrid, no resisto a este intruso en casa.<br />

—Pero mujer, si solo es un ratoncillo de campo<br />

—le replico.<br />

—Ni de campo ni de playa ni de lo que sea, yo<br />

no tolero a ese intruso, así que nos vamos y cierro el<br />

chalet hasta el verano.<br />

—Eso, nos vamos —repite la menor de las chicas.<br />

Conociendo a mi mujer como ya la conozco, sé<br />

que cumplirá su amenaza, y para añadir más leña al<br />

fuego pronostica:<br />

—Pronto ese ratón traerá una compañera y ya<br />

verás tú lo que es bueno.<br />

—Si sólo es un ratoncillo, si sólo es una cría demasiado<br />

joven para reproducirse —le explico.<br />

—Papá, que tú no entiendes de animales —me<br />

dice una de las chicas, la que comenzó biología.<br />

Y la otra, que estudia ciencias exactas, matemáticas,<br />

vamos, me aclara:<br />

—Los ratones se multiplican en progresión<br />

geométrica y... —calcula mentalmente—, dentro<br />

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146<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

de un año tendremos en casa catorce mil seiscientos<br />

veinte ratones.<br />

—¡Joder con los ratones! —grito yo desesperado.<br />

—¡Antonio! —exclama mi mujer —no seas grosero<br />

y no digas tacos delante de las chicas.<br />

—Pero si son ellas las que me han enseñado<br />

—contesto.<br />

Al fin y después de muchos tira y afloja, y empleando<br />

a fondo mis mejores dotes de negociador,<br />

llegamos a un acuerdo: tengo de plazo hasta el día<br />

siguiente para solucionar el problema.<br />

Como las grandes decisiones se adoptan mejor andando,<br />

me marcho por el camino de tierra, bordeado de<br />

chopos, que en esta tarde de otoño parecen encendidas<br />

llamas. Huele a humo de hojas secas, alguien quemará<br />

en su jardín las hojas caídas. Flota en el ambiente una<br />

dulce melancolía, y desde el pinar llega monótono el<br />

canto del cuco mientras un sol perezoso pugna por ocultarse.<br />

Camino preocupado por el conflicto que ha creado<br />

el ratoncillo o el empecinamiento de mi familia. Sé que<br />

si no resuelvo este asunto, peligrarán, por ahora, nuestras<br />

marchas de pueblo en pueblo, bastón en mano y mochila<br />

a la espalda. Recuerdo con nostalgia mis andanzas<br />

por estos campos hasta rematar en Pedraza, después de<br />

varias etapas; entonces recorrí sus llanuras, interrumpidas<br />

por lomas y altozanos salpicados de sabinas, sus franjas<br />

horizontales de barbechos, sus rastrojeras amarillas, sus<br />

manchas de oscuros pinos, de pardas encinas, y mirando<br />

al fondo, muy lejos, la cinta azul de distancia de la sierra;<br />

y allá arriba desde el pueblo, se nos ofreció un horizonte


Cuentos de un pintor<br />

tan amplio que colmaba el ansia de libertad de nuestro<br />

espíritu.<br />

Dejo mis recuerdos y al fin tomo una decisión:<br />

me dirijo al pueblo, a la tienda del Eutropio. Es uno<br />

de esos comercios de pueblo donde venden de todo:<br />

camisas, transistores, tijeras de podar, embutidos;<br />

también es bar o restaurante. Señalo una ratonera<br />

que tienen colgada y le pido al Eutropio que la baje,<br />

porque la compro, y él me pregunta con sorna:<br />

—¿Va usted de caza, Don Antonio? Porque aquí<br />

sabemos que usted odia la caza y el matar a los bichos.<br />

—Pues es la pura verdad —reconozco.<br />

—Pero bien que se relame con las perdices que<br />

aquí preparamos —me contesta.<br />

Y es que esas perdices con su gusto montaraz y<br />

salvaje... El Eutropio vuelve a la carga.<br />

—¿Y del cochinillo qué? Porque a usted le pirra<br />

el cochinillo de estas tierras, recién asado en horno de<br />

leña, con su piel dorada y crujiente. Es que, Don Antonio,<br />

a la hora del yantar tiene usted un saque ¡qué<br />

saque!; la semana pasada se zampó usted una fuente<br />

de setas... de esas cogidas en estos montes. Después<br />

se metió entre pecho y espalda una pierna de cordero<br />

recental, que vaya pierna, y ya como postre y remate,<br />

doble ración de ponche segoviano. Y eso que se dedica<br />

a un oficio tan flojo y delicado como el de la escritura,<br />

que si por un casual fuese usted gabarrero, de aquellos<br />

que antiguamente bajaban los troncos del monte,<br />

pues nos arruina, Don Antonio, nos arruina. Así es<br />

que siga dándole a la pluma.<br />

147


148<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

Yo le explico al Eutropio:<br />

—De la pluma ya nada, ahora se escribe con el<br />

ordenador.<br />

A continuación le pregunto si tiene queso.<br />

—Hombre, Don Antonio, para usted tengo cosa<br />

buena, me queda medio queso de oveja, curado como<br />

a usted le gusta.<br />

—Pues me lo llevo —le digo.<br />

—Pero Don Antonio, no irá usted a poner el<br />

medio queso de cebo, ni que fuese a capturar un tigre<br />

—me advierte el tendero.<br />

—Pondré sólo unos trocitos, y el otro me lo<br />

como yo tan ricamente —<br />

Y pienso que, ya que me convertiré en asesino,<br />

por lo menos gozaré de alguna compensación, porque<br />

para mí un buen queso es la apoteosis de la leche,<br />

como su sublimación, y si va acompañado de un<br />

buen Rivera del Duero, pues no digamos más, que lo<br />

del matar, aunque sea a un pequeño animal, no me<br />

produce ninguna satisfacción ni placer alguno, como<br />

les reporta a los asesinos en serie que salen en la tele.<br />

Yo lo hago por pura necesidad.<br />

Con la ratonera bien disimulada y el queso, regreso<br />

a casa. Ya por la noche, cuando se han acostado<br />

todos, preparo la trampa con sus trocitos de queso y<br />

la coloco en lugar estratégico, después me acuesto y<br />

pronto duermo.<br />

Tengo una pesadilla horrible: sueño con el Doctor<br />

Guillotin y su siniestro invento. Vivo ese eterno y terrible<br />

segundo, cuando el reo oye caer la cuchilla; me


Cuentos de un pintor<br />

despierto angustiado, empapado en sudor frío y trato de<br />

olvidar a ese enorme ratón, que en el sueño, pulsa el resorte<br />

para que caiga la cuchilla que seccionará mi cuello.<br />

A la mañana siguiente, me levanto muy temprano,<br />

me aseo, me visto, y busco la ratonera. ¡El pobre bicho<br />

ha caído! Asoma medio cuerpo fuera, las patitas de atrás<br />

rosadas, casi transparentes, el rabito tieso. Ha debido<br />

caer no hace mucho porque al sacarlo un hilillo de<br />

sangre me mancha el dedo. Lo cojo por el rabo y me<br />

marcho con él al campo, hacia los robles, donde quiero<br />

darle, si no cristiana, por lo menos decente sepultura.<br />

Que en mis libros sobre ecología y naturaleza siempre<br />

reivindiqué la vuelta a la madre tierra.<br />

Hace una mañana triste y fría, propia para un<br />

sepelio. Me veo con la Señora Rosa, la frutera, que a<br />

esta temprana hora descarga su mercancía.<br />

—Jesús, María y José, lo que lleva usted ahí, Don<br />

Antonio, si se lo echa a mi gato lo engulle en un santiamén<br />

—me dice.<br />

Nunca, pienso yo, nunca mi pobre víctima acabará<br />

en el estómago de un gato.<br />

Cuando llego a los robles de hojas rojizas ,excavo<br />

con la ayuda de un trozo de rama, un pequeño nicho.<br />

Deposito al ratoncillo, el intruso; lo cubro de tierra,<br />

después con hojas secas y me marcho.<br />

Yo, que no rezo casi nunca, me sorprendo musitando<br />

una oración: Señor, acoge en tu seno esta pequeña<br />

vida, también hijo tuyo, y dale la dicha de gozar de la<br />

gloria... y me callo, porque si no sé cómo es nuestra gloria,<br />

cómo voy a saber en qué consiste la de los ratones,<br />

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150<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

aunque pienso que quizás sea como un paraíso lleno de<br />

quesos y exento de gatos. Es posible que alguien piense<br />

que soy un histérico o que carezco de una adecuada<br />

escala de valores, pero a mí este hecho tan mínimo de la<br />

muerte del intruso me deja triste.<br />

Tomo el camino de vuelta a casa, las manos en<br />

los bolsillos, con los pies voy apartando las hojas secas;<br />

cuando llego, están todos desayunados, crepita<br />

el fuego en la chimenea, donde arden los troncos de<br />

encina; el café y el pan recién tostado esparcen su aroma<br />

matutino. Sobre la larga mesa, las mermeladas, la<br />

mantequilla, el queso, los fruteros con naranjas. Todos<br />

hablan de sus cosas, del buen tiempo, de este otoño<br />

tibio, ideal para las setas; charlan también de los exámenes,<br />

de las notas, y nadie se acuerda ya del pobre<br />

ratoncillo ni del conflicto que creó. Ya ni siquiera me<br />

preguntan cómo resolví el problema. Todo olvidado<br />

—Sic transit gloria mundi —digo yo en voz alta, a lo<br />

que responde una de las chicas:<br />

—Papá, no nos vengas ahora con latinajos.


Cuentos de un pintor<br />

Un vampiro en el clínico<br />

Soy vampiro y a mucha honra, porque ya es hora<br />

de que a este colectivo, tan denigrado, se le devuelva<br />

su dignidad y ocupe el lugar que le corresponde en la<br />

sociedad, como ocurrió con gays y lesbianas.<br />

Todo sucedió durante mi viaje turístico a<br />

Transilvania, en el que iba bien protegido contra<br />

los vampiros: crucifijo y ristra de ajos. Pero ¿quién<br />

me diría que aquella transilvana, de extraordinaria<br />

belleza, era una vampiresa encubierta y que en<br />

un arrebato de pasión clavaría sus dientes en mi<br />

garganta, convirtiéndome en vampiro para toda<br />

la eternidad y obligándome a disimular esta nueva<br />

condición mía?<br />

He tenido la gran suerte de trabajar en el Hospital<br />

Clínico, en hematología y era el encargado de<br />

las extracciones para los análisis de sangre, vamos, un<br />

chollo para un vampiro.<br />

Voy siempre con mis agujas, mis jeringas... y con<br />

qué fruición pincho en las venas azuladas y succiono<br />

la preciada sangre, roja, oscura hasta llenar la enorme<br />

jeringa. Algunos pacientes me dicen:<br />

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152<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

—¿Para qué tanta sangre? Y yo les contesto:<br />

—Querido amigo, yo solo soy un mandado, es el<br />

doctor el que manda y ordena!<br />

¡Mentira! Porque para el análisis con unas gotas<br />

basta, lo demás, para mi personal deleite.<br />

Trabajo en el turno de noche, el más conveniente<br />

para mi condición de vampiro, pero también<br />

lo hago durante el día, aunque sea forzando<br />

mi natural inclinación nocturna. Presto mi ayuda<br />

y colaboración en todos los departamentos:<br />

—Por favor Serafín, que estamos desbordados,<br />

échanos una mano.<br />

Y y allá acude Serafín, que este es mi nombre,<br />

a sacar sangre.<br />

—Serafín que hubo un grave accidente.— Y<br />

allá va Serafín, y así todos los días. Pero yo contento<br />

y alegre, porque no hay mejor cosa que trabajar<br />

en lo que a uno más le gusta, que en mi caso es la<br />

sangre.<br />

Cuando no hay mucho trabajo, alterno con el<br />

personal sanitario, médicos, enfermeras, auxiliares, a<br />

los que admiro por la dedicación, la simpatía y el cariño<br />

con que tratan a los pacientes y cómo estando tan<br />

cerca del dolor humano, son capaces de conservar la<br />

alegría. Otras veces recorro los pasillos, sumergido en<br />

esa penumbra amarillenta de los hospitales. Son pasillos<br />

interminables, con puertas a ambos lados, donde<br />

se ocultan quejidos o un llanto contenido. Este es mi<br />

ambiente, este es mi reino. Pero todo se acaba, porque<br />

me llama el Director Gerente a su despacho y me dice:


Cuentos de un pintor<br />

—Serafín estamos muy satisfechos de su trabajo,<br />

de su abnegación, de su entrega, por ello tengo dos<br />

buenas noticias para usted: la primera, hemos solicitado<br />

la medalla del trabajo para premiar su comportamiento.<br />

La segunda, esta institución adquiere una<br />

máquina electrónica para los análisis y ya no son necesarias<br />

las extracciones. Hemos acordado, dada su valía,<br />

dedicarlo a un programa estrella de investigación: las<br />

virtudes curativas del ajo.<br />

¡Nooo! Grito desesperado, porque estos señores<br />

ignoran que trabajar con ajos es lo más horrible que<br />

puede ocurrirle a un vampiro.<br />

153


Cuentos de un pintor<br />

Supermán<br />

Fortuna es veleidosa en la distribución de sus<br />

dones y prebendas, así unos son agraciados y otros<br />

sufren notables carencias. Este fue el caso del Paquito,<br />

que ya nació corto de una pierna y menguado de inteligencia.<br />

Era hijo de doña Rufina, la maestra.<br />

Doña Rufina tuvo que enfrentarse a dos poderosos<br />

enemigos: su temprana viudedad y las cortas luces<br />

de su único hijo.<br />

Vivían en el barrio de Entrecaminos, suburbio de la<br />

gran ciudad. Los terrenos que hoy ocupa este barrio, en<br />

un principio fueron huertas, después chabolas que lograron<br />

derrotar a lechugas, pimientos, cebollas o tomates;<br />

las chabolas, a su vez, fueron sustituidas por humildes<br />

casas y en época más reciente, éstas por grandes bloques<br />

de viviendas; también se dotó al barrio de supermercado,<br />

ambulatorio y un grupo escolar, donde enseñaba o<br />

intentaba enseñar doña Rufina. Se pobló el barrio de<br />

nuevas gentes, que abandonaban sus hogares al amanecer<br />

y volvían a ellos con las sombras de la noche, como<br />

esos pájaros que buscan amparo y cobijo entre las ramas<br />

de los árboles cuando se oculta el sol.<br />

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156<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

La infancia de Paquito fue desgraciada: sufrió el<br />

acoso y la burla de los demás niños, que por no padecer<br />

en sus tempranas vidas el zarpazo del dolor, solían<br />

ser crueles. Ya de mayor tampoco mejoró su sino,<br />

por su pierna más corta, al caminar, parecía iniciar<br />

un paso de baile, de aquel mambo que en esos años<br />

estaba tan de moda y algún mal intencionado, que<br />

siempre los hay, le endosó el mote o apodo del Rey<br />

del Mambo, que fue para él como cilicio que laceraba<br />

su carne, ya que la chiquillería del barrio gritaban a su<br />

paso: ¡mambo! y Paquito corría tras ellos soltando por<br />

su boca todos los improperios e insultos que la calle<br />

le enseñó. Así iban las cosas hasta que don Rosendo,<br />

el director del grupo escolar, lo llamó a su despacho<br />

y le dijo:<br />

—Mira Paquito, cuando te griten mambo, tú ni<br />

caso, ni puto caso, tú los oyes como quien oye llover.<br />

Y Paquito que era de natural sumiso y obediente,<br />

puso en práctica este consejo y santa medicina,<br />

al cabo de algún tiempo nadie volvió a gritarle<br />

mambo.<br />

Doña Rufina enseñó a su hijo a leer y malamente<br />

a escribir, que a veces los garabatos del Paquito eran<br />

ilegibles; algo de las cuatro reglas pudo meterle en el<br />

caletre, pero no pudo conseguir para él colocación<br />

alguna que le permitiera ganarse el sustento.<br />

Paquito a sus treinta años, con una mente infantil,<br />

tan solo pensaba en los tebeos y vivía con apasionamiento<br />

las aventuras y peripecias del Guerrero del<br />

Antifaz, de Flash Gordon o del Capitán Trueno. Su


Cuentos de un pintor<br />

exaltación llegó al máximo cuando vio a Supermán en<br />

el cine, desde entonces fue su héroe y su guía.<br />

—Madre, no sabes lo bueno que es Supermán,<br />

es más bueno que don Rosendo y hace cosas más<br />

importantes, yo, madre, quiero ser Supermán —<br />

dijo Paquito.<br />

—Pero hijo, no te das cuenta que se trata de una<br />

película, de un cuento y que todo eso no es verdad.<br />

—¡Pues tiene que ser verdad! —Gritó Paquito<br />

irritado y añadió— Mañana volveré al cine porque<br />

tengo que aprender del Supermán ese.<br />

—Yo a punto de jubilarme y tu gastándote el dinero<br />

en el cine —le contestó su madre.<br />

Al domingo siguiente, Paquito acompañó a don<br />

Rosendo al Rastro y allí quedó entusiasmado, contemplando<br />

un traje de Supermán que se mostraba en<br />

una tienda de disfraces.<br />

—Don Rosendo, quisiera comprarme ese traje,<br />

¿verdad que con él parecería Supermán?<br />

—Déjate de chorradas y no malgastes el dinerillo<br />

que te da tu madre —le dijo don Rosendo.<br />

—Pero si yo gano algo porque me hicieron contable<br />

en el súper.<br />

—Si no sabes multiplicar por tres cifras cómo vas<br />

a llevar una contabilidad.<br />

—Que sí, que por la mañana cuento las cajas de<br />

leche o de zumos y lo apunto en una libreta y si las<br />

cuento, pues soy contable.<br />

Don Rosendo no quiso quitarle la ilusión de sentirse<br />

importante y con respecto a la compra del traje<br />

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158<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

de Supermán, pensó que sería un capricho pasajero<br />

y que pronto lo olvidaría; en eso se equivocó, pues<br />

al día siguiente Paquito adquirió el traje o más bien<br />

disfraz, que para eso lo exhibían en la tienda.<br />

—Pero hijo, no pretenderás ponerte eso, porque<br />

se reirán de ti —le dijo su madre cuando vio el disfraz.<br />

—Si hago el bien como Supermán, nadie se burlará<br />

de mi —le replicó Paquito.<br />

—Señor, señor, qué cruz arrastro con este hijo<br />

—se quejó la madre.<br />

Y efectivamente, al día siguiente Paquito se vistió<br />

de Supermán y se fue a la calle.<br />

—Mira, mira, ese se creyó que estamos en carnaval;<br />

que no, que debe ser un truco publicitario decían<br />

algunos, y quienes lo conocían exclamaban:<br />

—Si es el Paquito, el hijo de la maestra.<br />

Y a todos les extrañaba aquel Supermán patizambo,<br />

con pinta de poco avispado, vamos, un Supermán<br />

de tercera. Pero nadie se burló de él. Desde entonces<br />

Paquito se dedicó a hacer el bien, que para un Supermán<br />

verdadero sería evitar el choque de dos trenes o<br />

el impacto de un meteorito contra la Tierra y que para<br />

Paquito, aprendiz de Supermán, consistía en ayudar<br />

a la señora Encarna a subir el carro de la compra a su<br />

cuarto piso sin ascensor, o a sacar el perro del señor<br />

Lucas o a recoger del colegio a los niños de alguna<br />

ama de casa muy atareada; así todos recurría al Supermán<br />

del barrio que cada vez se hacía más popular, que<br />

hasta salió en la tele: el Supermán de Entrecaminos.


Cuentos de un pintor<br />

Fue por entonces cuando al cruzar la autopista,<br />

murió atropellada la Soraya, hija de la limpiadora del<br />

ambulatorio. Es que esa autovía aislaba al barrio y lo<br />

separaba de la zona sur de la ciudad; sus habitantes<br />

recorrían tres kilómetros para encontrar una pasarela,<br />

o se arriesgaban a jugarse la vida cruzando por donde<br />

no debían.<br />

Aquel suceso conmocionó al barrio, la gente se<br />

lanzó a la calle y por fin acordaron celebrar una asamblea;<br />

para ello don Rosendo cedió una de las aulas de<br />

grupo escolar. Presidió dicha reunión el padre de la<br />

joven muerta, don Rosendo y el párroco de la iglesia.<br />

Dieron la palabra al señor Joaquín, maestro de obras,<br />

quien explicó la urgencia de una pasarela; después<br />

intervino la tía Enriqueta, la de la frutería, sacó una<br />

página de una revista y dijo:<br />

—Yo quiero una pasarela como ésta.<br />

—Pero señora, si ese es el Golden Gate de San<br />

Francisco —le replicó el párroco.<br />

—Pues nosotros no vamos a ser menos.<br />

Después alguien pidió que hablase la mujer del<br />

Serafín y ésta que era brava y quisquillosa, se levantó<br />

airada y gritó:<br />

—Qué leche es esa de mujer del Serafín, ¡señora<br />

de don Serafín, que ya estoy hasta el moño de menosprecios,<br />

y en cuanto a la pasarela, que la hagan como<br />

les salga de los tales pero que esté pronto!<br />

Después intervinieron otros de los reunidos, afortunadamente<br />

con mejores modales, y por fin llegaron<br />

a la pregunta crucial: ¿cómo conseguir que hiciesen<br />

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Luis Cañadas Fernández<br />

la pasarela? Y la respuesta fue unánime ¡cortando la<br />

autopista! ¿Pero cómo y cuándo? Ahí cada uno dio<br />

su opinión, algunas contradictorias, otras demasiado<br />

violentas, todos querían que prevaleciese la suya, por<br />

fin acordaron que el próximo domingo cortarían la<br />

autopista. Alguien, viendo a Paquito vestido de Supermán,<br />

gritó: ¡Supermán, haz tú la pasarela, que se vean<br />

tus poderes! Y el Paquito, que no entendía de ironías,<br />

contestó muy serio:<br />

—A lo mejor por mí se construye la pasarela.<br />

Años después, los que aún se acordaban del Supermán<br />

de Entrecaminos, encontraron un sentido<br />

profético en aquellas palabras.<br />

Y llegó el día señalado para el corte de la autopista.<br />

El día antes don Rosendo le pidió al Paquito<br />

que se quedase en casa:<br />

—Mira, Paquito, esto es demasiado serio y peligroso,<br />

sería mejor que qué no vinieses<br />

Pero Paquito, tozudo, fue de los primeros en<br />

acudir a la autopista, y allí estaba, con su traje de<br />

Supermán, destacando entre la gente que acudió<br />

con muebles viejos, cajas de cartón y todo lo que<br />

encontró a mano para impedir el tránsito de vehículos,<br />

aunque todos aquellos trastos resultaban<br />

insuficientes; los coches seguían circulando, sorteaban<br />

los obstáculos, o los embestían y los mandaban<br />

lejos. Era como una riada, como un torrente<br />

incontenible.<br />

Fue entonces cuando el Supermán de Entrecaminos,<br />

antes de que nadie pudiese impedirlo, se lanzó en


Cuentos de un pintor<br />

medio de la autopista para detener el tráfico ¿Se creyó<br />

con poderes para ello? Nadie lo supo porque el primer<br />

coche lo sorteó y su conductor gritó:<br />

—¡Apártate fantoche que no estamos en carnaval!<br />

El vehículo siguiente no pudo esquivarlo y se lo<br />

llevó por delante; se oyó un golpe sordo y Supermán<br />

fue lanzado quince o veinte metros más allá. Cuando<br />

la gente acudió, ya estaba muerto y aquello fue la<br />

chispa que provocó el incendio o más bien la mecha<br />

para la explosión, porque fue una verdadera explosión<br />

de odio, de rencor, de rencor acumulado durante<br />

muchos años, contra unas autoridades que jamás<br />

arriesgaron sus vidas al cruzar una autopista, que<br />

llenaron los pasos de peatones de unos pivotes donde<br />

los viandantes se partían las piernas o colocaban unas<br />

pantallas transparentes en las que se aplastaban las narices<br />

quienes no gozaban de excelente agudeza visual,<br />

y todo ello porque siempre fueron autoridad, hijos de<br />

autoridad y nietos de autoridad, nunca un hombre<br />

cualquiera, uno de esos ancianos torpes y desvalidos,<br />

que deambulan por la ciudad, convertida en peligrosa<br />

selva virgen.<br />

A los gritos de: ¡han matado al Supermán de Entrecaminos!<br />

¡Que su muerte no sea en vano! Se desató<br />

una ola de extremada violencia.<br />

Contenedores quemados, neumáticos ardiendo en<br />

medio de la autopista, cabinas destrozadas, escaparates<br />

rotos, los antidisturbios, carreras, pelotas de goma,<br />

heridos y al otro lado de la autovía, ya en la zona elegante<br />

de la ciudad, aún peor, porque el vendaval de<br />

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Luis Cañadas Fernández<br />

odio y violencia, dejaba un saldo de lujosas tiendas<br />

saqueadas y coches convertidos en pavesas. Esta ola de<br />

terror y venganza no cesó hasta que el propio alcalde<br />

en persona prometió solemnemente que en un año<br />

tendrían una nueva pasarela; y así, poco a poco, se fue<br />

calmando todo como se calman las olas de los mares<br />

o los vientos después de la tempestad, y solo quedó el<br />

recuerdo, la vergüenza de un pobre Supermán tendido,<br />

muerto sobre el asfalto.<br />

Han transcurrido casi dos años desde aquel luctuoso<br />

suceso. Don Rosendo cruza la autopista por<br />

la pasarela nueva y allí se encuentra con Serafín el<br />

fontanero.<br />

—Hombre, Serafín, cuánto tiempo sin verte.<br />

—Es que tengo una tienda de cuartos de baño y<br />

fontanería, en la plaza del pintor Alcaraz, al otro lado<br />

de la autopista, que gracias a esta nueva pasarela en<br />

un santiamén estoy en mi casa, sin jugarme la vida<br />

como antes y todo, joder, por la muerte del Paquito y<br />

por el lío tan tremendo que se armó, que si no es por<br />

el Supermán aún estaríamos sin pasarela; porque yo<br />

creo, don Rosendo, que el Paquito era un Supermán<br />

de verdad.


Cuentos de un pintor<br />

Todo el mundo engorda, menos yo<br />

Soy delgado, extremadamente delgado; he ido<br />

viendo como mis compañeros de bachillerato y después<br />

de universidad engordaban, redondeaban sus cuerpos,<br />

echaban barriga, mofletes o papada, y yo seguía como un<br />

espárrago. ¿Sobrealimentación? Un fracaso, ¿Vitaminas?<br />

Otro fracaso. ¿Especialistas en dietética? Fracaso aún mayor.<br />

Pasé por las mejores clínicas, Montesol, Montealto,<br />

clínica Mayo...y nada, hasta que al cumplir los cincuenta<br />

años me dije: a la puñeta este problema, me acepto tal<br />

cual soy, como me aceptaron mis numerosísimos lectores<br />

y mis incondicionales admiradores y admiradoras, que<br />

los tengo en los cinco continentes.<br />

Os relataré mi aventura relacionada con la imposibilidad<br />

de aumentar de peso.<br />

Todo el mundo conoce mis dos grandes aficiones:<br />

la zoología y la antropología; a ellas dediqué parte de<br />

mi cuantiosa fortuna y muchas horas de mi vida; en<br />

ellas, sin ser un científico, acumulé profundos conocimientos<br />

y realicé no pocos descubrimientos.<br />

En esta ocasión se trataba de estudiar a una tribu<br />

de pigmeos que habitan en la más remota e intrincada<br />

163


164<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

selva africana. El acceso a esa zona es complicado y<br />

peligroso, ya que es necesario atravesar el territorio de<br />

otra tribu aislada y reacia a todo contacto con la civilización<br />

y que se creé que practican aún el canibalismo.<br />

Viajar a la selva africana significa enfrentarse a la<br />

malaria, a los mosquitos, a las serpientes venenosas,<br />

a las sanguijuelas, a las hormigas, a un calor y a una<br />

humedad insoportables. Yo todo eso lo aguanto con<br />

tal de hacer aquello que me satisface; así es que organizé<br />

un safari para llegar cerca de la región elegida.<br />

Para ello, lo primero: un buen guía y tuve suerte<br />

contratando los servicios del mejor . Se llama Bongo<br />

y tiene las siguientes buenas cualidades: es inteligente,<br />

servicial, habla todos los dialectos y conoce la selva<br />

como la palma de su mano. Sus defectos: algunas veces<br />

le da por usar los verbos en infinitivo, sobre todo<br />

cuando tiene miedo, porque es miedoso, tiene miedo<br />

de la oscuridad, de las fieras, de los otros negros y de<br />

las gallinas. A mi me llama Buana, que en la jerga de<br />

su tribu quiere decir señor.<br />

Salimos en jeep hacia la región que me interesa,<br />

después contrato porteadores para que lleven nuestras<br />

pertenencias, cuando no podamos seguir en los<br />

coches. Llevamos ya quince días de fatigosa marcha,<br />

y mis porteadores se niegan a seguir: dicen que hemos<br />

llegado al territorio de los Lamburus, que matan<br />

a quienes penetran en él y devoran a los blancos. A<br />

si es que seguimos el guía y yo solos, con lo más indispensable:<br />

dos tiendas individuales, mis cámaras,<br />

las grabadoras y algo de comida, con lo cual vamos


Cuentos de un pintor<br />

excesivamente cargados. Podríamos dar un rodeo<br />

para no atravesar ese maldito territorio, pero ello nos<br />

prolongaría la marcha por lo menos tres semanas más.<br />

La primera noche montamos las tiendas en un<br />

claro de la selva, y me dormí rápidamente quizás por<br />

el cansancio; al poco me despierta Bongo, mi guía,<br />

que dice:<br />

—Buana, Bongo tener miedo, Bongo dormir<br />

contigo.<br />

—¡Ni hablar! —grito yo enfurecido—. Ni que<br />

tuvieses cinco añitos.<br />

En fin continuamos la marcha durante varios<br />

días, deseando salir pronto de este territorio peligroso.<br />

Pero una mañana me despiertan los gritos de Bongo,<br />

salgo de la tienda y me encuentro rodeado por los<br />

temibles Lamburus, que amenazan con sus afiladas<br />

lanzas; nos atan con cuerdas por el cuello, como si<br />

fuésemos ganado, y nos conducen hasta su poblado.<br />

Allí nos amarran a unos postes con unas cuerdas<br />

largas para que podamos movernos y nos dejan tranquilos.<br />

Bongo gimotea y tiembla como un poseso; se<br />

acercan unos niños, que se ponen a jugar con nosotros,<br />

son barrigudos y con cabezas enormes, nos dan<br />

palmadas y se ríen, corren a nuestro alrededor. Le<br />

digo a Bongo, para tranquilizarle, que cuando dejan<br />

jugar a los niños con nosotros es muy buena señal y<br />

creo que nos dejarán marchar; Bongo se tranquiliza,<br />

pero al poco aparecen unas mujeres que gritan a los<br />

niños; al oír esos gritos Bongo se altera de nuevo y<br />

llora con mas desesperación.<br />

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166<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

—¿Qué dicen esas mujeres? —le pregunto a Bongo—<br />

y él entre gimoteos me contesta:<br />

—Negras decir a los niños que no jugar con cosas<br />

de comer.<br />

Mi guía sigue imposible; entre sus defectos está el<br />

pesimismo, porque me dice:<br />

—Buana los Lamburus a ti comer y a mí matar.<br />

—¿Por que esas distinciones? —pregunto.<br />

—Porque los Lamburu decir “negro que come<br />

negro, ser comida de tonto”.<br />

Yo le explico que nosotros decimos algo parecido:<br />

“pan con pan comida de tontos ”.<br />

Por la tarde viene toda la tribu, al frente el que<br />

parece ser su jefe, acompañado del curandero o brujo<br />

del poblado. El jefe se acerca a mí, me toca y palpa<br />

mis escasas mollas, después se dirige al grupo, con<br />

palabras que no entiendo.<br />

—¿Qué dice? —Le pregunto a Bongo:<br />

—Buana él dice que estas muy delgado y que es<br />

necesario engordarte durante dos o tres meses antes de<br />

celebrar gran fiesta con banquete para comerte.<br />

Ante tal noticia yo estuve riendo un rato, con<br />

gran extrañeza de mi buen Bongo y de la concurrencia.<br />

Yo sabía, que lo que no consiguió mi cuantiosa<br />

fortuna, ni la clínica Mayo ni los mejores dietólogos<br />

del mundo, no lo lograrían estos pobres salvajes; así<br />

es que permanezco tranquilo.<br />

Al día siguiente comenzaron a cebarme: al clarear<br />

el día salen unos guerreros, armados de las inseparables<br />

lanzas, en busca de comida: regresan con


Cuentos de un pintor<br />

una gacela y con abundantes frutas y tubérculos que<br />

encuentran en la selva. Como pierna de gacela asada,<br />

acompañada de una especie de boniatos asados en<br />

la brasa, más abundantes frutas que ellos recogieron<br />

en la selva; tengo que comerlo todo o enfrentarme a<br />

las lanzas de los Lamburus. La cena es, igualmente,<br />

copiosa.<br />

Al día siguiente nos dejan sueltos y propongo a<br />

mi guía que nos fugemos, pero Bongo me explica:<br />

— Buana, los Lamburus son los mejores rastreadores<br />

de este país, y aunque nos diesen dos días de<br />

ventaja, nos atraparían.<br />

Así es que seguimos en el poblado, obligado a<br />

comer excesivamente: piernas de antílope o gacela,<br />

unas aves como pavos, rellenas y asadas, que están<br />

muy buenas, una crema hecha de aguacates silvestres,<br />

bananas y mangos en abundancia y unos quesos que<br />

me gustaban mucho; como estos salvajes no tienen<br />

animales domésticos, ni cabras, ni ovejas, ni vacas, le<br />

pregunto a mi guía e intérprete:<br />

—¿De dónde sacan la leche?<br />

—Pues de donde va a ser, Buana, de las mujeres<br />

que están criando. ¡Qué asco! La verdad, los quesos<br />

estaban buenísimos y con miel que ellos recogen<br />

de los panales, deliciosos. Por eso los niños estaban<br />

raquíticos, porque las madres destinaban casi toda<br />

su producción lechera a la fabricación artesanal de<br />

quesos. Aunque peor es lo que me sucedió más adelante:<br />

resulta que con tanta alimentación y reposo no<br />

lograba conciliar el sueño. Los Lamburus trajeron al<br />

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168<br />

Luis Cañadas Fernández<br />

curandero de la tribu, que me pasó una pata de mono<br />

por la cara y después dijo:<br />

—Que para dormir, es bueno la leche.<br />

Así es que me traen una negra enorme, con ubres<br />

como toneles y uno de los guerreros me amenaza con<br />

su lanza y dice, según Bongo:<br />

— O mamas o mueres.<br />

La negra me levanta en vilo, me sienta sobre sus<br />

rodillas, me coge por la cabeza, me aplasta contra el<br />

odre, me mete un pezón enorme en la boca y no tengo<br />

más remedio que mamar. Cuando aquella ubre se<br />

desinfla y queda flácida, el de la lanza dice:<br />

—Ahora la otra— Pero yo me niego, presento mi<br />

pecho y digo…<br />

—Puedes matarme, no mamo más.<br />

El salvaje opta por dejarme, y dice que si no duermo,<br />

mañana las dos.<br />

Al emprender este viaje, mi intención era estudiar<br />

las costumbres de los pigmeos, y como esto<br />

no fue posible, estudio las de los Lamburus, en mi<br />

larga estancia entre ellos. Me extraña que tengan<br />

prohibido el uso de la palabra oreja, es como uno<br />

de nuestros peores y mas groseros tacos; cuando tienen<br />

que referirse a ella dicen: por donde entran los<br />

trinos de los alegres pajarillos, o bien, por donde<br />

percibimos el suave rumor de la brisa entre las hojas<br />

verdes y, también, por donde amor susurra sus<br />

dulces palabras... Son tan tiernos estos caníbales...<br />

A uno de estos le picó una abeja que abundan por<br />

aquí, y el negro soltó un taco, dijo ¡oreja! Escanda-


Cuentos de un pintor<br />

lizando a los que le rodeaban, que inmediatamente<br />

le llevaron ante el jefe de la tribu para ser castigado<br />

por su mala educación.<br />

He sufrido varias inspecciones para vigilar mi<br />

engorde, siempre quedaron decepcionados y hoy se<br />

efectúa la última, porque llevo aquí tres meses y los<br />

Lamburus están agotando la caza, los tubérculos y las<br />

frutas que recogen para cebarme. Se presentan el jefe,<br />

el hechicero y casi toda la tribu, vuelven a palpar mis<br />

escasas mollas y veo en ellos un gesto de profunda decepción,<br />

al comprobar que no engordé ni un gramo.<br />

La tristeza y el desanimo se apoderan de todos, que se<br />

quedan sin banquete ni fiesta; porque, pienso yo que<br />

viven para esa fiesta, como los brasileños para el carnaval<br />

o los valencianos para las fallas. Actúa después<br />

el hechicero que emite su dictamen, Bongo traduce:<br />

—Buana, él dice que estás embrujado, por eso no<br />

engordas, aunque yo creer que ser por tu metabolismo.<br />

Le contesto a mi guía:<br />

—Mi buen Bongo, no me seas racionalista, que<br />

puede ser el único que dice la verdad.<br />

El jefe de la tribu pronuncia un discurso que<br />

Bongo me va traduciendo y al que yo pulo y le doy<br />

calidad literaria. El jefe dice así:<br />

—Estamos tristes y desolados porque no tenemos<br />

ni fiesta ni banquete; desde hace cinco años en que<br />

nos comimos a un misionero que vino a evangelizarnos.<br />

Teníamos puestas todas nuestras esperanzas en<br />

tí, pero nos has decepcionado. Hay niños que aún no<br />

conocen la fiesta, ancianos que no volverán a vivirla<br />

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Luis Cañadas Fernández<br />

y todo un pueblo que caerá en la melancolía y en la<br />

depresión. Muchos soñaban con paladear lentamente<br />

una mano, con sus múltiples huesecillos, sus pulpejos,<br />

los tendones, las tenaces articulaciones, es como tener<br />

el paraíso en la boca; luego está el corazón con sus<br />

recónditas oquedades y las costillas asadas a la brasa,<br />

el estómago bien limpio y guisado con pili pili picante,<br />

o los riñones con salsa de mangos y las criadillas<br />

cortadas en finísimas láminas y presentadas sobre un<br />

lecho de hierbas aromáticas... y todo esto se ha perdido,<br />

ya solo será un recuerdo anclado en la memoria.<br />

Vete, hombre blanco y no vuelvas más por aquí.<br />

Después de tan emotivo discurso, yo me vi obligado<br />

a dirigirles estas palabras:<br />

—Me marcho, pero con el corazón traspasado por<br />

el dolor y la vergüenza; como Eneas llevó a su padre<br />

sobre sus hombros, yo llevaré vuestra pena sobre los<br />

míos, mientras viva y arrastraré la vergüenza de haberos<br />

decepcionado y ser la causa de vuestra aflicción y<br />

ruina. Me llevo también a Bongo, este negrito escéptico,<br />

que ha osado contradecir las sabias palabras de<br />

vuestro hechicero.<br />

Y nos marchamos, con un nudo en la garganta y<br />

alguna lágrima por la mejilla.<br />

Cuando llego a Europa, lo primero que hago es viajar<br />

a la bellísima ciudad de Pavía y en Vía Ugolino (ojo<br />

al nombre), en el convento de san Andrés, encuentro al<br />

padre Serafíni, incansable misionero, al que convenzo<br />

para que vaya a evangelizar a los Lamburus, que están<br />

dejados de la mano de Dios. Le resuelvo todos los pro-


lemas del viaje, le proporciono una generosa dotación<br />

económica, así como una cuantiosa donación al convento.<br />

Tengo que aclarar que el padre Serafín es joven, aún<br />

no ha cumplido los treinta años, es de piel clara, rosada,<br />

como los nórdicos, quizás por su madre sueca, y tiene<br />

una cierta propensión a la obesidad:<br />

—Ya estoy en los cien kilos—me dice preocupado.<br />

Sé que en quince días estará entre los Lamburus<br />

que lo recibirán con los brazos abiertos y que si hablasen<br />

nuestro idioma dirían: ¡bocato di cardinale! Por fin podrán<br />

tener su fiesta y su banquete.<br />

Es lo menos que puedo hacer por ellos.

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