Verano, un sbado del mes de julio, en una aldea ... - Ver más Ya.com

Victoria Heitzmann
Caminando
Ediciones El Chorrillo
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El hombre que amaba
a las mujeres
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Denali
Para poder pasear por las montañas de Denali no sólo hay que
dejar los datos en el centro de visitantes: itinerario previsto, características
de la tienda, color de la ropa y de los macutos... es
obligatorio ver un documental sobre qué hacer en caso de topar
con un oso, recoger un folleto con todas las instrucciones necesarias
así como los bidones para la comida y la basura.
Fundamental cuando se camina por una zona boscosa es
meter ruido para avisar a los osos de nuestra presencia, gritar,
cantar...
Así que: Bear! Hi Bear! Hola oso!, aquellos ojos verdeees...,
Susanita tiene un ratón... Osooo! Hello Bear! Asturias, patria
queridaaaa... Hubo suerte.
La travesía fue dura, el peso del macuto, la ausencia de caminos,
la tundra, el fango, el bosque cerrado que cruzamos forzando
las ramas y avisando al oso.
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Montamos la tienda en lo alto de una loma y guardamos la
comida en los bidones herméticos, que debimos colocar a 40 metros
(las normas decían 100 pero no disponíamos de más sitio). Si
hubiésemos cocinado, el fuego habría tenido que formar un triángulo
de 100 metros/lado con la tienda y con los bidones.
El recorrido por Denali está organizadísimo. Los paseantesturistas
tienen algunas dificultades, pero no los que suben a pasar
más de un día. Al no dar permiso más que a una media de
seis personas por zona se camina prácticamente solo. Únicamente
vimos a una pareja andando junto al río que hay bajo nuestra loma
y otra acampada en un montecillo algo alejado que nos ha saludado
con un uhaaaa y un agitar de brazos. Llovizna pero la
temperatura no es fría aún y se agradece que no nos acompañe el
sol porque este sol del norte calienta sin piedad alguna.
Resguardada en la tienda comencé un relato, El hombre que
amaba a las mujeres, regalo de cumpleaños para Alberto. No se
oía nada más que el sonido lejano del río y el trazo del pilot sobre
el papel del cuaderno. Un pajarillo cantaba cerca de nosotros.
El McKinley estaba cubierto.
Por la mañana las nubes habían desaparecido. Caminamos
unas horas y pusimos la tienda al lado de un río, dejamos los macutos
y ascendimos a un bellísimo pico. ¡Qué cambio de paisaje!
Estamos rodeados de montañas cubiertas de nieve y, bajo nosotros,
los colores canelas, grises, anaranjados de las lomas se mez-
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clan cayendo suavemente hasta el arroyo que va a desembocar en
nuestro riachuelo. Bajamos por las pedreras que dan al valle, recorremos
el cauce y avanzamos cruzando a través de matorrales,
musgos y cantidad de flores hasta llegar a nuestro iglú. No esperábamos
una vegetación tan hermosa y variada en estas montañas.
Llueve y llueve durante toda la noche. También al día siguiente
cuando, a última hora de la tarde, llegamos de nuevo a la
carretera del Parque.
Al día siguiente viajaríamos hacia Anchorage.
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El hombre que amaba a las
mujeres
Había una vez un hombre que amaba a las mujeres.
No recordaba cuándo había comenzado a amarlas pero tenía la
impresión de que habían pasado muchos años desde la primera
vez. Ni siquiera estaba seguro de cuándo había sido esa primera
vez. En realidad parecía haber nacido con una sensibilidad especial
para ello.No le resultaba nada difícil enamorarse. Se podía
enamorar tanto de una pequeña curva de alguna parte del cuerpo
femenino como de más de una mujer al completo. En casos como
el primero derrochaba sensualidad, en los segundos añadía la
ternura.
Sí, cuando amaba sabía ser tierno, pero también muy duro.
Era una magnífica experiencia descubrir la ternura en medio de
esa dureza. Conseguirlo llevaba una buena cantidad de tiempo,
mídase en años o en intensidad, o en ambas cosas a la vez, según
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quien fuera la valiente sufridora que se lo propusiera. Alcanzar
ese climax en el que su ternura fuese gozada como sólo se puede
gozar lo que duele suponía un camino de subidas lentas y bajadas
bruscas, con algún que otro muro que saltar; pero, cuando en medio
de esa dura travesía se encontraba el remanso de su ternura,
¡oh entonces! la sufridora en cuestión debería tomar precauciones
para no perder pie y seguir su difícil andadura hacia ese doloramor,
amor-dolor que le esperaba al final del camino.
También las mujeres le habían amado a él, pero sólo cuatro
intentaron con más o menos fuerza, con más o menos suerte, recorrer
ese camino de sensualidad, ternura y dureza.
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Mario encendió la luz, cerró la puerta y entró en la cocina.
Mecánicamente tiró del mango de la sartén, que apareció tras un
pequeño estrépito de cazos y tapaderas, vertió un chorro de aceite
en ella y puso encima un filete que sacó del frigorífico. Mientras
lo freía echó un trago de agua directamente de la botella y a continuación
se metió un trozo de pan en la boca. Al momento oyó la
voz de Clara.
—¿No puedes esperar a que esté la cena para empezar a
comer? Y, además, para algo están los vasos, digo yo.
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Pasó de contestar, la primera vez que la oyó lo intentó y no
sirvió de nada, en lugar de una nueva respuesta de Clara lo que
escuchó fue una alegre carcajada, imposible que fuera de ella,
pensó. En aquella ocasión se sintió totalmente indefenso, se asustó,
incluso consideró la posibilidad de llamar a Carmela. No lo
hizo por orgullo. Siempre se había bastado a sí mismo, entendió
que un mal momento lo tiene cualquiera y, aunque los primeros
días miraba detrás de él cada vez que iba a prepararse la cena,
pronto lo olvidó.
Unos meses después, oyó cantar a alguien cuando estaba en
el balcón regando los dos únicos geranios que habían sobrevivido
a las heladas invernales. ¡Cómo se parecía esa voz a la de Clara;
es más, si no fuera por el tiempo que llevaba metida en aquella
cajita que habían comprado juntos en un viaje a Canadá y que
ahora debía de andar por alguno de los estantes de la biblioteca,
habría jurado que era ella.
Esta vez se dejó llevar por una absurda duda, dejó la jarra
del agua junto al balcón y se dirigió a su habitación. Como era de
esperar no encontró a nadie. Frente a él, en la estantería donde
guardaba sus lecturas preferidas, aquellas que le gustaba repasar
o en las que buscaba subrayados que le refrescaran la mente,
estaba la cajita. Casi habría podido asegurar que era en la biblioteca
donde recordaba haberla visto la última vez. La acarició levemente.
No era muy dado a estos gestos, al fin y al cabo lo único
que había allí dentro era un poco de polvo que se perdería en el
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momento en que a cualquiera se le escurriera de las manos. Se
sorprendió imaginándose la escena y recogiendo a Clara con la
escoba. Inmediatamente rechazó la escena preguntándose avergonzado
cómo se le podía haber ocurrido eso de mezclar las cenizas
de Clara con el polvo de la habitación; sonaba a tomadura de
pelo, Clara siempre había pasado por la suciedad de la casa sin
percatarse de ella en absoluto. Se rascó la cabeza y pasó su mirada
por el resto de la habitación, la madera que hacía de cama y
que a instancias de Carmela había llenado de cojines, la mesa
camilla, el asiento de mimbre, como quien intenta averiguar cuál
es el siguiente paso a dar. Cerca del estante donde se encontraban
las cenizas había una foto de ella. Su rostro parecía volverse
hacia él mientras le miraba con picardía, esbozando una sonrisa.
No pudo aguantarlo y salió de la habitación. ¿Es que no le iba a
dejar en paz ni siquiera ahora?
¿Cómo pudo suceder que ella cambiara tanto? Sólo fue en
su última etapa de vida en común cuando Clara se mostró tan
dura con él, le perseguía, era pesada como una losa.
Carmela no entendía aún por qué Mario había aguantado
tanto.
—Esa reacción ante la forma de actuar de Clara, era imposible
esperarla de ti.
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—Ya ves, pudieron más los años anteriores. Yo tampoco lo
habría imaginado tiempo atrás. De todas formas sabes que no me
gusta hablar de esto.
Era imposible no callarse cuando Mario utilizaba ese tono
de voz tajante, la conversación en ese momento quedaba zanjada.
Estaban sentados en el porche, Carmela llenó las tazas; sobre
la mesa estaba el juego de té que había pertenecido a Nieves.
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Una repentina pereza le tenía marcado desde la mañana.
Lo notó nada más levantarse, más que pereza era una desgana
que casi le impidió hacer los estiramientos matinales. Mientras
corría campo a través, recordaba a Clara. Le costó convencerla,
era terca a más no poder, pero consiguió que comenzara a unirse
a sus carreras matinales y, después, aquello se convirtió en un
hábito agradable e imprescindible para los dos. Tenía que reconocer
que la añoraba.
Y ahora su voz volvía a acercarle a ella. Se daba cuenta de
que se había acostumbrado a oír la voz de Clara persiguiéndole
por la casa o por la parcela, la echaría mucho de menos si desapareciera;
sí, la verdad es que parece que hay deseos que no se
deben pronunciar, pero él quería oírselo decir a sí mismo, sí, le
encantaría hablar con Clara.
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Y estaban a la vez Nieves, Carmela... Su afecto se deslizaba
por cada una de ellas sin medida. Las tenía dentro, apresadas a
las tres independientemente de ellas mismas, de su presencia.
Esa es la realidad del afecto, del amor, pensaba. La dedicación
exclusiva a una única persona no había entrado nunca ni en su
cabeza ni en su corazón. Están equivocados, se decía, todos esos
hábitos, esas normas consideradas por la mayoría como naturales
castran la afectividad de las personas.
La pereza había huido de su cuerpo. Mientras desayunaba
daba vueltas un tanto avergonzado, como debía corresponder a
una persona en su sano juicio, a la posibilidad de llegar a conversar
no sólo con Clara, sino incluso con Nieves. Aunque... después
de tantísimos años qué iba a hablar con ella. ¡Bah! Se consideraba
un buen conversador, podría mantener una charla más que
agradable con cualquier persona interesante, y Nieves lo había
sido. Se puso a recoger los restos del desayuno al mismo tiempo
que le venían a la memoria los años en que compartieron un pequeño
piso en el centro de Madrid. Por aquel entonces Nieves necesitaba
intensamente tener alguien al lado, ver una cara familiar
en algún momento del día. Se encontraba terriblemente sola.
Todo su pequeño mundo, se había quedado para siempre en un
pueblecito del Pirineo catalán, un lugar que había abandonado
huyendo de algo que ni Mario ni ninguna otra persona de las que
se acercaron a ella durante esa última etapa de su vida pudo averiguar.
El primer año de su estancia en Madrid consiguió enta-
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lar consigo misma una relación afectiva que la serenó y la
aproximó a un equilibrio por el que tiempo atrás nadie habría
apostado un penique. Se debía de sentir con la suficiente tranquilidad
de ánimo como para dar un paso más en su recuperación y
volver a entrar en el mundo de los otros. Mario se dio cuenta enseguida
de que Nieves no era una solitaria a la que bastaran sus
aficiones y unas pocas palabras con los vecinos o los compañeros
de trabajo; no conocía apenas nada de su vida en el pueblo pero sí
sabía que nunca había vivido sola y que, antes de que él llegara,
la pequeña casa alquilada en la calle Palma se le caía encima cada
tarde cuando regresaba del trabajo sin ningún proyecto, sin
que la hora que marcaba su reloj le indicara otra cosa que el
tiempo que faltaba para cenar y leer un rato antes de dormir. Salían
mucho, casi siempre a andar. A ambos les gustaba caminar,
sentir el frío del invierno sobre el rostro, pisar el suelo mullido
que forman las hojas de los plátanos cuando llega el otoño. Empezaba
a disfrutar del recuerdo de sus paseos por la Casa de
Campo cuando oyó una vez más esa risa alegre que acompañaba
en ocasiones a la voz de Clara.
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Esa risa... No era capaz de reconocerla, dejó correr sus recuerdos
con la esperanza de que en algún momento recalaran en
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un rostro de mujer, alguien olvidado y que comenzaba a desear
recuperar cada vez con más fuerza.
El hombre que amaba a las mujeres, le había llamado Carmela
alguna vez. Sí, la verdad es que tenía que reconocer que le
resultaba fácil disfrutar con las mujeres. Cuando llegaba la primavera,
se le abrían los ojos como platos nada más salir a la calle.
Esa curva tan elegante del cuello de la chavalina que está
sentada junto a la fuente, la mirada inteligente de una mujer que
anda rápido por la acera, las manos de aquella otra, ¿y los culos?
Eran su perdición, ¡le encantaban los culos!
—La verdad es que me gustan, las amo ¿sabes? —miró de
reojo a Carmela mientras revisaba los negativos que pensaba positivar
en cuanto superara la pereza que le daba a veces poner a
punto el cuarto oscuro improvisado en la despensa, pero ella no
parecía inmutarse— ¿Te hablé alguna vez de Lola? Vivía enfrente
de nosotros, nos cruzábamos en el portal muy a menudo. Me
miraba con ganas, pero tenía un marido...
—Ya, más difícil que Pablo ¿no?
—No es eso, mujer, es que de Lola sólo me gustaba el culo y
algún pequeño detalle más, tampoco merecía la pena complicarse
la vida por algo así.— ¡Ey! ¿No te pondrás celosilla?
—¿A estas alturas? —se rió socarronamente— Si he sido la
última en llegar, ya sólo me quedan los restos.
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Le acarició la mejilla y la miró a los ojos. Ella aguantó su
mirada con una amplia sonrisa.
Y entonces lo oyó.
—Vamos al cuarto oscuro.
Esta vez no era la voz de Clara. Tampoco, la que creía recordar
de Nieves. Miró de reojo a Carmela.
—¿Qué te pasa?
Se superó a sí mismo.
—Mañana voy a revelar alguna foto. ¿Quieres echarme una
mano?
—No estaría mal; sí, puedo venir si te apetece.
—Si no me apeteciera no te lo habría propuesto.
Mentira, ¿por qué se lo has dicho? ¿Creías que se iba a negar?
¿O es que tienes miedo? ¿No deseabas oír esa nueva voz,
hablar con alguien más?
Carmela se fue después de comer. Se veían casi todos los días
pero no había consentido en irse a vivir con él. Defendía su independencia,
le gustaba estar sola muy a menudo. Hubo una época
en que le necesitaba casi constantemente, fue antes de separarse
de Pablo, pero después luchó por conseguir una autonomía
que no había disfrutado nunca. No voy a pasar de una dependencia
a otra, se dijo, y allí seguía, sola en una casa que le quedaba
algo grande pero que era testigo de cómo había superado más de
veinte años de vida gris, sin alicientes, más de veinte años en los
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que no había vivido, sólo vegetado, calentita y confortable a la
sombra de Pablo, todo resuelto, ningún problema, ninguna vibración
que la mantuviera despierta toda una noche, nada que resaltar.
Los años habían pasado sin diferenciarse unos de otros, apenas
había hitos en su vida. Ahora sí, sabía reconocer cada estación,
cada época del año porque siempre encontraba algo nuevo,
algo que hacía que un mes fuera distinto de otro, sensaciones,
sentimientos, proyectos, logros, nuevos propósitos, nuevas personas.
Necesitaba a Mario pero más aún precisaba de su propia
cercanía, aislada, sin nadie que la compartiera durante esos momentos.
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El laboratorio, el cuarto oscuro donde enseñó a revelar a
Clara. ¡Cuánto le costaba aprender!
—No me costaba, tú no tenías un ápice de paciencia.
Había que aprovechar la situación, era el momento. Ahora o
nunca. Siguió a la voz a través del pasillo.
—¡Venga ya Clarita! Que en aquella época no te enterabas
de nada.
El silencio le sorprendió. ¿Se habría molestado? Tal vez sólo
estaba sorprendida. Insistió.
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—¡Clara! No te vayas, te molestas por cualquier cosa. Siempre
igual. Sólo te gustan las palabras bonitas.
El silencio persistía. Parecía haber perdido la partida. Renunció
de momento. Aunque era una persona a la que no le gustaba
dejar las cosas a medias, su amor propio le impedía continuar.
—Pues nada, ya hablaremos en otro momento, si es que me
apetece.
—Vuelve al cuarto oscuro.
De nuevo la voz alegre que había oído mientras hablaba con
Carmela.
Decidió dejarse llevar por la curiosidad.
—¿Por qué al cuarto oscuro?
Esperó anhelante la respuesta. Nada. Sólo como viniendo de
muy lejos, el final de una risa alegre y provocativa.
No pudo esperar. Preparó con inusitada rapidez los líquidos,
las bandejas. Cogió al azar una tira de negativos.
Apagó la luz y comenzó. Según pasaba el tiempo iba casi
olvidándose de las palabras que le habían empujado a meterse en
el laboratorio. Estaba fijando las últimas copias cuando sintió
como un leve rumor, una tenue brisa alrededor. Era un airecillo
que le acariciaba suavemente la nuca, las orejas, casi como un
suspiro. Se estremeció. Un cálido soplo entraba por el cuello de su
camisa y se deslizaba hasta la cintura, sentía cómo su espalda recibía
unas caricias que le invitaban a volverse, pero sabía que no
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había nadie, ¿de dónde podía proceder esa suavidad que le envolvía?
No pudo más, giró con rapidez como si fuera a pillar desprevenido
a alguien que estuviera detrás, no quería que se le escapara,
tenía que saber qué o quién era lo que provocaba ese calor que
le estaba recorriendo ya el cuerpo.
Sus manos se unieron en el vacío. Empezaba a impacientarse.
Ya estaba bien de tomadura de pelo. Gritó.
—¡Clara! ¿Qué se supone que quieres hacer?
—Parece que te haces viejo, mi amor. Ya no sabes distinguir
las caricias. ¿Qué se ha hecho de un hombre como tú? Te recordaba
más capaz de sentir. El hombre que ama a las mujeres, dice
Carmela ¿no? Vamos a jugar. Piensa, mejor no, no pienses, siente
y recuerda. Déjame que guíe tus manos.
El contacto de las manos de Clara le estremeció. Hacía tantos
años... No le dio tiempo a más, en seguida sintió sobre ellas el
roce de una tela, una falda tal vez, sí, una falda que se levantaba
como la de Marilyn en La tentación vive arriba. ¡Vaya cosas que
se le ocurrían en esos momentos! Efectivamente la falda se levantaba
dejando abierto el camino hacia unos muslos fuertes, suaves
a la vez. Subió sus dedos por ellos, tocaron el encaje que bordeaba
unas pequeñísimas bragas, continuó hacia arriba hasta llegar a
la cintura, sacó las manos para desabrochar la falda. Otras manos
sujetaron a las suyas obligándole a acariciar esa falda, a pasar
las manos por su textura, por sus pliegues. ¡Un momento! No
eran pliegues, eran tablas. ¡Una falda tableada! ¡No podía ser! ¿O
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sí? Daba lo mismo. Sabía que un ataque por sorpresa unido a una
falda como aquella no podía ser desperdiciado. Sin tomarse el
tiempo de dar las gracias a Clara, su cuerpo se dejó depositar ingrávido
entre las manos y el cuerpo de Susana.
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Los vio ahí, sobre la mesa de la cocina. Cogió uno y lo olió.
Era lo único que le gustaba de los pomelos, el olor. A veces, un
zumo, a más no había podido llegar. Clara había cogido el gusto
por los pomelos el verano que atravesaron los Alpes. Cada vez
que bajaban a un pueblo se comía un par de ellos y se empeñaba
en llevarse alguno más al monte, cosa que Mario no llevaba muy
bien, al fin y al cabo la mayor parte del peso lo cargaba él. Luego
tenía que oírla, siempre que se comía uno hacía el mismo comentario.
—¡Cómo me gustan los pomelos! ¡Y pensar que antes me
parecían demasiado amargos!
—Mira que eras pesada, Clarita —decía en voz alta mientras
miraba la fuente de pomelos— ya decía tu padre que eras un
plomo, ¡vaya! creo que era en lo único en que estábamos de
acuerdo.
—Y tú siempre gruñendo cuando las cosas no iban medianamente
por el camino que tú querías. Siempre fuiste un ordeno
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y mando. Además, sabes de sobra que no me gusta que me llames
Clarita.
—¡Venga Clara! —Susana siempre sonreía cuando hablaba—
No todo es negativo en él. Aunque reconozco que su tendencia
a ir a su propio aire es cierta, bien fastidiada que me quedaba
cuando se dormía en plena acción. Pero también sabe ser tierno,
reconócelo.
—Es cierto, a ternura no le gana nadie, pero a mí eso se me
perdió años antes de que me metieran en la dichosa cajita de Canadá.
—Pensé que te gustaría, Clara. Antes eras muy romántica
—dijo Mario con cierta precaución.
—Antes, antes, siempre lo mismo, la Clara de antes y la
Clara de después. No puedes entender que sólo hay una Clara.
Una Clara que se fue desgastando con el paso del tiempo, que veía
que tú seguías adelante, con tu vida a tope, y que ella se iba
quedando atrás, que ya no tendría oportunidad de ponerse a tu
altura. No entiendes lo fracasada que me podía sentir viendo que
no era capaz de aprender, de seguirte. Los años pasaban y la
misma idea machacaba mi ánimo una y otra vez: es inútil, ya no
tienes tiempo, renuncia.
—Siempre has sido una llorona, fíjate en mí, de él guardé
sólo los recuerdos alegres, el resto lo tiré montaña abajo.
—Muy propio de ti, pero no todas tenemos tanta capacidad
de autodefensa. Además tú no viviste el día a día con él durante
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años. Es fácil hablar así cuando sólo se comparten los ratos de diversión.
La cosa se ponía fea. Para colmo Mario reconocía que Clara
llevaba algo de razón, ella siempre había sido una persona excesivamente
seria, no era capaz de tomarse esto de la vida con
humor, pero también era cierto que la convivencia con él no era
nada fácil, que Clara le había acompañado casi siempre con buen
ánimo, le había respetado y que juntos habían aprendido mucho
sobre la vida. Se sentía incómodo. Tenía la impresión de que Susana
y Clara se encontraban muy cerca la una de la otra, y que
en ese momento se habían olvidado de él. Por otra parte empezaba
a estar asustado. Ahora que las voces no se dirigían a él, comenzaba
a darse cuenta de que se encontraba al otro lado del
hilo, de ese hilo sutil que aísla a los que son capaces de ver, de
sentir algo diferente, algo no admitido como lógico en un mundo
en el que impera el raciocinio. Pero ese temor se mezclaba con un
deseo de continuar, de volver a estar cerca de estas mujeres que
había amado, que amaba.
El ruido de la puerta de la calle al cerrarse impidió que Susana
pudiera responder a Clara. Mario se alegró esta vez de quedarse
solo ante Carmela. Su presencia era un descanso.
—¡Vaya! Hacía tiempo que no veía pomelos por la casa.
¿Cómo se te ha ocurrido traerlos?
—¡Venga ya, Carmela! que hoy no estoy muy para bromas.
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—Si lo que intentas es tomarme el pelo, lo estás haciendo de
una forma un tanto extraña.
—¿Vas a decirme, en serio, que tú no has comprado los pomelos?
—Efectivamente.
Mario se dejó caer sobre la silla y se tapó la cara con las
manos.
Las imágenes le llegaron con una nitidez impropia de un recuerdo.
Sí, fue la primera vez, nunca antes había probado un pomelo,
fue en casa de Nieves, siempre tenía un cesto con unos
cuantos sobre la mesa de la cocina.
—¿Te encuentras bien?— Carmela intentó cogerle una mano
— ¡Vamos! Cuéntame qué pasa.
—No lo sé. Pero te juro que estoy en mi sano juicio. Es lo
único que tengo claro; la primera vez pensé que chocheaba; un
poco pronto, me dije. Después pensé en ir al médico, pero me daba
vergüenza, además en el fondo no quería perder esto que me
está sucediendo. Me parecía hermoso a veces, otras simplemente
me atraía, excitaba mi curiosidad, incluso me sentía un tanto especial
y eso me gustaba. Ya sabes que siempre me ha gustado
sentirme diferente. Te cuento, pero prométeme escuchar con
tranquilidad, intentar creerme, sé que puedo esperarlo de ti.
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Carmela pasó el fin de semana en la sierra. Siempre había
resuelto así sus problemas, los sencillos y los complicados, no
había necesitado otro tipo de ayuda que la de la naturaleza. Así
que allí estaba, intentando decidir qué hacía con el reto que Mario,
por medio de su relato, le había planteado. Quería a Mario.
Le gustaba vivir sola. Le daba miedo creer todo aquello que Mario
le había contado días atrás. La atraía profundamente la historia
de la convivencia de Mario con esas tres mujeres que habían
desaparecido y que, sin embargo, llenaban la casa con sus conversaciones,
sus risas, sus enfados, sus silencios, sus detalles. La
halagaba la posibilidad de entrar a formar parte de un grupo tan
fuera de lo común, pero le asustaba. La asustaba sobre todo porque
ella estaba viva, viva físicamente. No le apetecía demasiado
que la metieran en ninguna cajita.
Barajaba una y otra vez todas esas ideas que intentaba
mantener ordenadas en su mente. Procuró hacer todo aquello que
es normal a lo largo de un fin de semana, dormir, pasear, comer
tranquilamente, sonreír al saludar a algún caminante que se cruzaba
con ella... Era la decisión más importante de su vida. Recorrió
despacio, con tranquilidad, su niñez, los comienzos de la relación
con Pablo, su vida en común. Toda ella estaba teñida de
dependencia y soledad. No había querido irse con Mario. Le hacía
falta tiempo para vivir lo que su falta de arrojo no le había permitido
antes. Tal vez era el momento de dar un paso más, el defini-
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tivo. Tal vez esto era lo único que le podía hacer sentirse diferente,
salir de la vulgaridad, convertirse en alguien realmente especial.
El lunes por la mañana entró en casa de Mario con la soltura
y la seguridad de quien ya ha elegido. Se sentía totalmente capaz
de formar parte de ese mundo de sensualidad, ternura y dureza
que habitaba en aquel hogar. Mario la esperaba sonriente,
sobre la mesa había preparado un frasquito de píldoras, un vaso
de agua y una nota de despedida en la que sólo faltaba su firma.
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En compañía de
Yusuf Lateef
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Caracas
“He adoptado el recurso del espejo porque
uno debe asumir la responsabilidad de conocerse”
(Michelangelo Pistoletto)
−Buenas tardes
−¿Quién me habla? ¿Eres tú? ¿La mujer del cuadro?
−Sí, yo. Cumplo mi función, mi creador quiso que las personas
que se acercasen a mirarme no sólo vieran su reflejo. ¿Nunca
hablaste con tu propia imagen?
−Pues la verdad es que sí, en alguna ocasión, la primera vez
resultó altamente esclarecedor; conversé en voz alta, aprovechando
que no había nadie en casa; entonces descubrí a una persona
agradable, con una vida cargada de interés, y que me envió
desde el espejo una sonrisa. Pero no siempre fue tan halagador el
diálogo.
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−Es lógico, tu imagen no coincide exactamente contigo. De
hecho no es tu cuerpo ni tu rostro sino una simetría de ellos. Haz
una prueba, coge un lápiz y un papel, ponte delante del espejo y
simula que escribes, verás que te transformas en una persona
zurda. Es más, dibuja la silueta de tu rostro siguiendo el contorno
que ves lo más exactamente posible, después coge una cinta métrica
y mide la altura y la anchura de tu imagen, luego te mides
lo mismo sobre tu cara real y comparas las dos medidas. ¡Qué curioso!
La imagen reflejada es exactamente la mitad de tamaño
que la real.
−Es decir, que no soy tal como me veo en el espejo.
−Efectivamente, piensa que hay muchos tipos de espejos, tu
imagen es diferente si te miras en un espejo convexo, por ejemplo,
y tal vez más si te reflejas en los ojos de otra persona.
− Lo que yo veo cuando me miro al espejo no es lo mismo
que veo cuando me imagino a mí misma. Entonces ese doble, esa
otra persona que se refleja en el espejo debería convertirse en
una amiga. Alguien que me dé otra visión de la realidad, de mí
misma, de lo que sucede dentro y fuera de mí.
−Tienes suerte, mi imagen en cambio sería mucho más pobre,
reflejo de una idea.
−Pero ahora estamos las tres, cuéntanos algo de ti.
−Bueno... Yo también soy imagen, aunque en ella queda poco
más que un concepto.
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−Sí, conozco tu origen, pero en el cuadro de Ingres no estás
sola.
−La imagen siempre está sola, por eso es fácil conversar con
ella, siempre que distingas su grado de sinceridad, claro. Ya sabes,
no es lo mismo un espejo esférico que la pupila de un enamorado.
−Eres más joven, estás más delgada. Quizás más real.
−En aquella que reflejo hay un algo de espiritualidad de la
que yo carezco. Soy más terrenal, más asequible y menos atractiva.
Eso dicen los que me miran sin reparar en su propio reflejo.
−Puede que sea por culpa de tu autor, mucho menos fogoso
que Ingres que declaraba tener todo el fuego de un hombre de
treinta años cuando, ya en la vejez, pintó el cuadro.
−Recuerda que soy la imagen, no la realidad. No juzgues
mal a mi autor. Otro visitante se acerca, tu tiempo terminó a no
ser que quieras compartirlo con él.
−Me voy, sólo tendríamos en común nuestras imágenes.
“En muchas de las obras de Michelangelo Pistoletto aparecen
figuras humanas sobre las que también se reflejan el espectador
y el resto de la sala, que de esta manera pasan a formar
parte de la obra. El objetivo es crear una tensión entre el reflejo
móvil del espectador y la congelación de la imagen pintada, jugando
al mismo tiempo con el concepto de doble”
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En compañía de Yusuf Lateef
Me acompaña la música de Yusuf Lateef, sonidos selváticos al
principio, mezclados después con una instrumentación clásica, y,
más tarde, lucha entre atonalidad y armonía, pero lucha civilizada,
ninguna de las dos tendencias se altera. Paso de la selva africana
a la sala de conciertos, al local de jazz, al misterio de las notas
rasgueadas en un arpa que surgen de entre la discordancia
producida por los violines. Silencio. Una flauta, unos timbales me
devuelven a África hasta que el saxo explora el ambiente y deja el
paso libre a una negra trompeta y a los violines que se empeñan
en volver a la civilización, y ahí, el colmo del atrevimiento: una
guitarra introduce unas suaves notas flamencas. A partir de aquí
la lucha se va relajando hasta convertirse en conversación amigable.
Una flauta me lleva a un poblado árabe en medio del silencio
respetuoso y atento del resto de los instrumentos. Todo es válido.
Es la armonía creada por la desarmonía, por el empeño de
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cada participante en mostrar su ser más auténtico. Reflejo de un
utopía.
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Yo soy el tiempo
que pasa
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Venezuela
Venezuela es un país hermoso, variado: desiertos, playas de arena
blanca y mar verdeazulado, montañas de más de 5000 metros,
llanos inmensos, sabana, selva... tranquilidad, un respiro después
del trayecto por las ajetreadas ciudades centroamericanas. Una
delicia.
Pero no siempre...
La música retumba en las paredes del bus. Llevo tapones en
los oídos y la oigo de tal forma que creo que no los tengo bien
puestos, sólo al quitármelos me doy cuenta del excesivo volumen
del sonido. El chaval que acompaña al conductor, revisor, expendedor
de boletos, comprador de refrigerios, pinchadiscos, mecánico
improvisado, arrancador del bus (sácame el carro, le decía el
32

conductor en la estación de Caicara), es, además, como todos los
que he visto a lo largo del viaje, admirador y un poco hijo del chófer.
A mi lado una mujer joven, con rasgos indígenas, da de
mamar a un bebé que no tendrá más allá de quince días.
En Caicara una pareja se despedía al borde de las lágrimas.
Mientras, su hijo, un criajo de unos 6 años, brincaba esperando
montar en el bus.
Sube una chavala de carnes prietas; ombligo, cintura y estómago
al aire. Está guapetona, morena, con los labios bien perfilados
por el carmín.
Demasiada gente, autobús lleno a tope, el equipaje se me
cae encima. El conductor hace malabarismos para salir de la estación.
En Caracas coincido con una manifestación multitudinaria
a favor de Chávez.
El movimiento bolivariano parece adolecer de una base intelectual
y cultural. Hay relaciones con la religión, con la sexualidad
que rebajan su tono revolucionario, el proyecto de una ley contra
la difusión de la homosexualidad o la pornografía por ejemplo.
De nuevo la falta de presencia de la individualidad: la masa
33

de personas que viven en la pobreza, los jóvenes idealistas tanto
política como religiosamente... La tradición religiosa y social propia
de esa masa no es fácil que permita una reivindicación posterior
de las libertades individuales. ¿Y la utilización de la palabra
dignidad? ¿La dignidad siempre reñida con la libertad personal?
La dignidad no está reñida con la pobreza. Pero no hay dignidad
sin libertad personal.
En el concierto del Cuarteto Portland
Fritz Kreisler. No le conocía, me ha gustado. Percibía su
obra como un compendio de múltiples facetas de las emociones
del hombre que en un momento determinado estallan, se recogen,
vuelven a escapar; toman vida, pero siempre hay un intento de
control por parte del hombre, como si no quisiera dejarlas llegar
al desenlace porque ese final destruye. Mantener la tensión de la
emoción.
Dicen que la Laguna Negra está encantada.
34

En determinadas ocasiones, cuando uno se asoma a sus
aguas, se ven en el fondo animales de oro: conejos, gallinas con
pollitos, palmeras con loros... pero eso únicamente lo ven las personas
que le caen bien a ella; todo lo contrario ocurre con las personas
que le son repelentes: Sus aguas se encrespan y enturbian.
También cuentan que éste es lugar de silencio y meditación.
No se puede hablar en voz alta y mucho menos gritar. Si así se
hiciera se desencadenaría una tormenta.
Vivo una cercanía mayor con determinados países, y no depende
sólo del tiempo de estancia sino de la relación con la gente
del lugar. Me pasa con Venezuela, como sucedió con Bolivia, con
Turquía. Debo seguir viajando. Son tantas las impresiones, las
vivencias; puede ser tanto el tiempo disponible para mí misma...
35

Yo soy el tiempo que pasa
Hace días llovió e incluso nevó. Habíamos partido de Los Nevados,
una aldea cobijada en el valle que lleva al pico Bolívar, hacia
el Alto de la Cruz, emplazado a algo más de los cuatro mil metros
en los Andes venezolanos. Era grande mi satisfacción al final de
la travesía: doce horas de caminata, 1600 metros de subida y
3000 de bajada después de estar un año sin andar. Estoy fuerte,
me gusta sentir mis piernas −me decía− comprobar que mi cuerpo
funciona.
Comenzamos a caminar cuando aún era de noche. Tiene
mucho de especial que la luz del amanecer te encuentre andando,
la lentitud de la marcha permite ir al compás del sol desde que
sale hasta que rompe sobre las montañas. A partir de ahí el encanto
de la luz desaparece y es el cuerpo el que toma el relevo:
sentir el esfuerzo, el sudor recorriendo mi piel, deslizándose por
mi frente y mis mejillas, mi cuerpo húmedo, el sabor salado de
mis labios. Aquél día apenas hubo sol, las nubes asomaron tras
36

las cumbres nada más amanecer. Después la lluvia y, cuando faltaban
unos 300 metros para llegar al Puerto de la Cruz, la nieve.
El camino ascendía en zigzag, a cada giro el viento me levantaba
la capa dejando al descubierto el macuto; iba despacio a causa del
descenso de presión (lo que llaman sorocho los bolivianos o mal
del páramo los venezolanos) y podía disfrutar del tacto de los copos
de nieve y sentir mi corazón y mis pulmones a cada paso.
Hoy, paseo a la Laguna Negra. Me hubiera gustado andar
un poco más pero la verdad es que tampoco me importa mucho
porque el lugar es hermoso. El extremo de la laguna, donde nos
hemos detenido, está solitario y unas nubes bajas y deshilachadas
animan el paisaje.
Dibujo un frailejón y me siento satisfecha. Sentada en la
hierba contemplo la laguna; la calma y la soledad del momento
guían mi pensamiento hacia la obsesión que me acecha en estos
días.
“Yo soy el tiempo que pasa”. Sin mí no existiría mi tiempo,
de la misma forma que no existe el tiempo que no es mío. Mi
tiempo se volatilizó al paso de los años. No puedo medirlo, sólo
sentir el momento; a lo sumo intentar recordar otro y comparar,
por ello puedo saber que los instantes de mis primeros años fueron
más largos que los de años posteriores. Y ni aún eso porque
incluso el presente puede cambiar el tiempo del recuerdo.
37

No desearía vivir el presente como un segmento de tiempo,
sino anularlo como se anula el pasado y el futuro. El tiempo soy
yo y yo soy indivisible y yo soy la que pasa. Y ese pasar yo, mi
tiempo, me da más libertad, me libera de lo que no me concierne,
de lo que no soy yo incluso cuando tengo que mirar un reloj para
coger un autobús o para ir a trabajar.
La libertad. El tiempo y la libertad. Yo soy el tiempo que
pasa.
La mediocridad y la libertad. Mi mediocridad impide mi libertad.
Medio-cridad. El término medio, el medio que me rodea, los
massmedia, el medio de vida, mi vida como medio para llegar ¿a?,
para conseguir ¿qué? Cuanto más fuerte es mi relación con lo anterior
mayor es mi mediocridad y menor mi libertad.
El término medio: cobardía, inseguridad, pereza, falta de
creatividad.
El medio que nos rodea: cobardía de nuevo, falta de razonamiento,
de análisis, emotividad mal encaminada.
El medio de vida: libre en cuanto que aporta vivencias interesantes,
no más, dejarse llevar por la rutina, cobardía una vez
más.
Los massmedia: falta de análisis, pereza.
Mi vida como medio para llegar ¿a?, para conseguir ¿qué?
No hay nada fuera de mi vida, por tanto no tengo que llegar a
ningún sitio ni conseguir nada fuera de ella.
38

Mirar mi vida. Mirar mi cuerpo, sentirlo, quererlo, disfrutarlo
a solas, con otros, con la naturaleza, con el fragor de la ciudad.
Mis seres cercanos, cuidarlos, mimarlos. Mi inteligencia. Mi
creatividad, poca o mucha, la mía. Mis sentidos. Mirar mejor que
soñar, mejor que ver.
¿Ahora? Oigo el agua rompiéndose contra las rocas desde lo
alto, desde la Laguna de los Patos. Siento la brisa sobre mis piernas
desnudas, el cosquilleo de una mosca que se posa una y otra
vez sobre ellas. Miro el frailejón que he dibujado, a Alberto leyendo
a mi lado. Siento la luz del sol, que me obliga a ponerme
las gafas. El agua que baja de la montaña ha penetrado en la tierra,
huele a mojado. Mis pies se hunden en la hierba y sienten el
suelo mullido y empapado. Estoy feliz.
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Caramelos de menta
40

Asunción
Las calles sin asfaltar de los pueblos paraguayos son alegres: la
tierra rojiza, arcillosa, los colorines de las casas y el verde de la
vegetación se unen al gentío que se acerca a los autobuses a vender
o simplemente a curiosear. Hay un continuo ajetreo de personas
y de abarrotados vehículos.
Me agradan los paraguayos. Su piel tiene un bonito color
moreno; facciones grandes y llamativas, y una presencia como de
aquí estoy yo, en mi sitio, ni más acá ni más allá, que me gusta.
Trinidad es un pueblo de casas de madera y suelo de arcilla.
Junto a la parada del autobús hay una carnicería-restaurante
que pertenece a Fermín y Herminia. Allí nos acomodamos; después
de cenar charlamos los cuatro acompañados de alguna copita
de licor de caña.
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Fermín es un hombre canoso, con tripa de buen bebedor de
cerveza y cara abotargada, aparenta unos cuantos años más de
los cuarenta y seis que tiene. Su trabajo en el bar es servir y hablar
con los parroquianos; casi deletrea cuando lee y defiende a
Strossner con la simplicidad de un hombre que ha nacido en el
mismo chiringuito que ahora regenta y que no se ha movido un
kilómetro más allá de su casa. Pregunta incansablemente sobre
las cuestiones más diversas y de vez en cuando demuestra cómo
hay que educar, dando una orden a su chaval y haciéndole una
carantoña después como se hace con un perro cuando se le está
amaestrando. El chaval se llama Alcides, tiene 7 años y es hijo
adoptivo. Herminia, dos años mayor que su marido parece, sin
embargo, más joven; trabajadora, sonriente, no para ni un momento.
Una mujer de menos de treinta años nos cuenta su historia.
Decidió no seguir con su marido que apenas aparecía por casa
más que para hacerle un niño tras otro. Quedó con cinco chavales
a los que alimenta con lo que sacó de servir en Buenos Aires y lo
que consigue ahora haciendo y vendiendo chipas. El mayor, de 11
años, aporta un par de pesos como limpiabotas...
¿Control de la natalidad? El hombre es muy macho, nos dice,
como para utilizar esos medios. Vida casi biológica, parir y
alimentar para ir repitiendo la secuencia de generación en generación.
42

Herminia dice que las mujeres paraguayas no quieren trabajar.
La vendedora de chipas enfatiza lo trabajadoras que son y
cómo van a la chacra si es necesario, y asegura que el hombre paraguayo
es con frecuencia cruel y abandona a su familia. ¿Qué
puede hacer un revolucionario frente a Fermín o al marido de esta
mujer?
¿Y los gobiernos? Corrupción, dice Fermín. Lo mismo repite
un empleado de la compañía de la luz que desayuna con nosotros.
Por el camino baja un mormón con tres chavales indígenas.
Fermín y Herminia son fervientes y entusiasmados católicos. Paraguay
está lleno de signos que demuestran la presencia de la
Iglesia durante siglos. Son más datos.
En Asunción el bullicio, colores, gente por todas partes, autobuses
repletos rodando descontrolados en medio de un tráfico
de locos...
Por la noche escuchamos a Mozart en una pequeña sala de
conciertos en el centro de la ciudad. El pianista José Cubiles no
habría tocado a gusto en este lugar; decía que las opiniones que le
preocupaban eran las de los espectadores que ocupaban el último
piso del auditorio. En el pequeño local de Asunción eran las joyas,
los modelos especiales para la ocasión, los saludos al director de
orquesta, al pianista, a aquel señor con aspecto importante que
no dejó de cuchichear durante la audición... e incluso el ruido del
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papel de un caramelo arrugándose a la vez que se escuchaba el
piano del instrumento solista.
44

Caramelos de menta
Durante el intermedio la percusionista se acercó a la espectadora
que ocupaba uno de los asientos del coro y le pidió atentamente
que dejara de abanicarse. El golpeteo del abanico contra su pecho
se mezclaba con el sonido de sus instrumentos. Amadeo se alegró
pero lamentó que la intérprete no se hubiera quejado también por
el ruido que hacían otras personas al desenvolver caramelos. Minutos
después de haber comenzado la segunda parte, el tercer
concierto para piano de Bartok, el hombre sentado cuatro puestos
a su izquierda comenzó a retirar, despacio, con la intención clara
de no molestar, el papel de su tercer caramelo de la noche. Amadeo
miró con el rabillo del ojo a ambos lados. El tiempo que tardaba
aquel hombre en desenvolver el dichoso caramelo se le estaba
haciendo interminable, sin embargo, nadie parecía oírlo. Por
fin el sonido comenzó a disminuir indicándole que el envoltorio ya
se estaba convirtiendo en una pequeña bolita inofensiva; en ese
momento sintió cómo la joven de atrás pasaba delicadamente las
45

hojas del programa. Intentó concentrarse de nuevo. Las incursiones
de la cuerda en el primer movimiento le producían escalofríos,
le sumergían en un mundo ficticio e incontrolable del que le
iba salvando el piano, más tranquilo y seguro. Era éste una balsa
a la que amarrarse para escapar de lo desconocido. Su ritmo regular
y uniforme le llevó, paso a paso, a un lugar seguro justo
cuando la intervención clara de la flauta dio fin al primer movimiento.
En el segundo movimiento la cuerda abandonaba su inquietud
y dejaba fluir su sonido suavemente antes de que el piano entrara,
dulce y solemne al mismo tiempo, en acción. El espectador
de la sexta butaca de la primera fila del entresuelo situado a su
izquierda se removió en su asiento dejando en el aire un quejido
doloroso; un hormiguillo comenzó a recorrer su pierna derecha.
Abrió y cerró los dedos del pie durante unos segundos. Las teclas
se hundían lentas en un continuo crescendo manteniendo una
larguísima conversación con la cuerda antes de la intervención,
de nuevo mágica, de algunos instrumentos de viento que no identificó,
distraído con las toses reprimidas de parte del público que
aumentaban su nerviosismo. Ahora era el piano el que le arrastraba
hacia lo fantástico, lo desconocido para él, que nunca había
percibido el recogimiento de este Adagio Religioso, para volver finalmente
a la solemnidad del principio. Sabía que el teclado tomaría
el mando frente al resto de la orquesta que ya sólo le
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acompañaría arropándole con admiración; lo sabía pero no podía
escucharlo, estaba perdiendo por completo el hilo de la obra.
La pausa entre los dos últimos movimientos le dejó algo
más calmado.
Le gustaba el final, la entrada de la percusión y esa carrera
llena de fuerza y vida del piano al que las cuerdas, con notas claras,
acompasadas y agradables, retenían y liberaban, una y otra
vez, durante segundos. La alegría iba aumentando en una carrera
cada vez más enloquecida hasta... Le pareció que procedente
de las filas del último piso le llegaba el cierre largo y suave de
una cremallera; de otra zona del auditorio el ruido producido por
alguien que hacía una lazada, se estarían anudando los zapatos;
nunca se había percatado de la agudeza de su oído. Sintió una
imperiosa necesidad de conocer al dueño de los zapatos, podría
ser una mujer pero un calzado con cordones era más propio de un
hombre. Intentó reconstruir el camino que había recorrido el sonido.
Entonces reparó en una persona sentada en la primera fila
de butacas. Se trataba de un joven delgado, de nariz pronunciada,
pelo rizado, rubio; tenía las piernas cruzadas, podía ver uno
de sus pies, calzado con un zapato de color rojo, de punta redonda,
unos tres centímetros de tacón y atado con un cordón fino,
muy fino, de color anaranjado. En ese instante, apoyándose con
47

las manos en los brazos de la butaca, el hombre cambió de postura
y juntó las piernas, con lo que el zapato desapareció de la vista
de Amadeo; ahora se mostraba más erguido, la espalda bien apoyada
en el respaldo y las manos descansando, una frente a la
otra, sobre los muslos. Demasiado rígido, pensó Amadeo. Al poco
rato la pierna derecha comenzó a moverse de manera casi imperceptible,
Amadeo reconocía ese movimiento y sabía lo que el joven
sentía en aquel instante: se estaba cansando.
Era claro que no disfrutaba con el concierto. Entonces ¿por
qué estaba allí? Tal vez le habían regalado la entrada y no se
atrevió a decir que no, que a él la música clásica no le iba, y menos
Bartok, al que no había oído nombrar nunca. ¿Habría querido
mostrarse culto ante la joven que le acompañaba? Porque seguro
que iban juntos, ella se había dirigido a él cuando éste comenzó a
agitarse en el asiento y Amadeo había visto moverse sus labios
susurrándole algo. La necesidad de averiguar más sobre el joven
crecía en proporción inversa a la atención con que recibía el sonido
de la orquesta. No escuchaba, su mirada se mantenía fija en el
mismo punto del patio de butacas, era algo totalmente irracional,
pero el hombre del zapato rojo ocupaba por completo su mente.
¿Qué hacer? No tendría tiempo de alcanzarle a la salida.
Tal vez se detuviera unos minutos en el vestíbulo, o recogiera algún
objeto o alguna prenda en el guardarropa, pero ¿y si no fuera
así? En ese momento le sintió extrañamente cerca; el hombre del
zapato rojo estaba rígido, con la cabeza levantada y la vista diri-
48

gida hacia los asientos del coro; Amadeo no llegaba a ver sus ojos,
pero percibía en ellos una mirada llena de rencor, casi podría decir
de odio. Mantuvo la vista fija en él, no podía comprender su
actitud, tal vez se había dado cuenta de que le observaba, pero
aunque fuera así la reacción le parecía excesiva. Además, a esa
distancia, pensaba, no podía ser el objeto de su alteración.
Ahora se movía cada vez con mayor agitación; sus gestos se
convirtieron en aspavientos hasta que, preso de una tensión insoportable,
se puso en pie gritando. Pero no increpaba a Amadeo,
se dirigía al pianista, al director, por fin a toda la orquesta. No
soportaba más, exigía que expulsaran del local a aquel hombre
del coro, no ha dejado de moverse, de mirar a un lado y a otro
¡llévenselo! clamaba.
Dos acomodadores arrastraron fuera de la sala al hombre
de los zapatos rojos, se hizo el silencio, el concierto continuaba.
Era el momento en que el piano calla unos segundos como si se
preguntara hacia dónde va, y entonces el viento interviene con
fuerza, corre, date prisa, parece decir. Amadeo había perdido por
completo el interés por la partitura. Se relajó e intentó guardar
en su memoria el rostro de aquel hombre. Volvería a verle. Buscó
en las hojas finales del programa, haciendo caso omiso a la mirada
enojada de la mujer que se sentaba a su lado. Sí, el 22 de mayo,
Cuarteto de cuerda nº 2 op 17 de Bela Bartok, Sala de cámara;
sí, ahí lo podría tener más cerca.
49

tro.
El concierto había terminado. Salió a la calle y tomó el me-
Bajó en Batán y, en medio de la oscuridad de la carretera
que bordea la Casa de Campo, se dirigió hacia su casa. Un hombre
delgado y alto, rubio, vestido con una chaqueta que hacía juego
con sus zapatos, le seguía. Amadeo se detuvo mientras desenvolvía
un caramelo de menta. Lo acercaba a su boca cuando sintió
un agudísimo dolor en la espalda. Cayó de bruces, el caramelo
rodó. Amadeo le siguió con la vista; sólo tuvo tiempo de ver un
par de zapatos rojos con cordones que comenzaban a alejarse.
50

Martín
51

Bariloche
Viajamos a Las Hurdes en el invierno de 1975.
Mis primeros recuerdos son la escarcha y esa luz de invierno
siempre tan bonita.
Una anciana nos regala bollos mientras nos anima con un
“venga, que ya se ha muerto Franco y nos los podemos comer con
libertad”; la Sección Femenina aún daba cursillos de cocina y
bordado.
Patatas guisadas y un poquito de turrón en la Nochebuena
de Castillo, casa del alcalde, dueño del único bar, listo y preocupado
por los problemas de la aldea. El cura vive en Horcajo y no
baja nunca por el pueblo. El maestro empieza las clases el lunes
por la tarde y las termina el jueves.
52

Navidad en Aldehuela. Desde la noche anterior, los hombres
del pueblo están de fiesta. No han dejado de beber. Emigrantes,
legionarios, paisanos que sólo han salido de la aldea para hacer
la mili, un tipo con la uñas y orejas totalmente negras, cubiertas
de mugre, que declara no haberse lavado desde hace años; también
el alcalde, amarillo de pura embriaguez. Alegría con un inmenso
fondo de tristeza. “Cenaréis aquí”, “dormiréis en mi casa”;
pura borrachera, cenamos unas latas de mejillones y de caballa y
dormimos en el porche de la escuela.
Dejamos Aldehuela a primeras horas de la mañana. Al fondo,
la sierra de Gata asoma entre la niebla que cubre el valle.
Marchando monte arriba encontramos un camino cubierto
por la nieve. A partir de aquí el paisaje se va haciendo cada vez
más bello. Desde la cumbre del Cotorro de las Barraqueras se divisa
la llanura de Salamanca con Ciudad Rodrigo destacándose
de los otros pueblos. Al otro lado los caseríos de Cáceres. Al fondo,
muy lejos, Gredos rodeado de neblina y cubierto de nieve.
Perdemos el camino y tenemos que bajar casi rodando por la
nieve que, en algún momento, nos llega hasta la cintura. Nos encontramos
en una zona de paredes y cortados cuando se nos hace
de noche. Parece imposible encontrar el camino hacia El Gasco.
Dormimos atados a una roca para evitar una posible caída. Es
una noche algo incómoda pero extraordinaria. Un mar de estrellas
clarísimas cubre el cielo.
53

A la mañana siguiente llegamos a El Gasco. “El Gasco es lo
peor de la zona”, nos dirían muchas veces en otros pueblos. El recibimiento
es una lluvia de piedras. Un lugar olvidado del mundo.
Cabrito asado, aceitunas, queso de cabra... El vareo de los
olivos, la recogida de castañas, las vertientes de la montaña recortadas
en pequeñísimas parcelas de cultivo.
“¿Qué os traéis entre manos? ¿Sois Testigos de Jehová? No os
queremos aquí, creáis malos quereres”.
Una chavalina de 8 o 9 años se acerca a nuestra mesa en un
bar de Aceitunilla. No sabe hablar, apenas ve, gime, se le saltan
las lágrimas. Su expresión no es la de una persona con retraso
mental. Habían dado a elegir a los padres entre pagarles un dinero
o llevarla a Cottolengo, un hospital regido por religiosas. Los
padres prefirieron el dinero.
La limpieza de los primeros días, atravesando pequeños pueblos
primero, y aldeas más tarde, se fue apagando hasta tomar
un tinte grisáceo de pobreza, suciedad y sufrimiento.
54

Martín
Quince años atrás, una mañana, en una aldea de
Las Hurdes, nevaba como ahora. Es la misma
nieve recuperada en mi piel y en mi mirada.
Bariloche, mayo de 1985
César se levantó al amanecer dispuesto a fotografiar las primeras
horas de un Bariloche cubierto por la nieve. Tomó un colectivo
para acercarse al valle del Challhuaco, quería subir hasta el refugio
de Neumeyer.
La alegría y el bullicio desbordaban las calles de Bariloche.
Era la primera nevada del año.
El colectivo atravesó la ciudad, los barrios sencillos reemplazaron
a las calles repletas de restaurantes, agencias de viaje,
comercios de artículos de montaña. Poco a poco las casas se fue-
55

on espaciando, la nieve continuaba cayendo dejando un rastro
sucio en la carretera.
Más adelante, ya en las afueras, las viviendas, de una sola
planta, se agrupaban en pequeños barrios; eran construcciones
viejas, deterioradas a causa del tiempo, del abandono y de la pobreza,
y ahora aseadas y embellecidas por la nieve recién caída.
Martín cerró de un golpe la puerta de la casa, llevaba la
cartera a la espalda y, en la mano, una empanada de mondongo y
papa envuelta en papel de estraza. No había tenido tiempo de
peinarse y sus rizos negros estaban enredados formando una masa
compacta que la nieve iba cubriendo mientras se dirigía a la
parada del colectivo. Brincaba, giraba extendiendo los brazos,
caminaba a saltos en cualquier dirección, se detenía a tirar bolas
de nieve a todo blanco que, por confuso que fuera, le sirviera de
diana, regresando una y otra vez, hundiendo con fuerza sus botas
de goma en la nieve, al camino que conducía a la carretera. Más
de una vez tuvo que volver a buscar la empanada olvidada en el
suelo por culpa de lo divertido del trayecto.
Mientras esperaba el colectivo cayó en la cuenta de que la
tarde anterior olvidó hacer los ejercicios que el maestro iba a corregir
por la mañana. Otra bronca en la escuela y lo mismo en casa
como a don Sebastián se le ocurriera hablar con su madre. La
preocupación le duró no más de dos o tres minutos, enseguida la
nieve y la sierra que veía al fondo de la carretera ocuparon su
56

pensamiento. Estaba bonita la montaña. La regañina del maestro,
incluso un posible castigo, el camino hacia el bosque, la nieve,
los guanacos, se mezclaron en su imaginación y unas enormes
ganas de aventurarse en el monte le empujaron, en el mismo
momento en que llegaba el colectivo a la parada de enfrente, a
cruzar la carretera y subir por la puerta de atrás consiguiendo
que el conductor no le viera, era capaz de obligarle a bajar y devolverle
camino de la escuela.
César no reparó en él, Martín en cambio le vio en seguida.
Llevaba el pelo recogido en una coleta, era muy alto, sobresalía
por encima de las cabezas de los otros pasajeros, portaba un pequeño
macuto a la espalda y una cámara fotográfica colgando del
hombro. Estaba de pie, agarrado a la correa que pendía del techo
del colectivo con la cabeza ligeramente inclinada hacia delante
para poder contemplar el paisaje que se abría delante de la ventana
del conductor.
Martín se sentó en un rincón, atrás, junto a la puerta de salida;
desde su posición sólo podía ver parte del cuerpo del fotógrafo
y ello girando la cabeza y asomándola ligeramente desde detrás
de los últimos asientos.
Eran los únicos viajeros en el momento en que el vehículo,
cerca de la entrada del Parque Nahuel Huapi, se detuvo. Martín
ya había dado un salto y estaba detrás del colectivo cuando César
57

ajó. Aún le dio tiempo a esconderse tras un árbol mientras el
conductor giraba y se dirigía de nuevo hacia la ciudad.
Una pista cubierta por la nieve ascendía entre los árboles.
Por ella comenzó a caminar César. Minutos después Martín le
seguía ocultándose tras los cipreses.
Tenía la idea de que un fotógrafo como aquél, cargado con
una bolsa y cámara al hombro debía llevar, por fuerza, una vida
diferente.
Seguro que vive solo −se decía− pero porque él quiere, para
que nadie le estorbe cuando trabaja, porque también es seguro
que montones de mujeres querrán casarse con él o ser sus amigas,
y, además viajará por todo el mundo y a veces vivirá aventuras.
Habrá navegado por el mar haciendo fotos a paisajes y gente
de la que sale en los documentales de la tele, y se habrá quedado
atrapado entre dos fuegos en alguna de las guerras de las que
hablan las noticias, y habrá hecho entrevistas a personas importantes
como los actores o los futbolistas. Y ahora estará haciendo
un reportaje sobre el Parque y podré ver cómo maneja la cámara
o decirle dónde encontrar más fácilmente un huillín o cómo esconderse
para fotografiar un guanaco.
Por fin se decidió a acercarse, el tiempo transcurrido desde
que habían dejado el principio del camino era una garantía para
él de que aquel hombre difícilmente podría obligarle a regresar;
por otra parte su curiosidad resistía mal tanta espera.
58

Le alcanzó y comenzó a caminar a su lado. César le miró,
sorprendido y sonriente, preguntándose de dónde habría salido
ese personajillo diminuto que andaba a su lado con las manos
metidas en los bolsillos del pantalón, en silencio, mirando al
frente como si se conocieran de toda la vida y hubieran planeado
este paseo, que ya hacían juntos, entre los dos. Le siguió el juego
y no dijo nada. Ambos continuaron ascendiendo por el camino que
llevaba al refugio Neumeyer.
−¿Quieres ser mi amigo?− dijo de pronto Martín.
−Me parece bien− respondió César algo sorprendido por el
arranque del niño.
En silencio, de nuevo, llegaron al refugio.
Hacía frío. César pidió un té para cada uno y se sentaron en
una mesa junto al gran ventanal. Detrás el bosque nevado ocultaba
las cumbres, un camino giraba a la izquierda perdiéndose
entre las lengas en dirección al cerro Chalhuaco.
César estuvo a punto de preguntar al muchacho qué hacía
allí en lugar de estar en la escuela, pero intuyó que la pregunta
podría romper el ambiente que comenzaba a crearse entre él y el
niño. Le resultaba curiosa y atractiva la presencia de Martín.
−¿Tienes hermanos?−preguntó César.
−No −concluyó Martín
−Bueno, sí− añadió, segundos después, en un tono mucho
más débil.
−¿Y?
59

−Tengo una hermana, pero no quiero hablar de ella.
La vivacidad que mostraba su rostro se tornó recogimiento
y desinterés.
César no sabía cómo continuar. El comienzo de la conversación
no había sido muy afortunado. Tornó a su infancia en busca
de algo que pudiera ser común a ambos.
−¿Sales a jugar a la calle?
−Sí.
−Yo también lo hacía cuando era pequeño. A mi madre no le
gustaba mucho pero mis amigos iban a buscarme y al final la
convencía. Yo era un chico estudioso y responsable, supongo que
pensaba que me lo merecía. Bajábamos a la calle y recuerdo que
doblábamos una esquina para llegar a una placita adoquinada
con una iglesia y un par de árboles. Allí nos sentábamos en el
suelo, o en el porche de la iglesia y jugábamos a las chapas, a las
canicas, al trompo... ¿A qué juegas tú?
Martín pareció animarse.
−Al fútbol, pero también jugamos alguna vez a las canicas.
−¿Por qué me has seguido?
−Porque de mayor quiero ser fotógrafo como tú. Me iré de
aquí y viajaré por muchos sitios. Haré fotos de lo que hay en otros
países, animales, otras montañas, el mar, personas diferentes de
las que viven aquí... Tú lo haces ¿no?
−A veces, como ahora, en estos días que paso en Bariloche.
−¿Y has estado en muchos sitios?
60

−He recorrido casi todo el mundo.
−¡Jo! ¡qué suerte! Mi madre se enfada si le hablo de esto, dice
que no me puedo ir, que son bobadas que se me olvidarán
cuando sea mayor y que no la voy a dejar sola como hizo mi padre.
Mi padre es que se marchó hace mucho tiempo, cuando yo
era pequeño y mi hermana... bueno, se marchó y no ha vuelto. A
mí no me importa mucho, pero si estuviera aquí, cuando yo sea
mayor podría irme a viajar y hacer fotos sin que mi madre se enfadara.
−Yo creo que no debes olvidarlo, ten paciencia, y cuando
seas mayor seguro que puedes convencer a tu madre. ¿Por qué no
quieres hablar de tu hermana?
−Porque no. ¿Y tú por qué quieres que hable?
−Soy curioso, me parece que es importante para ti y creo
que en el fondo te gustaría hacerlo.
−Pues no.
Martín calló unos instantes pero su mirada seguía viva y
preguntona
−¿Y qué es lo que te gusta más de todo lo que has visto?
−No lo sé. Todos los países tienen cosas lindas. Me gusta la
gente, sobre todo.
−Yo me sé todos los países del mundo. Dime el nombre de
uno, ya verás cómo lo conozco .
−¿Sabes dónde está Marruecos?
61

−¡Claro! ¿No ves que quiero ser viajero y fotógrafo? Tengo
un atlas en mi casa y muchas veces lo abro y viajo, me imagino
cosas que me pasan y la gente y los paisajes...
−¿Y estuviste alguna vez en Marruecos?
−Sí, viajé por el desierto y un día cuando iba a dormir cerca
de un oasis oí mucho ruido y eran unos soldados que llevaban capas
y me apuntaban con sus metralletas, pero yo pude con todos
y me escapé y como llevaba una moto grande de esas que pueden
pasar la arena no pudieron alcanzarme. ¿Tú has estado allí?
−Sí, pero lo más peligroso que me he encontrado ha sido un
alacrán que me esperaba en la tienda de campaña un noche. Yo
le vi primero y también gané.
−Me sé más países. Muchas noches tapo la rendija de la
puerta con los libros de la escuela y me paso horas viajando por el
atlas. He estado en Egipto, he entrado en las pirámides, una vez
me quedé encerrado en una y hablé con un criado del faraón que
estaba enterrado allí y me contó cómo vivía cuando estaba vivo y
cómo se divertía cazando en el desierto, y luchando, y bailando y
bebiendo vino.
−¿Y cómo fuiste a Egipto?
−¡Pues en barco! En el atlas busqué el océano, pero primero
tuve que ir a la costa, para eso cogí una avioneta que volaba muy
muy bajo y debajo se veía un río. Pero sólo uno y una carretera
muy larga, muy larga y lagos y, al final aterrizaba y allí me subí
a un barco sin que me vieran, porque era de noche ¿sabes? Y me
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escondí como los... cómo se llamaban... los hay en los libros de
aventuras...
−Polizones
−¡Eso es! Yo era un polizón y después de muchos días pues
eso, pues llegamos a Egipto.
−¿Y qué pasó después?
−Pues eso que te he dicho, que me quedé encerrado en una
pirámide. Ya no me acuerdo de más. Oye ¿y tú? ¿has ido en barco
alguna vez?
−Sí, claro, la primera vez fue hace muchos años, desde Grecia
a Turquía, pero tu viaje sería mucho más largo que el mío
¿no?
−¡Claro! El océano es muy grande. Pues a mí me hubiera
gustado naufragar y encontrarme en una isla, y que me rescataran
después y salir en los periódicos y en la tele contando mis
aventuras. Una vez me encontré un libro en un puesto de esos
que venden libros baratos, que contaba la historia de un hombre
al que le había pasado eso. ¿Sabes qué hice? Lo afané. No se lo
cuentes a nadie.
El sol se filtraba entre los árboles. El frío disminuía.
−¿Damos un paseo?− propuso César.
−Bueno...
63

Martín pensó, por un momento, que tendría que retornar a
casa, pero en seguida desechó la idea. Aún le daba tiempo a estar
con César un buen rato más y regresar a la hora en que volvía de
la escuela a diario.
Tomaron una senda en dirección al cerro Chuallhuaco
−¿Dónde vamos?− preguntó Martín
−Podemos llegar hasta la Laguna Verde ¿Te parece bien?
−Sí, pero no más, tengo que volver a casa pronto.
−Hiciste pellas ¿eh?
Los helechos asomaban entre la nieve. Las ramas de las
lengas se movían con el viento dejando caer pequeños copos sobre
los rizos de Martín que corrió los últimos metros para asomarse
al mirador y ver la helada laguna y el cerro Chalhuaco, blanco,
blanquísimo.
−Uuaaaaaaauuuuu! Si pudiera atravesarla patinando... Si
no tuviera que volver a casa podríamos dormir en el refugio y venir
muy temprano, y subir al cerro...
−Estará bonito esto en primavera− comentó César.
−Se llena de flores, y entre los matorrales de caña se pueden
ver los chucaos. ¿Has visto alguno?
−No.
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−No es fácil porque se esconde y no mete ruido, pero yo lo he
visto. Si vienes en primavera o verano te puedo ayudar para que
le hagas una foto.
−De acuerdo, cuando vuelva te avisaré y subiremos juntos
hasta alguno de los cerros.
−¿Me enseñas tu cámara?
−Sí, te haré una foto y luego me haces tú una a mí.
Los ojos de Martín se abrían de par en par, su boca permanecía
ligeramente abierta y su cuerpo tenso, todo él sumergido en
lo que César le explicaba sobre el funcionamiento del aparato.
Bajo la mirada atenta de César, fotografiaba todo lo que se veía a
su alrededor: la laguna, el cerro, las barbas de viejo suspendidas
de las ramas, las huellas que habían ido dejando en la nieve...
César intentó apaciguarle mostrándole, en la pantalla de la cámara,
las tomas que había hecho y aleccionándole mientras Martín
ponía los cinco sentidos en no perder detalle de lo que oía y
veía.
Los días empezaban a ser cortos. Martín debían regresar
antes de que se hiciera de noche y su madre se preocupara. César
decidió bajar con él.
−¿Te gustan las mujeres?− preguntó Martín mientras masticaba
su empanada de mondongo y papa.
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−¡Pues claro!− respondió César sonriendo. Le resultaba especialmente
simpático el chaval. −¿Y a ti no te gustan las chicas?
−No me interesan, son un estorbo para muchas cosas. Sólo
me gustó una con la que me escapé una vez. Nos perdimos por el
monte y tuvieron que ir con helicópteros a buscarnos. Hacía frío y
pasamos hambre, aunque yo la cuidé muy bien. Luego dejó de
gustarme porque cuando nos encontraron se echó a llorar y se fue
con sus padres sin hacerme ni caso.
−¿Y tu hermana?
−No lo sé, mi hermana es diferente.
−¿Por qué?
−No es normal, además no vive en mi casa.
−¿Pues ¿dónde vive?
−En una especie de hospital, a mi madre le dieron a elegir
si se quedaba y le daban dinero para ayudarla o si se la llevaban,
y mi madre dijo que el dinero era poco y ella iba a estar mejor en
el hospital. Mi hermana está paralítica, y además no puede
hablar, pero oye, lo sé porque antes de que se fuera yo hablaba
con ella y me entendía, hacía gestos para responderme. Yo hubiera
querido que mi hermana no se fuera pero... bueno, por otra
parte está bien, así es más fácil irme de casa.
−¿Cómo se llama?
−Zoila.
−¿Y no la ves nunca?
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−Casi nunca. Voy algunas veces con mi madre al hospital,
la sacamos a pasear por el jardín y yo le enseño libros de cuentos
y de leyendas, se los leo mientras ella ve los dibujos. A mí me
gusta leer en voz alta, sobre todo las historias fantásticas en las
que se cuentan cosas que nunca pueden pasarte a ti.
Faltaba poco para llegar a la entrada del Parque. Se sentaron
junto al camino, César sacó unas galletas de avena de la mochila
y las compartió con Martín.
−¿Y tú sabes alguna leyenda?− preguntó el niño.
−Sí, pero no sé si sería capaz de recordarla.
−Yo sé por qué existe la luna, es una historia que le gusta
mucho a mi hermana ¿Te la cuento?
−Por supuesto, soy todo oídos.
−Pues resulta que había una vez un poblado en el que vivía
una chica que era muy valiente. Y había un puma que andaba alrededor
de la aldea y todos le tenían miedo porque era muy peligroso
y mataba a los animales y a veces a las personas. Entonces
esa chica que se llamaba Quilla decidió salvar a su aldea y un
día, cuando el puma se acercó, echó a correr delante de él y se lo
llevó muy lejos, muy lejos, pero ya estaba muy cansada y el puma
la alcanzó y la fue a matar, pero entonces Quilla comenzó a elevarse
y se convirtió en luna, y el puma se asustó porque nunca
había visto una luna y no volvió más. Quilla significa luna en
mapuche. ¿Te ha gustado?
−Mucho, es bonita.
67

−Va a hacerse de noche. Mi madre va a salir a buscarme
como no llegue pronto.
Se despidieron en la parada del colectivo. A lo lejos se distinguían
las primeras casas del arrabal. Martín echó a correr,
César agitó la mano en señal de despedida pero Martín no le vio:
no lejos de la parada una niña brincaba chapoteando en el barro;
era algo más pequeña que Martín, chatilla, de labios gruesos; una
melena corta, lisa, le enmarcaba la cara dejando ver un par de
pendientes de bolitas rojas y azules y unos ojos grandes y oscuros
casi ocultos por el flequillo.
−¡Zoila!−llamó Martín.
La niña corrió hacia él avisándole.
−Mamá está enfadada, Don Sebastián llamó para preguntar
por ti porque no habías ido a la escuela y papá dice que te va a
dar una tunda y te va a castigar. ¿Dónde has estado?
68

No hablas, no mueves
69

Ayacucho
Ayacucho es hoy una ciudad tranquila, agradable, provinciana y
colonial. El bullicio de la gente joven inunda sus calles de animación
y alegría. Tiene un museo muy completo sobre los wari, una
de las culturas preincaicas más importantes, y un buen jardín botánico
de cactus, opuntias, ágaves... habitado por multitud de
saltamontes que vuelan apareados entre las plantas y sobre las
cabezas de los visitantes.
Su nombre significa rincón de los muertos, es el que se dio a
la ciudad después de la batalla de Ayacucho en 1824; pero siglo y
medio después, en la década de los ochenta, la ciudad podría
haber sido bautizada de la misma forma.
Leo El llano en llamas: dolor, violencia, pobreza, como la
historia de esta ciudad. Rulfo publicó parte de los cuentos incluidos
en esta obra en la revista América y los acompañó de fotografías
tomadas por él mismo. No conozco las fotografías pero puedo
70

o recrearlas a través de sus cuentos. Hay un fragmento de Anacleto
Morones que dice: “¡Viejas, hijas del demonio! Las vi venir a
todas juntas, en procesión. Vestidas de negro, sudando como mulas
bajo el mero rayo del sol. Las vi desde lejos como si fuera una
recua levantando polvo. Negras todas ellas. Venían por el camino
de Amula, cantando entre rezos, entre el calor, con sus negros escapularios
grandotes y renegridos sobre los que caía en goterones
el sudor de su cara. Las vi llegar y me escondí...”. Pura imagen.
71

No hablas, no mueves
“Tienen cogido al mundo como pulgas.”
José María Arguedas: Todas las sangres
La calle es un espectáculo. Dos hileras de vendedores con su mercancía
extendida en el suelo separan las riadas de la multitud
que deambula a lo largo de las seis cuadras que van de la Plaza
de San Martín a la de Armas. Banderitas de papel decoran la calle
de lado a lado, al fondo la Plaza de Armas iluminada parece el
trocito de mar que recoge al río de paseantes del domingo. Un payaso
calzado con grandes zancos se mueve ágil entre la gente. Las
voces ante los micrófonos de la vendedora de helados y del muchacho
que anima a la compra desde la puerta de un establecimiento
de ropa se mezclan a las más débiles de los comerciantes
sin tantos recursos técnicos, a las conversaciones de los peatones
72

y a los pitidos de los policías anunciando su presencia para mayor
tranquilidad de los viandantes.
Definitivamente Lima es una ciudad oscura durante el día.
Es la gente, los vendedores, los colores de una mercancía variopinta
lo que ilumina su centro desde la mañana hasta altas horas
de la noche. La garúa impide el paso de la luz. Imagino al sol detrás,
repantigado sobre esa superficie continua, gris, tomándose
un respiro en su trabajo antes de atravesar el Pacífico rumbo al
desierto australiano.
Yo también me he levantado hoy un poco garúa, envuelta en
niebla. Esta mañana no me encontraba bien, me he despertado
varias veces con esa sensación que tengo desde hace días de dificultad
al respirar y oyéndome los latidos del corazón.
¿Se puede mirar hacia delante y arrinconar el pasado cuando
se tienen más de cincuenta años? El pasado está ahí, es estúpido
que lo neguemos, forma parte de nosotros como las canas o
la barriguita. Todo se va depositando, permanece dentro; las
imágenes que evocan el día a día de nuestra vida, incluso cuando
parecen olvidadas, duermen en nuestro interior esperando que
las circunstancias las despierten.
Cuando leí la carta de Sebastián animándome a reunirnos
en Ayacucho no me lo pensé dos veces, le echaba muchísimo de
menos y deseaba abrazarlo, tenerlo cerca; ahora no sé si esto es
sólo una necesidad pasajera, a veces pienso que quiero seguir separada
de él.
73

Por fin abrieron la taquilla.
− Uno a Ayacucho, por favor.
Como siempre, atestado de viajeros. A ver si tengo suerte y
no me toca ningún parlanchín, hoy no me apetece charla y son
muchas horas de viaje. Parece que por el hecho de compartir
asiento en un autobús una tuviera que estar obligada a escuchar
y a hablar con cualquiera. A veces me gusta, y mucho, pero hoy
no tengo ganas, dormí mal. No me encuentro bien; no sé si el picante
de marisco, las mollejas o qué, el caso es que me desperté
con el estómago hecho una pena. Me levanté con sensación de suciedad.
Una noche repartida entre el dolor de estómago y un sueño
oscuro, ácido, maloliente en el que, encerrada en un campo de
concentración, intentaba conseguir bebida. En los ratos de insomnio
pensé en el futuro próximo, pero el dolor, la pesadilla y
algunas reflexiones de la tarde anterior me acercaron a ese futuro
de forma un tanto pesimista y negativa. Lo que creo que me
dejó con esa sensación de suciedad fue la figura de Sebastián que
se coló descaradamente trayéndome el miedo a la soledad, a los
problemas, al vacío, al no saber de mí misma, de mis intereses, a
hacer daño, al sufrimiento propio o de los demás.
− Buenas tardes. Disculpe.
− Buenas tardes. No hay problema.
− Será posible... Una hora y media para salir de Lima. Esta
ciudad es caótica.
74

− Bueno, es muy grande y hay que pasar por otras dos terminales
más antes de coger la carretera.
No parece tener muchas ganas de hablar. Mejor. ¿Cuántos
años tendrá? Más de cuarenta seguro, tal vez cincuenta. Pelo canoso,
menudo, la barba descuidada adrede, parece nervioso. Dedos
largos y huesudos, se diría que ágiles, a lo mejor toca el piano,
o pinta, son manos de artista, no va mal vestido para lo que
se ve por aquí. Es muy serio, ¿será feliz? no lo parece, muestra un
rictus de amargura en los labios.
No se retrae lo más mínimo, normal, habrá pensado que soy
una descarada y que me merecía una mirada directa.
− Otra vez parados.
− Voy a ver.
− Es la rueda, están cambiándola.
− Si no es una rueda es una parada para entrar al baño o
para tomar un café. Me cansa viajar así.
− Yo ya estoy acostumbrado. No me queda más remedio que
ir a Lima cada poco. Tampoco me desagrada.
− ¿Va hasta Ayacucho?
− Sí. Vivo allí. ¿Y usted?
− Yo vivo en Lima, he quedado con una persona en Ayacucho.
No lo conozco, nunca estuve.
75

− Está más tranquilo desde que el Chino detuvo a Abimael
en Iquitos.
− Eliminó a casi toda la guerrilla pero también a un número
considerable de personas inocentes.
Se quedó mudo; creo que no comparte mi opinión. Me
habría gustado saber qué piensa sobre las fosas comunes investigadas
por la Comisión de la Verdad o por las matanzas probadas
del grupo Colina.
..............................................................................................
No olvido. Han entrado, en la calle han dejado su carro, encapuchados
han entrado, mi hijo es inocente, están parados, todos
a apuntar con el arma, no hablas, no mueves, han entrado, he
agarrado a mi hijo, he agarrado con toda fuerza, han entrado, encapuchados,
mi hijo, con carros llevan, me pisotean, mi hijo, han
llevado a mi hijo, han llevado, han puesto en camión, mi hijo es
inocente, están parados, no hablas, no mueves. Olvido no, olvido
no.
..............................................................................................
− Y ¿ahora? ¿Por qué vuelve a pararse?
− No lo sé.
Amigos, anunció el conductor, los campesinos han cortado la
carretera. ¿Por qué? ¿qué quieren ahora esos cojudos? la irrita-
76

ción se propagaba entre los viajeros. Hablemos con ellos. Intentemos
convencerles de que nos dejen pasar. Vámonos de nuevo a
Lima. No se puede, también han cortado el regreso, hace una
hora que empezaron con los cortes, insistía el conductor. Vamos,
por las buenas o por las malas, pero que nos dejen seguir, desafió
alguno. Son muchos. Pues a pedradas con ellos, gritaba, apalancado
en un asiento del fondo del autobús, un chaval de unos catorce
años. Tienen razón en la huelga, discrepó alguna voz tímidamente.
Viven miserablemente. Sí, pero yo tengo que llegar a
Ayacucho a mi hora, un joven con corbata y cazadora gris asomaba
la cabeza detrás de un paisano ocupado en descascarillar minuciosamente
un huevo cocido. El chofer tiene la culpa, afirmaba
un viejo cuyo rostro apenas asomaba por la capucha de su pelliza.
Tenía que haber llegado antes del corte. Que pase por entre todos
y le damos una buena fresada, yo ya me quito el cinto; y, de pie,
con gesto fatuo, un hombre tocado con un sombrero de ala ancha
y bufanda negra al cuello, algo bisojo y de nariz afilada, se subía
los pantalones con las manos agarradas a la cintura de su pantalón.
..............................................................................................
¡No me digan qué hacer! Una gran parte de nosotros no tenemos
agua en las casas, ni desagües, ni luz. Pasamos hambre.
Muchos niños mueren. Lo mismo pasa en Huallaga. Viene Sendero
y asegura defender nuestros cultivos, nos compra, nos compra
77

más caro que el Estado. Siempre hemos cultivado la coca, necesitamos
de ella, esta tierra es pobre, no nace otra cosa, no hay fábricas.
Lino dice que tenemos fuerza, que aguantemos, que representantes,
gente de los nuestros hablan con el gobierno, que en algunos
valles dejan cultivar.
La coca es lo nuestro, no hay carreteras, la fruta se pudriría,
el café, el tabaco lo mismo. La coca aguanta. Lino dice que no lo
comprarían, hay café en muchos sitios, también tabaco. ¿Qué me
importan los papeles? ¿Para qué que escriban que es mía si no
puedo sacarle nada?
Mis abuelos, los abuelos de mis abuelos, chichaban coca.
Siempre fue así ¿Por qué olvidarlo?
..............................................................................................
− Durmió usted un buen sueño.
− Sí, está clareando.
− Mire, llegan más autobuses.
− Los campesinos se van, parece que podemos continuar
− ¿Le molesté con lo que dije sobre el Chino?
− No, pero no se moleste usted tampoco si le digo que me
pareció una frase demasiado simple. He vivido de cerca todo esto,
lo he sufrido, a mi mujer la asesinó Sendero. Sin embargo eso no
me ha cegado, ni me ha detenido. Tenía 14 años cuando Sendero
tomó la emisora de Ayacucho para dirigirse a los campesinos. Ahí
78

comenzó la guerra en la región. Mi familia fue una de tantas desplazadas.
Marchamos a Lima, allí estudié, volví, empecé a trabajar
en la emisora, me casé. Ahora quiero quedarme en Abancay.
Me presento en las elecciones y tenemos posibilidades. Hay que
empezar una nueva etapa. Sólo hay que atar bien los cabos, el cocalero,
el rondero, aquellos que quedaron entre dos fuegos y se
llevaron la peor parte son fundamentales para avanzar.
− ¿Y olvidar?
− No se pueden borrar veinte años de terror, pero hay que
construir mirando hacia delante. Los votantes más jóvenes han
vivido aquello en su infancia, lo han recogido para siempre, pero
suavizan, matizan, porque tienen la necesidad de defenderse y de
buscar un futuro.
− Habla como si todo hubiera terminado.
..............................................................................................
Adrián dejó la servilleta sobre la mesa y se levantó a abrir la
puerta. Dos hombres de unos treinta y tantos años le saludan y se
presentan como soldados del cuartel de Abancay. Es tarde, no hay
ya posibilidad de transporte al pueblo vecino y piden pasar, por
favor, la noche en su casa. ¿Por qué allí? No hay pensión en la aldea
y la luz de su ventana es la única encendida en aquella calle.
Gloria asoma su rostro por detrás de su marido. Se miran y tal
vez la intuición, tal vez la experiencia de los años de cárcel, de
persecución, les pone sobre aviso. Gritan. Los supuestos soldados
79

huyen. Están cansados. Primero el encarcelamiento, la tortura;
ahora, dos años después del final, el miedo. Desde su declaración
ante la Comisión viven en continua zozobra. No pueden olvidar.
..............................................................................................
− Hace dos años que la violencia ha remitido notablemente.
Sí, no me mire con cara de asombro, de vez en cuando aparece algún
mal recuerdo que está a punto de hacerse terrible realidad
por la incompetencia de un soldado de cuatro pelos, también la
detención del líder cocalero; un hecho, por otra parte, totalmente
necesario.
− Volvemos a parar
− Ahora son muchos más.
− No se retiraban, han venido a apoyar a estos.
¡Y bien que lo han hecho! miren, bloques de granito. Y
hogueras, no pasan frío, los muy cabrones, en cambio nosotros,
mascullaba el joven de la cazadora gris. El autobús comenzó a
vaciarse ¡Venga! Vamos a obligarles, nos tienen que dejar pasar.
Si quieren pelea pues tendrán pelea, increpaba a los otros el chaval
mientras les empujaba hacia la puerta del autobús.
− Mire, alguien lanzó una primera piedra, ya está armada.
¡Correr! ¡ A los autobuses! ¡Hay heridos! Las carreras, el
griterío, los empujones se mezclaban con tímidas propuestas encaminadas
a calmar la situación. Tenemos que hablar con ellos,
por la fuerza no lo vamos a conseguir. ¡Viene la policía! Sí, pero
80

son un par de coches, no están preparados, no pueden hacer nada.
¡Alguien que quiera servir de mediador! Ya hay unos cuantos
que se han prestado voluntarios, insistían lo más comedidos.
− Habrá que esperar, están discutiendo allí, alrededor de
las hogueras.
− Las mujeres no parecen estar dispuestas a ceder ¿no ve?
intentan deshacer los grupos.
− Sí, pero son pocas y los hombres son los que llevan el
mando.
− Parecen más luchadoras.
− Muchas de ellas lideraron las rondas campesinas y en
muchos casos se hicieron cargo de la comunidad cuando los hombres
huían para no ser obligados a sumarse a Sendero.
− Se dispersan. Bueno, parece que esto se tranquiliza un
poco.
− Ya se debe de estar bien fuera, podemos sentarnos al sol.
− Mire, aquellos están vendiendo bollos.
− Llevamos sin comer muchas horas y aún no sabemos cómo
va a terminar esto, así que voy a comprar. Y al listo de los bollos
le están siguiendo otros, esto se va a convertir en un mercado.
− Tenga, había tanta cola que cuando me llegó el turno
habían subido los precios. ¡Cómo sabe la gente!
− Sí unos venden y otros se aburren. Vea, están subiendo al
cerro. Sonríen como niños con zapatos nuevos. Quieren pelea.
81

− A saber cuándo llegaremos a Ayacucho.
− Decía que la esperaban allí ¿no?
− Sí, un amigo.
− Disculpe si me atrevo ¿está impaciente?
− No me importa que me haya preguntado, soy poco reservada.
La verdad es que no sé si estoy impaciente; es alguien importante
para mí pero me encuentro en un mar de dudas, no estoy
segura de lo que quiero. Es curioso, en el fondo estoy tan confundida
como alguno de nuestros compañeros de viaje. El peso del
pasado, la necesidad de vivir el presente y la duda permanente de
dónde está lo auténtico; optar, dejarse llevar ¿la nostalgia? ¿el
deseo de novedad? ¿el descanso tras las dificultades?
− Creo que la entiendo.
− Ya vienen los mediadores. Vamos al bus a ver qué nos
cuentan.
Amigos, los campesinos nos dejan pasar a cambio de pintar
los carros con sus consignas y de que sus representantes vengan
hasta Ayacucho. La vuelta se la tendremos que pagar: diez soles
por bus.
..............................................................................................
Por qué de los derechos humanos tienen que estar hablando?
Yo voy a averiguar quiénes han ido a ese curso, de qué comunidades.
Por eso que toda la gente va a salir previo pase, con autorización
de mi persona.
82

..............................................................................................
Que pinten pero yo no doy un sol, gruñó el viejo que continuaba
embutido en su pelliza, que lo pague el chofer, es su culpa.
¡Yo les voy a resolver sus problemas a ellos! en seguida... ¿quién
me resuelve los míos? respondió el joven de la cazadora gris. Vamos,
son menos de cincuenta céntimos, intercedieron algunos.
¡Eh! el chofer puso su parte? Eso, eso, las voces se unieron.... Sí,
que pague, que pague.
− Basta ya, yo pago lo del chofer si es necesario y lo de los
que no quieren ayudar también
− Vaya, se hizo el silencio, estuvo muy oportuna.
− En cuanto a lo que decía sobre el olvido. No estoy de
acuerdo, no se debe olvidar. Hay que construir sobre lo vivido. La
juventud ha nacido en el 83, el 84.. Ven que los de Sendero apoyan
la coca, que no piden, que no hacen daño. Muchos se van con
ellos. Y cada vez son más los que hablan de los secuestros, las
torturas, los asesinatos cometidos por el ejército y los ronderos, a
la Comisión se la escucha, algunos soldados se atreven a hablar.
Es de ahí de donde hay que partir. 70000 muertos y medio millón
de desplazados. Y casi el cuarenta por ciento causados por el ejército,
la policía y los paramilitares.
− Eso no apaga los recuerdos, aviva el dolor y el dolor confunde
y los confundidos son presa fácil para Sendero, no se deje
engañar por lo que aparentan. Hay que silenciarles para siempre.
83

− ¿Y qué pasa con los miles de campesinos humildes que
fueron condenados sin poder defenderse?
− ¿Y los muertos de Lucanamarca y de otras aldeas castigadas
por Sendero? El asesor Montesinos y Abimael están en la
misma cárcel ¿no debería ser esto un símbolo?
− Creo que no va a ser fácil ponernos de acuerdo. Mire, el
chofer sube. Nos vamos.
− Tal vez no. Nos harían falta horas de conversación. Verá
que Ayacucho es una ciudad tranquila, agradable. Tiene que visitar
el museo y el jardín botánico. Le gustará.
Ayacucho. Ahí está Sebastián.
− Bien, por fin llegamos.
− ¿La vinieron a buscar?
− Sí, mi amigo está esperando.
− Ayacucho es una ciudad pequeña, nos veremos posiblemente.
− Me alegraría.
84

A Quijorna, por favor
85

Andahuaylas
Andahuaylas significa en quechua pradera de los celajes, y eso es
lo que divisaba desde el bus, suaves celajes sobre las montañas
del fondo, las montañas cercanas a Cuzco. De entre los valles
surgía una espesa neblina. Los valles estaban arropados por nubes
que se deshilaban y ascendían hasta superar los picos y, allá
arriba, jugaban con el sol dejando ver poco a poco las cumbres de
la cordillera del Vilcanota. Al pie de la carretera la vida cotidiana,
los prados, las huertas, los campos de cebada y maíz, las casas
aisladas a lo largo de los caminos.
Arguedas, que nació en Andahuaylas, decía de sus habitantes:
Es un pueblo cautivo, levantado, en la tierra ajena de una
hacienda.
Los agricultores de la zona vivían en el siglo XVII a disposición
de los hacendados, habían perdido las tierras comunales y la
86

posibilidad de comerciar con sus productos, y así siguieron hasta
que en 1974 el movimiento campesino tomó las tierras de muchas
de las haciendas expulsando a los terratenientes. Después vino la
guerra, Sendero Luminoso, la intervención del ejército...
Tierra de sangre. En las canciones quechuas la palabra yawar,
sangre, aparece constantemente: yawar mayu, río de sangre;
yawar unu, agua sangrienta; yawar wek´e, lágrimas de sangre.
En Andahuaylas tomamos un taxi. Lo compartimos con un
hombre callado, tímido, cuyo único equipaje era un pequeña bolsa
de viaje. El taxista nos dejó a los tres en el mismo hotel. Con la
cabeza gacha, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, pasó ante
nosotros, pidió en voz casi inaudible una habitación y subió las
escaleras sin levantar el rostro. No le volvimos a ver. El conductor
tampoco habló durante el trayecto, parecía abstraído en sus
propios pensamientos.
87

A Quijorna, por favor
Mal se presenta la mañana. ¡Qué poca gente venía en el autobús!
A ver si dejo a éste hombre pronto y tengo más suerte en el de las
12.
¡Vaya tipo callado! Tanto kilómetro y no ha abierto la boca
más que para decir dónde iba. Tampoco me importa, hoy no me
apetece charla. Parece que uno, por el hecho de conducir un taxi
tuviera que estar obligado a escuchar y a hablar con todo el que
se sube en él. A veces me gusta y mucho pero hoy no tengo ganas,
dormí mal. Entre el niño, toda la noche dando la vara con que le
dolían las anginas y la Herminia que con los ronquidos y el levantarse
para atender al muchacho no me dejó dormir... ¿Cómo
será eso, que aparece en las películas, de dormir en habitaciones
separadas? No sé, no parece estar bien, dicen que la cosa se enfría,
pero para casos como el de esta noche no tiene que estar nada
mal. De todas formas no hay sitio, y además no sé que le parecería
a la Herminia, lo mismo se pensaba que tengo otra y que
88

por eso no me importaría dormir sin ella. Pero eso sí, tenerla de
vez en cuando que no falte, por cierto que últimamente está que
se sale, no me extraña que ronque, con lo a gusto que debe de coger
el sueño después de esos tutes que se da conmigo, y los esfuerzos
que hace para que el Paquito no oiga el escándalo que
meteríamos si nos dejaran en mitad del campo, que se le pone la
cara roja y parece que está cabreada con los labios apretados para
que no salga de ahí más que un ay que se le escapa de vez en
cuando. Es algo especial la Herminia, al menos no oigo a los compañeros
contar de sus mujeres lo que yo podría contar de la mía.
Y que no voy a contar, porque pensarán que voy de presumido o
que la Herminia tiene madera de puta, que para todo hay en este
mundo del Señor.¡Lo que hay que oír a veces! Aunque a éste que
llevo detrás, nada, no sé qué le rondará por la cabeza. Problemas
económicos no debe de tener porque coger un taxi para recorrer
casi sesenta kilómetros habiendo autobuses... Por cierto que tendremos
que empezar a mirar lo que nos podemos gastar en las
vacaciones. Mira que se pone pesada con esa manía que le ha entrado
de hacer un viaje largo. Nada menos que a Méjico, ya me
dirás qué se le ha perdido allí, y encima le pregunto que si habla
de Cancún o de la Ruta Maya, que es lo que más escucho yo, y me
salta que eso está amañado y que ella quiere viajar de verdad. El
caso es que no sé muy bien qué quiere decir con eso de viajar de
verdad. A mí me parece que lo que quiere es viajar incómodamente,
porque tú ya me dirás, la diferencia que hay entre coger tu
89

maleta, ir al aeropuerto que no cuesta nada porque el metro te
deja allí mismo, y que un señor se encargue de todo, no tener que
aclararte con tanto papel que llevan los billetes de avión, ni buscar
un hotel, ni siquiera leer en la guía dónde tienes que ir. Porque
lo de leer... la Herminia dice que hay que leer y se enfrasca
en esos tochos tan gruesos que parece que van a durar toda la vida.
Se nota que no curra, si llegara a casa como yo, después de
tantas horas al volante, con los nervios disparaos por culpa de
tanto coche, que no sé dónde vamos a llegar, yo lo arreglaba de
un plumazo: prohibición de aparcar en todo el centro y retirada
del carné por una temporadita a todo el que no cumpliera la norma,
ya veríamos si la gente se lo pensaba antes de sacar el coche
de casa y tener que pagar un aparcamiento subterráneo, y eso si
es que encontraban sitio. Que no puede ser, que este trabajo es
muy duro, uno acaba con los nervios fuera de su sitio, ¡como para
ponerse a leer al llegar a casa! quita, quita, la tele ayuda a relajarse.
El caso es que la Herminia tiene mucho tiempo libre, porque
ya me dirá cuánto puede tardar en recoger la casa, con lo pequeña
que es y lo poco que la engorrinamos; el chico en el cole,
que come allí porque le gusta estar con los amigos en el patio, yo
que me meto en la tripa cualquier cosa en media hora y me vuelvo
a largar, y por la tarde sola porque el Paquito casi todos los días
tiene alguna actividad en el polideportivo o en donde sea. Ahora
la dio por hacer cursos, que si uno de lectura, que muy interesante
porque vienen autores y les preguntamos y les comentamos
90

lo que hemos leído, que si el aeróbic, que si la cocina... el caso es
que yo, quitando lo de la manía de leer no noto que aprenda nada,
sigue cocinando lo que le enseñó su madre, no la veo yo un
cuerpo de puta madre como el que debía tener con tanta historia
de gimnasia, no sé, me parece que no la aprovecha mucho. En lo
único que la veo diferente es en lo contenta que está la tía siempre
y la marcha que tiene, que a veces me pienso si esos cursos
que hace no serán de otra cosa, porque cuando la conocí era tan
ignorante que se creía que el pito se empalmaba como si tuviera
una bisagra, y yo tampoco le he enseñado esas ocurrencias que
me hace y que quiere que le haga; a no ser que las vea en la tele...
En fin, que no veo yo eso que dicen de que la mujer no se realiza
si no trabaja fuera de casa, la Herminia está cada vez más
realizada, no sé cómo se apaña pero entre viajes, lecturas, marcha...
¡ah! ¿y los detalles que tiene? y mira que es original la mujer,
¿pues no me regala el otro día un tanga y en lugar de dármelo
en un paquetito me lo deja debajo de la sábana? Para que lo te lo
pongas ya mismo, me soltó; me quedaba algo pequeño pero dijo
que no importaba que así era más erótico... la verdad es que todo
esta marcha que tiene me gusta, no me importaría comentárselo
a alguno de esos que presumen de sus aventuras con la otra, pero
no, que seguro que no se lo creen. ¿Y si se lo cuento a éste que va
detrás? Lo mismo se espabila y dice algo, a este paso se termina
la carrera sin que haya dicho más de a Quijorna, por favor. Estará
preocupado el hombre, o aburrido, lo mismo no está casado y,
91

ueno siempre se dice que mejor que mejor, pero yo creo que esas
cosas son sólo palabrería, yo no me cambiaría por un soltero, con
la marcha que me da mi Herminia; si no roncara y no se empeñara
en hacer esos viajes estrambóticos que se monta... ¿Y si la convenzo
para dejar el niño a la abuela y marcharnos a una islita
tranquilita, con playa hawaiana ¡uhuhuhaaa! a darnos panzones
de siesta, hamaca, daikiris de los que se ven en la tele, y a pasarlo
de puta madre en la cama con esa marcha que tiene mi Herminia,
mmmmmmmmmmmuuuuuuuuuuu, que sí, que sería cojonudo.
Se lo tengo que proponer como algo decidido, para una semanita
sí nos daría, luego otra en el pueblo y unos días en casita
tranquilos. Lo que no me gusta es eso que me dijo el otro día, esa
moda nueva de irse con las amigas a tomar baños en un balneario;
si no le pasa nada, está más sana que una manzana. No es
que me importe que se distraiga con las amigas pero no llevo bien
comer fuera de casa y además, no lo voy a negar, la echaré de
menos, sobre todo por las noches, je je... pero qué marcha tiene
mi Herminia, la verdad es que con lo que me alegra el cuerpo
tendría que dejarla ir al balneario, lo mismo aprende a dar masajes
y amortizamos entre los dos los dichosos baños. Una cosa que
no se me puede olvidar es echar la quiniela, si nos tocara un pellizco
podríamos arreglar el cuarto de baño, no lo hemos tocado
desde que nos casamos, ¿y una bañera de esas que echan chorros
a presión? Si quitáramos un trozo de pasillo a lo mejor cabía, no
hace falta que sea muy grande, con que quepamos los dos aunque
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sea sentados valdría, la única vez que lo hicimos en una bañera
fue en el viaje de novios, ¡anda que no ha cambiado la Herminia!
Lo que me costó que se metiera conmigo en el baño aquel día, se
había aprendido que las cosas había que hacerlas en la cama y no
había forma de arrancarla de allí, en cambio ahora es capaz de
hacerlo en cualquier sitio, como el otro día, empeñada en echar el
polvo dentro del ropero, decía que así parecía que lo hacíamos a
escondidas y que eso la ponía más. Mira que si me engaña y en
lugar de cursos lo que hace es verse alguna película porno... Podíamos
ver alguna juntos, pero es posible que conmigo a lado le
diera vergüenza. Y luego Paquito que a veces tiene un dormir tan
flojo, seguro que aparecía por la puerta dando la vara. Esta noche
tengo la partida de mus, a ver si no falla nadie, Manolo últimamente
parece que se hace de rogar, decía que es la mujer que no
ve bien que se junte con nosotros, que somos muy liberales, dice,
sobre todo alguno; no sé a quién se referirá, a no ser que Antonio
o Pepe me oculten algo, pero no me cuadra y yo, ya me dirás, vida
más corriente no la puede haber.
Bien, Quijorna a la vista.
¡Vaya tipo callado! Me alarga el billete, coge las vueltas y se
larga, ni adiós siquiera. A ese o su mujer le engaña o no echa un
buen polvo desde antes de la mili.
93

Telmo
94

Abancay
En Ayacucho compramos unos cuantos libros. Me dio tiempo a
hojear todos mientras esperaba, con gran paciencia, un plato de
espaguetis con carne y tomates. Alberto, mientras, comía su menú
del día: sopa y una tortilla de verdura con el consabido arroz;
aquí todo va con arroz. Mañana nos vamos a Cuzco, Cusco que dicen
aquí y, antes, exactamente dentro de un buen rato, nos iremos
a cenar; a ver si pillo un pescadito, que hace una semana que
no lo pruebo, no como él que el otro día se zampó una trucha con
salsa de ajo que nos costó siete soles, mientras yo me comía un
plato típico que consistía en un trocito de chancho, patata triturada,
habas secas parecidas a las asturianas y el susodicho arroz,
y que no pasó de tres soles.
Abancay; una pequeña ciudad, un lugar donde los turistas
no se detienen a no ser que sean vejetes cansados y reumáticos;
no, no me gusta, rectifico, a no ser que sean personas con muchas
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ganas de leer, escribir, estar tranquilos; viajeros con tiempo, viajeros
de meses, de años.
Hay elecciones el mes próximo. Y esta mañana, en la plaza,
los altoparlantes lanzaban la propaganda de uno de los grupos
que se presentan a ellas. Allí estaba la bandera del pueblo, la
nueva izquierda. Cantaban sus objetivos económicos, aparentemente
los lógicos no sólo para la población, sino como lucha contra
el poder de las grandes empresas que dominan el país; pero
la fraseología que los acompañaba los daba un sabor rancio, lejano
a la realidad de ahora y a la de un pasado terriblemente duro
en cuyo recuerdo, probablemente, no cabían los eslóganes.
Miro a mi derecha y veo a Alberto sentado en una silla con
los pies apoyados en el marco de la ventana, La ciudad y los perros
sobre las rodillas y una expresión de no estar en este mundo
de viajeros privilegiados.
Yo acabo de dejar sobre la cama un libro de Osho. En él leía
que la ira procede del ego y que éste es un ente falso creado por la
sociedad, asimilación de una necesaria identidad frente a los
otros. La ira de Telmo es su identidad, lo que le relaciona con el
mundo. También la de los personajes de La ciudad y los perros.
Identidad fácil de asumir en un ambiente de barbarie como el vi-
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vido por este pueblo durante muchos años; la historia de Hilaria,
de Aurelio, de Telmo.
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Telmo
"Los terrucos te van a dar chamba"
(a un soldado recién incorporado al cuartel
en Lima)
La primera noche vomité.
Al principio dormía de puro cansancio, los sueños me dejaban
el paladar áspero. Me levantaba con el sabor de boca de
quien se ha bebido una botella de pisco acholado. No sabía a ciencia
cierta cuál era la causa. Echaba la culpa a los entrenamientos;
ocupaban una buena parte de la jornada, estaban presentes
en las conversaciones con los compañeros, y el sueño, cuando, en
la litera, se mezclaba con la vigilia, daba nueva vida, aportaba
rostros, cuerpos, convertía en algo real lo que a lo largo del día
había sido simple simulacro bajo las órdenes de El Chacal.
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El día que dejé San Ignacio me sentía un valiente; estaba
convencido de que en Lima, en el ejército, encontraría mi sitio.
Estaba harto de trabajar en el campo, de ver las mismas caras
quejándose una y otra vez de lo que les pagaban por la cosecha de
papas, del duro trabajo, de los problemas con la venta de la coca,
o añorando el tiempo en el que el miedo no habitaba en Abancay
como un vecino más. Me marché con la cabeza bien alta, los que
se quedaban eran unos cobardes sumisos a las consignas de Sendero,
incapaces de plantarles cara. A pesar de que mi vida había
transcurrido hasta entonces sin apenas salir de la aldea, nadie
fue a despedirme; es verdad que era muy temprano cuando subí a
la combi, pero estaba seguro de que esa no era la causa de que la
plazuela estuviera desierta y ello me llenaba de orgullo: yo era diferente,
me decía, no volvería hasta que pudiera demostrarles
que yo tenía razón. Cuando llegara el momento del regreso les
pasaría la verdad por sus ojos de indios mansos.
Quería unirme a un ejército de hombres auténticos, de machos
arrojados y duros, capaces de pasar por encima de cualquier
dificultad por terrible que pudiera ser. Y nadie en Lima se iba a
reír de mí. Pensaba que aquellos compañeros procedentes de la
capital o de otras zonas de la costa no habían vivido la terrible
realidad de la situación en Apurimac: la pobreza, la violencia, las
traiciones... Les veía, entonces, como unos puros chupados que
sólo sabían de oídas. Así que les puse bien al tanto, sí señor, muy
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ien, derroché detalles y descripciones que superaban con creces
la dura situación originada por las maniobras de Sendero.
Sí, la primera noche vomité, pero fue la única.
¿Saben para qué sirven estos entrenamientos? −decía aquel
diablo de Chacal− para irnos a Ayacucho a combatir con los terrucos.
Entonces me nombró, me ordenó quitarme la camisa y señalando
el cadáver aún caliente del perro me dijo: ahí está,
arráncale las tripas y todo lo que encuentres por ahí dentro, y me
obligó a untarme el torso con la sangre caliente del animal, y a
agarrarlo sobre la espalda y a correr con el chucho alrededor del
campo. Gritaba y gritaba mientras iba de un lado a otro azuzado
por el voceo de mis compañeros.
Ocho meses me bastaron para estar listo.
Una avioneta nos dejó en algún punto de Anadahuaylas, me
encontraba en el lugar donde pondría en juego todo lo que había
aprendido en los meses de entrenamiento, la excitación me recorría
los huesos, lo único que me importaba era encontrar terrucos,
tenerlos delante de mi fusil, mirarlos a los ojos y disparar,
ensartarlos en la bayoneta, aniquilarlos.
Habíamos oído de los sucesos de Lucanamarca. Un pueblo
ligado a Sendero desde finales de los años 70. Olegario, un paisano
que se había convertido en mando fue muerto por sus conveci-
100

nos; decían que días después una columna senderista llegó al
pueblo a aplicar venganza y arrasaron los campos, las viviendas,
asesinando con terrible crueldad a hombres, mujeres y niños.
Aquello me envenenaba la sangre.
En la carpa, me costó conciliar el sueño, el nerviosismo podía
con el cansancio, oía rebullirse a mis compañeros que seguramente
sentían lo mismo que yo. Lo que sucediera en los próximos
días sería real, esto sí, pura verdad, la evidencia, la prueba
final de que estábamos preparados para alcanzar nuestros objetivos.
La noche me parecía eterna. Hacía frío. Un cielo límpido, lleno
de estrellas me abrazaba, el mismo cielo que, en unas horas,
dejaría de amparar a tanto terruco malnacido. Poco dormí aquella
noche.
−¡De pie todo el mundo carajo, nos vamos de cacería!
Me desperté. Aunque algo adormilado, sabía perfectamente
dónde estaba, amanecía, el frío me calaba hasta bien dentro pero
yo me sentía febril, salté de la litera, creo que fui de los primeros
en estar listo. Íbamos a barrer las zonas rojas de Ayacucho; ya no
serían perros lo que tendría enfrente sino terrucos y campesinos
traidores a los que había que liquidar: limpieza, esa era la consigna
que aislaba mi cerebro de cualquier otra realidad.
A la altura de Cobriza tuvimos un enfrentamiento con Sendero.
Desde lo alto de una hondonada dispararon ráfagas de fusi-
101

lería; durante media hora, en medio de la lluvia, se entabló un tiroteo
infernal. Tuvimos que replegarnos y huir dejando tres compañeros
muertos. Nos refugiamos en la comunidad más próxima
pero no fuimos bien recibidos, los vecinos se encerraron en sus
casas. Su falta de apoyo y los lemas de Sendero pintados en las
paredes nos decidieron a entrar en las viviendas; sacamos a los
campesinos, a golpes les obligamos a cavar sus tumbas y los ejecutamos.
Así comenzó mi vida de soldado y así fue durante muchos,
muchos años. Y no me arrepiento, tampoco lo lamento.
Se llamaba Aurelio. Andaba con otros siete campesinos más
a realizar trabajos en la chacra de un tal Narciso, me enteré al
día siguiente, en Cayara. Me llamó la atención por su bufanda
blanca alrededor del cuello resaltando sobre el poncho de rayas
marrones y rojas; llevaba un sombrero de media ala ligeramente
echado hacia atrás. Nosotros estábamos haciendo patrullaje por
la zona. Para el comandante todos eran lo mismo, terrucos. Y para
mí también. Estábamos seguros de que Sendero no permitía
indiferencias, para ellos sólo había dos posibilidades: colaboracionistas
con el movimiento, o cadáveres; por lo tanto, si estaban vivos
eran terrucos. Les capturamos y les llevamos a un alto cerca-
102

no a la chacra, temblaban como conejos; sólo dos intentaron resistirse,
les atamos las manos atrás y les tiramos por un despeñadero,
uno de ellos era Aurelio; a los demás les ultimamos a tiros.
Después bajamos a la aldea.
−¡Fuego, carajo!. Hay que matar a todos estos indios− gritó
Chacal.
No hacía distinciones, suponía que unos eran peligrosos
ahora y otros lo serían en unos años, o tal vez era simple tarea,
sin más. Yo, en esos momentos, tampoco pensaba en nada. Tienes
un enemigo y si no disparas primero alguien dispara por ti. Tampoco
el comandante permitía flaquezas. Nos decía "Pobres cojudos,
que les encuentre su cacerina llena y yo les vació la mía en
su cuerpo". Revisaba el arma y veía cuántas balas faltaban. Entrábamos
a las chacras y agarrábamos las gallinas, alguna oveja,
lo que hubiera. Otras veces ellos mismos nos debían traer papas,
maíz, algún carnero, la leña. Nos alegrábamos bebiendo, violando
a alguna que otra chola...
Pero allí en Cayara... La chola se llamaba Hilaria, andaba
en la casa con su hija, tendría ésta diez u once años. Estaban lindas
las dos. Fue como siempre, solo que al marcharme las miré y,
esta vez no tenían el rostro escondido por la vergüenza, esta vez
me miraban también a mí. No sé si fue eso, o fue un cierto cansancio
o qué, pero aquella noche lloré, fue la única vez que me sucedió.
103

Hace un mes volví a Cayara. Hacía frío. Los terrucos ya no
estaban. Vi a un hombre tullido, viejo, flaco, entrar en una casa
de adobe. En el patio una mujer pelaba las papas para la cena,
por la ventana me llegaba el olor del maíz cociéndose. Todo lo
ocurrido aquel día, aquella noche que lloré, volvió, atravesó mis
huesos, y un escalofrío me recorrió de arriba a abajo dejándome
inmóvil, sentado en el suelo sobre el alto que dominaba la casa.
Parecía una pasita su cara recogida por un par de trenzas grises,
tal vez los años de sufrimiento, la pobreza, el viento helador del
altiplano... Seguramente no querría recordar a los sinchis que
asesinaron a varios hombres, ni que su Aurelio pudo volver al
pueblo arrastrándose, menos aún el terror que la consumía desde
que entré en la casa antes de que la patrulla abandonara la plaza
plagada de cadáveres. ¿O tal vez lo recordaba cada vez que veía
en el espejo su cara aceitunada poblada de surcos, sus ojos negros
hundidos?
Sí, creo que me reconoció. Para mí que dudó un instante entre
llamar a Aurelio o callar, entre la venganza y la prudencia,
aunque... a saber qué hacía parada frente a mí, delante de la
puerta, junto al barreño de le ropa mojada, inmóvil, los brazos rígidos
a lo largo del cuerpo y el cuchillo de pelar las papas en la
mano. Me miró fijamente. Diría que sus arrugas se hicieron más
profundas. Intuía el odio y la dignidad mezclados en su semblante
severo, una luz brillaba en el negro de sus ojos devolviéndoles
104

vida, fuerza. Me hacían daño. Apenas pude moverme, en ese momento
supe que el veneno de esos ojos abiertos, sin parpadear, no
me iban a dejar nunca. Se dio la vuelta y entró en la casa, pero
antes me miró por última vez.
Dirigí mis pasos hacia la plaza, la propaganda electoral
había reemplazado a la hoz y el martillo, una tienda de abarrotes
hacía las funciones de bar, o tal vez fuera al revés. Entré y pedí
una cerveza. La combi no pasaría hasta las ocho de la noche. No
reconocí a nadie más y tampoco los hombres que bebían en el local
parecieron identificarme a mí. Habían pasado veintidós años,
éramos ¿cuántos? sí, diecisiete, dieciocho con el comandante, el
Chacal. Sin embargo, Hilaria no parecía haber olvidado. ¡Cuánto
me costó que dijera su nombre! No me gusta follar a ninguna mujer
si no tengo un nombre a mano. Vete a saber... a lo mejor fue el
primer nombre que se le ocurrió. No me importa. Era Hilaria,
guapa y bien guapa, más que su hija; en realidad ésta fue un
simple postrecito.
Faltaba un buen rato para que llegara la combi, iba a liar
mi cigarrillo cuando una cierta agitación entre los hombres que
bebían en el local me sorprendió, fui a girarme hacia la puerta
pero no me dio tiempo, un calor punzante me penetró esparciéndose
lentamente por mi cuerpo. La sangre empapaba despacio mi
camisa. En un último esfuerzo levanté la cabeza; sus ojos negros,
tenaces, insoportablemente dignos, se clavaron en los míos. Aún
105

la pude oír: adiós Telmo, mientras intentaba desasirse de los brazos
que la arrastraban fuera de la tienda.
Siento, ya, que me voy, vomito mi sangre a solas. Algunos
sueños dejan un sabor áspero en la boca.
106

Yapita
107

Aguas Calientes
Al amanecer dejamos el hotel y nos dirigimos a la estación de ferrocarril.
Sólo una fila de casas separa la zona turística de Cuzco
del mercado pobre, maloliente y sucio que debemos atravesar.
En la estación, trenes turísticos y tren local para peruanos;
parece que no vamos a poder tomar este último, es necesaria la
credencial que demuestre la nacionalidad peruana y hay controladores
en la puerta; un joven vendedor ambulante se acerca y
nos indica cómo podemos hacer para acceder al tren local: tomar
un bus hasta el pueblo en el que el convoy efectúa su primera parada
y allí intentar pasar por peruanos; no hay problema con
nuestro aspecto, sólo hay que hablar lo menos posible. Le damos
una propina y un taxi nos lleva a la terminal del bus, el taxista
nos da las últimas recomendaciones: no ir juntos y decir que somos
de Lima si nos preguntan. En el pueblo donde debemos coger
el tren, intento conseguir un baño, me mandan detrás de la estación.
Me viene a la memoria Tibet, la frontera entre Pakistán e
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Irán, Las Hurdes de mi primer viaje mochilero. Una puerta desvencijada
da a un patio por el que deambula un cerdo, a la izquierda
un retrete sin agua al que, a pesar de mis pocos escrúpulos
no soy capaz de acercarme, así que no me queda más remedio
que usar una de las esquinas del muro. El tren llega, nos acomodamos
en asientos separados, el revisor me pide el billete y me
pregunta de dónde soy; Lima, le respondo de la manera más natural.
Él continúa con su trabajo, seré limeña hasta el final del
recorrido.
Aguas Calientes es un pueblo pequeño que ha sido transformado
en un centro turístico; junto a los andenes se extiende
una larga fila de hoteles y restaurantes con precios desorbitados
para el nivel de vida del país. Se nos presenta el problema de la
vuelta, en esta ocasión no queda más remedio que comprar el billete
en la única taquilla de la estación. Tenemos suerte, un peruano
que espera su turno en la cola se ofrece para sacarlo. Es
una persona amable y, además, conocedora de la zona. No queremos
contribuir al negocio ni para llegar a Aguas Calientes ni
para subir hasta el Machu Pichu y, si nos apuran, ni siquiera para
entrar en las ruinas. El hombre nos cuenta que todos los caminos
hacia el Machu Picchu están controlados y es imposible
acercarnos sin pagar, pero nos indica un bonito camino que lleva
a un pico desde el que podemos ver las ruinas.
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Recorriendo la vía del tren nos dirigimos hacia el Putucusi.
Efectivamente es un preciosa y umbría senda, llena de vegetación
que gana altura con rapidez hasta llegar a una pared vertical.
Una serie de escaleras de troncos adheridos a ella permiten la ascensión.
Es muy elevada, impresiona; parece que no va a acabar
nunca, me digo, lo único que necesito es ser precavida y no perder
el ritmo; tampoco quiero mirar hacia abajo, mi vértigo aumentó
algo en los últimos años. Un collado enlaza con la cumbre del Putucusi.
Salvamos algún tramo de piedra ayudados por cables de
acero empotrados en la pared a la manera de las vías ferratas de
los Alpes. Finalmente unos ya civilizados escalones labrados en la
piedra por esos amantes de las alturas que fueron los incas, nos
llevan hasta la cumbre. El espectáculo de la cima merece la pena.
Al otro lado del valle, encajado en la montaña y enmarcado por
otros picos están las ruinas de Machu Picchu. El sol ilumina las
terrazas que crearon los incas en la pendiente; detrás el cielo está
cubierto. Nos parece mucho más hermoso e interesante que la entrada
a las ruinas. El entorno es bellísimo.
Un par de horas después bajamos y, sentados en un petril,
nos premiamos con un litro de cerveza mientras vemos la partida
del tren local de la tarde.
110

Yapita
Amanece detrás del Putucusi. El rostro moreno de Yapita asoma
levemente fuera de la manta. Está solo en la cabaña, es domingo,
no hay escuela y sus padres salieron temprano a trabajar en la
chacra. Con los ojos cargados de sueño mira a su izquierda.
Nota cómo los latidos de su corazón se apaciguan al ver a
Wascar, su perro, respirando pausadamente, los ojos cerrados y
la cabeza descansando placenteramente sobre la tierra. Wascar
es su mejor amigo y Yapita está muy preocupado por él, hace días
que camina triste, las orejas caídas, casi arrastrando las patas.
Se levanta, hace una caricia al perro y sale fuera de la choza.
En frente, el Putucusi es una sombra azulada, también reposa
y aguarda al sol para desperezarse y azuzar a los aukis a
ponerse pronto en marcha y atender a los habitantes de la aldea.
Yapita se sienta mirando fijamente a la montaña, esperando
alguna señal. Pasa el tiempo, el sol ilumina la cumbre, pero la
111

señal no aparece. Le sucede cada mañana desde semanas atrás.
Parece que los dioses no quieran despertar.
Ha aprendido que los dioses habitantes de las montañas
consideraban a los humanos parte de su familia, eran afectuosos
y que, incluso, en algunas ocasiones llegaban a fumar las hojas de
coca con ellos −es sabido que los dioses gustan más del humo del
cigarro de coca que de masticar las hojas como suelen hacer los
humanos que les acompañan en las montañas de los Andes− por
ello piensa que no sería tan difícil que le ayudaran.
La preocupación que siente por Wascar, su perro, unida a
su curiosidad natural, no le deja en paz y cada día que comienza
le empuja con más fuerza a ponerse en marcha hacia el pico para
ver qué sucede allí, por qué los aukis no dan señales de vida.
Ya no va a esperar más, Wascar lleva días en que, cada vez
que Yapita le acaricia la cabeza, se queja, a menudo mueve sus
orejas, se las rasca con la pata intentando aliviar el dolor.
En un arranque se pone en pie, y se encamina hacia el Putucusi
dispuesto a subir a la cumbre. Al llegar a la base de la
montaña se dirige al Apu pidiéndole permiso para tomar el camino.
Pero tampoco el Apu da señales de vida. Durante unos minutos
duda, ascender a la montaña sin permiso del Apu es arriesgado,
tiene la certeza de que el dios se molestará o ¡quién sabe! incluso
podría irritarse tomando terribles medidas contra él; pero
por otra parte, no entiende cómo esos seres tan perfectos abandonan
su trabajo con los humanos sin siquiera avisar. Son realmen-
112

te irresponsables, piensa, no deberían abandonar de esa manera
a las gentes que habitan en las aldeas dominadas por la montaña.
El enfado de Yapita aumenta hasta olvidar el enojo que podría
sentir el Apu. Dirige sus pasos hacia la base de la montaña
dispuesto no sólo a pedir la ayuda que Wascar necesita para sanar,
sino una explicación de por qué los aukis llevan tanto tiempo
mano sobre mano y cómo el Apu se lo consiente.
Es un bello camino, umbrío, lleno de vegetación; asciende
muy rápido al principio hasta llegar a una pared vertical que se
salva por una escalera de troncos adheridos a ella. Es muy alta, a
Yapita le impresiona, pero piensa que subirá bien, tendrá precaución
y no se parará, tampoco quiere mirar hacia abajo, su vértigo
siempre es objeto de burla entre los otros chavales de la aldea.
Cuenta los escalones para no reparar en la distancia que le
separa del suelo. Sube sujetándose a los maderos empotrados en
la pared. Cuando llega al número trescientos el paisaje cambia,
los troncos dan paso a los peldaños de piedra construidos por los
antepasados, un tímido sol atraviesa vacilante la neblina.
Los últimos pasos los da Yapita despacio, asomándose poco
a poco por encima de la cumbre. El espectáculo de la cima le deslumbra
y hace que se olvide, por un momento, del temor al enfado
del Apu. Del fondo del valle sube el rumor de las aguas espumosas
y blancas del río Urubamba, la serpiente, una de las imáge-
113

nes en las que Apu se transforma. Al otro lado, encajado en la
montaña y enmarcado por los otros picos están las ruinas de Machu
Picchu. El sol ilumina las terrazas que crearon los incas en la
pendiente, detrás el cielo está cubierto. Aquí, en el Putucusi, la
neblina matinal altera las formas de los escasos árboles y de los
arbustos que jalonan una estrecha senda. Por ella, Yapita, temeroso,
se acerca a un agujero horadado en la roca, pequeña cueva
donde tal vez se encuentre al Apu. Se aproxima con mucho cuidado,
no hay nada tras la reja que protege la entrada.
Le sorprende no hallar en el suelo rastros de ofrendas, plumas
o pétalos como corresponde a un monte donde habita el Apu.
Empieza a tranquilizarse cuando un silbido, parecido al que emiten
los árboles cuando el viento pasa entre sus ramas, le hace mirar
a su alrededor, leves quejidos avanzan hacia el reducido templo.
Piensa que la ira del Apu se ha desatado contra él y, lo más
rápido que puede, inicia el regreso.
El quejido continúa acompañándole en el descenso. Cuenta
de nuevo los troncos que hacen las veces de escalones para superar
el miedo, bajar es más difícil, tantea con el pie para evitar
mirar hacia abajo.
Sigue dando vueltas al origen de los quejidos. ¿Y si fueran
los aukis? ¿O el Apu? Pero ¿cómo saberlo?
De la base de la montaña sale, a la derecha del camino que
ha recorrido para acercarse a la montaña, una senda que se
114

adentra en la vegetación, Yapita recuerda una choza cercana al
camino, donde vive un antiguo paqu que ve lo invisible por medio
de las hojas de coca y se dirige hacia allí.
El anciano está sentado cerca de la choza sin hacer nada.
Yapita le saluda y le cuenta detalladamente lo que quiere de los
aukis, la subida al Putucusi, el rumor semejante a quejidos que le
ha acompañado hasta la base de la montaña, su decepción. Le pide
que sople sobre las hojas de coca. Él sonríe con un sutil gesto
de ironía.
⎯ No necesito las hojas de coca para explicarte la situación.
Lo sé desde hace tiempo. La razón de que los aukis no estén en la
montaña es la misma por la que yo debo hacer trucos de magia
vestido como si viviera hace 500 años ante los turistas que visitan
el Machu Pichu. ¿Sabes qué sucede? Que nadie pide ayuda,
yo no recibo ni un chuñu y los aukis no tienen nada que hacer, se
aburren. Esos quejidos que oías en la cumbre del Putucusi son
lamentos de los aukis.
⎯ ¿Y por qué no les piden nada? Yo quiero que curen a mi
perro.
⎯ La mayor parte de los habitantes de las aldeas cercanas
creen que lo que no pueden conseguir por sus propios medios no
115

existe, o es imposible alcanzarlo, y que ni los aukis ni, por supuesto,
mis ritos pueden ayudarles.
⎯ ¿Y qué podemos hacer para que el Apu y los aukis ya no
estén enfadados?
⎯ Hay que despertarlos y servirlos… para que vuelvan a
atender a la gente que vive debajo de ellos. Tendrías que convencer
a los campesinos para que se reúnan en la cima y allí llevar a
cabo una ceremonia que festeje al Apu y despierte a los aukis.
Pero va tiempo que nadie lo hace, no será fácil que los campesinos
te escuchen.
⎯ Lo conseguiré. Ya verás.
Yapita se aleja, optimista, seguro de que encontrará una
idea lo suficientemente atractiva para que los campesinos de la
aldea acudan a venerar al Apu.
Al día siguiente, en la escuela, cuenta a los otros niños lo
triste que está Wascar y la conversación con el paqu; todos han
oído, desde muy pequeños, que hay un Apu en cada pico que protege
a todos los aillus cercanos a él y que los aukis, cuando están
contentos, se mezclan entre los hombres y les ayudan, pero nunca
les vieron ni hablaron con ellos, sólo en las fiestas algunas de las
116

personas más mayores de las aldeas, ataviadas como hace muchos,
muchos años, les festejan bailando al son de los pututus y
los bombos. ¿Y si fuera verdad? Nunca han subido al Putucusi ni
nadie les ha contado cómo se ven los aillus desde su cima. Yapita,
lleno de entusiasmo, les habla de la escalera sobre la vertiente de
la montaña, de Urubumba, del Machu Pichu a lo lejos, del silbido
que escuchó en lo alto de la montaña sin que hubiera allí persona
alguna, de lo vacío que estaba el minúsculo templo tallado en la
roca, sin la presencia, no ya del Apu, sino ni siquiera de restos de
coca u otras huellas que indicaran que los aukis habían pasado
por allí. Casi todos quieren subir a la montaña y, además les
atrae intensamente vestirse con los símbolos de la ceremonia de
saludo al Apu, y más si consiguen que los mayores les sigan a
ellos. Unos por curiosidad, otros por la aventura que imaginaban
podría sucederles allá arriba deciden que se presentarán en la
plaza de la aldea y conseguirán llevarse a los vecinos hasta el Putucusi;
se sienten importantes ante la misión de convencer a los
mayores de que vuelvan a respetar al Apu y de que compartan
coca y fiestas con los aukis.
Tal como han convenido, el domingo, al alba, se reúnen en
el centro de la aldea. Van tocados con plumas de aves, soplan
cuernos, hojas plegadas, con las que imitan el sonido de los pututus,
agitan recipientes en los que han introducido piedrecillas a
modo de sonajas. Los vecinos comienzan a asomarse, a salir a las
117

puertas de las viviendas por curiosidad o con la intención de calmar
aquel guirigay que les ha despertado. Es entonces cuando los
muchachos, sin dejar de tocar y llamar al Apu, se dirigen hacia el
Putucusi.
Dicen, y es muy posible que así sea, que fue el Apu el que,
sonriendo con ternura ante la ocurrencia de los chicos, hizo que, a
modo de flautista de Hamelín, los chavales condujeran tras ellos
a todos los vecinos de las aldeas por las que iban pasando.
El paqu espera en la falda del Putucusi. Ve satisfecho y feliz
cómo van llegando los niños seguidos por los campesinos. Cuando
han ocupado la base de la montaña toma las plumas del cóndor y
comienza la ceremonia. Todos sienten como si el ave volara sobre
sus cabezas mientras el paqu agita las plumas. El sol comienza a
elevarse sobre la cumbre y es entonces que los muchachos tocan
de nuevo sus improvisados pututus. La gente entra poco a poco
en ambiente. Recuerdan. Las familias de cada aillu se van situando
unas frente a otras y comienzan a danzar. Faltan los músicos,
las mantas, los sombreros, las cintas... pero no importa. Los
aukis se desperezan, miran lo que sucede al pie de su morada y
sonríen. Vuelven a ser importantes. Al año próximo, habrá danzantes,
pututus de verdad, jóvenes que representen a los varayoc,
tincus en los que los grupos de luchadores faciliten la próxima cosecha
y flores y alcohol en honor de la Pachamama.
118

Es tarde, el sol se ha ocultado cuando Yapita y sus padres
caminan hacia su cabaña. Los ladridos de Wascar se oyen en
la noche, a Yapita le parece que está contento. Wascar entra con
ellos en la choza y se tumba en el suelo junto a Yapita. Éste le
acaricia la cabeza, se mete bajo la manta y se duerme feliz de que
Wascar le haya recibido con las orejas bien tiesas y esté tan alegre
como él.
119

Recuerdo...
120

Nepal
No hay ningún fin.
Ni siquiera sabemos por qué estamos aquí, pura necesidad
de otras personas que nos trajeron a la vida por instinto.
Por tanto sólo hay dos caminos: hacer desaparecer esa vida
que nos dieron sin saber para qué o darse un paseo por ella. Tal
vez la diferencia, sentir o no sentir, sea lo que hace que nos quedemos.
Y si decidimos esto último, o bien damos el paseo andando o
nos subimos al carro a ver el paisaje desde él. Otra opción.
Algo hay en mí que me empuja a caminar, aunque sea a gatas
en muchas ocasiones, o arrastrándome con vergüenza.
Así pues: caminaré.
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Me nacieron sola. Como a todos, excepto a los gemelos, y esa
es otra historia, una soledad dividida entre dos iguales.
Peor aún.
Tanteamos durante los primeros años, picoteamos, buscamos
no se sabe bien el qué y un día nos toca caminar con alguien
y elegimos (o eso creemos). Pero... siempre nos dijeron que ese
caminar llevaba consigo un certificado de seguridad. Nos engañaron.
Un buen día te das cuenta y te alegras: ¡qué bonito! Es diferente,
es original, es un reto... Sigues engañándote: no es un juego.
Decides? y tiras, o así te lo crees, las pantuflas, el mando de
la tele, la tele entera, las fiestas familiares, la coquetería, las
ideas religiosas, el sólo tuya, la cama matrimonial, el fútbol, el
festival de eurovisión, la literatura romántica, el aburrimiento, el
sillón-bol, la política, las revistas del corazón, La gran familia, La
familia y uno más, a Marx, la prensa, los Reyes Magos, la Navidad,
los viajes organizados...
Es duro.
Es real: me nacieron sola.
Además (¿peor?): no tiras simplemente: sustituyes sin darte
cuenta.
El reto une aparentemente. Y tal vez no aparentemente.
Pero mira por dónde el camino es ancho y está lleno de gente, de
paisajes, de historias, de juegos, de problemas, de alegrías y, lógicamente,
a la primera de cambio esa persona con la que caminas
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y tú misma se fijan en algo diferente. No importa, te dices: más
diferencia, más originalidad, más reto, más juego. Crees que
siempre habrá un hilo que te una al otro.
Un día tiras y el hilo está a punto de romperse, o al revés:
tira el otro y pasa lo mismo.
Tal vez no se rompa, pero mientras esperas a ver qué pasa...
pfff, ni sabes hacia dónde moverte, hacia dónde mirar, qué tocar,
qué besar, con quién hablar... y te dices: tranquila, obsérvate, no
racionalices, sólo mírate... y... joder, ¡qué vértigo! dónde me agarro
si el hilo de rompe, y te sientes como si ese hilo ya se hubiera
deshecho en un montón de finísimas hebras Todas las que conformaban
ese hilo.
Y entonces vuelves al principio:
“No hay ningún fin.
Ni siquiera sabemos por qué estamos aquí, pura necesidad
de otras personas que nos trajeron a la vida por instinto.
Por tanto sólo hay dos caminos: hacer desaparecer esa vida
que nos dieron sin saber para qué o darse un paseo por ella. Tal
vez la diferencia, sentir o no sentir, sea lo que hace que nos quedemos.”
De nuevo debes elegir (o creer que lo haces).
No sé la continuación.
123

Recuerdo...
Recuerdo
...el blanco de la montaña, el Glacier Noir a poco de empezar
a caminar, y el Glacier Blanc, pero sobre todo el blanco de la
Barre des Ecrins, el despertar en el refugio, la gente vistiéndose y
desayunando excitada por la emoción y la inquietud, las linternas
que alumbraban a una hilera de personas antes del amanecer, la
dura subida, una pareja madura que ascendía con seguridad
hacia la cumbre, las brechas del hielo y, después, al bajar, la sensación
de haber vivido algo nuevo, la satisfacción del esfuerzo y
de la decisión. ¡Qué sentimiento de pequeñez frente al paisaje a
pesar de no estar solos! ¡Qué orgullosa estaba de mí!
124

El refugio se halla a 3175
metros. La Dôme des Ecrins,
donde íbamos a subir alcanza
los 4102 metros. También
revivo ahora, años después, mis
dificultades para utilizar los
crampones, el miedo a la
ventisca, el cansancio que me
llevó a pedir el regreso. Es una
visión más fría y realista pero no más verdadera que la primera.
...borrosamente mis lágrimas subiendo al Mulleres, busco
en Internet y encuentro una fotografía del pico, 3010 metros, tomada
en 1977, por entonces sería cuando yo lloraba creyéndome
cansada, agotada.
...un día de otoño; inmóvil, sin poder apartar los ojos de la
niebla que formando hilachas se iba deshaciendo, desvaneciendo
sobre el valle, por debajo de mí; primicia, estreno absoluto, en
Siete Picos junto a mi hermano.
125

...las noches del Zabala, amontonamiento de cuerpos, no por
ello más cercanos que el de alguien, olvidado ya, en Cueva Valiente.
... la subida con Alberto a Punta Unión, en la Cordillera
Blanca, lenta, agotadora por el peso y los 4700 metros de altitud
del collado. El camino, que discurre junto a un río, está rodeado
por blanquísimas montañas. El cielo cubierto da, al verde de los
prados, un tono suave, algo apagado. El día se presenta muy bello.
El collado es en realidad lo que nombraban los lugareños: un
paso, una hendidura estrecha
en la roca. Ponemos la
tienda nada más cruzarlo.
Elegimos este lugar por el
extraordinario paisaje que
lo circunda: los picos más
altos de la Cordillera Blanca
cubiertos de nieve, grandes
glaciares brillando a la
luz del sol, ahí, casi al alcance
de la mano. Oigo el estrépito de los seracs en un lugar que
no alcanzamos a ver y despunta en mi memoria la imagen del
Lago Louise en Canadá, el serac haciéndose añicos, tone-
126

ladas de nieve rompiendo contra los obstáculos que le imponía
la ladera del pico Victoria.
... Jasper. La primera visión es la del monte Edith Cavell,
una soberbia mole erguida por encima del resto del paisaje y cubierta
de nieve. Las primeras horas se van atravesando un bosque,
el suelo mullido, confortable. Los bosques pueden pasar desapercibidos
en sus detalles; son un mundo de colores esparcidos
por el suelo húmedo, por los esqueletos de los árboles muertos.
Nunca he sido buena para describir los paisajes, envidio la capacidad
de precisión y la abundancia de vocabulario de otras personas;
siempre me quedan enormemente pobres mis intentos por
pasar a palabras lo que veo cuando camino. Probemos, lo primero
que viene a mi memoria son los tonos amarillos y verdes de los
musgos que cubrían el suelo y los troncos muertos; ¿qué más?
esos mismos troncos pálidos, blanquecinos como si su muerte fuera
humana, y, creciendo junto a ellos e, incluso, sobre su corteza,
nuevas plantas, nuevos retoños de árboles. Me cuesta mirar hacia
arriba cuando no estoy en un paisaje abierto, no me acuerdo de
hacerlo; igual me sucede en las ciudades, hace poco que descubrí
lo bonitas que eran algunas de las fachadas de los barrios madrileños
cercanos al centro. En el bosque me pasa lo mismo, y cuando
lo hago me pierdo entre tanto árbol que sube y sube hasta unir
sus ramas, que en los bosques cana-
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dienses crecen sólo en lo alto y no dejan ver más que algún trocito
de cielo. El bosque de Jasper desemboca en una inmensa planicie
de hierba y agua, rodeada por las crestas nevadas. Las montañas
canadienses crecen sin apenas transición desde el llano, suben
lentamente hasta la cumbre, carecen de la agresividad de los picos
de Pirineos o Alpes.
Y a Walter. Poco después
de pasar los lagos nos
sentamos a comer en un recodo
del camino; mientras rebañábamos
unas latas de arenques
(buenísimos pero que no
debíamos haber llevado porque
podían atraer a los osos)
pasó por delante un andarín
solitario. No sé por qué se me quedó tan fácilmente su imagen:
alto, moreno, con la barba justa, ni más ni menos que la que me
gusta a mí, cargado con un macuto verde oscuro; saludó con una
agradable sonrisa y siguió. Era Walter. Camino adelante unos
prados atravesados por un riachuelo, un repecho hacia el collado
y, al fondo, la mochila verde ascendiendo por la ladera.
A partir del collado entramos una vez más en el bosque:
Portal Creek, el río que circulaba a nuestro lado. Según bajá-
128

amos volvía a recordar al oso que mató a un caminante;
fue en esta zona, me digo, y miro alrededor como si fuera a surgir
alguno de sus compañeros de un momento a otro. ¡Vaya obsesión!
Seguimos descendiendo hasta que nos entró la gusa y decidimos
sentarnos y comer: queso, frutos secos y chocolate. Por el chocolate
andábamos cuando llegó Walter. Ocupábamos el camino, Alberto
medio tumbado impedía el paso, así que fue lógico que se
cruzaran unas pocas palabras. Walter alucinó con nuestras doce
horas de marcha; dijo algo de lo que yo sólo entendí “whith me”,
se sentó, aceptó chocolate y zanahorias, se negó a probar mi pomelo;
charlamos, mejor dicho charlaron mientras yo asentía, negaba,
demostraba de alguna forma que me estaba enterando de
todo, finalmente nos pusimos en camino. Llegamos al aparcamiento,
se dirigió al coche, abrió la puerta y el maletero, y allí
apareció todo un mundo que hizo que su coche me gustara tanto
como él. En el asiento posterior algo parecido a una colcha cubría
cajas de distinto tamaño, una nevera, un par de botas. Por el suelo
rodaban frascos de productos de aseo mezclados con repelente
de insectos, cremas de sol... Y en el maletero, junto a un revuelo
de objetos, un osito de peluche. Me enternecí, recordé a Guillermo
acostándose con su oso hasta que Rosa lo sustituyó. Me vino a la
memoria el osito pintor, pasando el verano en el cajón de la oficina
vacía de Pedro, solo en la oscuridad y el silencio ¡pobre osito
pintor!.
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La tarde terminó con unas cervezas en el hostal de la juventud
que había a lado del aparcamiento. Antes de despedirnos, las
fotos de rigor y una grabación en inglés y en español de nuestro
paseo, que Walter, el californiano de ojos verdes, casi tan bonitos
como los de mi Perico, y sonrisa preciosa, se empeñó en que hiciéramos.
Alberto narró y yo puse el punto final diciendo en inglés y
en español lo beautiful que tenía Walter la sonrisa.
... Pirineos... con Guillermo en mi tripa y con Mole y su
hermana compartiendo valle... Vida plácida sólo aparentemente,
por dentro la inseguridad y la dependencia que serían mis compañeras
durante tantos años. Daba palos de ciego intentando encontrar
respuestas, y, además, respuestas seguras, a lo que vivía
entonces: mi relación con Alberto, conmigo misma, con mi embarazo.
Y apilándose sobre todo ello, las palabras de Sartre en La
náusea. Y yo sentada en una piedra junto al río con un admirable
aspecto de despistada ante la vida.
... alguna imagen aislada del Valle de Ara, la primera vez
que fui, el primer año de vida en común con Alberto, años turbios,
imágenes que, posiblemente, mi mente no fue capaz de arrinconar
como debió de hacer con otras muchas.
... “la pájara” de Antonio en Aigües Tortes, mi fastidio por
tener que rehacer el mismo incómodo y difícil camino que había-
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mos hecho hasta pocos metros del Portarrón y, más tarde, la opípara
cena que nos dimos en Boí.
... mi llanto en el collado de Blame, en el Gran Paradiso; mi
impotencia ante el dolor y el mareo producido por mis cervicales.
Recuerdo, en fin, mi reencuentro con mi pichón salvaje, mis
raíces, mi pozo de libertad, bajo el Col de Larche, en Mercantour.
Cuerpo a cuerpo en el frío de la pequeña tienda. Mi gorro azul
lleno de moscas. La colada en el arroyo junto al Col de La Rean
en el Valle d’Aosta. El dolor de mis rodillas. Mi pasito a pasito
hasta el Col de La Seigne, bajo la silueta del Mont Blanc. Las flores
de Velezan, en el Val d’Isère. El paisaje austero y salvaje de
la bajada desde el Bivaco Lucca e Mario al col de Nana, frente al
Cervino; bosques con la compañía de Brahms, preciosa sonata
para violín y piano; me gusta la música de cámara de Brahms. Mi
emoción al dejar los bastones en Alagna. La niebla nos acompañó
en el descenso, allí dije adiós a las montañas. La emoción de la
despedida perdura en mi recuerdo.
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