Solidarios - Confiar
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CUENTOS<br />
SOLIDARIOS<br />
Selección y notas<br />
Elkin Obregón S.<br />
1
Primera edición<br />
5.000 ejemplares<br />
Medellín, enero del 2005<br />
Edición especial 35 años<br />
1.000 ejemplares<br />
Medellín, septiembre de 2007<br />
Edita:<br />
CONFIAR Cooperativa Financiera<br />
Calle 52 Nº 49-40 Tel. 5718484 Medellín<br />
confiar@confiar.com.co<br />
www.confiar.coop<br />
ISBN volumen: 958-33-7307-9<br />
ISBN obra completa: 958-4702-7<br />
Ilustración carátula:<br />
Alexánder Bermúdez Echeverri<br />
Diseño e Impresión:<br />
Pregón Ltda.<br />
2<br />
Este libro no tiene valor comercial<br />
y es de distribución gratuita
Índice<br />
Las tres preguntas ................................... 7<br />
Lady Gregory<br />
Tierra en los zapatos ............................... 13<br />
Esther Fleisacher<br />
Seguir de pobres ...................................... 19<br />
Ignacio Aldecoa<br />
La niña muerta ........................................ 35<br />
Gabrielle Roy<br />
El enviado de Dios ................................... 49<br />
Fernando Sabino<br />
El millonario modelo<br />
Una nota de admiración ......................... 55<br />
Oscar Wilde<br />
La inspiración .......................................... 69<br />
Isaak Babel<br />
3
La corista ................................................. 77<br />
Anton Chejov<br />
Fragmento de un diario ........................... 89<br />
Andrés Trapiello<br />
El emboscado ........................................... 97<br />
Laura Quintana Crelis<br />
Arena blanca ............................................ 107<br />
Carlos Drummond de Andrade<br />
Iniciativa .................................................. 113<br />
Dos en el Corcovado ............................... 119<br />
4
Y cuándo nos veremos con los<br />
demás, al borde<br />
de una mañana eterna,<br />
desayunados todos.<br />
César Vallejo<br />
5
Las tres preguntas<br />
Lady Gregory<br />
7
LADY GREGORY (1852-1932). Isabella Augusta<br />
Persse Gregory, Lady Gregory, investigó,<br />
estimulada por el poeta William Buttler Yeats,<br />
los mitos medievales de su tierra irlandesa, y<br />
también sus relatos populares de fuente oral.<br />
Escribió al respecto ensayos como Poetas y soñadores,<br />
y recopilaciones como Visiones y creencias<br />
en el Oeste de Irlanda, juzgada hoy una obra imprescindible<br />
para folcloristas y estudiosos de las<br />
tradiciones irlandesas.<br />
8
Érase una vez un pobre hombre, Jack<br />
Murphy se llamaba. Y Llegó el día de pagar<br />
la renta de sus tierras y no tenía suficiente<br />
para pagarla. Y fue al propietario y le pidió<br />
que le diera tiempo. El propietario le preguntó<br />
que cuándo le pagaría, y él contestó que<br />
no lo sabía. Y el propietario dijo:<br />
—Bueno, si eres capaz de responder a<br />
tres preguntas que te voy a hacer, te perdonaré<br />
la renta. Pero si no las contestas, tendrás<br />
que pagar de inmediato, o marcharte de tu<br />
granja. Y éstas son las tres preguntas: ¿Cuánto<br />
pesa la luna? ¿Cuántas estrellas hay en el<br />
cielo? ¿En qué estoy pensando?<br />
Y le dijo que le daba hasta el día siguiente<br />
para pensar las respuestas.<br />
Jack iba caminando muy abatido cuando<br />
se encontró con un amigo, un tal Tim Daly,<br />
y el amigo le preguntó que qué le pasaba, y<br />
él le explicó que tenía que contestar al día si-<br />
9
guiente las tres preguntas del propietario o<br />
perdería su granja.<br />
—Y no veo de qué me servirá presentarme<br />
mañana ante él —dice—; pues estoy seguro<br />
de que no podré contestar bien a las preguntas.<br />
—Deja que vaya yo en tu lugar —dice<br />
Tim Daly—; pues el propietario no nos distinguirá<br />
al uno del otro, y a mí se me da bien<br />
eso de contestar preguntas, y creo que te haré<br />
salir airoso.<br />
Así que él estuvo de acuerdo con esto, y<br />
al día siguiente Tim Daly se presenta ante el<br />
propietario y le dice:<br />
—Vengo a contestar tus preguntas.<br />
Bueno, pues la primera pregunta que hizo<br />
el propietario era: “¿Cuánto pesa la luna?”.<br />
Y Tim Daly dice:<br />
—Pesa cuatro cuartos.<br />
Entonces el propietario preguntó:<br />
—¿Cuántas estrellas hay en el cielo?<br />
—Nueve mil novecientas noventa y nueve<br />
—dice Tim.<br />
—¿Cómo lo sabes? —pregunta el propietario.<br />
—Bueno —dice Tim—, si no me crees sal<br />
a contarlas tú mismo.<br />
Entonces el propietario le hizo la tercera<br />
pregunta:<br />
—¿En qué estoy pensando ahora?<br />
10
—Piensas que estás hablando con Jack<br />
Murphy, y te equivocas, pues hablas con<br />
Tim Daly.<br />
Así que el propietario se dio por vencido,<br />
y a partir de entonces Jack disfrutó gratis<br />
de la granja.<br />
De Cuentos populares irlandeses. Selección y<br />
traducción de José Manuel de Prada.<br />
Ediciones Siruela, 1998.<br />
11
Tierra en los zapatos<br />
Esther Fleisacher<br />
13
ESTHER FLEISACHER (1959). Colombiana,<br />
nacida en Palmira, reside en Medellín desde<br />
1965. Psicoanalista y editora. Ha publicado<br />
cuentos y poemas en diferentes medios. Las tres<br />
pasas es su primer libro de cuentos (1999). El libro<br />
de poemas Cable a tierra (inédito) contó con<br />
el apoyo de los Fondos Mixtos para el Arte y la<br />
Cultura en Antioquia (2000).<br />
14
Clemente se sobaba la hermosa chivera<br />
blanca con un gesto de tristeza que rompía el<br />
alma. La muerte de Adolfo, el más joven de los<br />
hermanos, había sido un revés inesperado.<br />
Además de la tristeza, a Clemente lo embargaba<br />
algo así como una desazón. ¿Por qué<br />
Dios había querido empezar al revés? Él era<br />
el mayor, había casado a su única hija y hasta<br />
era viudo, su Perla se había ido hacía ya varios<br />
años. Nunca se había opuesto a los designios<br />
divinos, siempre los encontraba sabios, pero<br />
esta vez no entendía nada. Su hermano era<br />
una buena persona, siempre había cumplido<br />
con el deber y aún le quedaban cosas por hacer,<br />
la hija menor estaba soltera.<br />
Cuando murió Perla, Clemente supo que<br />
era mejor así, no tenía sentido prolongar una<br />
existencia tan dolorosa. Aunque no se acostumbraba<br />
a su ausencia, habían compartido<br />
toda una vida y llevaba su mirada azul talla-<br />
15
da en su mirada miel. La presencia de Chela,<br />
la muchacha del servicio doméstico, permitió<br />
que no se desmoronara. Había trabajado<br />
con ellos los últimos años y fue una bendición.<br />
Era suficiente con extrañar a Perla, hubiera<br />
sido insoportable extrañar también el<br />
lugar de la toalla en el baño, la mermelada<br />
de naranja al desayuno o el cojín en el sillón<br />
de lectura.<br />
Ya habían enterrado a Adolfo. Como<br />
era la costumbre, la shivá o duelo de los siete<br />
días se llevaba a cabo en la casa del difunto.<br />
Era una familia especialmente unida, estaban<br />
presentes los hermanos, las esposas,<br />
los hijos, los sobrinos, las nueras y los yernos.<br />
Para Clemente, como para cada uno de<br />
los miembros de la familia, no cabía duda de<br />
que la shivá era necesaria, tanto para despedir<br />
al que se iba como para aceptar la partida.<br />
Además, era un precepto religioso.<br />
También es el momento en que los amigos<br />
y conocidos de la familia visitan a los<br />
dolientes. La casa estaba a reventar de gente<br />
y los comentarios siempre pasaban por el<br />
asombro que esta muerte les causaba. Adolfo<br />
estaba lleno de vida, de proyectos y su familia<br />
lo necesitaba.<br />
Clemente se encontraba embebido en<br />
una discusión con el señor Kurtzel, acerca de<br />
la sabiduría de Dios. Su amigo lo desconocía,<br />
16
a él, que siempre había sido un modelo en<br />
el cumplimiento de la Ley. Le estaba pidiendo<br />
que fuera cauto con sus pensamientos, no<br />
fuera a provocar sobre sí la ira divina. Él sabía<br />
que no tenía derecho a dudar, con el tiempo<br />
entendería los designios sagrados. En ese momento<br />
los interrumpieron, había una llamada<br />
telefónica para Clemente.<br />
Era Chela, a recordarle que era su hora<br />
de salida. A Clemente se le había olvidado el<br />
mundo, desde el momento en que lo llamaron<br />
a darle la noticia y salió de la casa creyendo<br />
que se trataba de una equivocación.<br />
Sabía que Chela por nada del mundo se<br />
quedaría a pasar la noche en su casa, ni aun<br />
en los días más graves de la enfermedad de<br />
Perla había aceptado. La madre, una anciana<br />
ciega, la esperaba impacientemente todas<br />
las noches.<br />
Su deber era permanecer en la casa del<br />
hermano, pero los niños no podían quedarse<br />
solos. Los nietos estaban a su cuidado, ya<br />
que su hija y el esposo se encontraban de viaje.<br />
Llevarlos a la casa del duelo era insensato,<br />
los menores no debían participar de tales situaciones.<br />
¿Cómo abandonar la shivá y no<br />
cumplir la Ley? ¿Dios lo tomaría como un<br />
acto de rebeldía? ¿Y Adolfo lo entendería? Le<br />
atemorizaba pensar en sus reproches cuando<br />
se encontraran en la morada celeste. Cle-<br />
17
mente, en un gesto descuidado, se jalaba con<br />
una mano las temblorosas arrugas de la otra<br />
mano, mientras una ocurrencia cruzaba por<br />
su mente.<br />
Salió al jardín de la casa de su hermano,<br />
pacientemente puso una capa de tierra dentro<br />
de sus zapatos, asegurándose de que toda<br />
la superficie quedara cubierta, se los puso<br />
y salió para su casa silenciosamente, sin despedirse<br />
de nadie.<br />
A la mañana siguiente, durante el rezo,<br />
adelantándose a la interpelación del señor<br />
Kurtzel, le hizo saber que ni por un momento<br />
había dejado de pisar la casa del hermano<br />
muerto. Había dormido sentado, con los zapatos<br />
puestos.<br />
18<br />
De Las tres pasas. Colección Celeste, Editorial<br />
Universidad de Antioquia, 1999.
Seguir de pobres<br />
Ignacio Aldecoa<br />
19
IGNACIO ALDECOA (1925-1969). Novelista<br />
y cuentista español. Muerto tempranamente,<br />
dejó sin embargo una obra que lo sitúa entre<br />
los grandes narradores españoles contemporáneos.<br />
Sus historias, atentas a reflejar un período<br />
especialmente duro de la historia de su país, revelan<br />
siempre una visión fraterna y a la vez sobria,<br />
ajena a discursos, expresada en un idioma<br />
de contenida elocuencia. Algunos de sus títulos:<br />
Gran sol, Espera de tercera clase, Caballo de pica,<br />
Santa Olaja de Acero.<br />
20
Las ciudades de provincias se llenan en la<br />
primavera de carteles. Carteles en los que un<br />
segador sonriente, fuerte, bien nutrido, abraza<br />
un haz de espigas solares; a su vera, un niño<br />
de amuñecada cara nos mira con ojos serenos;<br />
a sus pies, una hucha de barro recibe por<br />
la recta abertura del ahorro —boca sin dientes,<br />
como la vieja, como de batracio— una espuerta<br />
de monedas doradas. Son los anuncios<br />
de las Cajas de Ahorros. Son anuncios para los<br />
labradores que tienen parejas de bueyes, vacas,<br />
maquinaria agrícola y un hijo estudiando en<br />
la Universidad o en el Seminario. Estos carteles<br />
tan alegres, tan de primavera, tan de felicidad<br />
conquistada, nada dicen a las cuadrillas<br />
de segadores que, como una tormenta de melancolía,<br />
cruzan las ciudades buscando el pan<br />
del trabajo por los caminos del país.<br />
A principios de mayo el grillo sierra en lo<br />
verde el tallo de las mañanas; la lombriz en-<br />
21
loquece buscando sus penúltimos agujeros<br />
de las noches; la cigüeña pasea los mediodías<br />
por las orillas fangosas del río haciendo melindres<br />
como una señorita. En los chopos altos<br />
se enredan vellones de nubes, y en el chaparral<br />
del monte bajo el agua estancada se<br />
encoge miedosa cuando las urracas van a beberla.<br />
La vida vuelve.<br />
La cuadrilla de la siega pasa las puertas a<br />
hora temprana, anda por la carretera de los<br />
grandes camiones y los automóviles de lujo<br />
en fila, en silencio, en oración —terrible oración—<br />
de esperanza. Al llegar al puente del<br />
río la abandonan por el camino de los pueblos<br />
del campo lontano. Se agrupan. Alguien<br />
canta. Alguien pasa la bota al compañero. Alguien<br />
reniega de una alpargata o de cualquier<br />
cosa pequeña e importante.<br />
En la cuadrilla van hombres solos. Cinco<br />
hombres solos. Dos del Noroeste, donde<br />
un celemín de trigo es un tesoro. Otros dos<br />
de la parte húmeda de las Castillas. El quinto,<br />
de donde los hombres se muerden los dedos,<br />
lloran y es inútil.<br />
Con pan y vino se anda camino cuando<br />
se está hecho a andarlo. Con pan, vino y un<br />
cinturón ancho de cueras de becerra ahogada<br />
o una faja de estambre viejo, bien apretados,<br />
no hay hambre que rasque el estómago.<br />
Con mala manta hay buen cobijo, has-<br />
22
ta que la coz de un aire, entre medias cálido,<br />
tuerce el cuello y balda los riñones. Cuando<br />
a un segador le da el aire pardo que mata al<br />
cereal y quema la hierba —aire que viene de<br />
lejos, lento y a rastras, mefítico como el de<br />
las alcantarillas—, el segador se embadurna<br />
de miel donde le golpeó. Pero es pobre el remedio.<br />
Ha de estar tumbado en el pajar viendo<br />
a las arañas recorrer sus telas. Telas que<br />
de puro sutiles son impactos sobre el cristal<br />
de la nada.<br />
Cinco hombres solos. Cinco que forman<br />
un puño de trabajo. Dos del Noroeste: Zito<br />
Moraña y Amadeo, el buen Amadeo, al que<br />
le salen barbas en el dorso de las manos, que<br />
se afeita con una hoz. Dos de la Castilla verde:<br />
San Juan y Conejo. El quinto, sin pueblo,<br />
del estaribel de Murcia, por algo de cuando<br />
la guerra. El quinto, callado; cuando más,<br />
sí y no. El quinto, al que llaman desde que se<br />
les unió, sencillamente, “El Quinto”, por un<br />
buen sentido denominador.<br />
“El Quinto” les dijo en la caminata de la<br />
estación, donde se lo tropezaron:<br />
—Si van para el campo y no molesto, voy<br />
con ustedes.<br />
Zito Moraña le contestó:<br />
—Pues venga.<br />
“El Quinto” movió la cabeza, clavó los<br />
ojos en Moraña, pasó la vista sobre Amadeo,<br />
23
que se rascaba las manos, consultó con la mirada<br />
a San Juan, que liaba un cigarrillo parsimonioso<br />
sin que le cayera una brizna de tabaco,<br />
y por fin miró a Conejo, que algo se<br />
buscaba en los bolsillos.<br />
—Acabo de salir de la cárcel. ¿Qué dicen?<br />
—¿Y usted? —respondió Zito.<br />
—La guerra, y luego, mala conducta.<br />
—¿Mala?<br />
—De hombre, digo yo.<br />
—Pues está dicho.<br />
“El Quinto” pidió un cuartillo de vino<br />
tinto. La cita fue para las cinco y media de<br />
la mañana en el depuertas de la carretera. Se<br />
separaron.<br />
Ahora los cinco van agrupados por el camino<br />
largo de los segadores. Zito conoce el<br />
terreno. Todos los años deja su tierra para<br />
segar a jornal.<br />
—Amadeo, de la revuelta ésa nos salió el<br />
pasado una liebre como un burro.<br />
—Sí, hombre; pero no el pasado, sino<br />
otro año atrás.<br />
—Fue lástima...<br />
Y Zito y Amadeo hablan del antaño perdiéndose<br />
en detalles, mientras San Juan se<br />
suena una y otra vez la nariz distraídamente,<br />
mientras Conejo se queja en un murmullo<br />
de su alpargata rota, mientras “El Quinto”<br />
24
va mirando los bordes del camino buscando<br />
no sabe qué.<br />
Al mediodía les para un sombrajo. De la<br />
bota del pobre se bebe poco y con mucha precaución.<br />
Al pan del pobre no se le dan mordiscos;<br />
hay que partirlo en trozos con la navaja.<br />
El queso del pobre no se descorteza, se<br />
raspa.<br />
En el sombrajo descansan y fuman los cigarrillos<br />
de las mil muertes del fuego, de sus<br />
mil nacimientos en el encendedor tosco y seguro.<br />
Han dejado de hablar de las cosas de siempre,<br />
esas cosas que acaban como empiezan:<br />
—La mujer habrá terminado de trabajar<br />
en el pañuelo de tierra que hemos arrendado<br />
tras de la casa. Los chavales estarán dándole<br />
vueltas al pucherillo.<br />
Una larga pausa y la vuelta.<br />
—Los chavales le estarán sacando brillo<br />
al puchero. La mujer saldrá a trabajar el pañuelo<br />
de tierra que hemos arrendado tras de<br />
la casa.<br />
Dicen la mujer, los chavales, el que se fue<br />
de las calenturas, el que vino por San Juan de<br />
hará tres años. No poseen con la brutal terquedad<br />
de los afortunados y hasta parece que<br />
han olvidado en los rincones de la memoria<br />
los posesivos débiles de la vida. Están libres.<br />
Callan hasta que otro repita la historia con<br />
escasas variantes. Callan hasta que se dan<br />
25
cuenta de que hay un ser de silencio y de<br />
sombras con ellos, uno que ha dicho sí y no<br />
y poca cosa más. Aquí está Zito Moraña para<br />
preguntar, porque a un compañero hay que<br />
darle ocasión, sin molestarle, de un suspiro,<br />
de una lágrima, de una risa. Un compañero<br />
puede estar necesitado de descanso y es necesario<br />
saber, cuando cuente, el momento en<br />
que hay que balancear la cabeza o agacharla<br />
hacia el suelo o levantarla hacia el sol.<br />
—¿Usted qué hará cuando acabe esto?<br />
“El Quinto” encoge una pierna y duda.<br />
—¿Yo?<br />
—Nosotros volveremos para la tierra.<br />
—Ya veré.<br />
Y entre ellos, entre los cuatro y “El Quinto”,<br />
el corazón de la comunidad naufraga. Zito<br />
tiene su orden. Se pone en pie, consulta su<br />
sombra, levanta su hato y se lo carga a la espalda.<br />
—Bueno, andando. Para las cinco podemos<br />
estar en la hocina. Para las seis, en el teso<br />
del pueblo.<br />
Por la ladera, hacia el río, vuela el ave que<br />
huele mal. Conejo, de los bolsillos, saca una<br />
madera que talla con la navaja.<br />
—¿Qué haces? —le pregunta San Juan.<br />
—La torre de los condes, para que juegue<br />
el chico a la vuelta. La hago con silbo de<br />
pájaro.<br />
26
Zito y Amadeo recuerdan el antaño. Y<br />
“El Quinto” mira el camino.<br />
A las seis platea el río por medio del llano.<br />
En el pueblo, entre casa y casa, crece la<br />
tiniebla. Por los últimos alcores del cielo está<br />
morado. Los perros ladran al paso lento de<br />
los de la siega. Zito conoce a los que se asoman<br />
a las puertas a verlos llegar.<br />
—Señor Ricardo, ¿se curó de los cólicos?<br />
El campesino responde, cachazudo:<br />
—Parece, parece.<br />
La cuadrilla sigue adelante.<br />
—Señora Rosario, ¿volvióle el santo a Patricio?<br />
—Por ahí anda.<br />
Zito hace un aparte a San Juan.<br />
—Es que tiene un hijo que dio en manías<br />
el año pasado, de una soleada en las fincas.<br />
Hacen un alto en la plaza. El cuadrado de<br />
la plaza está quebrado por la irregularidad de<br />
las construcciones. En la mitad está el pilón;<br />
en él juegan los niños. Al verlos a los cinco<br />
parados ensimismados, los niños se les acercan<br />
a una distancia de respeto y prudencia.<br />
Los segadores, como los gitanos, pueden robar<br />
criaturitas para venderlas en otros pueblos.<br />
Zito vocea a un campesino sentado en el<br />
umbral de su casa:<br />
—¿Qué, Martín, hay pajar para cinco<br />
27
hombres?<br />
—Hay, pero no paja.<br />
—Da igual. ¿A cuántos nos necesita usted?<br />
—Con dos de vosotros me arreglo, porque<br />
tengo otros que llegaron ayer. Mañana<br />
temprano, a darle. El jornal, el de siempre.<br />
—Ya aumentará usted una pesetilla.<br />
—Están los tiempos malos, pero se ha de<br />
ver.<br />
Precisamente están los tiempos malos.<br />
No se marcha la gente de su tierra porque estén<br />
buenos, ni porque la vida sea una delicia,<br />
ni porque los hijos tengan todo el pan que<br />
quieran. Zito arruga la frente y medita.<br />
—Tú, San Juan, y tú, Conejo, podéis<br />
quedaros con él. Mañana arreglaremos nosotros.<br />
Dando la vuelta a la iglesia, a la que está<br />
pegada la casa, se abre un amplio portegado.<br />
El portegado está entre una era y un estercolero,<br />
que en las madrugadas tiene flotando<br />
un vaho de pantano y que está en perpetuo<br />
otoño de colores. Del portegado se sube<br />
al pajar. Las maderas brillan pulimentadas.<br />
Sólo hay un poco de paja en un rincón. Los<br />
trillos, apoyados sobre la pared, con los pedernales<br />
amenazantes, parecen fauces de perros<br />
guardianes.<br />
—Dejad ahí los hatos. Vamos a ver si nos<br />
28
dan algo en la cocina.<br />
En la cocina les dan un trozo de tocino a<br />
cada uno, pan y vino. La mujer de Martín les<br />
contempla desde una silla.<br />
—Tú, Zito, alegra el ánimo con la comida.<br />
Canta algo, hombre, de por tu tierra.<br />
—No estoy de buen año, señora.<br />
—Canta, Zito —dice Martín, que está<br />
apoyado en la puerta.<br />
—Tengo la garganta con nudos.<br />
—Cuanto más viejo más tuno, Zito.<br />
—Pues cantaré, pero no de la tierra, y a<br />
ver si les va gustando.<br />
—Tú canta, canta.<br />
Zito, con el porrón apoyado sobre una<br />
pierna, entona una copla. Sus compañeros<br />
bajan la cabeza.<br />
Al marchar a la siega<br />
entran rencores,<br />
trabajar para ricos,<br />
seguir de pobres.<br />
—–––––—<br />
Sobre los campos salta la noche. Un ratón<br />
corre por el pajar. Los segadores están<br />
tumbados.<br />
—Oye, San Juan, son unos veinte días<br />
aquí. A doce pesetas, ¿cuánto viene a ser?<br />
—Cuarenta y ocho duros.<br />
29
—No está mal.<br />
Abajo, en la cocina, habla Martín en términos<br />
comerciales y escogidos con un amigo.<br />
—Me han ofrecido material humano a<br />
siete pesetas para hacer toda la campaña, pero<br />
son andaluces...<br />
—Gente floja.<br />
—Floja.<br />
Martín hace con los labios un gesto de<br />
menosprecio.<br />
30<br />
—–––––—<br />
Trabajaban San Juan y Conejo con Martín.<br />
Zito Moraña, Amadeo y “El Quinto”,<br />
con otros segadores que llegaron un día después,<br />
segaban en las fincas del alcalde. No se<br />
veían los dos grupos más que cuando marchaban<br />
al trabajo o volvían de él por los caminos.<br />
Zito, Amadeo y “El Quinto” dormían<br />
en el pajar del alcalde, sobre paja medio pulverizada.<br />
Se pasaban el día en el campo.<br />
A la cuarta jornada apretó el calor. En el<br />
fondo del llano una boca invisible alentaba<br />
un aire en llamas. Parecía que él iba a traer las<br />
nubes negras de la tormenta que cubrirían el<br />
cielo, y sin embargo el azul se hacía más profundo,<br />
más pesado, más metálico. Los segadores<br />
sudaban. Buscaban las culebras la humedad<br />
debajo de las piedras. Los hombres se<br />
refrescaban la garganta con vinagre y agua.
En el saucal, la dama del sapo, que tiene ojos<br />
de víbora y boca de pez, lo miraba todo maldiciendo.<br />
Los segadores, al dejar el trabajo un<br />
momento, tiraban, por costumbre, una piedra<br />
a bajo pierna en los arbustos para espantarla.<br />
Podía llegar la desgracia. El viento pardo<br />
vino por el camino levantando una polvareda.<br />
Su primer golpe fue tremendo. Todos<br />
lo recibieron de perfil para que no les dañase,<br />
excepto “El Quinto”, que lo soportó de espaldas,<br />
lejano en la finca, con la camisa empapada<br />
en sudor, segando. Le gritaron y fue inútil.<br />
No se apercibió. Cuando levantó la cabeza<br />
era ya tarde.<br />
“El Quinto” llegó al pajar tiritando. Y no<br />
quiso cenar. Le dieron miel en las espaldas. El<br />
alcalde llamó al médico. El médico lo mandó<br />
lavar porque opinó que aquello eran tonterías.<br />
Y dictaminó:<br />
—No es nada, tal vez haya bebido agua<br />
demasiado fría.<br />
Zito le explicó:<br />
—Mire, doctor, fue el viento pardo...<br />
El médico se enfadó.<br />
—Cuanto más ignorantes, más queréis<br />
saber. ¿Qué me vas a decir tú?<br />
—Mire, doctor, fue el viento que mata<br />
el cereal y quema la yerba. Hay que darle de<br />
miel. Las mantecas de los riñones las tiene<br />
blandas.<br />
31
—Bah, bah, el viento pardo... —comentó.<br />
Los compañeros volvieron a darle miel<br />
en las espaldas en cuanto se marchó el médico,<br />
y Zito le echó su manta.<br />
—¿Y tú, Zito? —dijo “El Quinto”.<br />
—Yo, a medias con Amadeo.<br />
“El Quinto” temblaba; le castañeaban los<br />
dientes. El viento pardo, en el saucal, hacía<br />
un murmullo de risas.<br />
32<br />
—–––––—<br />
Allí estaba “El Quinto”, entretenido con<br />
las arañas. Las iba conociendo. Contó a Zito<br />
y a Amadeo cómo había visto pelear a una de<br />
ellas, la de la gran tela, de la viga del rincón,<br />
con una avispa que atrapó. Lo contaba infantilmente.<br />
Zito callaba. De vez en vez le interrumpía<br />
doblándole la manta.<br />
—¿Qué tal ahora?<br />
—Bien, no te preocupes.<br />
—¿No me he de preocupar? Has venido<br />
con nosotros y no te vas a poder marchar.<br />
Nosotros dentro de cuatro días tiramos para<br />
el Norte. Esto está ya dando las boqueadas.<br />
—Bueno, qué más da. No me echarán a<br />
la calle de repente.<br />
—No, no, desde luego... —dudaba Zito.<br />
—Y, si me echan, pues me voy.<br />
—¿Y adónde?
—Para la ciudad, al hospital, hasta que<br />
sane.<br />
—Hum...<br />
—–––––—<br />
—Aquí tienes lo tuyo, Zito. Os doy doce<br />
perras más por cada día a cada uno.<br />
—Gracias.<br />
—Pues hasta el año que viene. Que haya<br />
suerte. Y dile al “Quinto” que para él, aunque<br />
no ha trabajado más que tres días y le he estado<br />
dando de comer todo este tiempo, hay<br />
diez duros. No se quejará.<br />
—No, claro.<br />
—Pues díselo, y también que levante con<br />
vosotros.<br />
—Pero si es imposible, si está tronzado.<br />
—Y yo, qué quieres que le haga.<br />
—–––––—<br />
Llegaron al puente. “El Quinto” andaba<br />
apoyado en un palo medio a rastras. Zito<br />
Moraña y Amadeo le ayudaban por turno.<br />
—¿Qué tal? Ahora coges la carretera y te<br />
presentas en seguida en la ciudad.<br />
—Si llego.<br />
—¡No has de llegar! Mira, los compañeros<br />
y yo hemos hecho... un ahorro. Es poco,<br />
pero no te vendrá mal. Tómalo.<br />
Le dio un fajito de billetes pequeños.<br />
33
—Os lo acepto porque... Yo no sé... Muchas<br />
gracias. Muchas gracias, Zito y todos.<br />
“El Quinto” estaba a punto de llorar, pero<br />
no sabía o lo había olvidado.<br />
—No digas nada, hombre.<br />
Les dio la mano largamente a cada uno.<br />
—Adiós, Zito; adiós, Amadeo; adiós, San<br />
Juan; adiós, Conejo.<br />
—Adiós Pablo, adiós.<br />
Hacía quince días que habían aprendido<br />
el nombre del “Quinto”.<br />
Por la orillita de la carretera caminaba, vacilante,<br />
Pablo. Los segadores volvieron las espaldas<br />
y echaron a andar. Se alejaron del puente.<br />
Zito, para distraer a los compañeros, se puso<br />
a cantar a media voz algo de su tierra.<br />
34<br />
De La tierra de nadie y otros relatos,<br />
Biblioteca Básica Salvat, 1970.
La niña muerta<br />
Gabrielle Roy<br />
35
GABRIELLE ROY (1909 – 1983). Nació en la<br />
provincia canadiense de Manitoba, región que<br />
es escenario de muchos de sus relatos. En su juventud<br />
fue maestra rural, y actriz de teatro en<br />
grupos aficionados. Una estadía en Francia decidió<br />
su destino de escritora. Su primera novela,<br />
Felicidad de ocasión (1945), obtuvo un inmenso<br />
éxito entre la crítica y los lectores, refrendado<br />
luego por todas sus obras posteriores. Aparte<br />
de novelas, cuentos y crónicas, escribió una<br />
autobiografía, Encantamiento y pena, publicada<br />
póstumamente.<br />
36
¿Por qué el recuerdo de la niña muerta<br />
ha vuelto a llegarme de repente, en medio de<br />
este verano que canta?<br />
¿Sin que nada en mí hasta ahora me hubiera<br />
dejado presentir la tristeza, a través de<br />
la deslumbrante revelación de las cosas a lo<br />
largo de esta estación?<br />
Acababa de llegar a un pequeño poblado<br />
de Manitoba para terminar el año escolar en<br />
remplazo de la maestra, que se había enfermado,<br />
o desanimado, qué sé yo.<br />
El Director de la Escuela Normal donde<br />
terminé mi año de estudios me había llamado<br />
a su despacho: “Escuche”, dijo; “esa escuela<br />
está libre durante el mes de junio. Es poco,<br />
pero es una oportunidad. Cuando más adelante<br />
solicite usted una plaza, podrá decir que<br />
posee experiencia. Créame, eso ayuda”.<br />
Fue así como me encontré a comienzos de<br />
junio en aquel poblado, tan pobre, con cabañas<br />
construidas en la arena y circundado apenas<br />
por raquíticos arbustos de espino. “¿Un<br />
37
solo mes”, me dije, “bastará para acercarme a<br />
los chicos, y para que ellos se habitúen a mí?<br />
Un mes; ¿valdrá la pena el esfuerzo?”<br />
Quizás el mismo cálculo habitaba el espíritu<br />
de los alumnos que se presentaron<br />
ese primer día de junio en la escuela: “¿Esta<br />
maestra se quedará el tiempo suficiente para<br />
que valga la pena...?”, pues yo no había visto<br />
jamás caras de chicos tan sombrías, tan apáticas,<br />
o, acaso, tan tristes. Tenía tan poca experiencia...<br />
Yo misma era casi una niña.<br />
La clase comenzó. Hacía un calor de fragua.<br />
En Manitoba, sobre todo en las regiones<br />
arenosas, desde los primeros días de junio se<br />
asienta un calor insoportable.<br />
No sabía por dónde comenzar mi tarea.<br />
Abrí el registro de los inscritos, llamé a lista.<br />
Eran en su mayoría nombres muy franceses,<br />
y aún hoy me vienen a la memoria, porque sí,<br />
sin razón: Madeleine Bérubé, Josephat Brisset,<br />
Émilien Dumont, Cecile Lépine...<br />
Pero los muchachos que se levantaban en<br />
orden, al llamado de su nombre, para responder<br />
“Presente, señorita...” tenían casi todos<br />
los ojos ligeramente oblicuos, la tez quemada<br />
y los cabellos muy negros, rasgos que revelaban<br />
su sangre mestiza.<br />
Eran bellos, exquisitamente corteses y<br />
muy inteligentes; no había en verdad nada<br />
que reprocharles, excepto aquella extraña<br />
38
dis tancia que mantenían entre ellos y yo.<br />
Me sen tía agobiada. “¿Así pues, los niños son<br />
así”, me preguntaba con angustia, “intocables,<br />
replegados en alguna región donde no<br />
es posible alcanzarlos?”.<br />
Llegué a este nombre:<br />
—Yolande Chartrand.<br />
Nadie respondió. El calor aumentaba a<br />
cada minuto. Me enjugué el sudor de la frente.<br />
Repetí el nombre, y otra vez no hubo respuesta.<br />
Observé sus rostros, que me parecieron<br />
totalmente indiferentes. De pronto, desde<br />
el fondo de la clase se elevó por encima del<br />
zumbido de las moscas una voz que no logré<br />
ubicar de inmediato:<br />
—Está muerta, señorita. Murió anoche.<br />
La noticia me había sido dada en un tono<br />
tan sereno, tan sencillo, que eso la hacía<br />
aún peor. Ante mi gesto de incredulidad, todos<br />
los niños asintieron gravemente con la<br />
cabeza, como diciendo: es verdad.<br />
De súbito me invadió un sentimiento de<br />
impotencia tan hondo como no recuerdo haber<br />
vuelto a experimentar.<br />
—¡Ah! — exclamé, sin saber realmente<br />
qué decir.<br />
—Está sobre los tablones... —dijo un pequeño<br />
de ojos ardientes—. La van a enterrar<br />
de verdad mañana.<br />
—¡Ah! —repetí de nuevo.<br />
39
Los chicos parecían ahora un poco más<br />
expansivos, y dispuestos a hablar, por turno,<br />
a largos intervalos. Uno de ellos, en medio<br />
del salón, tomó la palabra:<br />
—Aguantó dos meses...<br />
Los niños y yo nos miramos en silencio<br />
durante un largo rato. Comprendí al fin que<br />
la expresión de sus ojos, que yo había tomado<br />
por indiferencia, era de una penosa tristeza.<br />
Igual al calor agobiante que padecíamos.<br />
¡Y el día apenas si empezaba! Propuse:<br />
—Ya que Yolande... aún está sobre los tablones...<br />
que ella es vuestra compañera... que<br />
pudo haber sido mi alumna... ¿queréis que<br />
esta tarde, después de clase, a las cuatro, vayamos<br />
juntos a visitarla?<br />
En sus caritas, tan graves, apareció entonces<br />
el esbozo de una sonrisa, contenida y muy<br />
triste, pero una sonrisa a pesar de todo.<br />
—De acuerdo, pues. Iremos a visitarla,<br />
toda su clase...<br />
A partir de aquel momento, a pesar del<br />
calor enervante y del sentimiento vago —<br />
sospecho que por todos compartido— de que<br />
los esfuerzos humanos suelen doblegarse ante<br />
el azar, los muchachos, en la medida de lo<br />
posible, fijaron su atención en la rutina escolar<br />
que me esforzaba en transmitirles.<br />
A las cuatro y cinco me reuní a la salida<br />
con una veintena de ellos, tan silenciosos co-<br />
40
mo si estuvieran castigados. Algunos tomaron<br />
la delantera para mostrarme el camino. Otros<br />
me rodeaban, dificultándome la marcha. Cinco<br />
o seis de los más pequeños termina ron por<br />
tomarme de la mano o del brazo, y tiraban de<br />
mí hacia adelante como si guiaran a una ciega.<br />
No hablaban, no hacían nada distinto a<br />
tenerme encerrada dentro de su círculo.<br />
Así agrupados, tomamos un sendero que<br />
corría a través del arenal. Los delgados espinos<br />
se unían aquí y allá en grupos compactos.<br />
El aire era espeso. Muy pronto dejamos<br />
el poblado atrás, olvidado, por así decirlo.<br />
Llegamos a una cabaña de tablas, completamente<br />
aislada en medio de una pequeña<br />
arboleda. La puerta estaba abierta de par en<br />
par. Así, antes de entrar, pudimos ver desde<br />
afuera a la niña muerta. Estaba literalmente<br />
sobre planchones, apoyados en sus extremos<br />
en dos sillas colocadas a cierta distancia.<br />
No había nada más dentro de la pieza.<br />
Todo aquello que habitualmente ocupaba la<br />
habitación había sido llevado al otro cuarto<br />
de la vivienda. Además de la estufa, la mesa,<br />
algunas marmitas sobre el piso, había en<br />
él una cama y un colchón, con montones de<br />
ropa blanca encima. Pero no había más sillas.<br />
Aparentemente, las que servían de soporte a<br />
los tablones sobre los que reposaba la niña<br />
muerta eran las únicas de la casa.<br />
41
Sin duda los padres habían hecho todo<br />
cuanto podían por velar dignamente a su niña.<br />
La habían recubierto con una sábana limpia.<br />
Le habían destinado un cuarto entero. Su<br />
madre la había peinado con dos trenzas que<br />
enmarcaban su delgada carita. Pero al parecer<br />
los desventurados no habían podido evitar<br />
ausentarse por alguna apremiante necesidad:<br />
quizás la compra del ataúd en el pueblo,<br />
o de otros tablones para fabricarlo ellos mismos.<br />
Mientras tanto, la niña muerta se había<br />
quedado sola en aquella habitación desocupada<br />
para ella; es decir, sola con las moscas.<br />
Un ligero olor a muerto las atraía ya desde<br />
lejos. Vi una de vientre azul asentarse en<br />
su frente. De inmediato me acerqué al rostro<br />
de la niña, y no cesé de agitar la mano para<br />
ahuyentarlas.<br />
Era una carita delicada y enflaquecida,<br />
con una expresión tan grave como la que<br />
ya había visto en todos los niños de aquellos<br />
contornos, para quienes los cuidados de<br />
los adultos se agotaban sin duda demasiado<br />
pronto. Podía tener diez u once años. Si hubiera<br />
vivido un poco más habría sido una de<br />
mis alumnas, pensé. Habría aprendido algo<br />
de mí. Algo habría podido grabar en su espíritu.<br />
Un vínculo se habría establecido entre<br />
esta pequeña desconocida y yo, quién sabe,<br />
durante toda la vida quizás.<br />
42
Mientras meditaba sobre la niña muerta,<br />
esa expresión, “durante toda la vida”, que pareciera<br />
aludir a una larga existencia, me pareció<br />
la más temeraria, la más superficial de todas<br />
aquellas que empleamos a tontas y a locas.<br />
Inmersa en la muerte, aquella pequeña<br />
tenía el aire de lamentar la carencia de alguna<br />
pobre y minúscula alegría jamás obtenida.<br />
Yo seguía en la tarea de impedir que las<br />
moscas se posaran sobre ella. Los niños me<br />
observaban. Comprendí que ahora lo esperaban<br />
todo de mí, que no sabía sin embargo<br />
mucho más que ellos y que sentía el mismo<br />
desconcierto. De improviso sentí una suerte<br />
de inspiración. Les dije:<br />
—¿No creéis que a Yolande le gustaría<br />
que alguien estuviera con ella todo el tiempo,<br />
hasta que llegue el momento de confiarla<br />
a la tierra?<br />
La expresión de sus caras me dio a entender<br />
que había acertado.<br />
—Entonces nos turnaremos de a cuatro<br />
o cinco a su lado, durante dos horas, hasta<br />
que llegue la hora del entierro.<br />
Me dieron su aprobación con un centelleo<br />
de sus ojos sombríos.<br />
—Será necesario cuidar de que las moscas<br />
no se asienten sobre el rostro de Yolande.<br />
Hicieron con sus cabezas un gesto unánime<br />
de asentimiento, para indicar que esta-<br />
43
an de acuerdo. Alineados a mi alrededor, me<br />
demostraban una confianza tan grande que<br />
me atemorizaba.<br />
A lo lejos, en un claro entre los espinales,<br />
divisé sobre el suelo una mancha de un rosa<br />
vivo cuyo origen no lograba adivinar. Los<br />
oblicuos rayos del sol la tocaban, flameaba<br />
bajo ellos, momento único de aquel día dotado<br />
de una gracia imprecisa. Pregunté:<br />
—¿Qué clase de niña era?<br />
Los niños meditaron unos segundos en el<br />
alcance de mi pregunta. Al fin, un chico poco<br />
más o menos de su edad dijo, con una tierna<br />
seriedad:<br />
—Era fina, Yolande.<br />
Los demás parecían darle la razón.<br />
—¿Era buena alumna?<br />
—Estuvo mal muchos meses. Faltaba casi<br />
siempre.<br />
—La penúltima maestra de este año decía<br />
que Yolande habría podido ser buena.<br />
—¿Cuántas maestras han tenido este<br />
año?<br />
—Usted es la tercera, señorita.<br />
—El año pasado tuvimos tres también.<br />
El aire de aquí hace que se aburran.<br />
—¿De qué murió?<br />
—De tuberculosis, señorita, dijeron todos<br />
a una, como si ésa fuera la causa habitual<br />
de muerte para los niños de la aldea.<br />
44
Advertí que querían hablar de ella. Había<br />
conseguido abrir la pobre puertecilla cerrada<br />
en el fondo de sí mismos que nadie quizás<br />
se había interesado en abrir. Me contaban<br />
episodios de la corta vida de Yolande. Como<br />
aquel día en que al regreso de la escuela —era<br />
el mes de febrero... ¡no! dice otro, era el mes<br />
de marzo— había perdido su libro de lectura<br />
y lloró de pena durante semanas; y cómo,<br />
para aprender su lección, le había sido necesario<br />
prestar el libro de aquél, de aquélla... y<br />
yo veía en el rostro de algunos que no habían<br />
prestado su libro de buena gana, y que ahora<br />
lo lamentarían para siempre; o aquella vez<br />
en que, no teniendo un vestido blanco para<br />
su primera comunión, había suplicado tanto<br />
que su madre había terminado por hacerle<br />
uno con la única cortina de la casa. “La de<br />
este mismo cuarto... una linda cortina de encaje,<br />
señorita”.<br />
—¿Y Yolande estaba contenta con su vestido<br />
de encaje de cortina? — pregunté.<br />
Todos asintieron vivamente, con el recuerdo<br />
de una amable imagen asomado a sus<br />
pupilas tristes.<br />
Contemplé la carita muerta. La cara de<br />
una niña que había amado los libros, la seriedad<br />
y los bellos atavíos. Luego fijé de nuevo<br />
mis ojos en la sorprendente claridad rosada,<br />
al fondo del lúgubre paisaje. Y de pron-<br />
45
to supe que era una franja de rosas silvestres,<br />
de las llamadas Botón de Oro. En junio florecen<br />
en abundancia, en Manitoba, nacidas del<br />
suelo más pobre... Sentí un ligero alivio.<br />
—Vamos a recoger rosas para Yolande.<br />
Y entonces reapareció en las caras de los<br />
niños la misma lenta y dulce sonrisa triste<br />
que ya había visto cuando propuse la visita<br />
al cadáver.<br />
En un momento estábamos todos en la<br />
recolección. Los niños no lucían gozosos, lejos<br />
de ello, pero al menos los oía hablar entre<br />
ellos mientras recogíamos las flores. Una especie<br />
de emulación los había invadido. Cada<br />
uno quería aportar un número mayor de rosas.<br />
Cada uno buscaba las más encendidas,<br />
de un tinte casi rojo. De tanto en tanto pedían<br />
mi atención:<br />
—¡Mire ésta, señorita! ¡La hermosura<br />
que encontré!<br />
De regreso, despetalamos las flores sobre<br />
la niña muerta. De entre los pétalos amontonados<br />
emergía solamente la cara. Entonces<br />
—¿cómo decirlo?— nos pareció menos desamparada.<br />
Los niños la rodearon, mientras<br />
comentaban, sin aquella amarga tristeza de<br />
la mañana:<br />
—A esta hora ha debido alcanzar el cielo...<br />
O bien:<br />
46
—Ahora estará contenta...<br />
Yo los veía consolarse ya, como podían,<br />
de la vida...<br />
¿Pero por qué, por qué este recuerdo de<br />
la niña muerta ha venido a asaltarme hoy, en<br />
plena mitad de este verano que canta?<br />
¿Es el perfume de las rosas, ahora mismo<br />
sobre el viento, el que me lo ha traído?<br />
Perfume que nunca volví a amar como en<br />
aquel junio lejano, cuando fui al más pobre<br />
de los poblados para adquirir, como se dice,<br />
un poco de experiencia.<br />
De Cet été qui chantait, Les Éditions Françaises,<br />
Québec-Montreál, 1972. Traducción<br />
para este libro de Rodrigo Bustamante.<br />
47
El enviado de Dios<br />
Fernando Sabino<br />
49
FERNANDO SABINO (1923-2004). Nació<br />
en Belo Horizonte, Brasil. Novelista, cuentista,<br />
cronista. Su novela El encuentro marcado (1956)<br />
marcó un hito en la literatura de su país, y ha<br />
sido traducida a numerosas lenguas. Sus crónicas<br />
encierran casi siempre un fino sentido lúdico,<br />
y, sin excepción, una alta calidad literaria.<br />
Algunos de sus libros: La ciudad vacía, La inglesa<br />
deslumbrada, El hombre desnudo, El evangelio<br />
de los niños.<br />
50
Hacía un lindo día. A lo largo de la playa,<br />
el aire era de ésos que lavan el alma. Mi Volkswagen<br />
se deslizaba dócil y suavemente sobre<br />
el asfalto, yo me dirigía a la ciudad, feliz de la<br />
vida. Me había bañado, me había afeitado, y,<br />
luciendo además un traje nuevo, había salido<br />
a enfrentar con optimismo la única perspectiva<br />
sombría en aquella mañana de cristal: la<br />
de la cita con el dentista.<br />
Pero he aquí que el semáforo se pone en<br />
rojo en la Avenida Princesa Isabel, y un humilde<br />
chiquillo, acercándose a mi carro, me<br />
pide con voz tímida:<br />
—Señor, ¿me puede llevar hasta la ciudad?<br />
Lo que más me impresionó fue la espontaneidad<br />
con que respondí tranquilamente:<br />
—No voy hasta la ciudad, muchacho.<br />
Había en mi tono algo de paternal y<br />
compasivo, pero, ¡qué suficiencia en mi voz!<br />
¡Qué seguridad en mi destino! Apenas si tu-<br />
51
ve tiempo de mirar al chico cuando ya el semáforo<br />
cambiaba, y el carro arrancaba en<br />
medio de los otros, camino a la ciudad.<br />
Un segundo después una voz que no era la<br />
mía saltó dentro de mí:<br />
—¿Por qué mentiste?<br />
Vagamente intenté justificarme, alegando<br />
la imprudencia de haber aceptado, los numerosos<br />
asaltos...<br />
—¿Asalto? ¿A esta hora? ¿En este lugar? ¿Un<br />
niño tan humilde? Vamos, no seas ridícu lo.<br />
Me enfrenté a la voz, le ordené que se callara:<br />
no estaba dispuesto a aceptar impertinencias.<br />
Y, no bien había entrado al túnel, ya<br />
resolvía que había hecho lo correcto; ¿por qué<br />
diablos no podía aquel chico coger un bus? O<br />
que pidiera el favor a otro, sin duda se lo harían.<br />
Pero la voz insistía: bien claramente había<br />
visto yo por el espejo retrovisor que alguien<br />
más, detrás de mí, también se había rehusado,<br />
despachando al muchacho con un gesto<br />
de enfado, sin siquiera tomarse el trabajo de<br />
darle una disculpa, como sí se la había dado<br />
yo. Nadie iba a ayudarle, pobrecito. ¡Cuán insensibles<br />
pueden ser los más afortunados! Era<br />
obvio que el chico no tenía dinero para el bus,<br />
y allí estaría plantado todo el día.<br />
Y yo en mi carro, con el cuerpo y el alma<br />
lavados, muy ufano con mi traje nuevo. Empecé<br />
a odiar el tal traje, ya incluso empezaba<br />
52
a sentirlo un tanto estrecho. ¡Dentro del túnel,<br />
la voz adquiría ahora la resonancia de la<br />
propia voz de Dios!<br />
—Nada te costaba llevarlo.<br />
No, Dios no podía ser tan pesado: ¿qué<br />
importancia tenía conceder o negar un simple<br />
aventón? O, a lo mejor, se me estaba invitando<br />
a comprender que aquél era simplemente<br />
el examen, el Gran Examen de mi<br />
existencia de hombre. Si pensaba que Dios<br />
me iba a esperar en una esquina de la vida<br />
para ofrecerme solemnemente en una bandeja<br />
mi oportunidad de Salvación, estaba más<br />
que engañado: en este justo momento Él decidía<br />
mi destino. Había puesto a aquella criatura<br />
en mi camino para someterme a la prueba<br />
definitiva. El niño era un enviado Suyo, y<br />
la humildad de su pedido sólo había sido un<br />
modo de disimular; Dios domina el arte del<br />
disimulo. Ahora el traje nuevo me apretaba,<br />
la corbata me estrangulaba, y yo iba directamente<br />
hacia las profundidades del infierno,<br />
dejando atrás al último mensajero, como a<br />
un ángel abandonado. A mi lado, en el carro,<br />
sólo había lugar para el demonio.<br />
—No hay duda: ese chico me arruinó el<br />
día —rezongué, furioso, mientras aceleraba<br />
la marcha, rumbo a la ciudad.<br />
Cuando volví en mis cabales, ya en Botafogo,<br />
estaba tomando el primer retorno de la iz-<br />
53
quierda, sin saber por qué, de vuelta al túnel.<br />
Me revelé de inmediato contra esa estupi dez,<br />
que sólo lograría hacerme perder la cita con el<br />
dentista —cosa que, por lo demás, no estaría<br />
nada mal—. Pero era tarde, y ahora el flujo del<br />
tráfico me obligaría a rehacer toda la ruta.<br />
¿Y cómo explicar al chico, además, sin<br />
perder la dignidad, que había mentido y ahora<br />
regresaba a buscarlo? Sin duda, ya él no estaría<br />
allí.<br />
Pero estaba. Al girar en la rotonda de la<br />
playa pude verlo en el mismo sitio, todavía<br />
pidiendo un aventón. Detuve el carro a su lado.<br />
Para justificar mi regreso balbucí una disculpa<br />
cualquiera, que él apenas si escuchó.<br />
Aceptó de inmediato mi invitación, y se sentó<br />
a mi lado como si el hecho de que yo hubiera<br />
regresado a buscarlo fuera la cosa más<br />
natural del mundo.<br />
Era realmente un chiquillo que pedía un<br />
aventón porque no tenía dinero para el bus.<br />
Desempleado, se dirigía a la ciudad porque<br />
no tenía otro sitio a donde ir; pero eso es otra<br />
historia. Sólo que no me pareció un enviado<br />
de Dios: no perdí la cita con el dentista y, por<br />
si fuera poco, Dios tuvo a bien obsequiarme<br />
un nervio expuesto.<br />
54<br />
De Elenco de cronistas modernos,<br />
Livraria José Olympio Editora, 1975.<br />
Traducción para este libro de Elkin Obregón S.
El millonario modelo<br />
Una nota de admiración<br />
Oscar Wilde<br />
55
OSCAR WILDE (1854-1900). Poeta, dramaturgo,<br />
cuentista, ensayista, autor de una única<br />
novela, El retrato de Dorian Gray. Es considerado<br />
uno de los escritores cumbres de la literatura irlandesa.<br />
Murió en París, ciudad en la que se había<br />
autoexiliado después de haber purgado prisión<br />
en Inglaterra, tras un largo y doloroso proceso<br />
judicial. De esa experiencia nació su famoso<br />
poema Balada de la cárcel de Reading.<br />
56
A menos que se sea rico, no sirve de nada<br />
ser una persona encantadora. Lo romántico<br />
es privilegio de los ricos, no profesión de los<br />
desem pleados. Los pobres debieran ser prácticos<br />
y prosaicos. Vale más tener una renta permanente<br />
que ser fascinante. Éstas son las grandes<br />
verdades de la vida moderna que Hughie<br />
Erskine nunca comprendió. ¡Pobre Hughie!<br />
Intelectualmente, hemos de admitir, no<br />
era muy notable. Nunca dijo en su vida una<br />
cosa brillante, ni siquiera una cosa mal intencionada.<br />
Pero era, en cambio, asombrosamente<br />
bien parecido, con su pelo castaño rizado,<br />
su perfil bien recortado y sus ojos grises.<br />
Era tan popular entre los hombres como<br />
entre las mujeres, y tenía todas las cualidades,<br />
menos la de hacer dinero. Su padre le había<br />
legado su espada de caballería y una historia<br />
de la guerra peninsular, en quince vo-<br />
57
lúmenes. Hughie colgó aquella sobre el espejo,<br />
puso ésta en un estante entre la Guía<br />
de Ruff y la Revista de Bailey, y vivió con las<br />
doscientas libras al año que le proporcionaba<br />
una anciana tía. Lo había intentado todo.<br />
Había frecuentado la Bolsa durante seis meses;<br />
pero, ¿qué iba a hacer una mariposa entre<br />
toros y osos? 1 Había sido comerciante de<br />
té algo más de tiempo, pero pronto se había<br />
cansado del té chino negro fuerte y del negro<br />
ligero. Luego había intentado vender jerez seco;<br />
aquello no resultó; el jerez era tal vez demasiado<br />
seco. Por último, se dedicó a no hacer<br />
nada, y a ser simplemente un joven encantador,<br />
inútil, de perfil perfecto y sin ninguna<br />
profesión.<br />
Para colmo de males, estaba enamorado.<br />
La muchacha que amaba era Laura Merton,<br />
hija de un coronel retirado que había perdido<br />
el humor y la digestión en la India, y que<br />
no había vuelto a encontrar ni lo uno ni la<br />
otra.<br />
Laura le adoraba, y él hubiera besado los<br />
cordones de los zapatos que ella calzaba. Hacían<br />
la más bonita pareja de Londres, y no tenían<br />
ni un penique entre los dos. Al coronel<br />
le parecía muy bien Hughie, pero no quería<br />
1. “Toros y osos” —Bulls and bears— es el nombre que suele<br />
darse en la bolsa inglesa a los especuladores.<br />
58
oír hablar de noviazgo.<br />
—Muchacho —solía decirle—, ven a verme<br />
cuando tengas diez mil libras tuyas, y veremos.<br />
Y Hughie tomaba un aspecto taciturno<br />
en esos días, y tenía que ir a Laura en busca<br />
de consuelo.<br />
Una mañana, cuando se dirigía a Holland<br />
Park, donde vivían los Merton, entró a ver a<br />
un gran amigo suyo, Alan Trevor. Trevor era<br />
pintor. En verdad, poca gente escapa de eso<br />
hoy día; pero éste era artista, además, y los<br />
artistas son bastante escasos. Como persona<br />
era un individuo extraño y rudo, con una cara<br />
llena de pecas y una barba roja descuidada. Sin<br />
embargo, cuando cogía el pincel era un verdadero<br />
maestro, y sus cuadros eran muy solicitados.<br />
Hughie le había interesado mucho; en<br />
un principio, hay que reconocer, a causa enteramente<br />
de su encanto personal.<br />
—Un pintor —solía decir—debería conocer<br />
únicamente a las personas que son tontas<br />
y hermosas, a las personas que son un placer<br />
artístico cuando se las mira y un reposo intelectual<br />
cuando se habla con ellas. Los hombres<br />
elegantes y las mujeres amadas gobiernan al<br />
mundo, al menos debían gobernarlo.<br />
No obstante, cuando hubo conocido mejor<br />
a Hughie, le gustó otro tanto por su radiante<br />
optimismo y su generosa naturaleza<br />
atolondrada, y le dio entrada libre en su es-<br />
59
tudio.<br />
Cuando llegó Hughie aquel día encontró<br />
a Trevor dando los últimos toques a un magnífico<br />
retrato de un mendigo en tamaño natural.<br />
El mendigo mismo estaba posando en<br />
pie, subido a un estrado, en un ángulo del estudio.<br />
Era un viejo seco, con una cara semejante<br />
a un pergamino arrugado y una expresión<br />
sumamente lastimera. De los hombros<br />
le colgaba una tosca capa parda, toda desgarrada<br />
y harapienta; sus gruesas botas estaban<br />
remendadas y con parches, y con una mano<br />
se apoyaba en un áspero bastón, mientras que<br />
con la otra sostenía su maltrecho sombrero,<br />
pidiendo limosna.<br />
—¡Qué modelo tan asombroso! —susurró<br />
Hughie al estrechar la mano a su amigo.<br />
—¿Un modelo asombroso? —gritó Trevor<br />
a plena voz—, ¡eso creo yo! No se encuentran<br />
todos los días mendigos como él. Une trouvaille,<br />
mon cher; 2 ¡un Velázquez en carne y hueso!<br />
¡Rayos!, ¡qué aguafuerte hubiera hecho<br />
Rembrandt con él!<br />
—¡Pobre viejo! —dijo Hughie—, ¡qué aspecto<br />
tan triste tiene! Pero supongo que para<br />
vosotros, los pintores, su cara vale una fortuna.<br />
—Ciertamente —replicó Trevor—, no<br />
querrás que un mendigo parezca feliz, ¿ver-<br />
2. Un hallazgo, querido (en francés en el original).<br />
60
dad?<br />
—¿Cuánto cobra un modelo por posar?<br />
—preguntó Hughie, mientras encontraba<br />
cómodo asiento en un diván.<br />
—Un chelín por hora.<br />
—¿Y cuánto cobras tú por el cuadro,<br />
Alan?<br />
—¡Oh, por este cobro dos mil!<br />
—¿Libras?<br />
—Guineas. Los pintores, los poetas y los<br />
médicos siempre cobramos en guineas.<br />
—Bueno, yo creo que el modelo debiera<br />
llevar un tanto por ciento —exclamó Hughie<br />
riendo—; trabaja, tanto como vosotros.<br />
—¡Tonterías, tonterías! ¡mira, aunque<br />
sólo sea la molestia de extender la pintura,<br />
y el estar de pie todo el santo día delante del<br />
caballero! Para ti es muy fácil hablar, Hughie,<br />
pero te aseguro que hay momentos en que el<br />
arte alcanza casi la dignidad del trabajo manual.<br />
Pero no debes charlar; estoy muy ocupado.<br />
Fúmate un cigarrillo y estate callado.<br />
Al cabo de un rato entró el sirviente y<br />
dijo a Trevor que el hombre que le hacía los<br />
marcos quería hablar con él.<br />
—No te vayas corriendo, Hughie —dijo<br />
al salir—; volveré dentro de un momento.<br />
El viejo mendigo aprovechó la ausencia de<br />
Trevor para descansar unos instantes en un<br />
banco de madera que había detrás de él. Pa-<br />
61
ecía tan desamparado y tan desdichado que<br />
Hughie no pudo por menos de compadecerse<br />
de él, y se palpó los bolsillos para ver qué dinero<br />
tenía. Todo lo que pudo encontrar fue una<br />
libra de oro y algunas monedas de cobre.<br />
“¡Pobre viejo! —pensó en su interior—,<br />
lo necesita más que yo; pero esto supone que<br />
no podré tomar un simón en dos semanas”.<br />
Y cruzó el estudio y deslizó la moneda de<br />
oro en la mano del mendigo.<br />
El viejo se sobresaltó, y una débil sonrisa<br />
revoloteó en sus labios marchitos.<br />
—Gracias, señor —dijo—, gracias.<br />
Entonces llegó Trevor, y Hughie se marchó,<br />
sonrojándose un poco por lo que había<br />
hecho. Pasó el día con Laura, recibió una encantadora<br />
reprimenda por su extravagancia,<br />
y tuvo que volver a casa andando.<br />
Aquella noche entró en el Palette Club<br />
hacia las once, y encontró a Trevor sentado<br />
solo en el salón de fumadores bebiendo vino<br />
del Rin con agua de seltz.<br />
—Bien, Alan, ¿terminaste el cuadro?<br />
—dijo, mientras encendía su cigarrillo.<br />
—Está terminado y enmarcado, muchacho<br />
—contestó Trevor—; y a propósito, has<br />
hecho una conquista. El viejo modelo que<br />
viste te tiene verdadera devoción. He tenido<br />
que contarle todo acerca de ti: quién eres,<br />
dónde vives, de qué ingresos dispones, qué<br />
62
perspectivas de futuro tienes…<br />
—Querido Alan —exclamó Hughie—,<br />
probablemente le encontraré esperándome<br />
cuando vaya a casa. Pero, naturalmente, estás<br />
sólo bromeando. ¡Pobre viejo desgraciado!<br />
Desearía hacer algo por él; creo que es terrible<br />
que haya alguien tan desdichado. Tengo<br />
montones de ropa vieja en casa; ¿crees que<br />
le interesaría algo de ella? ¡Como sus harapos<br />
se le estaban cayendo a pedazos!<br />
—Pero tiene un aspecto espléndido con<br />
ellos —dijo Trevor—. No le pintaría con levita<br />
por nada del mundo. Lo que tú llamas harapos,<br />
yo le llamo atuendo romántico; lo que<br />
a ti te parece pobreza, a mí me parece aspecto<br />
pintoresco. Sin embargo, le hablaré de tu<br />
ofrecimiento.<br />
—Alan —dijo Hughie gravemente—, vosotros<br />
los pintores sois gente sin corazón.<br />
—El corazón de un artista es su cabeza<br />
—replicó Trevor—; y, además, nuestra tarea<br />
es comprender el mundo como lo vemos,<br />
no reformarlo de acuerdo con el conocimiento<br />
que tenemos de él. A chacun son métier. 3 Y<br />
ahora, dime, cómo está Laura. El modelo se<br />
interesó mucho por ella.<br />
—¿No querrás decir que le hablaste de<br />
3. A cada uno su oficio (en francés en el original).<br />
63
ella? —dijo Hughie.<br />
—Desde luego que sí. Él sabe todo respecto<br />
al inexorable coronel, la bella Laura y<br />
las diez mil libras.<br />
—¿Contaste al viejo mendigo todos mis<br />
asuntos privados? —exclamó Hughie, enrojeciendo<br />
y enfadándose mucho.<br />
—Mi querido muchacho —dijo Trevor,<br />
sonriendo—, ese viejo mendigo, como tú le<br />
llamas, es uno de los hombres más ricos de<br />
Europa. Podría comprar mañana todo Londres<br />
sin dejar al descubierto sus cuentas corrientes.<br />
Tiene una casa en todas las capitales; come<br />
en vajilla de oro, y cuando quiera puede<br />
impedir que Rusia entre en una guerra.<br />
—¿Qué demonios quieres decir? —exclamó<br />
Hughie.<br />
—Lo que digo —respondió Trevor—. El<br />
viejo que viste hoy en el estudio era el barón<br />
Hausberg. Es un gran amigo mío; compra todos<br />
mis cuadros y todas esas cosas, y hace un<br />
mes me encargó que le pintara de mendigo.<br />
Que voulez-vous? La fantasie d’un millionnaire! 4<br />
Y he de reconocer que hacía una magnífica<br />
figura con sus harapos, o quizá debiera decir<br />
con los míos, pues es una ropa vieja que conseguí<br />
en España.<br />
—¡El barón Hausberg! —exclamó Hug-<br />
4. ¿Qué quieres? ¡la fantasía de un millonario! (en francés<br />
en el original).<br />
64
hie—¡Cielo santo! ¡Y yo le di una libra!<br />
Y se desplomó en un sillón, pareciendo la<br />
imagen de la consternación.<br />
—¿Que le diste una libra? —gritó Trevor,<br />
lanzando una carcajada— Mi querido<br />
muchacho, nunca volverás a verla. Son affaire<br />
c’est l’argent des autres. 5<br />
—Creo que bien podrías habérmelo dicho,<br />
Alan —dijo Hughie malhumorado—, y<br />
no haberme dejado que hiciera el ridículo.<br />
—Bueno, para empezar, Hughie —dijo<br />
Trevor—, nunca se me hubiera ocurrido<br />
que fueras por ahí repartiendo limosnas de<br />
ese modo tan atolondrado. Puedo entender<br />
que des un beso a una modelo guapa, pero<br />
que des una moneda de oro a un modelo feo,<br />
¡por Júpiter, no! Además, el hecho es que en<br />
realidad yo no estaba en casa para nadie, y<br />
cuando entraste tú yo no sabía si a Hausberg<br />
le gustaría que se mencionara su nombre. Ya<br />
sabes que no estaba vestido de etiqueta.<br />
—¡Qué imbécil debe creer que soy! —dijo<br />
Hughie.<br />
—Nada de eso. Estaba del mejor humor<br />
después de que te fuiste; no hacía más que<br />
reírse entre dientes y frotarse las viejas manos<br />
rugosas. Yo no podía explicarme por qué<br />
estaba tan interesado en saber todo lo refe-<br />
5. Su asunto es el dinero de los demás (en francés en el original).<br />
65
ente a ti, pero ahora lo veo todo claro. Invertirá<br />
tu libra por ti, Hughie, te pagará los intereses<br />
cada seis meses, y tendrá una historia<br />
estupenda para contar después de la cena.<br />
—Soy un pobre diablo sin suerte —refunfuñó<br />
Hughie—. Lo mejor que puedo hacer<br />
es irme a la cama, y tú, querido Alan, no<br />
debes decírselo a nadie; no me atrevería a dejar<br />
que me vieran la cara en el Row.<br />
—¡Tonterías! Esto hace honor a tu alta<br />
reputación de espíritu filantrópico, Hughie.<br />
Y no te vayas corriendo. Fúmate otro cigarrillo,<br />
y puedes hablar de Laura tanto como<br />
quieras.<br />
Sin embargo, Hughie no quiso quedarse<br />
allí; se fue a casa, sintiéndose muy desgraciado<br />
y dejando a Trevor con un ataque de risa.<br />
A la mañana siguiente, cuando estaba desayunando,<br />
el sirviente le llevó una tarjeta en<br />
la que estaba escrito: “Monsieur Gustave Naudin,<br />
de la part de M. le baron Hausberg”.<br />
—Supongo que habrá venido a pedir que<br />
me disculpe —se dijo Hughie. Y ordenó al<br />
criado que hiciera pasar al visitante.<br />
Entró en la habitación un señor anciano<br />
con gafas de oro y pelo canoso, y dijo con un<br />
ligero acento francés:<br />
—¿Tengo el honor de hablar con monsieur<br />
Erskine? —Hughie asintió con la cabeza.<br />
—Vengo de parte del barón Hausberg<br />
66
—continuó—. El barón…<br />
—Le ruego, señor, que le ofrezca mis más<br />
sinceras excusas —balbuceó Hughie.<br />
—El barón —dijo el anciano con una<br />
sonrisa—me ha encargado que le traiga esta<br />
carta.<br />
Y le tendió un sobre lacrado, en el que estaba<br />
escrito lo siguiente:<br />
“Un regalo de boda para Hugh Erskine y<br />
Laura Merton, de un viejo mendigo”. Y dentro<br />
había un cheque por diez mil libras.<br />
Cuando se casaron, Alan Trevor fue el<br />
padrino, y el barón pronunció un discurso en<br />
el desayuno de bodas.<br />
—Los modelos millonarios —observó<br />
Alan— son bastante raros. Pero ¡por Júpiter!<br />
los millonarios modelo son más raros todavía.<br />
Tomado de la internet,<br />
sin referencia editorial.<br />
67
La inspiración<br />
Isaak Babel<br />
69
ISAAK BABEL (1894-1941). Nacido en Odessa,<br />
Rusia, de familia judía. Cuentista ante todo,<br />
pero también novelista, periodista y, esporádicamente,<br />
dramaturgo y guionista cinematográfico.<br />
Enrolado en el Ejército Rojo a comienzos<br />
de la Revolución de Octubre, años después el<br />
contenido de sus escritos le valieron censuras<br />
y represiones. Fue enviado a prisión por el régimen<br />
ruso en 1939, y murió en la cárcel tras<br />
dos años de cautiverio, relegado al ostracismo<br />
y al silencio.<br />
70
Tenía ganas de dormir y me sentía irritado.<br />
Entonces vino Mishka a leerme su novela.<br />
—Cierra la puerta —dijo extrayendo del<br />
bolsillo una botella de vino—. Hoy es mi noche.<br />
He terminado la novela. Creo que es algo<br />
que vale la pena. Bebamos, amigo.<br />
El rostro de Mishka estaba pálido y sudoroso.<br />
—Son imbéciles quienes aseguran que<br />
no hay felicidad en este mundo —aseguró—.<br />
La felicidad es la inspiración. Ayer estuve escribiendo<br />
toda la noche y no advertí la llegada<br />
del alba. Luego paseé por la ciudad. A primeras<br />
horas de la mañana, la ciudad es admirable:<br />
rocío, silencio y poquísimas personas.<br />
Todo es transparente, y el día va avanzando,<br />
azul frío, fantasmagórico y tierno. Bebamos,<br />
amigo. Lo presiento sin lugar a dudas:<br />
71
esta novela representará un cambio decisivo<br />
en mi vida.<br />
Mishka se sirvió vino y bebió. Sus dedos<br />
temblaban. Tenía unas manos sorprendentemente<br />
hermosas: finas, blancas, lisas, con dedos<br />
de afinados extremos.<br />
—Hay que colocar esta novela, ¿comprendes?<br />
—prosiguió—. En todas partes la<br />
aceptarán. Hoy día se publican porquerías.<br />
Lo importante es una recomendación. Me la<br />
han prometido. Sujotín lo hará todo...<br />
—Mishka —dije yo—, deberías repasar<br />
tu novela. Está sin corrección alguna...<br />
—Tonterías, luego... En casa, ¿sabes? se<br />
ríen... Rira bien qui rira le dernier 1 . Yo me callo.<br />
Dentro de un año lo veremos. Vendrán a<br />
buscarme...<br />
La botella tocaba a su fin.<br />
—Deja de beber, Mishka...<br />
—Hay que despabilarse —respondió—.<br />
La noche pasada, sin ir más lejos, fumé cuarenta<br />
cigarrillos...<br />
Sacó un cuaderno. Era grueso, muy grueso.<br />
Pensé si no sería mejor pedirle que me lo<br />
dejara. Sin embargo, al mirar su pálida frente,<br />
sobre la que se hinchaba una vena, y al<br />
contemplar su torcida corbatita, que se meneaba<br />
lastimosamente, dije:<br />
1. Quien ríe de último, ríe mejor. (N. del T.)<br />
72
—Bien, “León Nikoláievich” 2 , cuando escribas<br />
tu autobiografía no te olvides de mí...<br />
Mishka sonrió.<br />
—Canalla —dijo—, en nada valoras mi<br />
amistad...<br />
Me senté cómodamente. Mishka se inclinó<br />
sobre el cuaderno. La oscuridad y el silencio<br />
reinaban en la habitación.<br />
—En esta novela —dijo—, he querido<br />
ofrecer una obra envuelta en una bruma de<br />
ensueño, ternura, penumbra y alusiones...<br />
Me resulta odiosa, muy odiosa, la grosería<br />
de nuestra vida...<br />
—Basta de prólogo —repuse—, lee...<br />
Empezó. Yo escuchaba atentamente, lo<br />
que no era fácil. La novela era estúpida y aburrida.<br />
Un oficinista se enamoraba de una bailarina<br />
y rondaba su casa. Ella partía de viaje.<br />
El oficinista se sentía herido porque su sueño<br />
de amor había sido burlado.<br />
Pronto dejé de escuchar. Las palabras<br />
de aquella novela eran pesadas, viejas, lisas<br />
como palos desbastados. Nada se veía allí,<br />
ni qué hombre era el oficinista ni cómo era<br />
ella.<br />
Miré a Mishka. Sus ojos ardían. Sus dedos<br />
estrujaban el cigarrillo apagado. Su rostro,<br />
obtuso y estrecho, penosamente tallado<br />
2. Alusión a León Nikoláievich Tolstoi. (N. del T.)<br />
73
por un indeseable artista; su amarillenta nariz,<br />
gruesa y prominente; sus abultados labios,<br />
de color rosa pálido, todo relucía, y poco<br />
a poco, con una fuerza que se imponía ineludiblemente,<br />
se llenaba de un éxtasis creador,<br />
gozoso y seguro de sí mismo.<br />
Estuvo leyendo un rato pesadamente largo.<br />
Al terminar se guardó torpemente el cuaderno<br />
y me miró...<br />
—Verás, Mishka —dije lentamente —,<br />
verás, hay que pensar sobre eso... Tu idea es<br />
original, hay ternura en ella... Pero, verás,<br />
la elaboración... Hay que pulirlo, comprendes...<br />
—He madurado esta obra tres años —respondió<br />
Mishka—. Naturalmente, hay asperezas<br />
en ella, pero ¿y lo principal?<br />
Comprendía algo. Le temblaba el labio.<br />
Se encorvó y tardó terriblemente en encender<br />
el cigarrillo.<br />
—Mishka —le dije entonces—, has escrito<br />
una obra maravillosa. Todavía te falta<br />
técnica, pero ça viendra 3 . El diablo me lleve,<br />
¡cuántas cosas te caben en la cabeza!<br />
Mishka se volvió para mirarme, y sus<br />
ojos eran como los de un niño: afectuosos,<br />
resplandecientes, felices.<br />
—Vámonos a la calle —dijo—, salgamos,<br />
me ahogo...<br />
3. Ya vendrá. (N. del T.)<br />
74
Las calles estaban oscuras y silenciosas.<br />
Mishka me oprimía fuertemente el brazo<br />
y decía:<br />
—Lo presiento sin lugar a dudas: tengo<br />
talento. Mi padre quiere que me busque un<br />
empleo. Yo no digo nada. Este otoño, a Petrogrado.<br />
Sujotín lo arreglará todo.<br />
Guardó silencio, encendió un cigarrillo<br />
con la colilla del anterior y empezó a hablar<br />
más bajo:<br />
—A veces noto una inspiración que me<br />
hace daño. Entonces sé que hago como es<br />
debido lo que estoy haciendo. Duermo mal,<br />
siempre con pesadillas y tristeza. Necesito<br />
estar tres horas acostado para dormirme. Por<br />
las mañanas me duele la cabeza, me siento<br />
atontado, horrible. Sólo puedo escribir de noche,<br />
cuando hay soledad, cuando hay silencio,<br />
cuando mi alma arde. Dostoievski siempre<br />
escribía de noche y se bebía todo un samovar<br />
en ese tiempo. Yo tengo los cigarrillos...<br />
El humo permanece junto al techo...<br />
Llegamos a la casa de Mishka. Un farol le<br />
iluminó la cara. Un rostro fogoso, flaco, amarillo,<br />
feliz.<br />
—Todavía daremos guerra, ¡qué diablos...!<br />
—dijo, oprimiéndome fuertemente la ma -<br />
no—. En Petrogrado todos se abren camino.<br />
—De todas formas, Mishka —dije—, es<br />
preciso trabajar...<br />
75
—¡Amigo Sashka! —respondió sonriendo<br />
ampliamente, con aire protector—. Soy<br />
listo, sé lo que sé, no pases cuidado, no me<br />
dormiré sobre los laureles. Ven mañana. Volveremos<br />
a echarle una ojeada.<br />
—De acuerdo —asentí—, vendré.<br />
Nos separamos. Me fui a casa. Me sentía<br />
muy triste.<br />
76<br />
De Cuentos de Odessa y Relatos. Traducción<br />
de Augusto Vidal. Bruguera. Libro amigo, 1981.
La corista<br />
Anton Chejov<br />
77
ANTON CHEJOV (1860-1904). Nombre capital<br />
de la literatura rusa, sentó las bases del teatro<br />
moderno con obras como La gaviota, Las tres<br />
hermanas o El jardín de los cerezos. Es además uno<br />
de los grandes maestros del cuento en todas las<br />
épocas. Escribió también novelas, ensayos y<br />
prosas periodísticas. Murió tempranamente, a<br />
causa de la tuberculosis.<br />
78
Fue por la época en que ella era aún joven,<br />
bella y tenía aún buena voz. Estaba con<br />
ella, en el primer piso de su casa de verano,<br />
su adorador Nicolás Kolpakov. Hacía un calor<br />
bochornoso, inaguantable. Kolpakov, que<br />
acababa de comer y había bebido una botella<br />
de mal oporto, estaba de mal humor y no se<br />
sentía bien. Los dos estaban aburridos y esperaban<br />
a que el calor remitiese para ir a la<br />
fiesta.<br />
Un timbrazo inesperado resonó de pronto<br />
en el vestíbulo. Kolpakov, que estaba en<br />
mangas de camisa y en zapatillas, se puso de<br />
pie de un salto y miró a Pacha con aire interrogador.<br />
—¿Será el factor o tal vez una compañera?<br />
—dijo la cantante.<br />
Kolpakov no se sentía molesto ni ante<br />
la compañera de Pacha ni ante el factor; pero,<br />
por si acaso, cogió sus ropas y pasó a la<br />
habitación contigua, mientras Pacha corría<br />
79
a abrir. Con gran asombro suyo, no estaba<br />
en el umbral ni el factor ni su compañera, sino<br />
una dama desconocida, joven, bella, bien<br />
vestida y, según todas las apariencias, una<br />
persona decente.<br />
La desconocida estaba pálida y jadea -<br />
ba co mo si hubiese subido una escalera muy<br />
lar ga.<br />
—¿Qué desea usted? —preguntó Pacha.<br />
La dama no respondió enseguida. Dio un<br />
paso adelante, recorrió lentamente la habitación<br />
con la vista y se sentó dando la impresión<br />
de estar agotada o enferma hasta el punto<br />
de no tenerse en pie; luego movió durante<br />
un buen rato sus labios pálidos, esforzándose<br />
por decir algo.<br />
—¿Mi marido está en su casa? —preguntó<br />
al fin, elevando hacia Pacha sus grandes<br />
ojos, cuyos párpados estaban enrojecidos por<br />
las lágrimas.<br />
—¿Qué marido? —murmuró Pacha, y de<br />
repente tuvo tanto miedo que sintió frío en los<br />
brazos y en las piernas—. ¿Qué marido? —repitió,<br />
dominada por los estremecimientos.<br />
—Mi marido… Nicolás Kolpakov.<br />
—No… no, señora… yo… yo no conozco<br />
a ningún marido.<br />
Hubo un minuto de silencio. La desconocida<br />
se pasó varias veces su pañuelo por sus labios<br />
pálidos y, para dominar su temblor inte-<br />
80
ior, contuvo la respiración. Pacha permanecía<br />
ante ella inmóvil, como clavada en el suelo,<br />
contemplándola con temor y perplejidad.<br />
—Entonces, ¿dice usted que no está aquí?<br />
—preguntó la dama con voz ya firme y una<br />
sonrisa extraña.<br />
—Yo… yo no sé de quién habla usted.<br />
—¡Es usted repugnante, vil, innoble!...<br />
—masculló la desconocida, dirigiendo a Pacha<br />
una mirada de pies a cabeza, llena de<br />
odio y desdén—. ¡Sí, sí…, repugnante! ¡Me<br />
siento contenta de poder decírselo al fin!<br />
Pacha se dio cuenta que producía sobre<br />
aquella dama de negros ojos furibundos y de<br />
blancos y afilados dedos, la sensación de algo<br />
repugnante, odioso, y sintió vergüenza de<br />
sus mejillas llenas y encarnadas, de las manchas<br />
de sus pecas en la nariz y de su mechón<br />
de cabellos que le caía sobre la frente, que<br />
nunca conseguía mantener hacia atrás. Y tuvo<br />
la impresión de que si hubiera estado delgada,<br />
sin polvos y sin el mechón sobre la frente,<br />
hubiese sido menos horrible y menos vergonzoso<br />
para ella encontrarse ante una dama<br />
desconocida.<br />
—¿Dónde está mi marido? —continuó la<br />
dama—. Además, esté donde esté, me importa<br />
poco; pero debo decirle a usted que se ha descubierto<br />
una malversación y que le andan buscando…<br />
Le van a detener. ¡Ésa es su obra!<br />
81
La dama se levantó y se puso a pasear a<br />
lo largo y a lo ancho de la estancia, presa de<br />
viva emoción. Pacha la contemplaba y el susto<br />
le impedía comprender.<br />
—¡Le van a echar mano y le detendrán<br />
hoy mismo! —dijo la dama estallando en sollozos<br />
que expresaban el despecho y la afrenta<br />
recibida—. ¡Yo sé quién le ha llevado a esta<br />
horrible situación! ¡Mujer repugnante y<br />
vil! ¡Criatura abyecta, venal! (torció la boca<br />
y arrugó la nariz con desdén). ¡Yo soy impotente!...<br />
¡Escúcheme, criatura baja!... ¡Yo<br />
soy impotente, usted es más fuerte que yo,<br />
pero hay alguien que me defenderá a mí y a<br />
mis hijos! ¡Dios lo ve todo! Es justo. ¡Usted<br />
pagará cada una de mis lágrimas y todas mis<br />
noches de insomnio! ¡Día vendrá en que se<br />
acuerde usted de mí!<br />
De nuevo se hizo el silencio. La dama seguía<br />
paseándose a lo largo y a lo ancho de la<br />
estancia y se retorcía las manos. Pacha continuaba<br />
contemplándola con aire de estupor,<br />
perpleja y sin comprender, esperando que sucediese<br />
algo espantoso.<br />
—¡Yo no sé nada, señora! —exclamó,<br />
echándose a llorar de pronto.<br />
—¡Miente usted! —gritó la dama fulminándola<br />
con la mirada—. ¡Lo sé todo! ¡Hace<br />
mucho tiempo que la conozco! Sé que el mes<br />
pasado se pasaba todos los días en su casa.<br />
82
—Sí ¿y qué? ¿Eso qué prueba? A mi casa<br />
viene mucha gente, pero yo no obligo a nadie.<br />
Cada uno es libre.<br />
—¡Le digo que se ha descubierto una<br />
malversación! ¡Ha dilapidado el dinero que<br />
no le pertenecía! ¡Y es por una… como usted,<br />
es por usted por quien ha cometido ese<br />
delito! ¡Escúcheme! —dijo con tono resuelto,<br />
deteniéndose ante Pacha—. Ustedes no<br />
pueden tener principios, ustedes no viven<br />
más que para hacer el mal, ése es su objetivo;<br />
pero, ¡es imposible pensar que hayan caído<br />
tan bajo, que no haya una entre ustedes<br />
con un vestigio de sentimientos humanos! Él<br />
tiene mujer, hijos… Si es condenado y deportado,<br />
sus hijos y yo nos moriremos de hambre…<br />
¡compréndalo! Y, sin embargo, hay un<br />
medio de salvarle, y de salvarnos de la miseria<br />
y de la deshonra. Si entrego novecientos<br />
rublos hoy, le dejarán tranquilo. ¡Solamente<br />
novecientos rublos!<br />
—¿Qué novecientos rublos? —preguntó<br />
en voz baja Pacha—. Yo…, yo no sé…, yo no<br />
los he cogido…<br />
—No le pido a usted novecientos rublos…<br />
usted no tiene dinero y yo no necesito<br />
el suyo. Le pido otra cosa… los hombres<br />
suelen regalar a las mujeres como usted joyas.<br />
¡Devuélvame tan sólo las que le ha regalado<br />
mi marido!<br />
83
—¡Señora, nunca me ha regalado nada!<br />
—replicó con tono agudo Pacha, que comenzaba<br />
a comprender.<br />
—¿A dónde ha pasado el dinero? Ha dilapidado<br />
el suyo, el mío, el ajeno… ¿Dónde ha<br />
ido todo eso? ¡Escúcheme, se lo ruego! Yo estaba<br />
fuera de mí y le he dicho cosas desagradables,<br />
pero le pido que me perdone. Usted<br />
debe odiarme, lo sé, pero si es usted capaz de<br />
sentir compasión, ¡póngase en mi lugar! ¡Se<br />
lo suplico, devuélvame las joyas!<br />
—¡Hum!... —dijo Pacha encogiéndose<br />
de hombros—. Se las devolvería con mucho<br />
gusto, pero, que Dios me confunda, si el señor<br />
me ha regalado alguna vez algo. Créame<br />
usted, soy sincera. Sin embargo, usted tiene<br />
razón —dijo la cantante, turbándose—. Me<br />
trajo una vez dos cositas. Voy a devolvérselas<br />
si usted lo desea.<br />
Pacha tiró de uno de los cajones de su coqueta<br />
y sacó un brazalete vaciado en oro y<br />
una delgada sortija adornada con un rubí.<br />
—¡Tenga! —le dijo ofreciéndoselos.<br />
La dama se puso roja como la púrpura y<br />
le comenzó a temblar la cara. Se sentía insultada.<br />
—¿Qué es lo que me da usted? —le contestó—.<br />
Yo no pido limosna, sino lo que no<br />
le pertenece…, lo que usted, aprovechándose<br />
de su situación, le ha sacado a la fuerza<br />
84
a mi marido…, a ese hombre débil y desdichado…<br />
El jueves, cuando la vi a usted en el<br />
puerto con él, usted llevaba unos broches y<br />
unos brazaletes de valor. Es inútil dárselas de<br />
inocente conmigo. Se lo digo por última vez:<br />
¿me devuelve usted las joyas, sí o no?<br />
—Es usted muy extraña, verdaderamente…<br />
—contestó Pacha, que comenzaba a sentirse<br />
ultrajada—. Le doy mi palabra de honor<br />
de que no he recibido nada de su señor marido,<br />
aparte de este brazalete y de esta sortija.<br />
El señor no me traía más que pasteles.<br />
—Pasteles… —rió burlonamente la desconocida—.<br />
En casa los niños no tienen qué<br />
comer, pero aquí hay pasteles. ¿Se niega usted<br />
categóricamente a devolverme las joyas?<br />
Como no recibía respuesta, la dama se<br />
sentó pensativa, con la mirada perdida en el<br />
vacío.<br />
—¿Qué haré ahora? —dijo—. Si no encuentro<br />
novecientos rublos está perdido, y<br />
mis hijos y yo también. ¿Qué haré? ¿Matar a<br />
esta bribona o arrojarme a sus pies?<br />
La dama hundió su rostro en su pañuelo<br />
y estalló en sollozos.<br />
—¡Por favor! —dijo en medio de sus sollozos—.<br />
Usted que ha arruinado y perdido a<br />
mi marido, sálvelo… No tenga compasión de<br />
él, sino de los niños… los niños… ¿qué culpa<br />
tienen ellos?<br />
85
Pacha se imaginó a los niños en la calle,<br />
llorando de hambre y también ella estalló en<br />
sollozos.<br />
—¿Pero qué puedo hacer yo, señora?<br />
—suspiró—. Usted dice que soy una bribona<br />
y que he arruinado al señor Kolpakov, pero<br />
yo le doy mi palabra de honor, como si estuviese<br />
ante Dios, de que no me ha traído nada…<br />
De todas las coristas sólo Motia tiene<br />
un amigo afortunado; todas las demás somos<br />
unas pobres diablos. El señor Kolpakov es un<br />
señor que tiene educación y delicadeza; por<br />
eso le recibía yo. Estamos obligadas…<br />
—¡Le pido las joyas! ¡Deme las joyas!<br />
Lloro…, me humillo…, ¿quiere usted que me<br />
ponga de rodillas? ¿Lo quiere usted?<br />
Pacha lanzó un grito de espanto y la detuvo<br />
con un rápido movimiento de sus manos.<br />
Comprendía que aquella dama pálida,<br />
bella, que se expresaba con nobleza, como<br />
en el teatro, sería capaz de ponerse de rodillas<br />
delante de ella, exactamente por orgullo,<br />
por nobleza, para engrandecerse y rebajarla<br />
a ella, la corista.<br />
—¡Bien, voy a dárselas! —dijo Pacha, enjugándose<br />
los ojos, mientras se ponía a buscarlas—.<br />
Tenga. Sólo que no son del señor<br />
Kolpakov. Me las han regalado otros. Son tan<br />
buenas como usted parece…<br />
Tiró del cajón superior de la cómoda, sacó<br />
un broche engastado en diamantes, un co-<br />
86
llar de corales, sortijas, un brazalete, y se lo<br />
dio todo a la dama.<br />
—¡Tómelas, si usted lo desea, pero el señor<br />
Kolpakov no me ha traído nada! ¡Tenga,<br />
enriquézcase usted! —continuaba, herida por<br />
la amenaza de ponerse de rodillas—. Y puesto<br />
que es usted su noble… su legítima esposa,<br />
debiera saber retenerle en su casa. ¡Yo no<br />
le he invitado! Ha venido él por sí solo…<br />
La dama echó una mirada, a través de sus<br />
lágrimas, a las joyas que le había entregado.<br />
—Esto no es bastante… no hacen más<br />
que quinientos rublos.<br />
Pacha sacó aún de la cómoda, con gesto rabioso,<br />
un reloj de bolsillo, una pitillera y unos<br />
gemelos de oro, y dijo abriendo los brazos:<br />
—No me queda nada más… ¡Puede usted<br />
registrar!<br />
La dama suspiró, envolvió con sus manos<br />
temblorosas las joyas en su pañuelo y,<br />
sin decir una palabra, sin hacer la menor indicación<br />
con la cabeza, se fue.<br />
La puerta de la habitación contigua se<br />
abrió y entró Kolpakov. Estaba pálido y sacudía<br />
nerviosamente la cabeza como si acabase<br />
de tomar una medicina muy amarga; tenía<br />
los ojos llenos de lágrimas.<br />
—¿Qué joyas me ha traído usted? —gritó<br />
Pacha, agresiva—. ¿Cuándo le he pedido<br />
yo algo?<br />
87
—¿Joyas?... ¡Buena cosa! ¡Las joyas! —replicó,<br />
sacudiéndose la cabeza—. ¡Dios mío,<br />
ha llorado delante de ti, se ha humillado!...<br />
—¿Yo le pregunto qué joyas me ha traído<br />
usted a mí? —gritó Pacha.<br />
—¡Dios mío, ella, una dama decente, altiva,<br />
honrada…, quería ponerse de rodillas<br />
delante… delante de esta puta! ¡Y yo la he<br />
arrastrado a esto! ¡Yo he permitido esto!<br />
Se cogió la cabeza con las manos y gimió:<br />
—¡No, jamás me perdonaré esto! ¡No me<br />
lo perdonaré jamás! ¡Déjame en paz, puerca!<br />
—gritó con repugnancia, retrocediendo y<br />
rechazándola con sus manos temblorosas—.<br />
Quería ponerse de rodillas y… ¿delante de<br />
quién? ¡Delante de ti! ¡Oh, Dios mío!<br />
Se vistió rápidamente y, apartando a Pacha<br />
con un gesto de repugnancia, ganó la<br />
puerta y salió.<br />
Pacha se tumbó en la cama y se echó a llorar<br />
con todas sus ganas. Se lamentaba ya de<br />
haber dado sus joyas por despecho y se sentía<br />
ultrajada. Se acordó que hacía tres años<br />
un comerciante le había pegado sin motivo<br />
ni razón, y se echó a llorar aún más fuerte.<br />
88<br />
De Anton Chejov, novelas, teatro, cuentos.<br />
E.D.A.F., Madrid, 1968.
Fragmento de un diario<br />
Andrés Trapiello<br />
89
ANDRÉS TRAPIELLO (1953). Es uno de los<br />
escritores españoles más destacados de su generación.<br />
Por lo demás, tal vez el más prolífico.<br />
Poeta, novelista, ensayista. Viene publicando<br />
también sucesivos tomos de diarios (hasta<br />
hoy diez tomos), agrupados bajo el título genérico<br />
de Salón de pasos perdidos. Con su más reciente<br />
novela, Los amigos del crimen perfecto, se<br />
hizo acreedor al Premio Nadal 2003.<br />
90
Esta mañana fui como todos los domingos<br />
que pasamos en Las Viñas a comprar los<br />
periódicos a Madroñera.<br />
Los periódicos se venden en una cantina<br />
que tiene el mostrador de piedra artificial, como<br />
las que se hacían hace ochenta años.<br />
En un lado hay dos futbolines viejos y<br />
sucios. También se venden allí chucherías<br />
para los chicos, y pornografía y unas docenas<br />
de libros extrañamente bien escogidos:<br />
Pla, Clarín, Flaubert, Galdós...<br />
Al llegar me dirigía al rincón habitual de<br />
los periódicos, pero estaba vacío. Es sorprendente<br />
la desolación que sobreviene a un lugar,<br />
por pequeño que sea, cuando se le desaloja<br />
de lo que allí ha sido vida. El rincón de<br />
los periódicos, la cama del enfermo crónico<br />
de un hospital que ha sido desalojada, nuestra<br />
memoria...<br />
91
Entonces el estanquero-tabernero empezó<br />
a desgranar una serie de razones confusas<br />
por las cuales aquel negociado de la empresa<br />
había cerrado...<br />
Por más que presté atención no lograba<br />
entenderle, porque se veía que ese hombre<br />
era de esa clase de personas para quienes su<br />
alma es un conflicto permanente, un misterio<br />
y un vacío, algo así como un mecanismo<br />
que ni él mismo lograba dominar por su propia<br />
voluntad.<br />
Cuando el hombre vio que era imposible<br />
hacerse entender, suspendió bruscamente las<br />
explicaciones.<br />
Nos quedamos los dos en silencio. Debían<br />
de ser las nueve y media de la mañana<br />
y el bar estaba vacío, lo mismo que las calles<br />
del pueblo.<br />
Fue entonces cuando creí que si había<br />
una oscura razón para el cierre, podría revelármela.<br />
Entonces el viejo se echó a llorar.<br />
No lloraba lágrimas, porque los viejos ya<br />
no tienen lágrimas. Los viejos no tienen ni<br />
semen ni lágrimas. Eso a unos los vuelve dulces<br />
y a otros despóticos y crueles. Se le inundaron<br />
los ojos de agua, como se desborda un<br />
vaso, pero no eran lágrimas, sino algo así como<br />
una inundación, de golpe, como la rotura<br />
de un dolor represado.<br />
92
Ver llorar a un viejo es cosa terrible. Ese<br />
hombre y yo nos quedamos en silencio. Me<br />
contó que acababa de morírsele la mujer. Yo<br />
la conocía también. Era una mujer encantadora,<br />
como él mismo. Los dos eran dos seres<br />
bondadosos, angelicales, con esa paciencia<br />
infinita con el ser humano que han aprendido<br />
siendo pacientes con todos los niños que<br />
iban allí a comprarse las golosinas.<br />
El hombre emitía unos gemidos agudos,<br />
breves, sordos, de perro que se duele de sus<br />
llagas. Sólo acertaba a decir: esto es un trago<br />
muy duro. Y lloraba y se manchaba el dorso<br />
de la mano con la moquita de la nariz.<br />
Me decía también, en cuarenta y cuatro<br />
años que llevábamos casados no nos separamos<br />
ni un solo día, ni uno solo. Y se quedaba<br />
en silencio sopesando lo que serían todos<br />
esos días juntos en el arqueo de su vida, en el<br />
arqueo general de la muerte. La adoraba. Cada<br />
palabra era una excusa para nuevos jipidos.<br />
Pobre hombre, inerme, desconociéndose,<br />
maltratado de pronto por la vida sin saber<br />
por qué.<br />
Yo le llevo comprando los periódicos desde<br />
hace seis o siete años.<br />
Hace dos se enteró por alguien que uno<br />
escribía y se tomó a mal que yo no le hubiese<br />
dicho nada, siendo, como él era, un gran<br />
lector. Parecía verdadero el enfado, tanto co-<br />
93
mo afectuoso. Quizá pensaba que se perdía<br />
mucho.<br />
En los tres estantes de la cantina que dedica<br />
a los libros, de los cincuenta que tiene,<br />
veintiocho son de Azaña o sobre Azaña, porque<br />
adora a ese hombre, a pesar de que él sirvió<br />
en el lado nacional.<br />
Un día me contó que la pasión por Azaña<br />
le vino en 1931, cuando empezó a vender<br />
periódicos en el pueblo.<br />
En esos años él era barbero y encargaba<br />
periódicos para la barbería. Yo le pregunté qué<br />
periódicos vendía. Me dio la lista: El Socialista,<br />
Mundo Obrero, Socorro Internacional, Estampa,<br />
Claridad, La Traca. Lo raro es que cuando<br />
la guerra a ese hombre no lo pasearan, ni que<br />
después de la guerra no lo purgaran.<br />
Estos años de atrás, cuando me veía entrar<br />
en el establecimiento, me decía:<br />
—¿Qué tal esos libros? ¿Ha publicado alguno?<br />
Tráigame uno, yo se lo pagaré.<br />
Yo me curaba en salud y le respondía:<br />
—Mire usted a ver si los míos no le gustan.<br />
—No, todos los libros tienen siempre algo<br />
bueno. Todos, Pemán, Azaña, Benavente,<br />
Galdós, todos.<br />
De Azaña tenía una opinión idealizada,<br />
como de un hombre grande, como de un santo,<br />
que había tenido poca suerte.<br />
94
Otro día me dijo:<br />
—Leer, en mi tiempo no se leía. No leía<br />
nadie. Para leer había que echar escobas a la<br />
lumbre, que dan una llama muy viva. Las escobas<br />
se gastaban y la gente no era rica.<br />
Es curioso, porque visto desde fuera este<br />
hombre se distingue poco de todos y cada<br />
uno de los animales a los que llena las copitas<br />
de cristal de anís y de aguardiente. En cambio,<br />
en cuanto se cruzan dos palabras con él,<br />
se descubre al hombre fino, al hombre superior,<br />
al hombre atento y respetuoso, un alma<br />
grande y noble.<br />
Al despedirme, volvió el hombre a llorar.<br />
Me dijo, Ella le conocía a usted también y le<br />
quería. Me habló de sus hijos, que tiene en<br />
Madrid. Quieren llevárselo a la capital, pero<br />
él se resiste. Sopesaba su futuro. Yo le decía,<br />
paciencia, todo pasa, el tiempo en esto es<br />
primordial. El hombre movía la cabeza ante<br />
esas razones que le repite todo el mundo, sin<br />
creer nada de cuanto le dicen. Al final me fui.<br />
Lo hice no de muy buena gana, como si estuviera<br />
traicionándole o dejándole a solas con<br />
su dolor, a sabiendas de que ese dolor podría<br />
aniquilarlo en cualquier momento.<br />
Al llegar a casa le conté a M. que había<br />
muerto esa mujer. Me pareció que estaba<br />
también yo un poco afectado por algo que<br />
desde luego nos es ajeno. Pero esa muerte y<br />
95
ese dolor me han acompañado hoy todo el<br />
día, como el pájaro que salta de una rama a<br />
otra, se va, vuela un rato por ahí, y termina<br />
otra vez posándose en el árbol, en las más bajas<br />
ramas del árbol, esperando que escampe.<br />
96<br />
De Los caballeros del punto fijo<br />
(Salón de pasos perdidos), Madrid,<br />
Pre-Textos, 1996.
El emboscado<br />
Laura Quintana Crelis<br />
97
LAURA QUINTANA CRELIS (1970). Uruguaya,<br />
vive en México desde niña. Es autora<br />
de los libros Cuentos de entrometidos y solitarios<br />
y Estampas de un pañuelo, ambos de relatos. Un<br />
cuento suyo fue incluido en la edición 2001 de<br />
Los mejores cuentos mexicanos, de Editorial Planeta.<br />
Colabora en diversas publicaciones mexicanas<br />
y extranjeras, entre ellas Gaceta del Fondo<br />
de Cultura Económica, de México, Criterios, de<br />
Ecuador y Marcha, de Uruguay. Actualmente<br />
reside en Cuernavaca.<br />
98
Saca las vacas para ordeñarlas, y cuando<br />
termina las lleva a pastar al río. El campo se<br />
extiende, infinito, a su alrededor. El pueblo<br />
yace a sus pies, muy lejos, con las figuras de<br />
sus vecinos como hormigas.<br />
Todos los días sube a la montaña. Allí,<br />
en los establos, se guardan las vacas durante<br />
el verano y el clima es amigable. El paisaje<br />
parece comestible de tantos verdes y las<br />
flores se desperdigan sin orden, manchando<br />
esos verdes de colores. Con la llegada del invierno<br />
viene el frío y entonces es preciso bajar<br />
los animales al pueblo.<br />
Ana se levanta siempre muy temprano,<br />
cuando el sol todavía no ha salido, y toma el<br />
camino de la montaña. Por lo general tarda<br />
dos horas en llegar a la cumbre y allí mira hacia<br />
el otro lado, donde el mar crece en azul.<br />
El aire es delicioso y casi frío, mientras el sol<br />
va entibiando el ambiente. Arriba a veces es-<br />
99
tá su amiga Amelia, pero casi siempre se pasa<br />
sola todo el día. Escucha los gritos de los pastores<br />
y les contesta, pero no los ve.<br />
Ana se entretiene mirando que en la distancia<br />
se mueve el pueblo en el ajetreo matutino<br />
o buscando a alguien más en el gran paraje.<br />
Quisiera poder conversar. Como a veces<br />
se aburre busca con insistencia.<br />
Pero es un consuelo pasar así de lejos una<br />
gran parte de las horas del día porque en el<br />
pueblo se respira un aire opresivo desde que<br />
hay hambre. Cada vez es más difícil comprar<br />
y vender. Hasta los más ricos del pueblo ahora<br />
se quejan y en algunas casas la necesidad ha<br />
llegado con tanta fuerza que se han visto obligados<br />
a mendigar. Aunque hacen lo que pueden<br />
por ayudarse unos a otros, todos se preguntan<br />
con miedo qué pasará en el futuro.<br />
Es por la guerra. Ha terminado ya, pero<br />
todo escasea aún más que antes. La gente<br />
se desespera y a algunos les da por robar. La<br />
guardia civil se encarniza con los ladrones y<br />
ahora la pequeña comisaría provoca miedo.<br />
Los vecinos pasan delante de la puerta hablando<br />
bajito, cosa que antes no hacían, y ni<br />
siquiera se atreven a discutir sobre el asunto<br />
al llegar a casa porque cualquier conocimiento<br />
es sospechoso. Por eso prefieren hacer como<br />
si no pasara nada, como si no supiesen<br />
nada, para que nadie los mire. Lo mejor es pa-<br />
100
sar inadvertido cuando alrededor todo es tan<br />
amenazante y por eso la vida del pueblo se ha<br />
tornado sombría: la comisaría, especialmente,<br />
se ha vuelto un lugar terrible.<br />
La casa de Ana no queda precisamente<br />
en el pueblo. Es necesario seguir un camino<br />
ondulante, que corre en una parte frente al<br />
cementerio, para llegar al cabo de una media<br />
hora. El camino lo recorre Ana con cierta frecuencia,<br />
especialmente para ir a misa. Tiene<br />
la oportunidad de pensar y más de una vez se<br />
ha quedado abstraída recordando otros tiempos,<br />
cuando el pueblo parecía hallarse en algún<br />
tipo de clandestinidad de la que sólo se<br />
da cuenta ahora, cuando ya esa clandestinidad<br />
no existe. Han cambiado las cosas y sobre<br />
el pueblo se siente fija una mirada: pende<br />
una lente de aumento que acusa detalles<br />
que luego se manifiestan terriblemente comprometedores.<br />
Sólo así puede explicarse que<br />
tantos vecinos hayan terminado en la comisaría<br />
y que después hayan salido de allí tan<br />
golpeados. Pareciese que en el pueblo abundaran<br />
los culpables.<br />
Ana y sus hermanos son casi todos unos<br />
niños. Su padre es muy cariñoso y se ocupa<br />
de peinarlos antes de ir a misa. Por las noches<br />
les canta y, como son muchos, camina en círculo<br />
frente a los cuatro cuartos para que a<br />
todos les llegue el sonido de su voz. No les<br />
101
cuenta que el pueblo ya no es el mismo, pero<br />
eso no es necesario. Ana, que lo descubrió hace<br />
ya mucho tiempo, no lo dijo. Los demás lo<br />
fueron sabiendo por su cuenta y tampoco hablaron<br />
de eso en voz alta. Pareciera que junto<br />
con la conciencia de la situación viajara la<br />
obligación de callarse.<br />
Por la noche todos se reúnen junto al fuego<br />
de la cocina. La madre ha hecho pan, cuando<br />
son afortunados, o castañas. A veces remiendan<br />
la ropa y los más pequeños juegan.<br />
Allí se vive la ilusión de que nada ha cambiado.<br />
Reciben visitas, que se anuncian desde<br />
mucho antes, cuando por el camino que llega<br />
a la casa oscila una luz, y entonces a las risas<br />
de casa se suma otra que hace pensar que<br />
de afuera viene algo de alegría.<br />
Siempre es el más pequeño de todos el<br />
que descubre esa luz. Parece que adivina que<br />
alguien se acerca porque casi lo ve antes de<br />
verlo, pero una noche Ana lo sabe antes.<br />
—Pasa, Alfonso —se ha adelantado el<br />
padre.<br />
—No Aurelio, ven tú afuera.<br />
La madre es prudente y no dice nada, pero<br />
levanta los ojos de su labor. También Ana<br />
mira de soslayo. Cuando el padre vuelve, después<br />
de varios minutos, descubre que la observa<br />
y espera que le hable, pero él no le dice<br />
nada y se sienta a comer.<br />
102
Durante el verano la mesa es mucho más<br />
afortunada. El padre de Ana posee una huerta<br />
y en los prados pastan sus ovejas. Además es<br />
un hombre mayor y ha viajado. En el pueblo<br />
lo respetan y muchas veces su palabra es la<br />
que arregla las dificultades entre los vecinos.<br />
Muchos confían en su experiencia y muchos,<br />
también, le piden ayuda. Él hace lo que puede<br />
para responder, hasta que llega el punto en<br />
que aun los suyos pasan necesidad y entonces<br />
no puede decir otra cosa que no.<br />
Alfonso lo visita con frecuencia y agradece<br />
muchísimo que lo inviten a cenar. Aunque<br />
se ha hecho, como todos, un hombre reservado,<br />
sí habla sobre los emboscados, que<br />
tienen el alma de sus familias en vilo y el de<br />
las otras en guardia.<br />
—Juanín vino a casa la semana pasada —<br />
cuenta una vez—. Llegó ya muy tarde y se coló<br />
a la cocina no sé por dónde. Me lo encontré<br />
cuando bajé porque escuché un ruido. Le<br />
di de comer lo poco que tenía y me habló de<br />
su vida en las cuevas. Pasan hambre, los pobres,<br />
pero no quieren bajar y no hay manera<br />
de que los encuentre la guardia civil. Roban<br />
de noche y se esconden durante el día. Se conocen<br />
tan bien los montes que pueden ver<br />
desde sitios completamente seguros cómo los<br />
guardias caminan a unos pasos de ellos, buscándolos…<br />
Los guardias se llevaron la sema-<br />
103
na pasada a mi primo. Decían que sabía dónde<br />
están los emboscados. Se pudo aguantar y<br />
no dijo nada. Es mejor no saber, no decir. Los<br />
emboscados… ellos sí no perdonarían.<br />
—Es que en ello se les va la vida.<br />
Muchos le han preguntado a Aurelio, por<br />
lo bajo, si su hija los ha visto. “Ella anda por<br />
los montes”, le han dicho, “algo sabrá”. Pero<br />
Aurelio no acepta escuchar nada semejante:<br />
“No lo digas ni de broma”.<br />
Las cabras no pastan solas, las vacas tienen<br />
que ordeñarse. Ana no puede dejar de subir.<br />
Una noche tocan a la puerta golpes más<br />
fuertes de lo acostumbrado. El pequeño no<br />
anticipó la llegada porque ya duerme.<br />
Viene la guardia civil por el padre y la<br />
madre se asusta pero se contiene. Ana lo escucha<br />
todo desde la cama y abraza a la hermana<br />
que duerme con ella. Confían en que<br />
a su padre se le respete porque es un hombre<br />
querido. Él vuelve al otro día y está entero.<br />
—Ana —la lleva aparte—. No lo he dicho<br />
y me han creído. Esperemos que eso detenga<br />
el rumor.<br />
Ana se marcha al otro día, como siempre,<br />
y llega a los prados, cuando apenas ha salido el<br />
sol. Cumple con sus tareas y cuando se dispone<br />
a comer oye que ha llegado hasta la puerta<br />
de la cuadra la guardia civil. Le preguntan<br />
por los emboscados, pero ella asegura que no<br />
104
sabe nada. Le tiran al piso la comida y vuelcan<br />
la olla donde ha empezado a hacer queso.<br />
Ella llora bajito y asegura que no miente.<br />
Es una niña y al fin le creen. Cuando se van,<br />
ella voltea hacia arriba y descubre que Juanín,<br />
que los ha visto, se marcha, escondido entre<br />
las piedras. Más tarde vuelve para compartir<br />
su comida con ella.<br />
Porque una tarde Ana lo descubrió conversando<br />
con su amiga Amelia y corrió. Él la<br />
alcanzó y le dijo que no iba a hacerle nada.<br />
Desde aquel día se hicieron amigos y pasan el<br />
tiempo juntos. Él le ha contado que la necesidad<br />
lo obligó a subir a las montañas y que<br />
no ha hecho ningún mal. Ella le prometió que<br />
no iba a acusarlo y, a decir verdad, si se calla<br />
también es por proteger a los suyos. Prefiere<br />
estar acompañada y, como él con ella, comparte<br />
lo que tiene cuando dan las doce y es<br />
hora de almorzar.<br />
A los demás no los conoce. Juanín dice<br />
que se reúnen en un lugar casi inaccesible y<br />
últimamente le ha hablado de un chico nuevo<br />
al que sólo él le tiene confianza. Con él baja<br />
al pueblo por las noches y cuando una vez<br />
fueron a ver a la familia de Juanín, todos allí<br />
le dijeron que no era de fiar. Pero él asegura<br />
que González no da un paso sin pedirle permiso<br />
y que sería incapaz de traicionarlo. “Lo<br />
que no piensas”, le dicen en su casa, “es que<br />
agarrarte a ti lo haría célebre”.<br />
105
Porque no hay nadie que haya permanecido<br />
en las montañas más tiempo que Juanín.<br />
Hace siete años que la guardia civil lo busca y<br />
si no dan con él también es porque le tienen<br />
miedo. Suben hasta cierto lugar de la montaña<br />
pero no más arriba. De alguna manera le<br />
conceden la propiedad de todo aquel territorio<br />
que sólo él ha conquistado. Por eso los que lo<br />
quieren temen que su suerte se esté acabando<br />
y le piden que sea prudente. En el pueblo<br />
ya nadie sabe en quién confiar.<br />
Cuando llega el invierno, Ana deja de verlo.<br />
A veces piensa en él antes de dormirse y pide<br />
a Dios que tenga abrigo suficiente. Llega la<br />
fiesta de fin de año y oye, como todos, el sonido<br />
de la bala que lo asesina, pero también ella<br />
lo confunde con los fuegos artificiales.<br />
“Fue en el camino del cementerio”, le dice<br />
su padre después. “Pero su familia se llevó el<br />
cuerpo tan pronto que la guardia civil no se lo<br />
ha creído. Lo mató González, por la espalda,<br />
y luego se fue a la comisaría a alardear de lo<br />
que había hecho. Fueron a buscarlo ayer por<br />
la mañana y no lo encontraron. Se creyeron<br />
que González les había tomado el pelo”.<br />
—¿Y González? —Ana se atreve a preguntar.<br />
—En la comisaría.<br />
106<br />
Cuento hasta ahora inédito,<br />
cedido por la autora para esta publicación.
Arena blanca<br />
Carlos Drummond de Andrade<br />
107
CARLOS DRUMMOND DE ANDRADE<br />
(1902 – 1987). Se le considera unánimemente<br />
uno de los más grandes poetas brasileros. La<br />
importancia de su obra poética (Sentimiento del<br />
mundo, La rosa del pueblo, Claro enigma, Lección de<br />
cosas), ha opacado un poco, e injustamente, su<br />
abundante producción en prosa, ante todo como<br />
cuentista y cronista, contenida, entre otros<br />
muchos, en los libros La bolsa y la vida, Caminos<br />
de João Brandão, Paseos en la isla y Confesiones<br />
de Minas.<br />
108
El bus cubría la ruta Copacabana Centro,<br />
con lugares vacíos, cada pasajero pensando en<br />
su vida; es el medio de transporte donde menos<br />
crece la flor de la comunicación humana.<br />
Al paso por Botafogo se oyó la voz de un señor<br />
que ocupaba una de las últimas filas:<br />
—Mira, te voy a complacer, pero no vuelvas<br />
a hacerlo, ¿me oyes? Es muy feo pedir dinero.<br />
A tu edad, ya me estaba quebrando yo<br />
las costillas, y ayudaba en casa.<br />
Y entregó el billete al chico de quince<br />
años —si acaso los tenía—, que lo recibió con<br />
humildad. El hombre continuaba, ahora dirigiéndose<br />
a otro pasajero:<br />
—¿Lo ve? Jovencitos que viven de pedir,<br />
buscando a tipos como yo, que se dejan convencer,<br />
y después...<br />
—Este país no tiene solución —comentó<br />
el otro—. Los niños no tienen escuela, an-<br />
109
dan por ahí, a la buena de Dios, y el gobierno<br />
sólo sirve para hacer estupideces. ¿Qué tal lo<br />
del portaviones?<br />
El muchacho no parecía interesado en<br />
oír críticas al Gobierno, y cambió de sitio. Se<br />
acercó a otro sujeto, y le expuso el problema,<br />
en voz baja.<br />
—¿Qué dices?<br />
—Arena Blanca. Soy de allá. Quiero volver,<br />
solamente me faltan 27 cruzeiros...<br />
El hombre sacó lentamente la cartera,<br />
lentamente sacó un billete, se lo entregó al<br />
chico.<br />
—¿Sí ve? —comentó el señor del fondo—.<br />
Ése también cayó, ¿quién no cae? Apuesto<br />
a que el muchacho no se atreve a pedirle a<br />
aquella señora de la izquierda. Las mujeres<br />
no son tan crédulas, sólo se compadecen de<br />
los lisiados y de los ancianos.<br />
De hecho, el pedigüeño dejó de lado a la<br />
señora y a la joven que había en el vehículo,<br />
y fue a contar su historia más adelante (con<br />
éxito) a otro representante del sexo frágil, es<br />
decir el masculino.<br />
—¡Bueno! Ya tengo 20, me falta poco...<br />
Y fue a sentarse al lado de otro joven que,<br />
por los cuadernos de pastas gruesas que llevaba<br />
en la mano, revelaba ser un colegial.<br />
—¿Me quieres ayudar? Entonces complétame<br />
el pasaje para Arena Blanca.<br />
110
No era un pedido; era una recomendación,<br />
dicha en un tono natural, tan natural<br />
que el estudiante no discutió. Sacó del bolsillo<br />
un montoncito de monedas —dinero para<br />
el refresco y las devueltas—, las contó con<br />
cuidado, y le pasó cinco.<br />
—Si me quieres ayudar, completa lo que<br />
falta. Otras dos.<br />
El otro le entregó dos más, que había esperado<br />
inútilmente salvar, y, a modo de agradecimiento,<br />
el beneficiado estiró un dedo:<br />
—Mira el mar: brilla lindo, ¿eh? Arena<br />
Blanca queda al otro lado.<br />
Y volvió a levantarse, fue hasta el asiento<br />
del conductor, se inclinó, le puso el brazo en<br />
la espalda, susurró a su oído unas palabras. El<br />
señor de atrás, moralista y observador implacable,<br />
no le perdía gesto:<br />
—Ojo al muchacho. Apuesto a que le pidió<br />
al conductor un aventón.<br />
El conductor —de mentón alargado, que<br />
hacía recordar al viejo crack Ademir— fue diciendo,<br />
sin volver el rostro:<br />
—Para afuera, mocoso.<br />
—¿No se los dije? —comentó el de atrás,<br />
satisfecho de su propia agudeza.<br />
El bus se detuvo, el chico bajó. En ese<br />
momento intervino la señora, hasta entonces<br />
muda y quieta como una roca: 1<br />
1. Alusión a unos versos de Múcio Teixeira (N. del T.)<br />
111
—Apuesto a que ahora va a coger un bus<br />
para Copacabana, y a repetir el golpe.<br />
—No me sorprendería —la apoyó el moralista,<br />
un tanto molesto porque no había<br />
contemplado él ese desenlace.<br />
El chicuelo atravesó la vía —estaban en<br />
los contornos del Morro de la Viuda—, y se<br />
detuvo en la acera, a esperar.<br />
—Qué cosas —seguía exclamando el<br />
hombre—. Sale con esa cháchara sobre Arena<br />
Blanca, Arena Blanca, qué nombre tan<br />
poético, recuerda a Caymmi, 2 nadie se puede<br />
resistir. Si hubiera dicho que quería volver<br />
a Arena Negra, ahí sí que no, piensa uno en<br />
aquella playa de Espíritu Santo, en reumatismo,<br />
no le habría soltado un níquel. ¡Pero Arena<br />
Blanca, ese mocoso es imposible!<br />
112<br />
De A bolsa & a vida, Editora do Autor, 1962.<br />
Traducción para este libro de Elkin Obregón S.<br />
2. Famoso compositor y cantor brasilero, oriundo de Bahía<br />
(N. del T.)
Iniciativa<br />
113
Es un sino de mi amiga penar por la suerte<br />
del prójimo, si bien se trata de un penar jubiloso.<br />
Me explico. Todo sufrimiento ajeno<br />
le preocupa, y enciende en ella la llama de la<br />
acción, que la hace feliz. No discrimina entre<br />
personas y animales a la hora de obrar, pero,<br />
como hay innúmeras sociedades (con dinero)<br />
para el bien de los hombres, y sólo una, sin<br />
recursos, para el bien de los animales, prefiere<br />
militar en esta última. Los problemas se le<br />
aparecen en masa, y se dijera que la prefieren a<br />
otras criaturas de menor sensibilidad e iniciativa.<br />
Los perros se cruzan en su camino, y:<br />
—Señora, lléveme —parecen murmurarle<br />
con ojos golpeados por la vida, pero siempre<br />
dulces.<br />
No hace mucho el perro de turno venía<br />
por la calle, cojeando, sujeto a una cuerda y<br />
jalado por un borracho pobre, pero tan borracho<br />
como cualquier otro. Apretado por el la-<br />
115
zo, el infeliz animal llevaba el alma en la boca.<br />
Y el borracho rezongaba confusas amenazas.<br />
Mi amiga se aproximó cautelosamente.<br />
—No trate así al pobrecito, lo puede<br />
ahorcar.<br />
—Lo trato como me plazca, para eso es<br />
mío.<br />
—Pero está prohibido maltratar a los animales.<br />
—No lo voy a maltratar. Lo voy a matar<br />
de dos cuchilladas.<br />
Mi amiga dio un salto digno del mejor<br />
atleta:<br />
—Deme ese perro.<br />
—Dárselo, no se lo doy; pero se lo vendo.<br />
Diez cruzeiros sellaron el negocio, y, liberado<br />
de la cuerda, el perro subió al carro<br />
de mi amiga.<br />
Por fortuna anochecía, y llegó a su apartamento<br />
sin oír protestas del portero. ¡Qué<br />
prodigios no hace allí adentro para disimular<br />
los latidos de sus huéspedes! (una vez, ante<br />
el reclamo de un vecino, lo convenció de<br />
que se trataba de un disco de jazz). Ya había<br />
tres perros instalados, no cabían más. Cuidó<br />
del animal, llamó al veterinario, le curó la pata,<br />
le dio vitaminas y cariño. Sólo después de<br />
esas providencias empezó a buscar un hogar<br />
de confianza que pudiera hacerse cargo de él.<br />
116
Su método consiste en una charla discreta<br />
con la persona elegida: ¿Tienen perro en la<br />
casa? ¿Por qué ya no? ¿Huyó? ¿Murió de viejo?<br />
(si el perro huyó, el sujeto no es elegible).<br />
De acuerdo a la idea que se forme de la persona,<br />
mi amiga le ofrece el animal, o no se lo<br />
ofrece, y sigue buscando.<br />
En esta ocasión el elegido fue José, mensajero<br />
de una corporación (no es preciso ser<br />
rico, sino bueno, paciente, de buen carácter).<br />
José tiene hijos, espacio cercado y la mejor<br />
voluntad. Mi amiga le ofreció llevar el perro<br />
hasta el lejano suburbio donde habita, José<br />
dijo que no era necesario, ella insistió, él<br />
ídem. Finalmente fueron juntos, el carro subió<br />
faldas, bajó faldas, y en lo alto del morro<br />
apareció al fin la triste casa de José, que no<br />
era una casa cercada, era un cuarto de inquilinato,<br />
donde se hacinaban como podían cinco<br />
niños, esposa y suegra.<br />
Mi amiga comprendió. José era más pobre<br />
que el perro, y sin un mínimo de dinero<br />
no se compra aire libre y espacio para brincar.<br />
Sería cruel decirle a José, “Me llevo el perro”.<br />
Por suerte, el animal salvó la situación,<br />
intentando morder a uno de los chicos, que<br />
le hacía fiestas. Mi amiga se iluminó: “¿Se da<br />
cuenta, José? El animal no se acostumbra. Le<br />
voy a traer otro, cachorrito”. José, desolado,<br />
aceptó. Mi amiga salió a los vuelos hacia la<br />
117
ciudad, entró en una de esas tiendas donde<br />
se martirizan animales a la venta, y rescató<br />
al menor de los perritos recién nacidos, que<br />
penaba ya en una jaula sin agua ni alimento,<br />
bajo un sol de fuego. “Para éste, cualquier<br />
cosa es negocio, y una vida mejor”. Se lo llevó<br />
a toda prisa a José, que lo recibió de brazos<br />
abiertos.<br />
Ahora, mi amiga tiene dos problemas:<br />
buscar un dueño para el perro del borracho,<br />
y buscar un modo de ayudar a los cinco hijos<br />
de José. Pero los resuelve, no les quepa<br />
duda.<br />
118<br />
De Fala, amendoeira, José Olympio Editora, 1957.<br />
Traducción para este libro de Elkin Obregón S.
Dos en el Corcovado<br />
119
El sol apareció, como en el primer día de<br />
la Creación. Y todo tenía en verdad aspecto<br />
de primer día de la Creación, con el mundo<br />
emergiendo, vacilante, del caos. Tres días<br />
y tres noches la tempestad había destrozado<br />
árboles, piedras, casas, caminos, postes, viaductos,<br />
vehículos, había matado, había herido,<br />
había enloquecido. Contempladas desde<br />
lo alto, las partes espléndidas de la ciudad seguían<br />
siendo espléndidas, pero entre ellas las<br />
marcas de destrucción se exhibían como llagas<br />
de un gigante. Los hombres se miraron.<br />
Estaban a salvo. A salvo y aislados en lo alto<br />
del Cerro Corcovado. 10<br />
No había calle, no había teléfono, no había<br />
energía eléctrica, y, por cosas de la suerte,<br />
no había radio de pilas para oír noticias. Sin<br />
duda, allá abajo se estaban tomando medidas<br />
10. Cerro o morro en Río de Janeiro, presidido por una<br />
gran estatua de Cristo. (N. del T.)<br />
121
para recuperar las calles, pero, ¿cuándo se acordarían<br />
de ellos, pequeño grupo humano al lado<br />
de la estatua? No es grave, allá hay un bar,<br />
un bar dispone de enlatados y botellas para<br />
un año. No, un año es demasiado, hasta una<br />
hora es demasiado para ellos, que habían pasado<br />
media semana aislados y fustigados por<br />
el aguacero, entre el cielo y la tierra.<br />
Los más jóvenes no quisieron esperar, intentaron<br />
abrirse camino a golpes de imprudencia.<br />
La juventud busca más lo imposible<br />
que lo posible, y descender en aquellas condiciones<br />
era en verdad cosa de locos. Sin duda<br />
llegaron a lugar seguro, como les sucede a los<br />
locos. Los que se quedaron sintieron envidia<br />
y despecho. El equipo de trabajadores no venía<br />
a remover las barreras caídas. El día pasó.<br />
La noche fue inquieta. Abajo, los parientes<br />
esperaban afligidos, temiendo por sus vidas.<br />
El más bello paisaje del mundo, dicen los<br />
carteles de turismo; también ellos lo pensaban,<br />
pero, ¿cómo soportarlo a la mañana siguiente,<br />
si mirarlo aumentaba la angustia,<br />
por la imposibilidad de alcanzar aquellos sitios,<br />
puro espejismo?<br />
—¡Viene un helicóptero! —gritó alguien,<br />
y en realidad venía, pero siguió sin posarse;<br />
iba a relevar al grupo de la torre de la Radiopatrulla,<br />
más adelante. El personal del Cristo<br />
que se entienda con Él, a cuya sombra tra-<br />
122
aja, pensarían tal vez las personas que, abajo,<br />
cuidaban de todo.<br />
De los diez que se ganan la vida en la montaña,<br />
ya seis habían descendido. Los cuatro<br />
restantes, abatidos, no tenían ya de qué conversar.<br />
El sol brillando, la ciudad rehaciéndose,<br />
ellos presos allí, prisión sin rejas, a la espera<br />
de ser recordados. La cumbre del cerro<br />
se tornó isla, todo lo demás era un océano<br />
sin navíos.<br />
Dos no aguantaron más; se despidieron<br />
como presidiarios antes de intentar la fuga.<br />
Prometieron dar noticias de los que quedaban:<br />
el administrador y el mesero del bar.<br />
Éstos, por casualidad, viven en el mismo<br />
suburbio: Cachambí. Miran siempre en<br />
la misma dirección, como si, absurdamente,<br />
quisieran distinguir el saludo de una mano<br />
lejana. Eso los une más; deshace un vínculo<br />
y crea otro, espontáneo. El administrador<br />
no es ya el antiguo patrón, el otro no<br />
es ya un empleado. Viven una sola experiencia,<br />
fuera de las leyes del trabajo. ¿Y si el mesero<br />
ensayara descender? Aún es joven, puede<br />
intentarlo. “No tienes obligación de hacerme<br />
compañía”. Pero él no lo intenta, para<br />
no abandonar al otro: “No lo dejaría solo”.<br />
El administrador nunca había imaginado oír<br />
algo así. El propio mesero se llenó de asombro<br />
después de decirlo. Y hablaba muy en se-<br />
123
io. Mañana o después serán rescatados —lo<br />
sabemos nos o tros, no ellos—. El tiempo no<br />
se mide por el reloj, sino por la incomunicación,<br />
por la esperanza insegura. Y en esa situación,<br />
insignificante para nosotros, ilimitada<br />
para ellos, dos hombres se descubren el<br />
uno al otro.<br />
124<br />
De Caminhos de João Brandão,<br />
José Olympio Editora, 1970. Traducción<br />
para este libro de Elkin Obregón S.