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Despiertos en la lluvia ED01_11287.indd - Aula Avatares

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24<br />

MARÍA DEL CARMEN CÁRDENAS<br />

Habíamos adivinado alguna vez una lágrima. Nunca un l<strong>la</strong>nto <strong>en</strong> busca<br />

de compasión. Pero aquel mediodía era el<strong>la</strong> <strong>la</strong> que caminaba sobre <strong>la</strong> nube<br />

orgullosa del que posee un don especial.<br />

Nunca como <strong>en</strong>tonces palpité un <strong>la</strong>zo. Nunca como <strong>en</strong>tonces supe que ya<br />

no me abandonaría ni <strong>la</strong> abandonaría.<br />

Cruzó <strong>la</strong> puerta. Segura. Erguida. En franco desafío.<br />

Fue al cuarto deshabitado. El de los viejos trastos. El del rincón lejano y<br />

casi olvidado. Buscó el antiguo armario. Y con sus pocos recursos pero con <strong>la</strong><br />

fuerza que le daba el saberse importante, abrió el último cajón. Se hizo dueña.<br />

La observamos volver sobre sus huel<strong>la</strong>s. Ninguno de nosotros se atrevía a<br />

interrogar ni a demandar. Ya no con sigilo, sí con fi rmeza, iba y v<strong>en</strong>ía como el<br />

tañido lejano de <strong>la</strong> campana que nos susp<strong>en</strong>de <strong>en</strong> un sil<strong>en</strong>cio respetuoso. Llevaba<br />

consigo, <strong>en</strong> cada viaje, su tesoro. Afanosa por brindarle todo aquello de<br />

lo cual, <strong>en</strong> su orig<strong>en</strong>, había carecido. A partir de ese día, ese espacio rezagado<br />

del viejo mueble, fue <strong>la</strong> vivi<strong>en</strong>da de sus hijos.<br />

Con voz solemne murmuró mi padre: –Negra, te lo ganaste– Y allí se albergaron<br />

todos sus cachorros. Aún el que una noche, <strong>en</strong>tre sus quejidos y mis<br />

lágrimas, fuera <strong>en</strong>terrado por sus propias uñas, <strong>en</strong> <strong>la</strong> greda húmeda del fondo.<br />

Era <strong>la</strong> maternidad. Era el ángel. Era mi perra. Era <strong>la</strong> que se había atrevido. Y<br />

era mi hermana <strong>en</strong> el s<strong>en</strong>timi<strong>en</strong>to recién amanecido de mis <strong>en</strong>trañas.<br />

CABALLITOS DE MADERA<br />

La tía contaba que a él le gustaba <strong>la</strong> calesita. Era una fi esta cuando su padre<br />

decidía llevarlo. Casi no podía esperar que su madre atara los cordones de<br />

sus zapatos de charol, para salir. Su corazón se aceleraba al escuchar <strong>la</strong> música<br />

y el caer de <strong>la</strong>s monedas que anunciaban <strong>la</strong>s vueltas prometidas.<br />

Corría hacia <strong>la</strong> cerca de madera. Parantes verdes, colorados y amarillos<br />

lo separaban de esa mágica is<strong>la</strong> que iluminaba su tarde convirtiéndose <strong>en</strong> <strong>la</strong><br />

primera estrel<strong>la</strong> de <strong>la</strong> noche. Mi<strong>en</strong>tras su padre compraba los boletos, quedaba<br />

inmóvil sobre el piso de tierra ondu<strong>la</strong>do y seco, para observar con at<strong>en</strong>ción<br />

el avión celeste, los botes naranja, los autos de carrera y por sobre todo, los<br />

caballitos con sus monturas reluci<strong>en</strong>tes que subían y bajaban. Parecían sonreír,<br />

con sus di<strong>en</strong>tes b<strong>la</strong>ncos y grandes y parecían mirar de reojo a los chicos que<br />

aguardaban: como si los invitaran a elegirlos para su paseo.

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