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Rafael Ortega Dominguez Parte 1 - Fiestabrava

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<strong>Rafael</strong> <strong>Ortega</strong> Domínguez<br />

El PUERTO de SANTA MARÍA<br />

Apuntes biográficos y profesionales - I<br />

los carteles de pasado siglos, y no hacía falta decir más.» Curiosamente, la Institución<br />

sigue ahí …<br />

Y continúa el señor Vidal diciendo: «La historia del toreo revivía en aquel inmenso<br />

ruedo gaditano y, con ella, las más caras esencias del toreo puro, del que <strong>Rafael</strong><br />

<strong>Ortega</strong> había hecho paradigma. Pero los torerillos aprendices parecían olvidarlo.<br />

-«Maestro», le avisamos, con intenciones de chivato: «Esos no torean; pegan<br />

pases.»<br />

-«Es que lo hacen al estilo de Enzunlín», respondió. Y se fue a ellos, y con esa<br />

voz pausada y esa paciencia –bondadosa- inagotable y esa humildad que eran<br />

características de la personalidad del maestro, los convocó en el centro del redondel,<br />

les exhortó «Vamos a torear según es», y cambiaron todos las formas.<br />

El propio <strong>Rafael</strong> <strong>Ortega</strong>, a nuestro requerimiento, tomó la muleta. No fue así<br />

exactamente. Le dijimos: «Rafé, aquí le cedo los trastos y que Dios reparta suerte.»<br />

Se los dimos igual que en la ceremonia de la alternativa, él nos entregó el capote<br />

siguiendo el rito y nos dimos la mano.» Luego se puso a atoreá. Atoreó como los<br />

propios ángeles.» <strong>Rafael</strong> <strong>Ortega</strong> tenía una concepción del toreo sin parigual, con una<br />

pureza interpretativa difícil de superar. La desplegaba lo mismo con capote que con<br />

muleta, aunque en estas suertes era donde calaba mayor hondura.<br />

Hubo faenas de <strong>Rafael</strong> <strong>Ortega</strong> que los aficionados no hemos podido olvidar.<br />

Entre las mejores cabría situar la que cuajó a un toro de Miguel Higuero, el día del<br />

Corpus en la Plaza de Toros madrileña de Las Ventas. <strong>Ortega</strong>, que tenía ya 46 años y<br />

se le había acentuado la propensión a la obesidad; pero en cuanto se puso a torear<br />

parecía el mismísimo dios Apolo. A los pocos pases ya se había echado la muleta a la<br />

izquierda, la adelantaba ofreciendo el medio-pecho, se traía al toro embebido en sus<br />

vuelos, cargaba la suerte, ligaba los pases. A cada muletazo restallaban los olés como<br />

el rugido del volcán y, al rematarlos, el tendido era un manicomio.<br />

El triunfo de <strong>Rafael</strong> <strong>Ortega</strong> aquella tarde fue memorable. Sólo que el destino<br />

hizo una grotesca pirueta y Curro Romero colaboró en ella. El torero de Camas, que<br />

intervenía a continuación, se negó a torear al toro y provocó un gran escándalo. Los<br />

periódicos dieron amplia cobertura a esta noticia, se lucieron con ella los reporteros,<br />

y las reseñas de la corrida quedaron casi reducidas a una gacetilla. Eso se llama<br />

infortunio, que también <strong>Rafael</strong>, en demasiadas ocasiones tuvo que vencer.<br />

No importó a los aficionados, que siguieron considerando paradigma del arte<br />

de torear la faena de <strong>Rafael</strong> <strong>Ortega</strong>, pero en su cotización y sus contratas no tuvo el<br />

reflejo debido. En realidad toda la trayectoria profesional de <strong>Rafael</strong> <strong>Ortega</strong> estuvo<br />

marcada por la fortuna esquiva, por la arbitrariedad y por el infortunio. Sufrió cornadas<br />

tremendas pero no tanto a causa de la mala suerte sino precisamente por la pureza<br />

de su toreo.<br />

El maestro explica muy cabalmente su concepción del arte de torear en un<br />

libro titulado, precisamente, El toreo puro, del que es autor Ángel-Fernando Mayo,<br />

uno de los aficionados que mejor han sabido entender la personalidad y el genio torero<br />

de <strong>Rafael</strong> <strong>Ortega</strong>. Aquella jornada en El Puerto -corría el año 1991- almorzamos con<br />

el maestro en uno de los restaurantes de la zona portuaria, y cada comensal que<br />

entraba se acercaba a la mesa a saludarlo. «¡El mejor matador de todos los tiempos!»,<br />

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