Comadres - Telecable

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15.05.2013 Views

menos fui dos veces a la semana aquel mes de febrero. Cada visita era una vuelta de tuerca al pasado, aunque hubo días que la rosca se pasó. Y no por culpa mía. Una mañana, al entrar, tropecé con un viejecito apergaminado y casposo. Salió él peor parado del choque y cuando le ayudaba a recoger el bastón del suelo oí la voz de Marta, a gritos, haciendo caso omiso del cartel: «Esa es, don Enrique, esa es Reyna». Esta vez el susto fue mío, aunque volvió a ser su bastón el que cayó al suelo. Marta hacía grandes aspavientos a sus espaldas, presentí que iba a ser un encuentro lastimero. Don Enrique resultó ser un amigo de las abuelas. Desde que se había enterado de mi regreso esperaba dando paseos delante de la puerta. No tenía escapatoria, pero tampoco maldita gana de escenas. Y allí estaba aquel hombre llorando de emoción al verme «igualita, igualita a ellas». Y todo el mundo mirando. Y Marta encogiendo los hombros y alzando los ojos al cielo. Todos esperaban un gesto cariñoso por mi parte, un reconocimiento, lo normal que suele hacerse en estos casos. Me sentí obligada a invitarle a un café, que tomó regado con orujo. Tenía los ojos tiernos, como la memoria. Las conocía desde pequeño, «eran unas señoras, con un carácter que ya hubieran querido para sí muchas de las mujeres de ahora… ¡Y de los hombres! Ellas sí que eran feministas ¡Qué valor! ¡Qué carisma! Y tan idealistas…». Al cuarto de hora de panegírico, lamentaba no haberle dado un buen empujón que le hubiera dejado mudo del impacto. Se me revolvían las entrañas, con tanta alabanza remojada. Llegué a dudar de que hubieran podido ser amigas de un tipo tan empalagoso. O quizá la edad nos volvía a todos así, si llegábamos tan lejos. Pensé con inclemencia que seguramente las abuelas no le dejaran entrar al club cuando la palmara, por plúmbeo, o tal vez por otros como él estaban escondidas en la morgue… [95]

Me contó todas las mejoras que se habían realizado cuando formaron parte de la junta. «El presidente era un títere, ellas mandaban, pero los socios nunca hubieran consentido una mujer al frente de la institución, bueno, al principio no admitían mujeres para nada». Eso sacaba de quicio a Manola, que había llegado a encerrarse en el bar (muy propio de ella) parapetándose con las mesas, cuando, siendo Libertad pequeña, se negaron a que participara en un torneo de ajedrez de alevines. No me acordaba de aquello, pero explicaba por qué mis abuelas tenían tanto empeño en sentarme delante de un tablero. Aquel hombre mezclaba anécdotas de todas y no fui capaz de saber a cuál de las tres se debía la introducción de la lotería, que se jugaba desde entonces todos los fines de semana. Pero lo que más me conmovió fue el episodio de Helena. Él había conocido bien a Valerio. Aunque toda la vida había trabajado de vendedor de ropa interior (supongo que de ahí le vendría la labia) presumía de poeta. «Yo quedaba siempre segundo, detrás de él, en la justas literarias, Valerio era el mejor de todos. Helena y él formaban una pareja perfecta. Muchas noches estuvimos hasta altas horas en su casa hablando de poesía, podían haber detenido a cualquiera, cogieron a Valerio pero igualmente hubiera sido otro, no creo que quisieran matarle, querían dar un escarmiento a los intelectuales pero se les fue de las manos. No contaban con que era asmático. ¿Estuviste alguna vez en una cárcel? ¡Lógico que pillara una neumonía! Y entonces no era como ahora, se le encharcaron los pulmones y murió de un acceso de tos. Una muerte horrible. Helena recibió su cadáver desmelenada, la familia vivía en la Montaña, tardaron en localizarles y darles aviso, cuando llegaron se encontraron la capilla ardiente en el Ateneo, el propio alcalde había dado el permiso, fíjate si tenían vara alta las mellizas». El alcalde era Hilario, al que habían [96]

menos fui dos veces a la semana aquel mes de febrero. Cada visita era una<br />

vuelta de tuerca al pasado, aunque hubo días que la rosca se pasó. Y no<br />

por culpa mía. Una mañana, al entrar, tropecé con un viejecito apergaminado<br />

y casposo. Salió él peor parado del choque y cuando le ayudaba a recoger<br />

el bastón del suelo oí la voz de Marta, a gritos, haciendo caso omiso<br />

del cartel: «Esa es, don Enrique, esa es Reyna». Esta vez el susto fue mío,<br />

aunque volvió a ser su bastón el que cayó al suelo. Marta hacía grandes<br />

aspavientos a sus espaldas, presentí que iba a ser un encuentro lastimero.<br />

Don Enrique resultó ser un amigo de las abuelas. Desde que se<br />

había enterado de mi regreso esperaba dando paseos delante de la<br />

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allí estaba aquel hombre llorando de emoción al verme «igualita, igualita<br />

a ellas». Y todo el mundo mirando. Y Marta encogiendo los hombros y<br />

alzando los ojos al cielo. Todos esperaban un gesto cariñoso por mi<br />

parte, un reconocimiento, lo normal que suele hacerse en estos casos.<br />

Me sentí obligada a invitarle a un café, que tomó regado con orujo. Tenía<br />

los ojos tiernos, como la memoria. Las conocía desde pequeño, «eran<br />

unas señoras, con un carácter que ya hubieran querido para sí muchas<br />

de las mujeres de ahora… ¡Y de los hombres! Ellas sí que eran feministas<br />

¡Qué valor! ¡Qué carisma! Y tan idealistas…». Al cuarto de hora de<br />

panegírico, lamentaba no haberle dado un buen empujón que le hubiera<br />

dejado mudo del impacto. Se me revolvían las entrañas, con tanta alabanza<br />

remojada. Llegué a dudar de que hubieran podido ser amigas de<br />

un tipo tan empalagoso. O quizá la edad nos volvía a todos así, si llegábamos<br />

tan lejos. Pensé con inclemencia que seguramente las abuelas no<br />

le dejaran entrar al club cuando la palmara, por plúmbeo, o tal vez por<br />

otros como él estaban escondidas en la morgue…<br />

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