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Destacaba entre todos, tan grande y elegante, con el sello imborrable<br />
del que vivió mejores tiempos. Era un ejemplar de La isla del tesoro<br />
encuadernado en terciopelo color granate, con cantoneras de cuero y el<br />
lomo impreso en letras doradas. Había dormido conmigo, conocía sus<br />
defectos de encolado, tenía memorizadas cada una de las ilustraciones,<br />
a plumilla, de un grabador decimonónico. Era una edición limitada, antigua.<br />
Había pertenecido al señorito y formaba parte de la herencia familiar.<br />
Estuvo en La Roja hasta el final, cuando doné la biblioteca al Ateneo,<br />
antes de vender la casa y salir huyendo.<br />
Lo extraje con mimo de su lugar y soplé el polvillo acumulado en<br />
los bordes. Apreté la suavidad de sus tapas con la palma abierta de la<br />
mano, para sentir el contacto con más intensidad, y lo acerqué a la cara.<br />
Lo abrí delicadamente y aspiré con devoción, inhalando tal dosis de<br />
pasado que creí trastornarme. Temblando, le pedí a Marta que por favor<br />
saliera. Me senté en una silla con él abierto y entorné los párpados.<br />
Volví, con el olor, a recuperar la niñez, las meriendas de pan y chocolate,<br />
las imitaciones de tantos personajes que les hacía, a ellas, mi<br />
público, que ya no estaban para aplaudir mis andanzas. Me di cuenta de<br />
que tenía muchas cosas que contar, pero nadie a quien hacerlo. Un<br />
manantial de emociones empezó a aflorar entre las pestañas.<br />
Primero fue una tímida gotita que asomó pudorosa (¡llevaba tanto<br />
sin llorar!), seguida de unas lágrimas lentas y ardientes que abrieron el<br />
camino a la riada. Tanta agua salada fue vertida cuanta estaba acumulada,<br />
la suficiente para que un torbellino tipográfico engullera a los piratas<br />
y en su lugar brotara una cascada, a través de la cual los ojos de mi<br />
madre me miraron, enigmáticos, profundos, calando hasta lo más hondo<br />
de mi alma, como siempre, como la recordaba.<br />
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