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perfectamente clasificados y escrupulosamente identificados mediante un<br />
tejuelo ribeteado, con sus tapas de piel y cartón uniformes, en colores<br />
azules y rojos. Ejemplares de papel grueso y amarillento, crujiente, que<br />
eran desinfectados en una cámara oscura y misteriosa, donde se impregnaban<br />
de un olor dulzón y pegadizo, que llevabas contigo el tiempo que<br />
duraba el préstamo. El depósito era un área restringida, no estaba permitido<br />
el acceso al público. Excepto a Helena, la mejor clienta que nunca<br />
tuvo aquel servicio. Y con ella las demás, pero nunca cuando nos veían.<br />
Veinte años después el mostrador seguía en el mismo lugar, pero<br />
en lugar de Servando había una chica joven, eficiente y animada, que trataba<br />
con verdadero cariño a los viejos. Y como ya no tenía apenas usuarios<br />
y el presupuesto de compras era muy limitado, estaba organizando<br />
el archivo de la institución. Era Marta.<br />
Encantada de encontrarse con alguien que la alejara de la rutina,<br />
pronto entablamos conversación. Cuando le hablé del depósito de los<br />
libros que había tenido el privilegio de disfrutar por dentro (la morgue lo<br />
llama), me ofreció pasar y al abrir la puerta creí retroceder en el tiempo.<br />
Ajena a sus comentarios, me tiré a la primera estantería que vi y empecé<br />
a acariciar sus lomos, los palpé, los abrí, los olí y hasta besé algún viejo<br />
conocido, para llevarme su irrepetible, su inconfundible perfume en los<br />
labios.<br />
Y entonces, como alfiler a imán, algo me hizo sentir irresistiblemente<br />
atraída hacia el fondo. Al tiempo que avanzaba, oía cada vez más<br />
lejana la voz de Marta, indicando los viejos armarios con rejilla metálica<br />
que recubrían la pared: «Allí se conservan los manuscritos, incunables y<br />
otras reliquias ¿quieres verlo?». Pero yo ya había abierto las puertas, no<br />
la oía, alguien me llamaba por mi nombre.<br />
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