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Cuando retorné a Salitre, tardé casi un mes en ir al Ateneo, aunque<br />
era uno de los pocos lugares a los cuales quería volver. Había retrasado<br />
la visita porque no sabía qué podía encontrar ni si iba a derrumbarme<br />
enteramente. Era un edificio modernista, precioso, y lo sigue siendo,<br />
declarado al fin monumento histórico, libre de las especulaciones que lo<br />
amenazaban. Aún conservaba algunos cuadros de entonces en las paredes,<br />
aunque estaba muy arreglado por dentro y por fuera. Como era<br />
temprano, los parroquianos eran en su mayoría jubilados. Allí estaban,<br />
con tantos años como las propias estanterías, sentados en ajados butacones<br />
hojeando los periódicos, tan blancos entre tanto pergamino. Los<br />
ancianos leen los diarios con dificultad, a través de gruesos cristales; ojillos<br />
acuosos, infantiles, nostálgicos, que imaginan más que entienden ese<br />
mundo que ya no saben interpretar, cuyos códigos se escapan con la<br />
memoria, que habita en la realidad de sus propias fantasías.<br />
Me dirigí a la biblioteca. Me llevaban, desde muy pequeña, a sacar<br />
libros todos los viernes. El bibliotecario se llamaba Servando, y le<br />
recuerdo con su traje gris, el pelo ralo y muy fijado con brillantina, las<br />
gafas de montura dorada, a juego con el oro de sus dientes pulidos. Atendía<br />
en un mostrador de madera de roble con remaches de latón. A sus<br />
espaldas, ocultos tras una puerta metálica y hermética que apenas se<br />
entreabría, se conservaban verdaderos tesoros. En el depósito, las estanterías<br />
unían suelo y techo y estaban atestadas de libros por ambos lados,<br />
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