Comadres - Telecable
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quinada en su presencia, pero es difícil mantener la venerabilidad en paños menores. Cómo decía ella, «cuando vives del sexo te resulta más fácil desnudar a la gente y en cueros son todos igual de patéticos que el emperador». Ese cuento nos gustaba mucho de pequeñas… Cuando marché, Margarita y Camelia ya estaban casadas, tenían niños y habíamos perdido bastante relación. Con Perla, sin embargo, me seguía viendo. Habíamos cogido la costumbre de comer juntas y todos los viernes íbamos a La Veleta, un bar del Antiguo regentado por un amigo común y ferviente admirador suyo, Manfredo. Era un restaurante pequeño pero muy bien decorado. A la entrada tenía una barra diminuta, que servía de recepción. Si tenías que esperar por mesa, el vino y el pincho los ponía la casa, pero no estaba concebido como bar, de hecho sólo abría a las horas de la comida y la cena. Tenía tres comedores abovedados, un total de nueve mesas. Las bóvedas eran de ladrillo y de su centro colgaban sendos nidos, que emitían una luz amarilla intensa. Las lámparas tenían el defectillo de que a veces te caía una paja, si por ejemplo chocabas con la cabeza, pero el conjunto rústico resultaba muy acogedor. Tanto la mantelería como la vajilla eran de color teja y tenían impresa una veleta en negro. El suelo y las paredes eran de piedra, tenía fotos de campanarios y de cigüeñas, y una colección de los objetos de metal que le daban nombre digna de figurar en un museo. Había flechas con gallo pero también con enanitos, dragones, castillos, brujas, gatos, sirenas y caballitos de mar. Las conseguía en el rastro, a donde iba todos los domingos por la mañana a las nueve, de la que todavía se estaban poniendo los últimos puestos, a veces incluso sin acostarse. Pero también tenía otras aficiones. [85]
Cuando se despedía el último parroquiano cerraba el local, apagaba la tele, sacaba la marihuana de debajo del mostrador (tenía una plantación en las afueras) y allí nos quedábamos hasta que anochecía, sin movernos de la mesa, fumando, bebiendo y charlando de lo divino y lo humano. Manfredo era alto y fuerte, muy moreno y musculoso, con una mata de rizos negros que contrastaba con sus ojos azules, llamaba la atención donde quiera. Se reía escandalosamente y no conocí a nadie que contara chistes como él. Adoraba a Perla y Perla se dejaba querer. Mantenían esporádicas relaciones, yo lo sabía, aunque a veces mi amiga jugara a ocultármerlo. Nunca lo negó, pero tampoco me daba detalles ni contaba espontáneamente que tenía cita con él. Y cuando yo estaba delante o habíamos salido juntas y coincidíamos con él, no parecían más que amigos, buenos amigos los tres. Jamás imaginé que Manfredo acabaría interponiéndose entre nosotras. Los dos últimos años, en Salitre hubo mucho vicio. O bien, a finales de los setenta, en Toro había mucho vicio. Por fin, la botella largamente taponada se había descorchado. Muerto el perro, acabó la rabia. Los vigilantes eran vigilados, se dio rienda suelta a la alegría pisando el acelerador a fondo. Había que recuperar el tiempo perdido, echar el cuerpo a la calle, deprisa, deprisa, muere joven y deja un cadáver divino. Lo cierto es que pasábamos las noches de fiesta, las mañanas de resaca. Alcohol y porros, de maría si aparecía Manfredo. Nos conocían en los locales de moda y los fines de semana empecé a llegar a casa cuando mi madre ya estaba levantada. Aquello trajo muchos disgustos, pero como seguía aprobando (era mi salvaguarda) no podían decir nada. A Manfredo lo conocíamos ya del instituto, pero fue en el viaje de fin de estudios cuando trabamos amistad. Teníamos las habitaciones [86]
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humano. Manfredo era alto y fuerte, muy moreno y musculoso, con una<br />
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Mantenían esporádicas relaciones, yo lo sabía, aunque a veces mi amiga<br />
jugara a ocultármerlo. Nunca lo negó, pero tampoco me daba detalles ni<br />
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Los vigilantes eran vigilados, se dio rienda suelta a la alegría pisando el<br />
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Lo cierto es que pasábamos las noches de fiesta, las mañanas de resaca.<br />
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