Comadres - Telecable

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15.05.2013 Views

final se apaciguó y entramos con él sin más problemas al chamizo. A las diez de la noche, cuando estábamos cenando, picaron a la puerta y preguntaron por mí. Tuve claro que la habíamos pifiado. Al guardia le sobró tiempo para atar cabos y localizar a Camelia, que estaba detrás con su padre. El señor Tuttifruti echaba maldiciones contra mí y daba collejas a su hija alternativamente. En el patio aguardaban dos descargadores y un marinero, profiriendo en una lengua desconocida lo que semejaban terribles juramentos. Llevaban escopeta, lazo y jaula. Nosotras llorábamos sin parar, Lola intentaba templar gaitas, Manola pretendía echarles a todos con cajas destempladas, Helena reía como una posesa y mi madre me tiraba de los pelos en silencio, que no lo rompió ni por esas. Pero en el pecado llevamos la penitencia: el oso estaba sarnoso y durante más de un mes estuvimos las cuatro atacadas de picores, vejigas y pústulas. Aquello cerró el club definitivamente. Cuando la pubertad nos desbordó, fue Perla la que me inició en los secretos del sexo; ella, con la sabiduría heredada a lo largo de generaciones; ella, la que habitaba en un mundo prohibido, mal visto, criticado, vituperado; ella, la transgresión en sí misma. Perla era consciente de su particular situación familiar y no estaba en absoluto en desacuerdo con ella. A mí, viniendo de ella, nada me parecía mal ni me sorprendía. Por ejemplo, que espiara a las parejas de la alcoba verde (cada pieza era de un color) desde la habitación contigua, la violeta, a través de un agujero que había hecho con un berbiquí en la pared. Desde luego, era más variado y se veía mejor que en casa de la Guerrita, pero precisamente por aquel suceso nunca estaba del todo tranquila. Allí, en la Maison Platée, que ese era el nombre del afamado prostíbulo, estudiamos el comporta- [83]

miento de los animales humanos durante el coito y sus prolegómenos, más bien cortos en estas condiciones, dado que era previo pago y a tiempo contado. De todo se aprende en esta vida. Fue ella también la que me dio una receta que nunca olvidé, era nuestra «fórmula secreta contra la prepotencia». Cuando decidí matricularme en la facultad de Marina Civil, tuve varios problemas. Uno era la edad, iba dos cursos adelantada; otro el sexo. Mi expediente era brillante, pero los inconvenientes para formalizar la inscripción se sucedían. Manola pidió una entrevista con el decano y él accedió a verme, pero a solas, para calibrar en la entrevista, según decía él, mi grado de madurez. Yo estaba espantada ante la reunión, tenía los miedos desatados: a no saber comportarme, a dar mala imagen, a no tener respuestas… pero sobre todo a él, tan serio, tan importante, tan encumbrado y distante. Perla tenía la solución. «Quítale la ropa. Desvístele. No boba, no de verdad. Pero cuando la puerta se abra, imagínatelo en ropa interior, como quedan en casa, como los ves en la verde, con esos horribles calzoncillos blancos rachados y esos calcetines negros sobre las pantorrillas vellosas y torcidas. Calvo, o peor, con cortinilla, carnes fláccidas, velloso y barrigón, con pelos en la nariz y las orejas, seguro que tiene flatulencias y ronca…». Llegó a detalles indescriptibles, como ejercicio de risoterapia fue liberador. «Tú vales tanto o más que cualquiera de sus alumnos, Reyna, sólo tienes que estar tranquila», decía Helena. Tenían razón. Estaba sobradamente preparada y, gracias al remedio de Perla, contesté con serenidad y aplomo. Eso que el decano era relativamente joven, delgado y tenía una buena mata de pelo. Pero no pude evitar sonreír al entrar y tratarlo familiarmente; él esperaría verme aco- [84]

miento de los animales humanos durante el coito y sus prolegómenos,<br />

más bien cortos en estas condiciones, dado que era previo pago y a<br />

tiempo contado. De todo se aprende en esta vida.<br />

Fue ella también la que me dio una receta que nunca olvidé, era<br />

nuestra «fórmula secreta contra la prepotencia». Cuando decidí matricularme<br />

en la facultad de Marina Civil, tuve varios problemas. Uno era<br />

la edad, iba dos cursos adelantada; otro el sexo. Mi expediente era brillante,<br />

pero los inconvenientes para formalizar la inscripción se sucedían.<br />

Manola pidió una entrevista con el decano y él accedió a verme,<br />

pero a solas, para calibrar en la entrevista, según decía él, mi grado de<br />

madurez. Yo estaba espantada ante la reunión, tenía los miedos desatados:<br />

a no saber comportarme, a dar mala imagen, a no tener respuestas…<br />

pero sobre todo a él, tan serio, tan importante, tan encumbrado y<br />

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Perla tenía la solución. «Quítale la ropa. Desvístele. No boba, no de<br />

verdad. Pero cuando la puerta se abra, imagínatelo en ropa interior, como<br />

quedan en casa, como los ves en la verde, con esos horribles calzoncillos<br />

blancos rachados y esos calcetines negros sobre las pantorrillas vellosas<br />

y torcidas. Calvo, o peor, con cortinilla, carnes fláccidas, velloso y<br />

barrigón, con pelos en la nariz y las orejas, seguro que tiene flatulencias<br />

y ronca…». Llegó a detalles indescriptibles, como ejercicio de risoterapia<br />

fue liberador. «Tú vales tanto o más que cualquiera de sus alumnos,<br />

Reyna, sólo tienes que estar tranquila», decía Helena.<br />

Tenían razón. Estaba sobradamente preparada y, gracias al remedio<br />

de Perla, contesté con serenidad y aplomo. Eso que el decano era relativamente<br />

joven, delgado y tenía una buena mata de pelo. Pero no pude<br />

evitar sonreír al entrar y tratarlo familiarmente; él esperaría verme aco-<br />

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