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No era difícil que subieran, sabían que solía cobijarme allí y no<br />
tenía escapatoria posible por el tejado. Pero mi tía abuela tenía muy mal<br />
despertar, sobre todo de la siesta, y yo temía cien veces más su rabia que<br />
el premio a la honradez que nunca me darían si aparecía, así que no tenía<br />
intención de hacerlo. Miré a mi alrededor acongojada. Había un baúl<br />
arrinconado detrás de unos sacos de tela. Por casualidad lo había abierto<br />
el día anterior en busca de algún tesoro oculto, pero estaba vacío. Lo abrí<br />
con cuidado y me metí dentro dejando caer la tapa. Hizo clic, pero no me<br />
preocupé porque justo en ese momento Manola abrió la puerta de una<br />
patada; el resto de la comitiva venía detrás. Habría rezado si me hubieran<br />
enseñado, en su defecto contuve la respiración.<br />
Me llamaban a voces y Manola no dejaba de proferir insultos. «¡La<br />
muy zorra! Toda la vida puliendo por ella y mira a qué se dedica ¡al fisgoneo,<br />
como un viejo verde! Menuda educación, Helena, te merece la<br />
pena ¡La mato!». «¿Y en eso gasta el dinero? Ni una peseta más. No se le<br />
da un duro más en todo el verano y no vuelve a salir de casa. ¡Se acabó!»,<br />
decía mi abuela.<br />
Los improperios continuaron mientras daban vueltas por allí, pero<br />
a ninguna se le ocurrió levantar la tapa… del sarcófago. Porque se había<br />
cerrado por fuera, yo no lo sabía. Esperé a que salieran y cesaran los ruidos,<br />
no pensaba aparecer hasta la hora de la cena, pero cuando quise<br />
abrir, no pude. Empujé y empujé hacia arriba y grité con todas mis fuerzas;<br />
cuando éstas fallaron me di cuenta de que nadie lo oía.<br />
Mi presunta desaparición dio al traste con la tranquilidad del hogar.<br />
Las oía subir y bajar, entrar y salir, reñir y llorar, hablar y gritar… pero<br />
ninguna se volvió a acercar al altillo. Una desconocida sensación se<br />
empezó a apoderar de mí, un hormigueo paralizante, una rara lasitud,<br />
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