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Comadres - Telecable

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de ajo en puchero de barro a la puerta de sus casas haciendo corro con<br />

las sillas, miraban con cariño y nostalgia al grupo de chiquillos y chiquillas<br />

que invadíamos alocadamente los huertos, las calles, el puente y el<br />

parque de la iglesia. Solamente aparecíamos por las casas para comer y<br />

dormir. Éramos casi todos foráneos, aunque nos conocíamos desde<br />

siempre, de vernos allí todos los veranos de nuestras cortas vidas. Sólo<br />

había dos nativos en la pandilla: el hijo del panadero y la hija de la Guerrita,<br />

que tenía mi edad pero parecía bastante más pequeña.<br />

El marido de la Guerrita trabajaba en montajes y echaba largos<br />

períodos de tiempo fuera. Así es que cuando volvía, a Marisé, que así se<br />

llamaba la hija, la mandaban a jugar a la calle y le daban un duro para<br />

que se entretuviera dos horas por lo menos.<br />

Lo que menos se imaginaba el necesitado matrimonio es que la<br />

niña corría a avisarnos: «¡Que ya está mi padre montando a mi madre!<br />

¡Que ya están! ¡Corred!». Y al módico precio de una peseta íbamos<br />

mirando por turnos a través del ojo de la cerradura, aunque se veía más<br />

bien poco, eso es cierto. La hija de la Guerrita lo tenía bien estudiado.<br />

Durante el invierno no era lo mismo, no había espectadores, pero si las<br />

visitas de su padre coincidían en agosto se forraba y de cada duro sacaba<br />

seis.<br />

Pero un día pasó lo que tenía que pasar, esto es, nos pillaron in fraganti<br />

y casi sucede una desgracia. Esa vez, nada más entrar la pareja en la<br />

habitación, Marisé salió corriendo a avisarnos como siempre y hacia allí<br />

nos dirigimos sin hacer ruido, en fila india. Era la hora de la siesta y éramos<br />

pocos, creo recordar, tres contándola a ella. Yo iba la primera y tras<br />

abonar religiosamente mi cuota, me asomé. Contrariamente a lo habitual,<br />

estaba muy oscuro y no se oía ningún ruido.<br />

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