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Las mismas mujeres que en las invasiones (bélicas, acuáticas) eran<br />
enfermeras, cocineras, matronas, economistas, abogadas, ladronas o<br />
policías, en tiempos de bonanza jugaban a la brisca y al parchís, tejían<br />
para sus nietos, hacían los deberes con sus hijos, dividían para llegar a<br />
fin de mes, multiplicaban las bocas que alimentar… y seguían acudiendo<br />
a La Roja, la nave que marcó el rumbo durante mucho tiempo en Salitre.<br />
En ese gineceo, entre comadres, pasaron los mejores años de mi<br />
vida. Eran las cuatro excepcionales, y no sólo por el tamaño (destacaban,<br />
destacamos por encima de muchos hombres), también eran grandes de<br />
corazón y aunque tendían a llevarse la contraria, en el fondo eran muy<br />
parecidas. Me hubiera gustado tanto envejecer con ellas…<br />
Salitre está envuelto por una placenta que el sol nunca termina de<br />
expulsar. Todo está siempre impregnado de una humedad que no se sabe<br />
si es propia o ajena, pero forma parte hasta tal punto de nuestras vidas<br />
que la mayoría de los habitantes padecen reuma. Onírica, deformante,<br />
fetal sustancia marina que íbamos a secar en los meses de verano a la<br />
meseta, a derretir, a tostar, a quemar en el fuego de las eras. Recuerdo<br />
aquel calor achicharrante de la siesta y se me seca la boca. Era una sensación<br />
opresiva que anulaba voluntades, como cuando en las pesadillas<br />
no podemos abrir los ojos, levantar los párpados, porque estamos dormidos<br />
en realidad, soñando que estamos despiertos.<br />
Viajábamos en un viejo taxi cargado de maletas que nos llevaba al<br />
pueblo y nos traía de regreso año tras año, cruzando renqueante las<br />
montañas, franqueando esos otros puertos tan ajenos. La estancia se prolongaba<br />
un mes, durante el cual engordaba, me ponía morena, jugaba y<br />
dormía. Era un pueblo pequeño, que duplicaba y rejuvenecía su población<br />
en los meses de verano. Las viejecitas de negro, que cenaban sopas<br />
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