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Para mi madre el café era sagrado, todo un rito el café de puchero.<br />
Tenía un cazo especialmente destinado, tan negro como la manga de<br />
colar. Le quedaba cargado, denso y estimulante y no le gustaba mezclarlo<br />
con achicoria, ni los sucedáneos, así que siempre discutía por eso<br />
con Lola (bueno, daba bufonazos y trastazos, ni por esas se le oía palabra).<br />
Así que si estaba mi abuela, por no discutir echaba más achicoria,<br />
que era barata, y menos café; pero si no andaba cerca doblaba la dosis<br />
permitida. Lola era muy amiga de estipularlo todo, de hacer reparticiones<br />
exactas. Contaba hasta las patatas por plato («y los granos de arroz,<br />
como la dejes» decía Manola) y siempre consideraba innecesarios todos<br />
los gastos.<br />
Libertad también era ahorradora, pero tenía sus pequeños vicios.<br />
Uno era el café, otro la colonia. Quizá como no hablaba había desarrollado<br />
más el olfato, quizá quería evitar o eliminar el olor a sudor que le<br />
dejaba tanto trabajo físico, o solamente era in memoriam de su padre, pero<br />
era la única frivolidad que se permitía. Cuando no estaba trabajando<br />
podías verla en el porche con su taza en la mano mirando el cielo. Era la<br />
primera que se levantaba y preparaba café para todas. El olor ascendía<br />
por las rendijas del suelo, traspasaba las puertas e inundaba las habitaciones<br />
entrando hasta en los sueños. Aún ahora el olor del café me despierta,<br />
es un avisador olfativo que tengo improntado. Como la capacidad<br />
para el silencio, que descubrí cuando los suyos cesaron para siempre.<br />
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