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Los signos externos mostraban la calidad económica del difunto.<br />
Lo corriente era un cura y una pareja de caballos. Según el número de<br />
caballos, cuatro o seis, con el número equivalente de curas era ya un<br />
«entierro de campanillas», porque también aumentaba el acompañamiento<br />
de monagos repicantes. A los pobres se les ponía traje de pino<br />
pintado o forrado de negro, a tenor de los dineros. Las coronas de flores<br />
colgadas de la carroza también cumplían su papel de ostentación. Lo<br />
mismo ocurría con el número de responsos, cuanto más encumbrado<br />
había estado en vida el personaje más veces paraba la compaña. Y si era<br />
un masón o un militante de izquierdas, las paradas solían ser delante de<br />
la catedral y del convento, para proferir consignas antirreligiosas.<br />
Pero había otra cosa más, que sólo se podían permitir algunos, y<br />
era el acompañamiento de sendas hileras de hombres portando cirios<br />
encendidos a cada lado del coche fúnebre. Estos acompañantes cobraban<br />
dos pesetas por su actuación y provenían en general del asilo de los<br />
pobres o eran gente mayor y sin trabajo. A Manuel le llamaban siempre,<br />
porque, aunque era inventor y pescador, sus ocupaciones le resultaban<br />
más bien ruinosas.<br />
Manuel había estudiado para cura, pero su carrera se truncó el día<br />
que en el seminario le adscribieron a la cocina, para que practicara la<br />
humildad. Cuando, como buen aprendiz, le tocó ir de compras y pisó<br />
por primera vez el mercado, las abuelas (aquellas mozas lozanas y gallardas,<br />
las reinas del tendido) no pudieron evitar propinarle indecentes piropos,<br />
al verle tan despistado en su alzacuello, tan joven y tan guapo.<br />
Fue su risa la revelación. Hacía tanto que no se reía en el convento,<br />
donde estaba prácticamente prohibido sonreír y vetado ser feliz, que<br />
abandonó los hábitos aquel mismo mes y se hizo marinero por ellas y<br />
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