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Helena era anarquista y libertaria, poeta y soñadora. En aquellos<br />
años de bombas y atentados, ella quería cambiar el mundo con la fuerza<br />
de la palabra, que reivindicaba como arma de los sin voz y con la que<br />
ejecutaba sus implacables sentencias. Tenía una imprentilla clandestina<br />
donde imprimía los libelos y coplas satíricas que componía, pero también<br />
pertenecía a una tertulia literaria, donde al amparo de los clásicos<br />
circulaban los libros prohibidos por la censura.<br />
Mi tía abuela tenía una pluma ácida y prolija, producía toneladas<br />
de versos satíricos al día, no dejaba títere con cabeza. Yo disfrutaba con<br />
su lengua afilada y mordaz, su irreverente iconoclastia, su voz grave y<br />
ronca. Me gustaba estar con ella porque ejercitaba el ingenio y me fascinaba<br />
su discurso atropellado, afilado y genial. Saltaba de verso en verso,<br />
la rima era para ella como un juego. Ella me enseñó a leer y escribir con<br />
apenas cuatro años, me inculcó el hábito del estudio, el gusto por las<br />
letras (la elección de la carrera tuvo más que ver con la rebeldía de la<br />
juventud). De su mano aprendí que, si leer absorbe, aísla y evade, narrar<br />
libera y desahoga, es una forma de expresión y comunicación, pero también<br />
una válvula de escape y un bálsamo para el espíritu.<br />
Las abuelas eran pescaderas. Continuando el negocio familiar,<br />
regentaban aquel puesto doble en el mercado (plaza central, sector tercero,<br />
Pescados y Mariscos Barrilete) e invertían en nobles empresas, como<br />
pagarle a mi abuelo Manuel las reparaciones de la barca y de los exiguos<br />
aparejos, el importe de las patentes o los créditos para lanzar en serie tal<br />
o cual genial producto. Los cuatro compartían la ilusión de cambiar el<br />
mundo.<br />
Mi abuelo, Manuel, murió joven, en la mar, de la que nunca consiguió<br />
vivir decentemente y que jamás devolvió su cuerpo. Fue amigo de<br />
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