Comadres - Telecable
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tadas de hacerme una demostración. Me enseñaron el negocio de su madre, vendía también por Internet, comercio electrónico dijeron. Me pareció fantástico ver por la pantalla del ordenador un vídeo de Ilke en el local que acaba de dejar, vacío de gente, eso sí. Se rieron de mi cara de sorpresa. Anne abrió un buscador y me preguntó que de dónde era. Le contesté: «De ninguna parte», y al instante me arrepentí. «De Salitre…», musité. Lo tecleó con rapidez, sin dudar. Aparecieron seiscientos ochenta resultados, me señaló el índice con el dedo. La tercera referencia era la oficial turística del ayuntamiento, me temblaba la mano al indicárselo. Ninguna pareció fijarse en ello, absortas como estaban ante la página que iba descargando. Sentí que me iba desmoronando a medida que las imágenes componían el plano de Salitre, una vista del puerto, otra de la playa, la foto de la plaza Mayor. Obsequiosas y completamente ajenas a la tormenta desatada, ampliaban los detalles, «navegaban por la web», me decían (navegar, ¡qué ironía!). Me salvó de derrumbarme Erik, que andaba buscándome por toda la casa, temiendo que me hubiese ido. Me refugié convulsa entre sus brazos. Las pobres muchachas no daban crédito y se deshacían en explicaciones: Que si había estado bien hasta ese momento, que si sólo estábamos viendo Internet, que no parecía que tuviese una copa de más, que nada me habían dicho ni hecho para ponerme así… Me rehice como pude y les pedí perdón a todos. Lamentaba la escena, pero hacía veinte años que no pisaba Salitre y verlo me había afectado. No di más explicaciones, no tenía una lágrima, sólo escalofríos. Salitre permanecía inalterado en el monitor, y yo clavada delante de él. No soportaba mirarlo sin dolor, sin querencia. Erik comentó que parecía una ciudad [25]
muy acogedora, muy bonita. Asentí. Lo era, sí que lo era. Siempre lo había sido. Bajamos todos juntos, ya salía la gente, todos ornados con serpentinas y gorritos de colores, confeti y matasuegras. Cogida del brazo de Erik y agarrando una botella con la otra mano, caminamos hacia la plaza. Erik no podía evitar mirarme de soslayo, especialmente cuando me veía empinar el codo con desesperación. Cumplidos los brindis nos dirigimos a un cabaret. Haciéndome los honores, alguien pidió una canción en mi idioma, fue una coincidencia que el cantante sólo supiera ese tango. Ocurren a veces casualidades increíbles; aquel fin de año se estaban produciendo todas juntas o bien yo me encontraba predispuesta a convertir en melodía el ritmo del azar. Fue una noche larga, por lo visto, sí, pero yo llevaba mi propio carrusel dentro y todo comenzaba a entremezclarse, todo parecía conducirme a la misma parte. Volver… Alguien nos ofreció pastillas milagrosas y las tragué, no sé lo que metí pero una paz artificial me inundó por dentro. Todo me parecía irreal, tenía la boca seca y seguí bebiendo, bebiendo… Quizá fue la resaca que sigue a la marea, la desolación que sucede a la tempestad, el bajón del cóctel que nos metimos en el cuerpo, el milenarismo contagioso o la suma de todo ello, pero fue con el año nuevo cuando todas las piezas encajaron definitivamente en el bastidor. Aquella mañana del uno de enero de 2000, mientras vomitaba desgarradamente por la borda, a punto de hundirme en el canal, decidí dejar de itinerar, sacudirme el sopor, apearme en marcha. «Sobre todo un sitio firme, por favor, una casa que no se mueva…», pensaba mientras el estómago y la cabeza se balanceaban en diferentes direcciones. [26]
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muy acogedora, muy bonita. Asentí. Lo era, sí que lo era. Siempre lo<br />
había sido.<br />
Bajamos todos juntos, ya salía la gente, todos ornados con serpentinas<br />
y gorritos de colores, confeti y matasuegras. Cogida del brazo de<br />
Erik y agarrando una botella con la otra mano, caminamos hacia la plaza.<br />
Erik no podía evitar mirarme de soslayo, especialmente cuando me veía<br />
empinar el codo con desesperación.<br />
Cumplidos los brindis nos dirigimos a un cabaret. Haciéndome los<br />
honores, alguien pidió una canción en mi idioma, fue una coincidencia<br />
que el cantante sólo supiera ese tango. Ocurren a veces casualidades<br />
increíbles; aquel fin de año se estaban produciendo todas juntas o bien<br />
yo me encontraba predispuesta a convertir en melodía el ritmo del azar.<br />
Fue una noche larga, por lo visto, sí, pero yo llevaba mi propio carrusel<br />
dentro y todo comenzaba a entremezclarse, todo parecía conducirme a<br />
la misma parte. Volver…<br />
Alguien nos ofreció pastillas milagrosas y las tragué, no sé lo que<br />
metí pero una paz artificial me inundó por dentro. Todo me parecía<br />
irreal, tenía la boca seca y seguí bebiendo, bebiendo…<br />
Quizá fue la resaca que sigue a la marea, la desolación que sucede<br />
a la tempestad, el bajón del cóctel que nos metimos en el cuerpo, el milenarismo<br />
contagioso o la suma de todo ello, pero fue con el año nuevo<br />
cuando todas las piezas encajaron definitivamente en el bastidor. Aquella<br />
mañana del uno de enero de 2000, mientras vomitaba desgarradamente<br />
por la borda, a punto de hundirme en el canal, decidí dejar de itinerar,<br />
sacudirme el sopor, apearme en marcha. «Sobre todo un sitio<br />
firme, por favor, una casa que no se mueva…», pensaba mientras el estómago<br />
y la cabeza se balanceaban en diferentes direcciones.<br />
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