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Comadres - Telecable

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uena, tampoco una porquería. Reyna, como su madre, cuando estaba<br />

nerviosa se convertía en una cotorra, hablaba a borbotones, espasmódicamente;<br />

tan pronto se embalaba como frenaba y permanecía un buen<br />

rato con los ojos cerrados. En cuanto los abría me proponía ir de nuevo<br />

al baño.<br />

Le propuse dar una vuelta, para no dar tanto la nota, e ir a fumarnos<br />

un canuto a la playa, echaba de menos la mar, me ahogaba en los<br />

espacios cerrados, tenía que entenderlo. Le pareció de maravilla, aunque<br />

tardamos casi media hora en alcanzar la puerta, entre que saludaba a<br />

unas y otras. Le hice señas a Perla, que nos espiaba desde la barra, donde<br />

ya se había unido al grupo de Marta, y salimos. Me enseñó una botella<br />

de coñac que llevaba en el bolso. El aire frío y la noche la asustaron; la<br />

acurruqué contra mi costado y me convertí en su cielo protector, dispuesta<br />

a cambiar su vida, abierta a entenderla y, sobre todo, expectante<br />

por conocer las causas de tanta sinrazón. Empezamos a trasegar mientras<br />

caminábamos y acabamos haciendo una fogata en el pedrero.<br />

El crepitar de las llamas ejerció un poder hipnótico sobre nosotras.<br />

Por segunda vez en pocos días procedí a contar mi vida a una Valtueña,<br />

pero, al contrario que su madre, la hija no paraba de preguntarme cosas,<br />

me interrumpía continuamente. El ruido de la mar robaba nuestras<br />

voces, las sombras bailaban a la luz de las llamas que iluminaban alternativamente<br />

nuestras caras. Hubo un instante portentoso en que ambas<br />

vimos a la vez una estrella fugaz. «Pide un deseo», le dije. Reyna tenía los<br />

ojos llenos de lágrimas. Se hizo el silencio. La abracé fuerte, muy fuerte,<br />

como mi madre me hacía, hasta que le corté la respiración. Apoyó su<br />

cabeza en mis rodillas y, mirándome sin verme, empezó a desgranarle al<br />

fuego los misterios de su rosario de cuitas.<br />

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