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Salimos en masa a continuar la fiesta en la calle. Avanzábamos de<br />
la mano, confusas pero sin separarnos; tenía la impresión de que aquellos<br />
dedos entrelazados eran lo único real. Ambas estábamos un poco<br />
mareadas, en parte por el descubrimiento.<br />
El día transcurrió rápido, en realidad sólo jugábamos a buscarnos<br />
y encontrarnos. Extraviamos a las abuelas y a mamá en el desfile y<br />
cuando fuimos a la feria por la tarde ya íbamos del brazo. Como siempre<br />
entre comadres, sí, pero nunca como entonces. Nos tocábamos con<br />
avidez y sorpresa, cada roce era una sacudida nerviosa, un pulso a la<br />
resistencia que se iba diluyendo con cada nuevo contacto: tropezaban<br />
las manos al coger la servilleta y se demoraban en la retirada, rozábanse<br />
los pies y se tentaban; todo era un apartar el pelo de su cara, un quitarme<br />
ella la pestaña caída, un mirarnos lelas perdiendo el hilo de lo que decíamos…<br />
Brindábamos continuamente y cada «¡por nosotras!» aumentaba la<br />
complicidad; cada trago nos aislaba más del exterior, del bullicio de la<br />
fiesta, y nos sumergía en una burbuja privada de alta radiación. La situación<br />
llegó a ser embarazosa. Perla fue al baño a arreglarse y la acompañé.<br />
Afortunadamente no había nadie. Cuando la puerta se cerró, mis brazos<br />
rodearon su cintura y ella me echó los suyos al cuello mientras me decía<br />
frotándose contra mí, mimosa, «estamos locas, pero creo que te quiero».<br />
Nuestras bocas se encontraron, suavemente primero, con avidez<br />
después; cada segundo más incitantes, cada jadeo más provocadoras.<br />
Fue un beso prolongado, eterno, infinito, que convertía las experiencias<br />
anteriores en escarceos de chancleta.<br />
Nunca nos habíamos sentido así, estábamos cada vez más excitadas,<br />
más enardecidas. Su pecho contra el mío desataba los ardores del<br />
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