Comadres - Telecable

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15.05.2013 Views

La buscó por la playa, subió a los acantilados, llamó a las amigas por si sabían algo y fue a casa de Manfredo por si hubiera ido allí, pero desde fuera parecía estar desierta. No se atrevió a saltar la verja. Como el día anterior, tampoco hubo forma de conectar con él a través del móvil. Dio vueltas con el coche por toda la ciudad hasta las tres de la tarde, cuando volvió a casa por si la niña regresaba. Aún no había llegado. Tomó un tranquilizante y se quedó dormida en el sofá hasta que la música la despertó. Eran las ocho y Reyna estaba encerrada en su habitación con un disco puesto a todo volumen. Le dijo que estaba cansada, que la perdonara pero no iba a abrir, todo estaba bien, que no se preocupara. Su madre insistía en verla, en saber dónde había estado, pero, como solía ser frecuente, el eco de su voz se hizo añicos contra las pegatinas de la puerta, esas horteras pegatinas de cantantes. Cuando la dejó por imposible fue al baño, donde se encontró que Reyna se había duchado y puesto la lavadora. Perla se extrañó, pues jamás ponía una colada, no sabía ni cómo se hacía; tenían una chica que limpiaba y que le recogía hasta las bragas del suelo de la habitación, reñían siempre por eso. Miró la temperatura, por supuesto se había equivocado y estaba lavando prendas delicadas en un programa caliente. Perla las sacó para tenderlas y, temiendo que se hubieran estropeado, las revisó al trasluz. El pantalón y la chaqueta tenían la sombra de unas manchas sospechosas color marrón parduzco. Hubiera jurado que era sangre. Inmediatamente la imaginó malherida, seguramente había tentado de nuevo la suerte. Corrió con la ropa en la mano a aporrear la puerta, pero esta vez se abrió. Reyna la convenció de que había estado tumbada al borde del acantilado, pensando y que las manchas eran del suelo, que estaba embarrado; la llamó paranoica y prefirió creérselo. [199]

Pero al día siguiente los periódicos trajeron lo de Manfredo. Perla no le dijo nada a Reyna, esperó a ver cómo reaccionaba. Ésta se levantó tarde, nerviosa, marchó de casa sin desayunar y no volvió hasta la hora de comer. Un muro de hielo dividió el mantel, sus miradas no coincidieron ni una vez, pese a que no se perdían de vista. Reyna pasó la tarde en casa encerrada en su habitación, Perla en el salón. Cuando la sintió apagar la luz salió a dar un paseo, a espabilar, a pensar, fue cuando me encontró en la Atalaya. Volvía al lugar que Reyna le había dicho, no se podía quitar las manchas de la cabeza, estaba convenciéndose de que eran de barro, salpicándose las medias, mirando el precipicio como imaginaba que habría estado haciendo ella, pensando en dar el paso fatal, definitivo. Aunque a todos se nos ocurra alguna vez, pocos lo hacen. Pero Reyna se lo estaba proponiendo con demasiada frecuencia. ¿O no? ¿O estaba involucrada en la muerte de Manfredo? ¿Había matado a su padre y lo estaba ocultando? ¿De quién era la sangre, si lo era? Recordé su carita de niña asustada, sus ojeras, aquellas pupilas claras, como su madre, leyendo compulsivamente los diarios, buscando la letra pequeña, los detalles en las páginas de sucesos. Repetí lo que decían en la tienda: «Pasa muchas veces, es fácil apretar el gatillo… lo de Manfredo pudo ser un accidente, Perla, y las manchas pueden ser de barro, había llovido». Me miraba sin oírme, los ojos cuajados de lágrimas: «Quiero que tú hables con ella. Este sábado es Comadres» —me miró con añoranza—. «¿Te acuerdas?». Enrojecí pillada en falta. No había pensado en otra cosa desde que la adiviné entre la bruma, pero no estaba escrito que fuéramos a saldar cuentas tampoco en esa ocasión. [200]

Pero al día siguiente los periódicos trajeron lo de Manfredo. Perla<br />

no le dijo nada a Reyna, esperó a ver cómo reaccionaba. Ésta se levantó<br />

tarde, nerviosa, marchó de casa sin desayunar y no volvió hasta la hora<br />

de comer. Un muro de hielo dividió el mantel, sus miradas no coincidieron<br />

ni una vez, pese a que no se perdían de vista. Reyna pasó la tarde<br />

en casa encerrada en su habitación, Perla en el salón. Cuando la sintió<br />

apagar la luz salió a dar un paseo, a espabilar, a pensar, fue cuando me<br />

encontró en la Atalaya.<br />

Volvía al lugar que Reyna le había dicho, no se podía quitar las<br />

manchas de la cabeza, estaba convenciéndose de que eran de barro, salpicándose<br />

las medias, mirando el precipicio como imaginaba que habría<br />

estado haciendo ella, pensando en dar el paso fatal, definitivo. Aunque<br />

a todos se nos ocurra alguna vez, pocos lo hacen. Pero Reyna se lo estaba<br />

proponiendo con demasiada frecuencia. ¿O no? ¿O estaba involucrada<br />

en la muerte de Manfredo? ¿Había matado a su padre y lo estaba ocultando?<br />

¿De quién era la sangre, si lo era?<br />

Recordé su carita de niña asustada, sus ojeras, aquellas pupilas claras,<br />

como su madre, leyendo compulsivamente los diarios, buscando la<br />

letra pequeña, los detalles en las páginas de sucesos. Repetí lo que<br />

decían en la tienda: «Pasa muchas veces, es fácil apretar el gatillo… lo<br />

de Manfredo pudo ser un accidente, Perla, y las manchas pueden ser de<br />

barro, había llovido». Me miraba sin oírme, los ojos cuajados de lágrimas:<br />

«Quiero que tú hables con ella. Este sábado es <strong>Comadres</strong>» —me<br />

miró con añoranza—. «¿Te acuerdas?». Enrojecí pillada en falta. No<br />

había pensado en otra cosa desde que la adiviné entre la bruma, pero<br />

no estaba escrito que fuéramos a saldar cuentas tampoco en esa ocasión.<br />

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