Comadres - Telecable
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fiestas que inundó de resplandor la estratosfera: fue una orgía cósmica, una vorágine mística mediatizada por las cadenas de televisión. Nunca el mundo se había unido tanto para celebrar un mismo acontecimiento. Y sin embargo y pese a todos los agoreros, ningún incidente grave, una de las noches más tranquilas de la última década, ni atentados, ni bombardeos, ni explosiones, ni atracos, ni incendios. Hasta amainó la fiebre de las guerras y las que estaban en curso dieron tregua. Te encontrabas en la calle gente como yo, que no salía nunca en estas fechas, y todo el mundo parecía dispuesto a la reflexión, al diálogo. ¡Cuántas personas se conocieron y enamoraron, cuántas rompieron, discutieron, se enfrentaron, cuántas promesas se hicieron, cuantos parabienes se desearon…! El caudal de emociones íntimas desatado fue el que propició la paz, sin duda, pero los grandes medios de información no transmiten las pequeñas cosas. Por ejemplo, mi firme propósito de cambiar de vida. Habíamos acudido a una fiesta que daban unos amigos suyos, Erik hablaba siempre de ellos, decía que eran la pareja perfecta. Él se llamaba Hans, era pintor y se había quedado viudo hacía años, con dos hijas, de tres y cinco años. Al morir su mujer metió en casa una mucama que atendiera a la familia. Era una inmigrante jovencita, que fue para las niñas una amiga y acabó siendo su madre, ya que Hans se casaría con ella tiempo después. Erik siempre decía que en aquel hogar se respiraba la felicidad. No solía frecuentar muchas casas en mis breves estancias en tierra y era también una oportunidad de saber como vivían los locales. Llegamos sobre las ocho de la tarde. La casa quedaba en pleno centro, era un edificio antiquísimo, como todos los de la zona, con un pequeño jardín delante donde tenían aparcadas las bicicletas. Fue su color rojizo el que [19]
me dio la primera cornada. Le murmuré a Erik lo mucho que se parecía a la de mi infancia y me di cuenta de que le estaba clavando los dedos en el antebrazo… Me miró extrañado, era la primera alusión que escuchaba sobre mi pasado desde que me conocía, pero no le dio tiempo a comentar nada. Nos recibieron Hans e Ilka en la puerta. Ilka era una impresionante belleza negra de piel tersa y edad indefinida; llevaba la selva esculpida en su cuerpo de gacela y ataviada con el traje típico de su país llenaba de color la entrada. Hans tenía aspecto de artista, bebedor y vividor, con la cara tallada por ambos excesos; vestido entero de negro, con su poblada barba blanca y una frondosa mata de pelo del mismo color que recogía en una coleta, era la viva imagen de la bohemia. Parecían estar encantados de nuestra presencia, sobre todo de la de Erik: se veía que eran grandes amigos. Sentí un punto de envidia. ¿Dónde estaban los míos? Yo no tenía a nadie en ninguna parte, lo había perdido todo. Apreté con más fuerza aún su brazo y esta vez me miró preocupado. Tuve miedo que pensara que nuestros anfitriones no me gustaban, o que me echaba atrás; no quería aguarle la fiesta, así que me apresuré a soltarme y abrazarles. Dos lánguidas rubias con cara de fresa se acercaron, pensé que eran las hijas, me costó entender la presentación. No, la hija pequeña no estaba, vendría después con su novio y unos amigos a saludar, iban a otra fiesta. Alguien dijo que estaban «ocupados» y todos se rieron. Aquellas dos frágiles criaturas eran Anne, la hija mayor, y Erika, su pareja de hecho, que vivían también en la casa. Me cayeron muy bien, bromeaban continuamente entre sí y no se perdían de vista, estaban todo el rato pendientes una de otra, parecían realmente felices. Pensé si debería inten- [20]
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me dio la primera cornada. Le murmuré a Erik lo mucho que se parecía<br />
a la de mi infancia y me di cuenta de que le estaba clavando los dedos<br />
en el antebrazo… Me miró extrañado, era la primera alusión que escuchaba<br />
sobre mi pasado desde que me conocía, pero no le dio tiempo a<br />
comentar nada.<br />
Nos recibieron Hans e Ilka en la puerta. Ilka era una impresionante<br />
belleza negra de piel tersa y edad indefinida; llevaba la selva esculpida<br />
en su cuerpo de gacela y ataviada con el traje típico de su país llenaba de<br />
color la entrada. Hans tenía aspecto de artista, bebedor y vividor, con la<br />
cara tallada por ambos excesos; vestido entero de negro, con su poblada<br />
barba blanca y una frondosa mata de pelo del mismo color que recogía<br />
en una coleta, era la viva imagen de la bohemia. Parecían estar encantados<br />
de nuestra presencia, sobre todo de la de Erik: se veía que eran grandes<br />
amigos.<br />
Sentí un punto de envidia. ¿Dónde estaban los míos? Yo no tenía<br />
a nadie en ninguna parte, lo había perdido todo. Apreté con más fuerza<br />
aún su brazo y esta vez me miró preocupado. Tuve miedo que pensara<br />
que nuestros anfitriones no me gustaban, o que me echaba atrás; no quería<br />
aguarle la fiesta, así que me apresuré a soltarme y abrazarles.<br />
Dos lánguidas rubias con cara de fresa se acercaron, pensé que eran<br />
las hijas, me costó entender la presentación. No, la hija pequeña no<br />
estaba, vendría después con su novio y unos amigos a saludar, iban a<br />
otra fiesta. Alguien dijo que estaban «ocupados» y todos se rieron. Aquellas<br />
dos frágiles criaturas eran Anne, la hija mayor, y Erika, su pareja de<br />
hecho, que vivían también en la casa. Me cayeron muy bien, bromeaban<br />
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