Comadres - Telecable

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15.05.2013 Views

cas, entraban y salían de allí por propia voluntad, eran profesionales, no colgadas, advenedizas o forzadas. En cierta medida la Maison era un clásico, cobijaba relaciones consentidas entre adultos. Ya en tiempos de su madre paraba allí lo mejor y más granado de Salitre. Nunca se admitieron menores de edad. Reyna siempre lo llamaba «el negocio de mamá» y nunca parecía haberle dado importancia. No hubiera jurado que su hija fuera virgen, tampoco se lo había preguntado. Sospechaba que había un chico, últimamente andaba rara, desaparecía los fines de semana, pero participar en orgías era otra cosa. ¿Qué hacía allí Reyna? ¿Quiénes eran aquellos mastuerzos? Con su mentalidad empresarial lo tuvo claro ¿Quién la estaba explotando? Con la frialdad que da la desesperación, se bajó el vídeo, se sirvió un whisky doble y empezó a pasarlo a cámara lenta, escrutando cada detalle del entorno. Buscaba una pista entre los escasos muebles y adornos dispersos por el lugar del rodaje. Parecía una habitación grande, aunque apenas se veía más allá de los bordes de la cama. Pero en un barrido algo llamó su atención. ¿Qué se veía en la pared del fondo? No podía ser. Parecían sombras, recortes. Congeló y amplió la imagen. No lograba nitidez pero con el zoom se veían claramente: veletas. Eran veletas, con forma de gallo, de castillo, de sirena. Sólo podía haber una persona en el mundo que poseyera aquella colección. Y ella le conocía… Seguramente el mismo que había grabado aquella porquería. De dónde saca, pa tanto como destaca… Un sudor frío le recorrió la espalda. Luego Manfredo y Reyna se conocían… Buscó en la guía su número de teléfono, pero no figuraba. Consiguió el del móvil a través de un cliente. Le llamó durante todo el día, pero Manfredo no dio señales de vida ni respondió a los mensajes que le dejaba en el buzón de voz. Podía tenerlo desconectado, [183]

o encontrarse sin batería, sin tarjeta o sin cobertura. Y tal vez no se hallara en casa, pero algún día, a alguna hora volvería. Sabía dónde quedaba la mansión de Manfredo, así que se dirigió allí, decidida a esperarle el tiempo que fuera menester. Aparcó su coche frente a la solitaria casa, construida en una ladera de la montaña que limitaba Salitre. «A veces íbamos allí. No lo reconocerías. De pequeñas nos parecía un bosque y apenas había dos chalets centenarios escondidos en la espesura. Ahora está totalmente urbanizado, con colonias de adosados, carretera flanqueada por magnolios y farolas estilo imperio. Y un perro en cada casa». La de Manfredo quedaba al final de la cuesta y estaba aislada, nadie iba hasta allí si no era expresamente, además a Manfredo nunca le gustaron los animales, así que ningún chucho delató su presencia. Los vecinos no vieron más que un coche aparcado a su puerta toda la tarde. Hubieran tenido que acercarse y mirar dentro descaradamente para distinguir a aquella elegante mujer con cara de ultratumba, tan empequeñecida en su desgracia que apenas sobresalía del asiento. «Ni yo misma me reconocía en el espejo cuando me atrevía a mirarme. Pero Manfredo sí que me controló y supo de sobra a qué se debía la visita». Apareció a las once de la noche, hacía tiempo ya que dormía el barrio y se había apagado el último ladrido. Perla se había dado como plazo hasta la medianoche, si no intentaría entrar. Menos mal que no lo hizo porque la verja estaba electrificada y las alarmas conectadas. Había instalado varias para mayor seguridad. La invitó a seguirle con el coche mientras las iba desconectando. Al intentar salir del auto casi se cae, Manfredo intentó sujetarla pero lo apartó de un violento empujón. Pareció achicarse. «Me tiré a él pero sólo llegaba a darle puñetazos en el pecho, casi me sujetaba las dos manos con una sola. Me sentía ridícula e [184]

o encontrarse sin batería, sin tarjeta o sin cobertura. Y tal vez no se<br />

hallara en casa, pero algún día, a alguna hora volvería. Sabía dónde quedaba<br />

la mansión de Manfredo, así que se dirigió allí, decidida a esperarle<br />

el tiempo que fuera menester.<br />

Aparcó su coche frente a la solitaria casa, construida en una ladera<br />

de la montaña que limitaba Salitre. «A veces íbamos allí. No lo reconocerías.<br />

De pequeñas nos parecía un bosque y apenas había dos chalets<br />

centenarios escondidos en la espesura. Ahora está totalmente urbanizado,<br />

con colonias de adosados, carretera flanqueada por magnolios y<br />

farolas estilo imperio. Y un perro en cada casa». La de Manfredo quedaba<br />

al final de la cuesta y estaba aislada, nadie iba hasta allí si no era expresamente,<br />

además a Manfredo nunca le gustaron los animales, así que ningún<br />

chucho delató su presencia. Los vecinos no vieron más que un coche<br />

aparcado a su puerta toda la tarde. Hubieran tenido que acercarse y mirar<br />

dentro descaradamente para distinguir a aquella elegante mujer con cara<br />

de ultratumba, tan empequeñecida en su desgracia que apenas sobresalía<br />

del asiento. «Ni yo misma me reconocía en el espejo cuando me atrevía<br />

a mirarme. Pero Manfredo sí que me controló y supo de sobra a qué<br />

se debía la visita». Apareció a las once de la noche, hacía tiempo ya que<br />

dormía el barrio y se había apagado el último ladrido. Perla se había dado<br />

como plazo hasta la medianoche, si no intentaría entrar. Menos mal que<br />

no lo hizo porque la verja estaba electrificada y las alarmas conectadas.<br />

Había instalado varias para mayor seguridad. La invitó a seguirle con el<br />

coche mientras las iba desconectando. Al intentar salir del auto casi se<br />

cae, Manfredo intentó sujetarla pero lo apartó de un violento empujón.<br />

Pareció achicarse. «Me tiré a él pero sólo llegaba a darle puñetazos en el<br />

pecho, casi me sujetaba las dos manos con una sola. Me sentía ridícula e<br />

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