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cas, entraban y salían de allí por propia voluntad, eran profesionales, no<br />
colgadas, advenedizas o forzadas. En cierta medida la Maison era un clásico,<br />
cobijaba relaciones consentidas entre adultos. Ya en tiempos de su<br />
madre paraba allí lo mejor y más granado de Salitre. Nunca se admitieron<br />
menores de edad. Reyna siempre lo llamaba «el negocio de mamá»<br />
y nunca parecía haberle dado importancia. No hubiera jurado que su hija<br />
fuera virgen, tampoco se lo había preguntado. Sospechaba que había un<br />
chico, últimamente andaba rara, desaparecía los fines de semana, pero<br />
participar en orgías era otra cosa. ¿Qué hacía allí Reyna? ¿Quiénes eran<br />
aquellos mastuerzos? Con su mentalidad empresarial lo tuvo claro<br />
¿Quién la estaba explotando?<br />
Con la frialdad que da la desesperación, se bajó el vídeo, se sirvió<br />
un whisky doble y empezó a pasarlo a cámara lenta, escrutando cada<br />
detalle del entorno. Buscaba una pista entre los escasos muebles y adornos<br />
dispersos por el lugar del rodaje. Parecía una habitación grande, aunque<br />
apenas se veía más allá de los bordes de la cama. Pero en un barrido<br />
algo llamó su atención. ¿Qué se veía en la pared del fondo? No podía<br />
ser. Parecían sombras, recortes. Congeló y amplió la imagen. No lograba<br />
nitidez pero con el zoom se veían claramente: veletas. Eran veletas, con<br />
forma de gallo, de castillo, de sirena. Sólo podía haber una persona en el<br />
mundo que poseyera aquella colección. Y ella le conocía… Seguramente<br />
el mismo que había grabado aquella porquería. De dónde saca, pa tanto<br />
como destaca… Un sudor frío le recorrió la espalda. Luego Manfredo y<br />
Reyna se conocían… Buscó en la guía su número de teléfono, pero no<br />
figuraba. Consiguió el del móvil a través de un cliente. Le llamó durante<br />
todo el día, pero Manfredo no dio señales de vida ni respondió a los<br />
mensajes que le dejaba en el buzón de voz. Podía tenerlo desconectado,<br />
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