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lugar me esperaba, una casa que fuera mía… y que hundiera sus raíces<br />
en la tierra. Estaba saturada de agua.<br />
Cuando llegué a Salitre no sabía quién era. Nada en mí recordaba<br />
a la hija superdotada de Libertad; ni a la Reyna que ella conoció; ni a la<br />
incombustible Reyna de los Mares que tenía una placa en el bar del<br />
Holandés Errante… Me había vetado la salida a la mar, pero no sabía<br />
muy bien qué hacer en tierra. Le conté que había ido al Ateneo nada más<br />
llegar, le hablé de las abuelas, de la morgue, de Marta, de la editorial, de<br />
mis recientes planes para una nueva vida. Nada de nosotras, ni del verdadero<br />
motivo de mi huida. Seguía considerando que no era el momento.<br />
Y ella parecía resignada a no preguntar más por ello.<br />
Al salir del tercer bar me pidió por favor dar una vuelta, necesitaba<br />
despejarse. Caminamos lentamente por el paseo marítimo hacia la Atalaya.<br />
Hacía frío, llevábamos las manos en los bolsillos y teníamos la cara<br />
helada, era imposible conversar en esas condiciones. Sin embargo, estaba<br />
claro que Perla tenía algo que decir, no le cabía dentro. Pensé que iba a<br />
sincerarse de un momento a otro, yo ya lo acababa de hacer (casi).<br />
Encontramos un café vacío, con el dueño aburrido detrás de la barra. Le<br />
propuse tomar la última, estaríamos calentitas y podríamos charlar,<br />
«ahora te toca a ti», le dije, «sé que guardas algo, pareces un ratón encima<br />
de un queso». Yo había quedado muy relajada y tranquila tras tanta confesión,<br />
de buen humor incluso. Era incapaz de imaginar lo que se avecinaba.<br />
Ocupamos la única mesa al lado de la ventana, frente al mar, negro<br />
y brillante, y a un cielo tachonado de estrellas. Cuando el camarero, tras<br />
servirnos la bebida, nos dejó solas, abrió las compuertas.<br />
«Ayer no terminé de contarte… Escucha, es importante, mañana lo<br />
traerán los periódicos». Se trataba de Manfredo. (Aun muerto se inter-<br />
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