Comadres - Telecable

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15.05.2013 Views

ya, agotada la consumición y realizada la transacción, pero me invitó a quedar a escuchar su actuación. Nunca digo que no a este tipo de ofrecimientos, así que acepté otra cerveza, intrigada por no ver instrumento ni escenario alguno. Era narrador, cuentacuentos, cuentista. Relataba a un entregado auditorio las refriegas que había presenciado, la estrategia militar seguida por los bandos, la dureza y la fatiga del frente, cómo se batían las guerrillas, quiénes las formaban, cómo eran los países que había visitado, antes y después de ser destruidos, ocupados, pasados por las armas sus habitantes. Exageraba como un cosaco, pero era aleccionador. Pacifista consumado, amante de la vida, sus descripciones de los bombardeos iluminadas por el humo de los cigarros eran conmovedoras y alguno salía estremecido todas las noches. Cuando le conocí tenía veintisiete años, él se acercaba a los cuarenta. Había visto mucho dolor y percibió enseguida que tras mi apabullante apariencia se escondía un terrible desarraigo. Y me dejó echar raíces en su lancha. Por lo menos una o dos veces al año iba a verlo y siempre quedaba en Canales más de lo previsto, pero nunca llegué a dejar el cepillo de dientes o unas zapatillas. Tras varios meses en alta mar, a secano, la soledad en tierra es mala compañera. Por eso es bueno dejar amigos atrás, tenerlos enfrente, llevarlos al lado. Y que haya siempre una taberna, una fonda, donde recalar y dejar tu nombre escrito en el vaho del espejo: Aquí estuvo la Reyna de los Mares… Erik había colgado una placa de barro con ese texto en la pared del local. La frase se acodaba en la cola de una sirena que, todo hay que decirlo, se parecía a mí. Cuando le preguntaban hablaba (fantaseaba, supongo) sobre aquella mujer morena y fuerte, visiblemente vulnerada y difícilmente vulnerable, febril y taciturna, que imponía con [17]

su sola presencia en un reino de hombres y metal, de grasa y hierro; aquella sombra curtida y silenciosa, de ojos como tizones, capaz de arder de pasión, capaz de helar las pasiones más ígneas. Alguien que aparecía sin avisar con una botella de champán (del caro) y desaparecía de repente, dejando un libro dedicado (tenía una estantería entera). Ni una foto, ni una carta, ni un adiós hubo nunca entre nosotros. Por mi parte, palabras, más bien pocas, con las suyas había para ambos. ¡Quién lo diría ahora! Aunque rebajaba el ritmo de su intensa vida social cuando llegaba yo, seguía desplegando tanta actividad que me pasaba la mayor parte del tiempo sola, recostada y arropada sobre cojines en la cubierta, disfrutando del trajín fluvial, viendo sin ser vista, envuelta en el hálito frío y turbio del canal. Pasé con él algunas licencias, a veces varios meses, y hubiera tenido un hueco en su cama, incluso en su vida, si hubiera querido. Pero no podía permanecer allí para siempre. Aunque me lo pidió, éramos conscientes de nuestra limitación, de mi mutilación. La noche fue alucinante. Pese a la reticencia inicial, salí. En el fondo soy débil y todavía más en el fondo quería creer lo que me decía. Y tuvo su parte de razón, pero no obtuvo el resultado deseado: mi despedida no estaba incluida en su programa de actos. Se superaron todas las previsiones y la marea humana se desplazaba por las calles incontenible, febril, enloquecida, con las miradas vidriosas y el paso vacilante; era un maremágnum de gritos y empellones, de efusiones incontroladas, dormidos en las aceras, canciones desafinadas, atropellos, abusos, vomitadas, comas etílicos y quemaduras por petardos, cristales rotos, papeleras destrozadas y toneladas de residuos… Así sucedió en todas las partes del planeta, cubierto por un manto de [18]

su sola presencia en un reino de hombres y metal, de grasa y hierro;<br />

aquella sombra curtida y silenciosa, de ojos como tizones, capaz de<br />

arder de pasión, capaz de helar las pasiones más ígneas. Alguien que<br />

aparecía sin avisar con una botella de champán (del caro) y desaparecía<br />

de repente, dejando un libro dedicado (tenía una estantería entera). Ni<br />

una foto, ni una carta, ni un adiós hubo nunca entre nosotros. Por mi<br />

parte, palabras, más bien pocas, con las suyas había para ambos. ¡Quién<br />

lo diría ahora!<br />

Aunque rebajaba el ritmo de su intensa vida social cuando llegaba<br />

yo, seguía desplegando tanta actividad que me pasaba la mayor parte del<br />

tiempo sola, recostada y arropada sobre cojines en la cubierta, disfrutando<br />

del trajín fluvial, viendo sin ser vista, envuelta en el hálito frío y<br />

turbio del canal. Pasé con él algunas licencias, a veces varios meses, y<br />

hubiera tenido un hueco en su cama, incluso en su vida, si hubiera querido.<br />

Pero no podía permanecer allí para siempre. Aunque me lo pidió,<br />

éramos conscientes de nuestra limitación, de mi mutilación.<br />

La noche fue alucinante. Pese a la reticencia inicial, salí. En el fondo<br />

soy débil y todavía más en el fondo quería creer lo que me decía. Y tuvo<br />

su parte de razón, pero no obtuvo el resultado deseado: mi despedida<br />

no estaba incluida en su programa de actos.<br />

Se superaron todas las previsiones y la marea humana se desplazaba<br />

por las calles incontenible, febril, enloquecida, con las miradas<br />

vidriosas y el paso vacilante; era un maremágnum de gritos y empellones,<br />

de efusiones incontroladas, dormidos en las aceras, canciones desafinadas,<br />

atropellos, abusos, vomitadas, comas etílicos y quemaduras por<br />

petardos, cristales rotos, papeleras destrozadas y toneladas de residuos…<br />

Así sucedió en todas las partes del planeta, cubierto por un manto de<br />

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