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Comadres - Telecable

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que reluce. La avaricia rompe el saco, siempre lo decía mi madre, y Manfredo<br />

lo llenó demasiado». (No la recordaba tan refranera, se notaba que<br />

también había envejecido aunque no lo aparentara, esos usos dan la<br />

medida de la edad más que el físico). Miró su reluciente reloj de oro y se<br />

le aceleró el pulso al ver la hora. Se negó a tomar la espuela.<br />

En aquella conversación, que duró dos horas y cuatro rondas, Perla<br />

me había puesto al corriente de su vida y de la trayectoria de Manfredo,<br />

pero aún le faltaba la guinda. Levantándose, me dijo: «En el pecado llevarás<br />

la penitencia, la moraleja ya la conocerás por los periódicos,<br />

supongo. Manfredo está muerto, Reyna. Él es el cadáver que se encontró<br />

con un disparo entre las piernas». Atónita, saqué la voz del cuerpo<br />

para preguntarle cómo no me lo había dicho primero, si sabía quién<br />

había sido, por qué… Boquiabierta, estupefacta, vi como mi amiga, ya<br />

de pie, abría el bolso y sacaba de la cartera la foto de la chica de los periódicos,<br />

la que estaba en el Ateneo. «Esta es mi hija». Ni siquiera pude<br />

decirle que la había visto por la mañana, que era muy guapa, era igual<br />

que ella, entonces me di cuenta. Le temblaba el pulso mientras me anotaba<br />

su número de teléfono. «Es muy tarde, tengo que irme. Está sola en<br />

casa. Llámame».<br />

Volví caminando, con la cabeza pesada y los pies ligeros, apenas<br />

un rumor de pasos en la niebla. Intentaba reconstruir la conversación,<br />

pero un maremágnum de preguntas me acosaba. Al llegar a casa me puse<br />

una copita de oporto y lié un canuto (ya me quedaba poco), intentando<br />

digerir el encuentro. Me senté a fumar con la ventana abierta. Debido al<br />

frío (hizo mucho aquellos primeros días de marzo) las volutas de humo<br />

quedaban en suspenso, como mis dudas. Me acurruqué debajo de una<br />

manta: necesitaba pensar y no podía dormir. Los destellos del faro<br />

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