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La madre de Perla solía invitarnos a merendar. Nos sentábamos alrededor<br />
de una mesa camilla con mantel de cretona, a juego con las cortinas<br />
y los sofás. Estos últimos solían estar ocupados por mujeres de prietas carnes,<br />
labios rojos y ropa ligera, entregadas a tareas de manicura, costura,<br />
lectura y hasta pintura, que la Carriles era pintora y poeta, además de<br />
meretriz. El oficio más viejo del mundo le servía para mantener sus verdaderas<br />
aficiones: «Del arte, Reyna, no se vive. Todos los artistas murieron<br />
pobres y pasando hambre y eso no va a pasarme a mí». Cierto que no.<br />
Comía como una lima y solía tener siempre una caja de bombones al lado<br />
del caballete «para inspirarse, cariño, que el chocolate estimula la imaginación».<br />
A veces nos ponía en círculo a sus pies y nos daba uno a cada una<br />
para comprar nuestro silencio mientras declamaba sus últimas composiciones,<br />
que siempre eran recibidas con entusiastas aplausos por nuestra<br />
parte y no sólo por la propina. «Es un verdadero genio en todas los artes»,<br />
asentía Flora. Solamente la Carriles conocía su secreta pasión por las finanzas,<br />
parece ser que los bombones compraban su silencio, además del<br />
nuestro. Recibió la gratificación a su fidelidad en el testamento de la<br />
madama y se fue al sur, donde se dedicó a dibujar debajo de una palmera.<br />
Perla había recibido un original encuadernado artesanalmente, se titulaba<br />
Visiones de un sofá y recogía, con su mordaz visión y su ácida pluma, los<br />
caracteres humanos que habían desfilado ante sus ojos, entre sus piernas,<br />
en los más de veinte años de oficio, en una serie de historietas ilustradas.<br />
* * *<br />
Llega el avión, seguiré en casa.<br />
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