Comadres - Telecable

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15.05.2013 Views

no hubiera causado mayores estragos en mi existencia. Era el fin y como tal lo interpreté. Me invadió una negrura capital, la oclusión de los sentidos. Todavía no había aprendido a odiar, eso vendría más tarde, era pura desolación lo que me embargaba. Ya no había tierra bajo mis pies, flores en la sala, gente en los sofás. Y eso que por allí pasó todo Salitre: la Bailona al completo, autoridades, intelectuales, artistas, sindicalistas, los miembros del Ateneo, pobres, ricos, hombres, mujeres, niños, ancianos, las prostitutas de Valtueña, el deán de la catedral, las pescaderas, las cigarreras, las tabaqueras… ni un alma dejó de acudir a la última reunión, las floristerías hicieron su agosto. Ahora lo sé, Perla me enseño todas las tarjetas de visita que se depositaron en la urna, ella las tenía guardadas desde entonces. Fue ella también la que se encargó de los recordatorios y los agradecimientos, estuvo semanas escribiendo. No recuerdo nada de todo eso. Aquella visión habría de atormentarme sin piedad, estuvo siempre en el fondo de todos los desvelos, asaltando sin tregua el endeble castillo del sueño; un castillo vencido, cuyos muros sólo pudieron levantarse meses más tarde a fuerza de pastillas, argamasadas con puro agotamiento. Había una explicación para esa escena, pero yo tardaría veinte años en saberla y no sería aquella primera noche. Ellos nunca supieron que habían sido contemplados y por tanto nada pudieron imaginar ni argüir en su defensa. No les di esa oportunidad: les declaré culpables y envíe a Perla a la guillotina. Ejecuté la sentencia al pie de sus tumbas. «No sé lo que te pasó por la cabeza, qué cable se te cruzó ni por qué, pero cuando echaron la última palada de tierra te transformaste, viniste hacía mí convertida en un monstruo y me dijiste aquellos horrores, ¿te acuerdas?». No dije nada. Perla, mi buena amiga, había achacado aquella furia rabiosa a un arrebato de ira, la descarga de tanta emoción, [147]

la cuerda siempre rompe por lo más flojo. Muertas las abuelas ella era lo único que me quedaba, no podía verlo de otra manera. Yo sí. Ella nunca se sintió culpable, pero yo la había condenado. Durante siete días no abrí la puerta ni contesté a sus llamadas. Preparé furtivamente la fuga, quería castigarlos, hacerles daño. Y a la vez yo me castigaba con el peor de los sufrimientos, odiar a la persona amada, abandonar la tierra natal. A veces el odio llega a ser tan intenso, tan dominante que impide aflorar otro tipo de sentimientos más nobles. Es curioso ver como la semilla del rencor crece, se propaga en nuestro interior como la mala hierba o un devastador incendio, implacable, destructivo, aniquilador. No existen armas para detener el odio, con lo fácil que es tronchar un brote de amor. Me contó que había ido todos los días a mi casa (¡bien lo sabía yo, que me escondía!), hasta que un día un vecino le dijo que me había visto salir con las maletas en un taxi camino del puerto. De la verja de La Roja colgaba el cartel «se vende». Indagó y supo que me había embarcado en el Cantón y aunque no era capaz de entender aquella torna de los sentimientos, comprendió que había tomado una decisión irrevocable, irreversible. «¿Por qué lo hiciste, Reyna?», insistía. Sonreí amargamente y le oculté la verdad. «La jodida conciencia, ¿recuerdas? Tenía que ser la mejor, lo esperaban todo de mí y no pude evitarles la muerte. Aún sigo pensando que yo debía conducir aquel coche. La culpa es una carga muy pesada, pero la expiación más aún y además hay que hacerla en solitario». Tenía sus ojos clavados en los míos, inquisitoriales. Estaba demasiado herida para creerme o aun era capaz de detectar que algo le ocultaba. Pero yo no pensaba soltar prenda todavía, necesitaba ver por dónde respiraba. Sin embargo me invadió la congoja. «¿Te hice mucho daño, verdad?». El agudo dolor de su mirada hizo innecesaria la confirmación. [148]

la cuerda siempre rompe por lo más flojo. Muertas las abuelas ella era lo<br />

único que me quedaba, no podía verlo de otra manera. Yo sí. Ella nunca<br />

se sintió culpable, pero yo la había condenado. Durante siete días no abrí<br />

la puerta ni contesté a sus llamadas. Preparé furtivamente la fuga, quería<br />

castigarlos, hacerles daño. Y a la vez yo me castigaba con el peor de los<br />

sufrimientos, odiar a la persona amada, abandonar la tierra natal. A veces<br />

el odio llega a ser tan intenso, tan dominante que impide aflorar otro tipo<br />

de sentimientos más nobles. Es curioso ver como la semilla del rencor<br />

crece, se propaga en nuestro interior como la mala hierba o un devastador<br />

incendio, implacable, destructivo, aniquilador. No existen armas para<br />

detener el odio, con lo fácil que es tronchar un brote de amor.<br />

Me contó que había ido todos los días a mi casa (¡bien lo sabía yo,<br />

que me escondía!), hasta que un día un vecino le dijo que me había visto<br />

salir con las maletas en un taxi camino del puerto. De la verja de La Roja<br />

colgaba el cartel «se vende». Indagó y supo que me había embarcado en<br />

el Cantón y aunque no era capaz de entender aquella torna de los sentimientos,<br />

comprendió que había tomado una decisión irrevocable, irreversible.<br />

«¿Por qué lo hiciste, Reyna?», insistía. Sonreí amargamente y le<br />

oculté la verdad. «La jodida conciencia, ¿recuerdas? Tenía que ser la<br />

mejor, lo esperaban todo de mí y no pude evitarles la muerte. Aún sigo<br />

pensando que yo debía conducir aquel coche. La culpa es una carga muy<br />

pesada, pero la expiación más aún y además hay que hacerla en solitario».<br />

Tenía sus ojos clavados en los míos, inquisitoriales. Estaba demasiado<br />

herida para creerme o aun era capaz de detectar que algo le ocultaba.<br />

Pero yo no pensaba soltar prenda todavía, necesitaba ver por dónde<br />

respiraba. Sin embargo me invadió la congoja. «¿Te hice mucho daño,<br />

verdad?». El agudo dolor de su mirada hizo innecesaria la confirmación.<br />

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