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abiertas y las manos apoyadas en un bastón. Me fijé en la empuñadura,<br />
una sirena de madera que arqueaba la espalda uniendo cola y melena<br />
hasta casi la mitad del palo; él me vio apreciarla y entablamos conversación.<br />
Cuando empezó a hablar de Salitre, donde había nacido y vivido<br />
hasta la jubilación, tuve la misma sensación paralizante, de retroceso en<br />
el tiempo, como si el cuerpo sólo fuera una carcasa vacía y todo tu ser<br />
se trasladara a otra dimensión, al pasado. Resultó ser amigo de la familia<br />
y empezó a desgranar nombres y hechos con una precisión pasmosa.<br />
Era un viejecito poroso y enjuto, con una memoria prodigiosa.<br />
Recordaba la galerna del 21, ya entonces se había querido tragar la mar<br />
a Manuel, fue ahí donde fraguaron su amistad. La lancha de Manuel<br />
estaba atracada en el puerto, intentaba salvar el aparejo pero una ola le<br />
hizo volcar. Rafael vio la maniobra, le tiró un salvavidas con una cuerda,<br />
se rodeó con ella y él mismo se ató a un poste para poder resistir los tirones.<br />
El forcejeo duró un tiempo interminable, pero al final, libre ya del<br />
remolino del casco, otra ola empujó a mi abuelo contra el muro y, ya<br />
medio ahogado, se enganchó como pudo al flotador y Rafael terminó<br />
subiéndole a pulso. Le salvó la vida y eso nunca lo pudieron olvidar. «Si<br />
no llega a ser por este hombre, yo tampoco estaría aquí», pensaba mientras<br />
calculaba las vueltas del destino.<br />
Rafael era un marinero de postal. Tenía los ojos achinados de escudriñar<br />
el horizonte, la frente blanca cuando se quitaba la boina, la piel<br />
curtida, puro nervio y hueso. Decía que olfateaba los bancos de atún a<br />
kilómetros, que se le tensaba el cuerpo entero y los compañeros le comparaban<br />
con un perro de presa. Pero durante las largas jornadas de espera<br />
era un hombre tranquilo, lo hacía todo con infinita calma, la misma que<br />
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