Comadres - Telecable
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El segundo error fue creer que mi intervención, ebria y gloriosa, podría evitar algo. Lo único que me salvó fue caer debajo de la furgoneta y no poder incorporarme, dado mi tamaño y condiciones, mientras duró la reyerta. Los cosieron a navajazos ante mis ojos; cuando llegó la policía tuvo que levantar los cadáveres para poder sacarme. Me ingresaron con un ataque de nervios y una cuchillada en el antebrazo, pudo haber sido mucho peor, dijeron. Conocer otros países, otras costumbres, otras gentes, al fin lo mismo. Hablar otros idiomas para sentirme otra, sin querer ver cómo iba quemando, destruyendo a cañonazos los invisibles hilos que me ataban aquí. Pero al final los meses se hacían muy largos y el último ya estaba aburrida, saqueaba una librería y me encerraba el tiempo restante a leer y soñar, vegetar y escribir. La televisión era un narcótico eficaz y además en alta mar no solía verla. Devoraba con avidez los partes y los documentales, que me servían para familiarizarme con los sonidos de otras lenguas, pero odiaba esos programas universalmente estúpidos de concursos y espectáculos. Una tarde, en una cadena para emigrantes, dedicaron un especial a Salitre. La presentadora, con la voz en off, ofrecía imágenes antiguas y actuales de la ciudad. Estaba preparándome un baño caliente y no fui capaz de ir a cerrar el grifo, menos mal que el programa era corto, porque cuando volví el agua salía de la bañera. Recuerdo que las lágrimas me empañaban la visión mientras secaba el suelo con las toallas. Fue como cuando una vez me encontré en Lafargue con un hombre que había conocido a mi abuelo, que se acordaba de su hija y de su mujer y de las cuñadas, de mí sólo sabía que Libertad había parido otra niña. Estaba sentado en una silla, a la puerta de un bar, con las piernas [125]
abiertas y las manos apoyadas en un bastón. Me fijé en la empuñadura, una sirena de madera que arqueaba la espalda uniendo cola y melena hasta casi la mitad del palo; él me vio apreciarla y entablamos conversación. Cuando empezó a hablar de Salitre, donde había nacido y vivido hasta la jubilación, tuve la misma sensación paralizante, de retroceso en el tiempo, como si el cuerpo sólo fuera una carcasa vacía y todo tu ser se trasladara a otra dimensión, al pasado. Resultó ser amigo de la familia y empezó a desgranar nombres y hechos con una precisión pasmosa. Era un viejecito poroso y enjuto, con una memoria prodigiosa. Recordaba la galerna del 21, ya entonces se había querido tragar la mar a Manuel, fue ahí donde fraguaron su amistad. La lancha de Manuel estaba atracada en el puerto, intentaba salvar el aparejo pero una ola le hizo volcar. Rafael vio la maniobra, le tiró un salvavidas con una cuerda, se rodeó con ella y él mismo se ató a un poste para poder resistir los tirones. El forcejeo duró un tiempo interminable, pero al final, libre ya del remolino del casco, otra ola empujó a mi abuelo contra el muro y, ya medio ahogado, se enganchó como pudo al flotador y Rafael terminó subiéndole a pulso. Le salvó la vida y eso nunca lo pudieron olvidar. «Si no llega a ser por este hombre, yo tampoco estaría aquí», pensaba mientras calculaba las vueltas del destino. Rafael era un marinero de postal. Tenía los ojos achinados de escudriñar el horizonte, la frente blanca cuando se quitaba la boina, la piel curtida, puro nervio y hueso. Decía que olfateaba los bancos de atún a kilómetros, que se le tensaba el cuerpo entero y los compañeros le comparaban con un perro de presa. Pero durante las largas jornadas de espera era un hombre tranquilo, lo hacía todo con infinita calma, la misma que [126]
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El segundo error fue creer que mi intervención, ebria y gloriosa,<br />
podría evitar algo. Lo único que me salvó fue caer debajo de la furgoneta<br />
y no poder incorporarme, dado mi tamaño y condiciones, mientras duró<br />
la reyerta. Los cosieron a navajazos ante mis ojos; cuando llegó la policía<br />
tuvo que levantar los cadáveres para poder sacarme. Me ingresaron<br />
con un ataque de nervios y una cuchillada en el antebrazo, pudo haber<br />
sido mucho peor, dijeron.<br />
Conocer otros países, otras costumbres, otras gentes, al fin lo<br />
mismo. Hablar otros idiomas para sentirme otra, sin querer ver cómo iba<br />
quemando, destruyendo a cañonazos los invisibles hilos que me ataban<br />
aquí. Pero al final los meses se hacían muy largos y el último ya estaba<br />
aburrida, saqueaba una librería y me encerraba el tiempo restante a leer<br />
y soñar, vegetar y escribir.<br />
La televisión era un narcótico eficaz y además en alta mar no solía<br />
verla. Devoraba con avidez los partes y los documentales, que me servían<br />
para familiarizarme con los sonidos de otras lenguas, pero odiaba<br />
esos programas universalmente estúpidos de concursos y espectáculos.<br />
Una tarde, en una cadena para emigrantes, dedicaron un especial a<br />
Salitre. La presentadora, con la voz en off, ofrecía imágenes antiguas y<br />
actuales de la ciudad. Estaba preparándome un baño caliente y no fui<br />
capaz de ir a cerrar el grifo, menos mal que el programa era corto, porque<br />
cuando volví el agua salía de la bañera. Recuerdo que las lágrimas<br />
me empañaban la visión mientras secaba el suelo con las toallas.<br />
Fue como cuando una vez me encontré en Lafargue con un hombre<br />
que había conocido a mi abuelo, que se acordaba de su hija y de su<br />
mujer y de las cuñadas, de mí sólo sabía que Libertad había parido otra<br />
niña. Estaba sentado en una silla, a la puerta de un bar, con las piernas<br />
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