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Comadres - Telecable

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dido acabar con sus días esa misma noche, aprovechando la impresionante<br />

tormenta que tenía a todo el mundo encerrado.<br />

De repente los golpes cesaron y un fardo gimiente me aplastó cortándome<br />

la poca respiración que me quedaba, me acordé de las abuelas,<br />

de mi madre… y, de repente, el aire en los pulmones, el agua en la cara<br />

y el peso que desaparecía. Un rayo iluminó las rayas blancas de una<br />

camiseta y el brillo de los cristales en una cara convulsa que arrastraba el<br />

cadáver hasta la borda; tardé segundos en darme cuenta de que estaba a<br />

salvo, que el muerto era Marcial y que lo que acababa de rodar hasta mí<br />

por la cubierta era una barra de metal ensangrentada que sin duda Cocó<br />

había abandonado para poder deshacerse del muerto. La así, me incorporé<br />

como pude y agarrándome a unas cuerdas la arrojé al fondo del<br />

mar. Cayeron los dos, el cadáver y el cuerpo del delito, a la vez. Cocó<br />

me miró, yo le miré. «C’est fini», dijo él, nada dije yo, aún en el suelo.<br />

Y supongo que me desmayé y que me llevó hasta el camarote, me<br />

lavó, vendó las costillas rotas y puso un pijama. Supongo, porque nada<br />

más recuerdo y estaba sola cuando unos golpes en la puerta me sacaron<br />

de la inconsciencia, para informarme del presunto accidente. Afortunadamente,<br />

había protegido la cara y nadie se percató de las vendas, convenientemente<br />

ocultas debajo de un grueso jersey de lana durante el<br />

resto del viaje.<br />

No me atreví a buscar a Cocó, no hubo acusaciones ni inocencia<br />

que defender, ataque que justificar, nada. «Un golpe de mar» rubricó el<br />

capitán. Y un pacto de silencio se extendió entre la tripulación, no tenía<br />

amigos, al fin y al cabo, ni familia, nadie que pudiera reclamar no ya una<br />

indemnización o la pensión, ni siquiera sus objetos personales, que seguramente<br />

duerman todavía en algún estante.<br />

[114]

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