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desgarraba por dentro, sentí miedo, asco, vergüenza, la humillación de<br />
una violación.<br />
Tras la agresión cualquier otra hubiera abandonado. Cualquier otra<br />
hubiera dicho «¿Y esto es lo que me espera?». Y se hubiera ido, hubiera<br />
bajado en el primer puerto, regresado a casa y dicho «¡adiós!» para siempre<br />
a la locura de la mar. Pero había vendido la casa, renunciado a los<br />
amigos, enterrado el amor. Y no podía regresar aún peor de lo que me<br />
fui. ¿Cómo era posible que, con la vida tan feliz que había tenido<br />
durante veinte años, en poco más de un mes aquella saña cósmica<br />
hubiera caído sobre mí, polvo destructor, meteorito aniquilador? Estaba<br />
maldita. «No hay dos sin tres», pensaba. La tentativa del suicidio, convencida<br />
de que sería la mejor de las suertes que me esperaban, planeó<br />
sobre mi espíritu el resto de la travesía en el Cantón. Pero aquel capitán<br />
con mayúsculas, Abel se llamaba, consiguió convencerme.<br />
No siempre sería igual. Era monstruoso lo que me había sucedido,<br />
pero serviría para hacerme más fuerte. Olvidaba que mi sexo era moneda<br />
de intercambio, calendario en la pared, carne de cañón. Pero yo valía<br />
mucho más que todos ellos, los tiempos estaban cambiando. Y podría<br />
con todos, Marcial era una excepción. De acuerdo, el mundo estaba<br />
lleno de marciales, podía haberme pasado aquí o en la esquina de mi<br />
casa (nunca, allí nunca podría haberme pasado, en La Roja no, refugio<br />
seguro, refugio perdido). Tendría que utilizar la inteligencia contra la<br />
fuerza, la astucia para evitar el dolor. Ir siempre un paso por delante de<br />
los demás… y dar cursos de defensa personal. Luchar. Volver a luchar si se<br />
pierde. Era de la escuela de la abuela Lola. A su manera, con una psicología<br />
primaria, intentó que sacara fuerzas de flaqueza, que aprovechara la<br />
lección, que me endureciera. «Lo que más les jode es que les mande una<br />
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