Comadres - Telecable
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mar para siempre. Desde que salió del hospital nunca volvió a pisar tierra firme. Olía a putrefacción. Y me odiaba, aunque, visto desde la distancia, quizá era el único sentimiento capaz de albergar. Mi encuentro inicial con Marcial, cuando su físico aún era normal, se produjo en el Cantón, que así se llamaba el carguero en el cual me estrené. La compañía había hecho correr la voz entre la tripulación sobre las circunstancias que habían precipitado mi embarque, tengo constancia de que les pidió comprensión y respeto, porque desde que pisé la pasarela todos se volcaron. Salió a recibirme el capitán en persona, con el contramaestre y el segundo de a bordo: tendría el mejor camarote, el mejor horario, las mínimas responsabilidades, el mejor maestro. Ellos serían mi familia, harían de mí una profesional. Con anterioridad, ninguna mujer había pisado aquel barco, estaban muy orgullosos de contar conmigo entre sus efectivos, sería enriquecedor para todos. Llegué a creerme el discurso, lo necesitaba, así que no resulta extraña la candidez con que abordé mi primer viaje, como si aquello no fuera más que una prolongación de la facultad, aquellos mis compañeros de prácticas, éstos los profesores, aquí un examen, estudiar y aprobar. Me hallaba acodada en la popa viendo desaparecer el puerto de Salitre, tan encogida como mi corazón, cuando se acercó por detrás, sin ser sentido. No era más alto que yo, pero sí más fuerte, musculoso, nervudo. Me preguntó si tenía sed y me ofreció un bote de cerveza helado con una sonrisa cálida. Al ver mis lágrimas, sacó su pañuelo y me lo ofreció con un gesto paternal, parecía también compungido, aquello me conmovió. No era guapo, pero resultaba atractivo, con el cabello tan rubio y aquel brillo, que resultó ser psicótico, en los ojos. Nunca debí dejar que me secara las lágrimas, ni que me pasara la mano por el hombro. Podía [105]
haberle dicho: «No gracias, no me apetece». Pero bebí la maldita cerveza sentada en un rollo de cuerda, mientras él, puesto de pie a mi lado, iba hablando del barco, presentándome a los compañeros, dándome consejos, didáctico, muy profesional. Sin yo pedírselo, se convirtió en mi protector, ante la mirada complacida o complaciente del resto. Yo le hacía constantes preguntas y él no escatimaba las respuestas, realmente me ayudó a entender aquella compleja maquinaria, llevaba navegando desde los catorce años, tenía treinta y cinco. Además su permanente compañía no resultaba agotadora, tampoco encandilante como él pretendía, pero al principio no me molestaba, me halagaba incluso tanta deferencia, la veía hasta normal dado mi triste caso. Plegada sobre mí misma, absorta en mi dolor, me sentía el centro del mundo. No cabe duda de que estaba trastornada. Llegué a creer que éramos amigos, hermanos en la mar. Pero lo que yo interpretaba como camaradería cómplice, relación maestro-alumna, para él era rendición, él me había sonreído y yo había caído rendida a sus pies. Nunca había tenido novia; aunque había conocido a cientos de mujeres todas fueron de pago, menos yo. La travesía era larga, no tenía prisa. Por primera vez jugaba en su terreno, además no se trataba de una prostituta, como todas las que frecuentaba. Podía retrasar el placer lo que durara el viaje, aumentarlo con la captura de la presa, esperar a que cayera en sus brazos. No sé en qué momento ni en qué parte de su cabeza, follar conmigo se convirtió en una obsesión. Hubiera tenido que ser muy hábil, estar más despierta para darme cuenta. O tal vez cada uno ve la realidad que quiere ver, y estábamos los dos tan cegados por la propia que éramos incapaces de imaginar la ajena. Yo le veía asexuado, él me soñaba con el sexo abierto. [106]
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haberle dicho: «No gracias, no me apetece». Pero bebí la maldita cerveza<br />
sentada en un rollo de cuerda, mientras él, puesto de pie a mi lado, iba<br />
hablando del barco, presentándome a los compañeros, dándome consejos,<br />
didáctico, muy profesional.<br />
Sin yo pedírselo, se convirtió en mi protector, ante la mirada complacida<br />
o complaciente del resto. Yo le hacía constantes preguntas y él<br />
no escatimaba las respuestas, realmente me ayudó a entender aquella<br />
compleja maquinaria, llevaba navegando desde los catorce años, tenía<br />
treinta y cinco. Además su permanente compañía no resultaba agotadora,<br />
tampoco encandilante como él pretendía, pero al principio no me<br />
molestaba, me halagaba incluso tanta deferencia, la veía hasta normal<br />
dado mi triste caso. Plegada sobre mí misma, absorta en mi dolor, me<br />
sentía el centro del mundo. No cabe duda de que estaba trastornada. Llegué<br />
a creer que éramos amigos, hermanos en la mar. Pero lo que yo interpretaba<br />
como camaradería cómplice, relación maestro-alumna, para él<br />
era rendición, él me había sonreído y yo había caído rendida a sus pies.<br />
Nunca había tenido novia; aunque había conocido a cientos de mujeres<br />
todas fueron de pago, menos yo. La travesía era larga, no tenía prisa. Por<br />
primera vez jugaba en su terreno, además no se trataba de una prostituta,<br />
como todas las que frecuentaba. Podía retrasar el placer lo que<br />
durara el viaje, aumentarlo con la captura de la presa, esperar a que<br />
cayera en sus brazos. No sé en qué momento ni en qué parte de su<br />
cabeza, follar conmigo se convirtió en una obsesión. Hubiera tenido que<br />
ser muy hábil, estar más despierta para darme cuenta. O tal vez cada uno<br />
ve la realidad que quiere ver, y estábamos los dos tan cegados por la propia<br />
que éramos incapaces de imaginar la ajena. Yo le veía asexuado, él<br />
me soñaba con el sexo abierto.<br />
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