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EL PUÑAL SEVILLANO<br />
Una misma luna plateó las noches en que mi<br />
primo Eduardo y yo entramos en la gestación y en<br />
la existencia. Habían pasado cinco años cuando a<br />
él lo atropelló un carro al tratar <strong>de</strong> cruzar la calle,<br />
frente a la iglesia <strong>de</strong> Buenos Aires, para huir <strong>de</strong>l<br />
ven<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> huevos a quien acababa <strong>de</strong> robarle.<br />
—Eduardo, el <strong>de</strong> Joaquín, está en policlínica —<br />
dijo mi madre—. Se robó unos huevos y, al correr,<br />
se le atravesó a un carro.<br />
En el momento en que ella trajo la noticia, yo<br />
estaba quebrando el queso para el pan <strong>de</strong> la mañana<br />
siguiente. Mientras levantaba la almadana,<br />
imaginé sus manos furtivas en la superficie <strong>de</strong> los<br />
huevos, sentí el nervio <strong>de</strong> su mirada <strong>de</strong> roedor, el<br />
temblor <strong>de</strong> sus piernas, la carrera y la estampida.<br />
Fue así como conocí el pavor y supe que la virtud<br />
<strong>de</strong> mis manos en el trabajo era un refugio contra<br />
la seducción <strong>de</strong> la muerte.<br />
Sobraría <strong>de</strong>cir que Eduardo y yo, ante los <strong>de</strong>más,<br />
crecimos por caminos opuestos. A menudo, mi madre<br />
me hacía una lista <strong>de</strong> sus <strong>de</strong>scalabros para<br />
que me sirvieran <strong>de</strong> escarmiento y así nunca abandonara<br />
el camino <strong>de</strong> lo que ella consi<strong>de</strong>raba el bien.<br />
Del mismo modo, a él le ponían como ejemplo mi<br />
comportamiento para tratar <strong>de</strong> encauzarlo, <strong>de</strong> aliviar<br />
el peso que significaba para ellos su educa-<br />
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