relatos premiados - Ayuntamiento de Albalate de Zorita
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Mientras escribo estas líneas, mi vecina, cuyo nombre me es<br />
<strong>de</strong>sconocido, llega a casa. Me alcanza el sonido <strong>de</strong> la llave en la<br />
cerradura, el imperceptible quejido <strong>de</strong> los goznes, el leve golpeo <strong>de</strong>l cierre<br />
que apenas advierto. Continúo presionando las teclas cuando <strong>de</strong>ja las<br />
llaves sobre el mueble <strong>de</strong>l recibidor, cuando entra en la cocina y abre la<br />
puerta <strong>de</strong>l ten<strong>de</strong><strong>de</strong>ro para que entre el aire <strong>de</strong> la calle, cuando se dirige<br />
al dormitorio para cambiarse <strong>de</strong> ropa. Des<strong>de</strong> que me mudé a este piso<br />
hace dos años, he cruzado con ella unos rápidos, indiferentes saludos. En<br />
el portal, en el <strong>de</strong>scansillo, en la escalera, cruzamos miradas y palabras<br />
esquivas, acaso perece<strong>de</strong>ras. Una vez cambiada <strong>de</strong> ropa, mi vecina<br />
entra en el baño. Tardará en salir, pues le llevará tiempo quitarse el<br />
maquillaje en una ceremonia que ritualiza diariamente ante el espejo. A<br />
pesar <strong>de</strong> vivir puerta con puerta, en pisos únicamente separados por una<br />
fila <strong>de</strong> ladrillos, reconozco no saber nada <strong>de</strong> ella. De esa mujer anónima,<br />
solo puedo traer a la memoria sus trazos más superficiales: unos borrosos<br />
rasgos faciales y un cuerpo <strong>de</strong>lgado <strong>de</strong> poco más <strong>de</strong> cuarenta años,<br />
acaso anguloso, siempre bien vestido. Desconozco que odia el azul; que<br />
viaja al extranjero todos los veranos; que ha a<strong>de</strong>lgazado casi cinco kilos<br />
en siete semanas; que apenas mantiene relación con sus padres; que<br />
hace dos meses que su marido le pidió el divorcio.<br />
Mientras escribo estas líneas, vuelve a la cocina y toma un vaso<br />
ancho que prepara con un par <strong>de</strong> hielos. En el salón, lo colma <strong>de</strong> ginebra;<br />
<strong>de</strong>spués se acerca a la ventana, don<strong>de</strong> permanece varios minutos,<br />
esperando que la bebida se enfríe. Tan indiferente a sus pensamientos<br />
como a su vida, yo continúo redactando, ignorante <strong>de</strong> su sufrimiento.<br />
Nunca sabré que ha avisado en el trabajo <strong>de</strong> que tomaría unos días libres<br />
y así, en ese margen <strong>de</strong> tiempo, po<strong>de</strong>r cortarse la piel <strong>de</strong> su vientre y<br />
meter la mano en su interior para sacar al lobo <strong>de</strong> la angustia que la<br />
ahoga, que la <strong>de</strong>vora por <strong>de</strong>ntro, con <strong>de</strong>ntelladas crueles, sangrientas,<br />
salvajes.<br />
Mientras escribo, <strong>de</strong>cidida vuelve al baño. Apoya el vaso en un<br />
lateral <strong>de</strong>l lavabo y abre la pequeña puerta <strong>de</strong>l mueble. De éste toma un<br />
frasco <strong>de</strong> secobarbital, <strong>de</strong> un plástico oscuro, casi opaco, conseguido<br />
gracias a una vieja amiga que trabaja en una farmacia. Lo abre<br />
lentamente, <strong>de</strong>posita algunas pastillas rojas en su mano temblorosa. Antes<br />
<strong>de</strong> metérselas en la boca, se mira en el espejo y <strong>de</strong>scubre, con tristeza,<br />
que está llorando. Una tras otra, ayudándose <strong>de</strong> la ginebra, traga cada<br />
píldora, consumando una liturgia sagrada y enfermiza, anhelante <strong>de</strong><br />
muerte. Yo la acompaño a apenas unos metros con el sonido apagado<br />
<strong>de</strong> mis teclas formando estas palabras. Nunca sabré que, tras vaciar el<br />
frasco, esperó ante el espejo un tiempo in<strong>de</strong>finido, confuso, hasta que<br />
tuvo miedo <strong>de</strong> acabar su vida sobre las frías baldosas <strong>de</strong>l baño. Por eso,<br />
mientras continúo escribiendo, avanza con pasos torpes, apoyando su