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cuentos tomás vargas osorio - Dirección Cultural UIS - Universidad ...

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CUENTOS<br />

TOMÁS VARGAS<br />

OSORIO<br />

<br />

<br />

<strong>Dirección</strong> <strong>Cultural</strong><br />

<br />

<br />

<br />

Biblioteca Mínima Santandereana


Biblioteca Mínima Santandereana No. 2<br />

Cuentos. Tomás Vargas Osorio<br />

Rector: Jaime Alberto Camacho Pico<br />

Vicerrector Académico: Álvaro Gómez Torrado<br />

Editor:<br />

<strong>Dirección</strong> <strong>Cultural</strong><br />

Luis Álvaro Mejía A.<br />

Comité Editorial<br />

Armando Martínez Garnica<br />

Serafín Martínez González<br />

Luis Alvaro Mejía A.<br />

Impresión y Encuadernación:<br />

División de Publicaciones<br />

ISBN: xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx<br />

<strong>Dirección</strong> <strong>Cultural</strong>. <strong>UIS</strong><br />

divcult@uis.edu.co<br />

Bucaramanga, Octubre del 2008


BIOGRAFÍA<br />

Tomás Vargas Osorio nació en Oiba, departamento<br />

de Santander, el día 23 de octubre de<br />

1908. Fueron sus padres don José Joaquín<br />

Vargas y doña Angélica Osorio de Vargas.<br />

Siendo niño fue llevado al Socorro. A los once<br />

años cumplidos ingresó al Colegio Universitario<br />

del Socorro. En 1926 viajó a Bogotá e<br />

hizo sus primeras publicaciones literarias en<br />

“El Diario Nacional”. Al año siguiente regresó<br />

al Socorro y trabajó en la redacción del periódico<br />

“Vida Nueva”, hasta 1930, año en que<br />

volvió a Bogotá movido por el entusiasmo<br />

político. Interviene en la campaña liberal de<br />

Olaya Herrera.<br />

En 1934 viajó al Ecuador. En 1935 trabajó<br />

en “El Espectador”, de Bogotá. Luego ocupó


importante cargo en la Contraloría General<br />

de la República. En abril de 1936 se hizo<br />

cargo de la dirección de “Vanguardia Liberal”<br />

y al año siguiente fue Diputado a la Asamblea<br />

de Santander por el círculo electoral del Socorro.<br />

En ese mismo año, publicó su primer<br />

libro “Vidas menores”. En agosto de 1939<br />

fundó y dirigió el periódico “El Día”, y es designado<br />

representante a la Cámara.<br />

Por motivos de salud viaja a Bogotá y se vincula<br />

a la redacción de “El Tiempo” donde trabajó<br />

hasta cuando decide regresar a su tierra<br />

nativa. Seis día antes de su muerte, acaecida<br />

en Bucaramanga, el 21 de diciembre de<br />

1941, apenas cumplidos los treinta y tres<br />

años, apareció “La familia de la angustia”,<br />

obra al decir de Roberto García Peña, “en la<br />

cual quedará para la historia de las letras,<br />

a través de su entendimiento de Nietzsche,<br />

de Dostoievski, de Unamuno y de Proust, el<br />

relato de su propia angustia, de su personal<br />

agonía”.<br />

4


INDICE<br />

Lluvia en el campo 7<br />

Hombres 25<br />

La aldea negra 35<br />

Encrucijada 41<br />

Tempestad 51<br />

El enganche 63<br />

5


LLUVIA EN EL CAMPO<br />

Sí, sí, era una franja de luz, ancha, allá,<br />

lejos; pero una luz verdadera, tibia, que se<br />

adhería al cuerpo como una caricia; tal vez<br />

una luz ingenua, inocente, dadivosa, sí, sí,<br />

tras de esas masas de verdor tierno y nuevo,<br />

esmaltado tan liso y tan fresco. Era el sol. Y<br />

era una alegre brisa trotona y mañanera que<br />

mordisqueaba las hojas de los cayenos y las<br />

largas y puntiagudas de los maizales que<br />

empezaban a cuajar. Sobre la cerca de piedra<br />

que rodeaba la casa los gallos, estiraban sus<br />

7


pescuezos presuntuosos y se oían su canto,<br />

penetrante, extenderse por el campo como<br />

una clarinada.<br />

“Una alimentación sana y abundante, y aire,<br />

mucho aire puro”, había dicho el médico. Y<br />

me habían llevado a aquella granja casi<br />

abandonada que mi madre alquilara por diez<br />

pesos al mes. Ahora estaba allí, sobreaguando<br />

en un océano de luz, mirando las copas de<br />

los naranjos ácidos del patio y comparando<br />

su verdor profuso, a trechos claro y nuevo y<br />

a trechos obscuro, según la mudanza de las<br />

hojas. En el aire reventaban como gallardetes<br />

las rojas flores de los cayenos. Más allá de<br />

la cerca de piedra y en un bajonazo había<br />

una mata de bambúes. Entre todo aquello y<br />

detrás de un sotillo de fique, aparecía todas<br />

las mañanas la cabeza greñuda de Manuel.<br />

Sonreía y su rostro ancho se llenaba de<br />

menudas arrugas. Sus dientes brillaban<br />

desiguales y fuertes en aquel rostro atezado<br />

al que los ojos pequeños y maliciosos daban<br />

siempre un aspecto infantil, un poco tonto.<br />

Traía un canasto lleno de frutas que coloreaban<br />

entre frescas hojas de plátano y un jarro de<br />

aluminio lleno de leche.<br />

8


Hola! – le gritaba yo al verlo aparecer con<br />

su cabezota enmarañada y silvestre llena de<br />

gotas del rocío.<br />

Manuel avanzaba a saltitos, ponía sobre una<br />

mesa el canasto y el jarro y se acercaba para<br />

darme la mano.<br />

— Cómo se encuentra hoy el patroncito?<br />

— Tiéntame las orejas — le decía yo —. Están<br />

más calientes que ayer. Lo ves? Ya me estoy<br />

poniendo bueno.<br />

Porque la salud y la vida eran una manchita<br />

rosada que se iba extendiendo, calientita, bajo<br />

la piel de las orejas antes tan pálidas como si<br />

éstas fueran de cera; cada día la manchita se<br />

extendía más y yo sentía mi cuerpo llenarse<br />

de savia; era una sensación voluptuosa,<br />

fina, dulce, experimentar de nuevo cierto<br />

calor recóndito que no era el de la fiebre, ver<br />

cómo se iban azulando las venas y cómo se<br />

desvanecían en las mejillas esas sombras que<br />

hacían el perfil más largo, más blanco, más<br />

extraño. Todos los días me miraba las orejas<br />

en el espejo.<br />

9


Fue Manuel quien me relacionó con<br />

varias familias de campesinos cuando,<br />

sosteniéndome en un bordón, se me permitió<br />

pasear por el campo. La familia de Manuel<br />

vivía a un cuarto de legua de la granja en<br />

una pequeña propiedad. La casa era de<br />

techo de teja como la de todos los pequeños<br />

propietarios rurales; se reducía a un corredor<br />

de tierra apisionada, a una salita obscura y a<br />

dos habitaciones más obscuras todavía por la<br />

falta de ventanas. En el patio un rancho de paja<br />

y bahareque servía de cocina. En el corredor,<br />

sobre la baranda, colgaban los aperos de<br />

labranza, y de un cuerno clavado en la pared<br />

pendía una escopeta y una mochila. En la<br />

sala había cuatro taburetes viejos, con flores<br />

pintadas en la baqueta de los espaldares. Las<br />

paredes estaban adornadas con violetas de<br />

Chinquiquirá, cubiertas de grasa.<br />

— Huuss! —gritaba Feliciana, la madre de<br />

Manuel, para espantar las gallinas del corredor<br />

cuando me veía atravesar el portillo; luégo<br />

corría a darme la mano que primero secaba<br />

en la falda de zaraza que siempre llevaba<br />

muy recogida en la cintura, de manera que<br />

descubría sus pantorrillas gruesas y venosas<br />

10


como las de un hombre. Feliciana era una<br />

mujer de edad, rolliza, y se ponía roja al<br />

hablar. Bajo la blusa de lienzo blanco del país,<br />

con pespunte de sedas rojas, se agitaban los<br />

senos abundosos todavía. Podía, a su edad,<br />

tener hijos y criarlos.<br />

— Todos lo que mi Dios quiera — decía.<br />

El viejo Pedro estaba casi siempre en el corredor<br />

torciendo cabuya en un tornillo, cuando no<br />

iba al potrero a hacer la cura del ganado.<br />

Era un viejo locuaz, nervudo y vigoroso. En<br />

su juventud había sido soldado y de aquella<br />

época solía contar picantes anécdotas.<br />

Un día llegaron unos peones con un ataúd<br />

negro que cargaban sobre dos gruesas varas.<br />

— Quién habrá muerto? — pregunté yo.<br />

Pedro se echó a reír. Fue a abrir el portillo y<br />

ayudó a los peones a colocar el ataúd en el<br />

corredor.<br />

— Nadie. Este es el mío — me contestó.<br />

11


Ayudado por Manuel colgó el ataúd de las<br />

vigas de la sala, después de haber palpado<br />

detenidamente las tapas y de haberse<br />

cerciorado de que el barniz estaba bien seco.<br />

— Ladrones! — exclamó —. Me dijeron que<br />

lo harían de cedro. Que den de beber a los<br />

muchachos y se vayan – agregó.<br />

Después me explicó. Había que estar prevenido<br />

cuando se empezaba a ser viejo, porque la<br />

muerte no avisa. Y es muy distinto morir en la<br />

ciudad a morir en el campo, donde hay tantas<br />

dificultades. Por eso era conveniente tener el<br />

cajón dispuesto para cualquier hora y pagar<br />

por anticipado el diezmo al padrecito. El quería<br />

un entierro con misa cantada y todo. Para eso<br />

había trabajado durante treinta años.<br />

— Pero no es de cedro? — preguntó Feliciana,<br />

verdaderamente consternada.<br />

— Lo mismo da – respondió el viejo —. Y siguió<br />

torciendo su cabuya.<br />

Después de un momento volvió a decir<br />

Feliciana:<br />

12


— Se acuerda de Domingo?<br />

— Si me parece estar oyendo los gritos: “Hoy<br />

por mí, mañana por ti 1 ” Pobre Domingo!<br />

Después de tanto sufrir<br />

— Domingo — me explicó entonces Feliciana —<br />

no tenía para comprar su cajón. Y tuvimos que<br />

llevarlo en una barbacoa. Había que espantar<br />

las moscas con una ramita.<br />

Los domingos iban a la ciudad a oir misa y a<br />

hacer el mercado. Desde la tarde del sábado<br />

habia gran agitación en la casa. Feliciana<br />

extraía de un profundo arcón de madera<br />

con guarniciones de cuero sin curtir, la ropa<br />

del domingo; la camisa blanca de Pedro, los<br />

pantalones nuevos de Manuel, su blusa de<br />

zaraza rosada y sus enaguas de amarillas<br />

cenefas. Aquella ropa olía a humedad y a<br />

hierba de sahumerio que Feliciana echaba en<br />

el arcón. Manuel iba a la labranza y regresaba<br />

con una carga de legumbres para vender en<br />

el mercado. Pedro se recortaba la barba con<br />

unas tijeras y examinaba con cuidado los<br />

1 Hoy por mí, mañana por ti, es un grito con que los campesinos llaman<br />

a sus vecinos cuando alguien muere.<br />

13


viejos aperos de su silla. Luego Feliciana y la<br />

criada Rosenda emprendían en el corral una<br />

activa campaña contra las pollas. “La zarabiá<br />

para el padrecito y la polla amarilla para la<br />

comadre Eudoxia”…<br />

El domingo, ya entrada la noche, regresaban<br />

los campesinos de la ciudad. Casi todos<br />

volvían borrachos, hombres y mujeres.<br />

Algunos entraban a la granja a pedir de beber<br />

y se marchaban luego diciendo “su Dios se<br />

lo pague”. Una vez una campesina ebria se<br />

echó a llorar en el patio desconsoladamente.<br />

Mi madre le preguntó que le sucedía:<br />

— Sumercé — dijo la mujer — lloro de pensar<br />

que este año apenas alcanzó el maíz para<br />

pagar el arriendo y el diezmo del año pasado.<br />

Y el padrecito está furioso y dice que no<br />

acrismará al pequeño si no se le pagan cinco<br />

pesos que se le deben de unas salves, cuando<br />

Remigio se enfermó de la espalda.<br />

El rancho de José quedaba más cercano a la<br />

granja que la casa del viejo Pedro. Levantaba<br />

su cono pajizo sobre el follaje de un platanar<br />

hermoso, cargado de racimos. El rancho se<br />

14


dividía, por medio de un tabique de barro,<br />

en dos compartimentos pequeños; servía<br />

el uno de cocina y el otro de alcoba; en un<br />

rincón había una tinaja ventruda sobre la<br />

cual zumbaban las moscas; en otro, junto al<br />

fogón, había una enorme piedra cóncava para<br />

moler maíz. Andrea, la mujer de José, era una<br />

guapa moza. Sobre todo me gustaba el vaivén<br />

rítmico de su cuerpo cuando destripaba los<br />

granos en la piedra de moler; también solía<br />

cantar cuando iba en busca de agua con si<br />

botijilla a la cadera.<br />

La mala suerte siempre había perseguido a<br />

José. En una ocasión llego a tener un terreno<br />

con unas vacas y un caballo; pero un domingo,<br />

de regreso de la ciudad, en la venta, trabó<br />

pendencia con otro campesino. José le dio<br />

una cuchillada en la cabeza y el terreno, las<br />

vacas y el caballo se vendieron para pagar al<br />

abogado. Pero al salir de la cárcel José sintió<br />

nuevos deseos de trabajar. Conoció a Andrea,<br />

se casaron y se fueron a vivir a una hacienda<br />

como arrendatarios. Trabajando mucho,<br />

ahorrándolo todo, llegaron a reunir al cabo de<br />

tres años el dinero con que habían comprado<br />

aquel rancho y cinco hectáreas de tierra. Todo<br />

15


esto me lo contó Andrea porque José era muy<br />

poco comunicativo. José se emborrachaba<br />

con frecuencia y a veces golpeaba a su mujer.<br />

Al principio ella creía que era pecado “levantar<br />

la mano contra su marido” y aguantaba los<br />

golpes; pero luego lo consultó con el padrecito,<br />

quien le dijo:<br />

— No hija, qué va a ser pecado. Pégale tú<br />

también y así habrá armonía.<br />

Y Andrea zurraba también a José siempre que<br />

podía.<br />

Mi presencia frecuente en el rancho puso un<br />

poco de orden al matrimonio, por lo cual Andrea<br />

me estaba muy agradecida. Sabía preparar<br />

el café que me servía en una vieja taza<br />

desportillada. Cuando ya había anochecido,<br />

me quedaba aún un rato contemplando las brasas<br />

del fogón. Después regresaba a la granja.<br />

Como le referí a Feliciana la manera de vivir de<br />

José y Andrea, Feliciana me dijo, riendo:<br />

— Que quiere sumercé? Para eso es su mujer.<br />

Las campesinas tenemos los huesos duros.<br />

Cuando sean viejos, como el Pedro y yo, se<br />

querrán como dos palomitos…<br />

16


Yo no podía comprender bien esta manera<br />

de tomar las cosas. Esa resignación me<br />

repugnaba. Por qué no habían de vivir de otro<br />

modo? Luchaban con la tierra, con la miseria,<br />

se emborrachaban y nada más. De cuando en<br />

cuando, como diversión, una cuchillada en la<br />

venta, el viaje a la cárcel, el regreso al campo<br />

para encontrarlo todo lo mismo. Y así seguía<br />

la vida, monótona, igual, hasta el fin.<br />

Pedro se mostraba ahora muy preocupado.<br />

Hasta parecía haberse hecho un poco más<br />

viejo. Creo que la causa de esta preocupación<br />

era la hipoteca de su tierra, cuyo plazo vencía<br />

al fin de año. Había ido a la ciudad para hablar<br />

con el Banco pero el banco se había negado<br />

a concederle una prórroga. El viejo andaba<br />

mohino y triste y había empezado a quejarse<br />

de dolores en la cintura. A menudo brillaban<br />

gruesos lagrimones silenciosos en los ojos<br />

de Feliciano. Llovía constantemente desde<br />

hacía algunos días. El camino brillaba, lleno<br />

de baches y lodazales, con reflejos plomizos.<br />

Cortinas de lluvia cubrían los flancos de las<br />

montañas y el cielo estaba siempre lleno<br />

de vapores densos y grises. Los platanares<br />

inclinaban sus anchas hojas. La luz era<br />

17


manchada y vaga, pero de la tierra se alzaban<br />

olores dulces y profundos. Me gustaba<br />

andar por el campo después de la lluvia,<br />

desmenuzando el oro de los barzales y de los<br />

follajes. La tierra se hundía suavemente bajo<br />

mis botas y el viento disolvía la azulada hebra<br />

de humo de los ranchos, que apenas sí podía<br />

alzarse sobre los árboles.<br />

La casa del viejo Pedro se había vuelto triste.<br />

Ya lo era con ese ataúd colgado de las vigas<br />

de la sala; pero ahora parecía que la muerte<br />

rondara por allí cerca, que se aproximara con<br />

la lluvia por los caminos brillantes. Yo llevé<br />

algunos líquidos y pomadas medicinales a<br />

Feliciana para los dolores del viejo. Todo iba<br />

mal para los campesinos, sobre todo para los<br />

propietarios pequeños. Habían tenido que<br />

abandonar sus plantaciones de caña. Los<br />

trapiches estaban arruinados, trabados por<br />

la hierba y la maleza, y nadie pensaba ya en<br />

moler una sola caña. No sabían que hacer los<br />

campesinos. Algunos creían que en la ciudad<br />

podían hacer algo y querían vender sus tierras.<br />

Otros no podían hacerlo por que las tenían<br />

hipotecadas al banco.<br />

18


— Mal tiempo — decían con resignación<br />

Los mozos se marchaban a trabajar en las<br />

obras del gobierno y sólo quedaban los viejos,<br />

las mujeres y los niños. Algunos campesinos<br />

regresaban poco después, enfermos, con<br />

fiebres y casi todos morían. Se les hinchaba el<br />

vientre como un globo y reventaban. Qué iban<br />

a hacer? Se preguntaban. Nada valía nada.<br />

Y en cambio la sal costaba a diez, hasta a<br />

quince centavos la libra. Por la tarde, cuando<br />

llegaban de las labranzas, se emborrachaban.<br />

Un campesino borracho se quedó dormido<br />

a la orilla de un camino y al día siguiente lo<br />

encontraron muerto. Sin duda se había<br />

ahogado con la lluvia de la noche.<br />

Manuel me refería todo esto. El quería hacer<br />

algo para ayudar al viejo y quizás en la ciudad<br />

… Los días se hacían breves, anochecía<br />

muy pronto y yo había empezado también a<br />

preocuparme.<br />

Pensaba en el tiempo. Qué es el tiempo?<br />

Cuándo hace su aparición en nuestra vida?<br />

Para la mayoría de los hombres el tiempo<br />

aparece cuando se va llegando a los treinta<br />

19


años. Entonces empieza a descubrirse<br />

un paisaje diferente, más profundo que<br />

extenso. No son las cosas externas, que viven<br />

independientemente de nuestro propio tiempo<br />

personal, las que constituyen ese paisaje; sino<br />

nuestra alma misma sobre la cual volcamos<br />

una mirada penetrante y angustiosa llena de<br />

perplejidad y de incertidumbre. El adolescente<br />

no conoce su alma. Vive entonces en las cosas,<br />

en una dimensión en que comprendemos que<br />

entre las cosas y nuestra alma existe una<br />

diferencia de duración y que esa diferencia<br />

constituye nuestro porpio tiempo personal. El<br />

tiempo es, ante todo, conciencia. Y conciencia<br />

no solamente de la duración de las cosas, sino<br />

principalmente, de nuestra transitoriedad<br />

inevitable. No conciencia de vivir sino de<br />

morir. Para mí el tiempo apareció demasiado<br />

pronto, a los veinte años, cuando debía<br />

ignorarlo todavía. Cómo fue aquello? Llovía.<br />

Los colores habían desaparecido. Ahora era<br />

un gris profundo, compacto, pesado, sucio.<br />

Tras de la niebla las moles de las montañas<br />

se insinuaban apenas, remotas y sombrías.<br />

Un silencio de muerte agobiaba las cosas y<br />

oprimía el corazón.<br />

20


Me dolían mis veinte años. Empezaba a<br />

descubrir mi alma contra el fondo de aquel<br />

paisaje de invierno. A veces tenía la sensación<br />

de que la tierra se alejaba, lentamente, de que<br />

las montalas se marchaban a otra parte y de<br />

que yo me quedaba solo con mis reflexiones.<br />

Si uno tiene alma tiene que haber Dios. Pero<br />

dónde estaba Dios? Acaso en las cosas se<br />

encontraran señales misteriosas, signos<br />

secretos que indicaran la presencia de Dios,<br />

no de un Dios lejano, sino de un Dios presente<br />

en todas las cosas, inclusive en los hombres,<br />

por que nó?<br />

Pasaban los días fugazmente — por qué ahora<br />

tan fugazmente? — con sus capuchones de<br />

niebla, con su llovizna menuda, persistente.<br />

Caían gruesos goterones de las tejas sobre las<br />

piedras del patio. Yo me quedaba mirándolas.<br />

Aún largo rato después de haber cesado la<br />

lluvia seguían cayendo gotitas de agua, una,<br />

dos, tres, cien, mil … Los barzales, que habían<br />

crecido profusamente, se mostraban entonces<br />

brillantes, constelados; y si el sol aparecía<br />

un momento, entonces, cuánto oro! Daban<br />

deseos de coger esas gotitas de oro en las<br />

manos y tenerlas allí por mucho tiempo. Ya no<br />

21


se podía ver nada a lo lejos; pero en cambio<br />

las cosas próximas crecían, saltaban a los<br />

ojos, con sus colores apagados, inmóviles.<br />

La casa de pedro estaba rodeada de un barrizal.<br />

Desde el portillo hasta el corredor habían<br />

hecho un puente de tablas para poder pasar<br />

sin hundirse en el barro. Las habitaciones estaban<br />

siempre como llenas de humo. El viejo<br />

se quejaba, arrinconado con un ángulo de la<br />

sala, sobándose las piernas adoloridas.<br />

— Esto es el final de todo — me decía.<br />

Era que algo pesaba sobre las almas de todos.<br />

El campo despoblado, mustio, silencioso, bajo<br />

la lluvia; los mozos lejos, trabajando en las<br />

obras del gobierno, para volver un dia con el<br />

cuerpo roído y chupado por la fiebre, el dinero<br />

escaso, pues hasta los grandes propietarios<br />

andaban apurados; todo eso era como una<br />

nube espesa que flotaba sobre los corazones,<br />

oprimiéndolos. Qué importaba que la tierra<br />

fuera buena y que, trabajándola, pudiera<br />

dar hasta dos cosechas de maíz en el año?<br />

se preguntaba el viejo Pedro. Nunca había<br />

conocido él tiempos peores. En el corral, las<br />

22


dos vacas de Feliciana, estaban inmóviles, con<br />

las testuces agachadas, de las narices les salía<br />

un vaho azuloso y tibio; sobre los grandes ojos<br />

los párpados caían pesadamente. Todo aquel<br />

revuelo alegre de antes, ese agitar de plumas<br />

en el aire, ese ajetreo de la cocina y del corral,<br />

había pasado. Todo descansaba, todo dormía<br />

ahora. Había una sensación próxima a la<br />

desolación y sin embargo, si alguien se hubiese<br />

fijado en la tierra, la hubiera contemplado llena<br />

de verdor impetuoso, abundante, vívido, que<br />

ascendía de los barrancos a los follajes, que<br />

se multiplicada en las hojas y en las malezas,<br />

acariciando dulcemente los ojos.<br />

Acompañado por Manuel yo seguía dando mis<br />

paseos por el campo. Manuel se había vuelto<br />

silencioso.<br />

— Es raro — me dijo un día — no se da uno<br />

cuenta de cómo se quiere la tierra.<br />

Algo fermentaba en el alma de Manuel. Sus<br />

ojos estaban siempre sombríos, tristes. Hasta<br />

se le había borrado las arruguitas que se le<br />

hacían alrededor de los ojos cuando reía.<br />

23


No había variación ninguna en el tiempo. Lluvia,<br />

barro, vapores, silencio. Los caminos desiertos<br />

… Pero aquella monotonía empezaba a<br />

serme grata, a invadirme como un sueño. Los<br />

campesinos que sorprendía el agua cerca de<br />

la granja, entraban en ella para guarecerse.<br />

Conversaban entre ellos con un habla lenta,<br />

de su situación, de las penas, del mal tiempo.<br />

Cuando terminaba de llover volvían a marcharse.<br />

Se perdían, se borraban en la atmósfera<br />

pálida y húmeda como pequeñas machitas<br />

fugaces.<br />

Pero un día cesó la lluvia. La vida volvió al<br />

campo. El viejo Pedro se sintió de nuevo como<br />

antes. Una fiebre de trabajo acometió a todos<br />

los campesinos. Las labranzas verdeaban y de<br />

los trapiches antes abandonados empezaban<br />

a elevarse, por los grandes buitrones de ladrillo<br />

rojo, negras columnas de humo. Olía a miel.<br />

Y el sol reía, en el cielo, como un buen viejo de<br />

rostro de plata.<br />

24


HOMBRES<br />

En la barraca de Matías se encontraban al<br />

anochecer, cuando la marea humana que<br />

descendía de las petroleras, sucia de aceite<br />

y de lodo, empezaba a invadir las cantinas y<br />

los burdeles. Matías era un viejo mestizo cuya<br />

procedencia no había podido establecerse.<br />

Llegó a Barranca en busca de trabajo, pero<br />

luego pensó que la vida podía llevarse perfectamente<br />

sin hacer nada. Se le veía pasearse<br />

a la orilla del río, fumando un grueso cigarro<br />

y golpeando la arena con sus botas remenda-<br />

25


das. Se detenía algunas veces a charlar con<br />

los negros de las canoas y con los vendedores<br />

de sábalo, y de noche huroneaba por las cantinas,<br />

rondaba alrededor de las mesas de juego<br />

o simplemente se marchaba a dormir a cualquier<br />

parte. Era de pequeña estatura, adiposo<br />

y afable, y sus ojillos parecían reír, bajo las cejas<br />

rojizas, a todas horas. Pero un día Matías<br />

hizo una barraca. Se le vio entonces trabajar<br />

con ardor desde las seis de la mañana, en la<br />

construcción de su casa de madera. Cuando<br />

estuvo construído colgó de la puertecilla<br />

un aviso que decía en torcidas letras negras.<br />

“CANTINA DE MATÍAS”. Y se dedicó a esperar<br />

tras el mostrador, con su paciencia habitual, a<br />

que alguien llegara.<br />

El primero en llegar era el antioqueño. Luégo<br />

llegaba “Cuba” y el otro, que siempre se hacía<br />

esperar algunos minutos, un hombre alto,<br />

cenceño, que se emborrachaba en silencio y<br />

a quien sus camaradas respetaban un poco<br />

porque nada se asemejaba a ellos. Parecía<br />

de “buena familia”, era blanco, aun cuando su<br />

piel mostraba parches amarillos, y siempre olía<br />

a agua de colonia. Le llamaban simplemente<br />

“El” sin agregar nada a esa lacónica palabra.<br />

26


El antioqueño echaba sobre la mesa la baraja<br />

y Matías servía una botella de ron blanco. Jugaban<br />

y bebían silenciosamente hasta la madrugada<br />

y se marchaban luego, cada cual por<br />

su lado, sin despedirse. “El” solía quedarse a<br />

veces en la barraca jugando solo con las cartas<br />

hasta el amanecer.<br />

El antioqueño y “cuba” trabajaban en los<br />

pozos. Eran robustos a pesar de que algunas<br />

veces tenían fiebre y tiritaban haciendo chocar<br />

sus dientes amarillos de una manera horrible.<br />

Entonces se iban hacia el muelle y se quedaban<br />

mirando el río fijamente, tan fijamente, como<br />

si pensaran que ya jamás podrían salir de<br />

allí. Ellos lo sabían. Nunca podría regresar a<br />

sus casas. Una fuerza misteriosa los retenía<br />

en el puerto como a tantos otros hombres<br />

que habían llegado con la ilusión de hacer<br />

dinero y marcharse después. Todos se habían<br />

quedado y en dos años se habían convertido<br />

en guiñapos humanos. Un demonio habitaba<br />

en el río, un demonio implacable que los<br />

seducía para que sus vidas se perdieran en<br />

aquel infierno de alcohol y de fiebre y no se<br />

rebelaban contra esa invisible presencia que<br />

los encadenaba. A veces pensaban: “por<br />

27


qué no acabar de una vez? Por qué no ir al<br />

encuentro del demonio en el lecho del río?”.<br />

Sobre todo, cuando la fiebre roía las entrañas<br />

pensaban que sería muy dulce ir a tenderse<br />

sobre el barro, allá en el fondo, y oír a lo lejos la<br />

ronca sirena de un barco que se iba. Además,<br />

los ojos sentían a veces necesidad de ver<br />

cosas verdes cubiertas de rocío…<br />

Podía adivinarse claramente –y así lo hacía<br />

Matías – lo que pensaba “Cuba” y el antioqueño.<br />

Pero el pensamiento de “El” era inescrutable.<br />

Tenía un rostro absolutamente inexpresivo, de<br />

rasgos inmóviles. Amaba la vida? La odiaba?<br />

Qué fuerza podría mover su corazón? Jamás<br />

se le escapaba una sola palabra sobre su<br />

pasado y nunca sus camaradas lo interrogaron<br />

sobre él. Era, simplemente, otro hombre. El<br />

nombre no importaba ni por qué estuviera<br />

en el puerto. Al principio a Matías, a “Cuba”<br />

y al antioqueño los impresionó un tanto ese<br />

misterio, pero luego se acostumbraron a él y<br />

no volvieron a hablar entre ellos del asunto.<br />

Un acontecimiento vino a turbar en cierto<br />

modo la tranquilidad de esa vida (porque<br />

después todo sigue lo mismo). Jugaban una<br />

28


noche a las cartas, cuando alguien llamó a<br />

la puerta de la barraca. Matías abrió y en<br />

el círculo de luz que formaba la bombilla vio<br />

destacarse el rostro de una mujer. Matías<br />

reflexionó un instante y luego abrió la puerta<br />

para que la mujer entrara. Entró y dijo que<br />

tenía sed. Matías le sirvío un vaso de cerveza<br />

que la mujer bebió vorazmente, limpiándose<br />

después la espuma de los labios con el dorso<br />

de la mano. Los hombres levantaron la cabeza<br />

para verla. Era joven y sus cabellos castaños<br />

brillaban en la luz con reflejos pálidos. “Cuba”<br />

advirtió, además, que tenía los ojos grandes,<br />

pero no lo dijo. Matías estaba visiblemente<br />

turbado y, al parecer, meditaba en lo que<br />

podía hacerse. Arrojarla a la calle o invitarla a<br />

que se quedase, ambas cosas requerían ser<br />

pensadas. La mujer observó la perplejidad<br />

en el rostro de Matías y dio un paso hacia la<br />

puerta pero se detuvo. Miró a los hombres<br />

atentamente y preguntó a Matías.<br />

— Puedo quedarme?<br />

Matías hizo un movimiento de hombros que<br />

no quería decir nada, pero miró a la mujer<br />

con lástima. Tenia una voz suplicante y altiva<br />

29


al mismo tiempo y parecía rogar y desafiar<br />

cuando dijo si podía quedarse alli. No llevaba<br />

nada, solo su vida, pero ésta no parecía<br />

preocuparla demasiado. Los hombres se<br />

marcharon. Matías le ofreció una esfera a la<br />

mujer, apagó la luz y pasó a su habitación que<br />

tenía una ventana que miraba hacia el río. Las<br />

luces de un barco empezaban a borrarse en<br />

la noche.<br />

La mujer se hizo cargo de la cantina. Los<br />

primeros dias estuvo muy callada, pero se<br />

advertía en ella, en sus movimientos fáciles,<br />

en sus miradas y en el pliegue menos rígido<br />

de sus labios que estaba contenta. Se había<br />

salvado, al menos por algún tiempo, y esta<br />

seguridad le devolvía la juventud y el vigor<br />

y aun cierta belleza. No preguntó a Matías<br />

sobre sus compañeros ni éste le dio tampoco<br />

ninguna explicación sobre la vida de la barraca.<br />

Solamente le dijo que podía quedarse y atender<br />

a la cantina si lo deseaba, lo que la mujer<br />

aceptó. Arregló la casa, lo limpió todo y colocó<br />

unas flores de papel en la mesa en un vaso<br />

roto. Por la noche “Cuba” tomó el farolillo y lo<br />

puso en un rincón, pero “El “ volvió a colocarlo<br />

donde estaba sin decir una sola palabra. La<br />

30


mujer lo observó en silencio y le agradeció<br />

haberlo hecho; el florero se veía bien allí en<br />

la mesa. Al salir, “Cuba” y el antioqueño se<br />

fueron juntos. Anduvieron hacia el río, hombro<br />

a hombro y se echaron bocarriba sobre la<br />

arena, aspiraron fuertemente el aire cálido.<br />

Las estrellas brillaban en el cielo profundo<br />

y se escuchaban dulces rumores, el ruido<br />

del agua, el aleteo de un pájaro, la brisa que<br />

movía las palmas.<br />

— Las estrellas me hacen pensar en mi pueblo<br />

— dijo el antioqueño. Hubo, después, un largo<br />

silencio, al cabo del cual dijo “Cuba”:<br />

— Para quién debe ser la mujer?<br />

— Yo la odio — repuso el antioqueño.<br />

— Pero siempre es una mujer — agregó el<br />

otro.<br />

— Es del viejo. Porque vamos a quitársela?<br />

—No sé, pero me parece que nos falta una<br />

mujer — insistió. “Cuba”<br />

Volvieron al puerto y se separaron llevando<br />

cada uno la sensación de que todo podía<br />

cambiar de un momento a otro. Valía la pena<br />

de que fuera así? Sin embargo de que ambos<br />

31


pensaron en ello, a la noche siguiente, después<br />

de salir de la barraca “Cuba” y el antioqueño<br />

volvieron a charlar sobre el asunto de<br />

la mujer.<br />

— Lo he estado pensando y tú tienes razón —<br />

dijo el antioqueño.<br />

— Qué dirá “El”? – preguntó entonces “Cuba”.<br />

— No dirá nada, como siempre<br />

— Y entre los dos cómo lo decidiremos?<br />

“Cuba” sacó del bolsillo unos dados.<br />

Juguémosla — dijo.<br />

— Está bien — asintió el antioqueño.—<br />

Juguémosla.<br />

“Cuba” arrojó los dados sobre la arena y los<br />

dos se inclinaron sobre ellos para ver lo que<br />

había decidido la suerte.<br />

— Es tuya — dijo el antioqueño.<br />

A la noche siguiente “Cuba” le explicó a<br />

Matías:<br />

— Antioquia y yo nos jugamos anoche la mujer.<br />

Creímos que tú no te opondrías. Eres viejo y<br />

además hay otras mujeres. La he ganado yo.<br />

32


La mujer es mía.<br />

Matías reflexionó o bien aparentó que estaba<br />

pensando en lo que “Cuba” le acababa de<br />

decir. Al cabo preguntó:<br />

— Qué dirá “El”?<br />

— No dirá nada. Nada le importa<br />

— Está bien — dijo Matías.— Llevátela<br />

La mujer estaba oyendo el diálogo de los<br />

hombres y al pretender escapar tropezó con<br />

“El”, que entraba.<br />

— Me han jugado al dado — le dijo-. Salveme!<br />

“El” entró y preguntó:<br />

— Qué quieren hacer con la mujer?<br />

— “Cuba” la ha ganado — repuso el antioqueño—.<br />

Todo es legal.<br />

La mujer temblaba de miedo. Los ojos muy<br />

dilatados y los labios blancos.<br />

— Cómo la han jugado? — volvió a preguntar<br />

“El”<br />

Le explicaron entonces todo. El hombre alto y<br />

blanco se volvió hacia la muchacha:<br />

33


— Es la suerte, vete con él —le dijo.<br />

La mujer echó a correr desesperadamente<br />

sintiendo cómo la arena le mordía los pies en<br />

medio de los dedos y “Cuba” salió tras ella.<br />

Los otros se sentaron alrededor de la mesa y<br />

echaron la baraja. Matías sirvió la botella de<br />

ron y murmuró:<br />

— Yo que estaba tan contento con la muchacha.<br />

Así es la vida. Qué vamos a hacer.<br />

La muchacha corría, faltándole el aliento.<br />

Detrás de ella escuchaba las ágiles zancadas<br />

de “Cuba” y casi sentía sobre su nuca la<br />

caliente respiración del hombre. Hizo un<br />

esfuerzo más y llegó a la orilla. El hombre la<br />

alcanzaba. La mujer se volvió hacia él y al verlo<br />

agigantado monstruosamente en la sombra,<br />

tuvo un miedo horrible. Estaba al borde del<br />

barranco y saltó. “Cuba” se detuvo, acezando,<br />

y se quedó mirando fijamente las aguas al<br />

pie del barranco unos instantes. Al principio<br />

creyó oír un ligero chapoteo, pero luégo, nada.<br />

Regreso a la barraca, despacio, todo el cuerpo<br />

adolorido como si le hubieran dado palos.<br />

Nadie le preguntó nada. Tomó una copa, se<br />

enjugó los labios y pidió las cartas.<br />

34


LA ALDEA NEGRA<br />

Todos los días el agua subía un poco. Por las<br />

noches los hombres y mujeres de la aldea la<br />

oían rugir como una bestia hambrienta. De<br />

día tenían aún el consuelo de ver la selva<br />

protectora extenderse a sus espaldas y arriba,<br />

sobre la cresta de la ola, brillar el sol como<br />

un extraño pez oblicuo; pero cuando bajaba<br />

la noche y todo se confundía en una masa<br />

negra, entonces el río roncaba más fuerte.<br />

Las canoas cabeceaban sobre el fango fétido<br />

y grandes pájaros volaban asustados hacia el<br />

35


interior por sobre la jungla, confundiéndose<br />

en la distancia ocre con las hojas errantes.<br />

Había momentos de un silencio pavoroso. La<br />

selva, siempre salvaje y terrible, se callaba de<br />

pronto y hasta las mismas aguas enmudecían.<br />

Aquellos pobres pescadores de sábalo, negros<br />

y mulatos todos, sentían renacer sus temores<br />

ancestrales. Lejos, muy lejos, estaba Puerto<br />

Wilches y más lejos todavía Gamarra. Allí<br />

había cómo defenderse del río, había ron para<br />

calentar los estómgos, café y tabaco. miraban<br />

al cielo; estaba a veces tan azul que parecía<br />

verano, pero no había que engañarse. Las<br />

aguas seguían creciendo, arrastraban grandes<br />

troncos de hobos derribados, islotes de juncos<br />

donde las garzas se detenían un instante y<br />

todo eso bajaba velozmente y desaparecía.<br />

En el segundo día de inundación los hombres<br />

vieron bajar una vaca que luchaba contra<br />

la corriente. No se le veía sino el hocico<br />

desesperadamente levantado hacia fuera y los<br />

cuernos donde se habían engarzado algunos<br />

hierbajos. De noche llovía implacablemente y<br />

la selva se inundaba de pantanos de los cuales<br />

se alzaba al amanecer una niebla espesa.<br />

36


Después de la inundación vendría la fiebre.<br />

Los niños empezaban a toser y morían. Los<br />

hombres se ponían amarillos, huesudos, y se<br />

les dilataban las órbitas de los ojos. Algunos<br />

se hinchaban y morían también y los dientes<br />

blancos quedaban brillando al sol. Era horrible<br />

aquello pero en la aldea ya todos estaban<br />

acostumbrados a estos males. Enterraban<br />

los muertos, se emborrachaban y danzaban<br />

durante tres noches y luego todo seguía<br />

lo mismo. Alguna vez un barco de carga<br />

arrimaba al barranco para proveerse de leña,<br />

les dejaba ron, tabaco negro y algunos pesos.<br />

Oían hablar de Barranquilla, del mar, de otras<br />

ciudades que para ellos eran cosas fabulosas.<br />

Cómo serían? Luego el barco seguía su rumbo<br />

y todos se agolpaban en la orilla para ver la<br />

estela de olas que dejaba la rueda.<br />

Este año el invierno era más violento que el de<br />

los anteriores. Ya no se podía pescar y como<br />

el huracán había descuajado los platanares<br />

el hambre empezaba a aullar en los vientres<br />

como un perro furioso. Si, al menos pasara<br />

un barco que les dejara al fiado algunas<br />

provisiones. Pero los barcos pasaban de largo<br />

37


por la orilla opuesta. Ramos se aventuró en<br />

su canoa y esperó el paso de un barco. En<br />

vano hizo señas para que se detuviera y tuvo<br />

que regresar a la aldea sin una onza de sal.<br />

Luégo vendría la fiebre.<br />

El agua subió e inundó las chozas. Al octavo<br />

día, el río seguía subiendo y las covachas se<br />

derrumbaron. Ahora ya no les quedaba otro<br />

refugio que la selva llena de pantanos. Nubes<br />

de mosquitos obscurecían el aire, mordían la<br />

carne y chupaban la poca sangre que había<br />

en las venas, inoculando la fiebre, regando la<br />

muerte. Cada año, con la inundación venía la<br />

muerte y escogía unos cuantos de la aldea.<br />

Los descarnaba primero hasta dejarles la<br />

piel obscura adherida al esqueleto, arrugada,<br />

colgante en el vientre: luego los ponía<br />

amarillos como la barriga de las tortugas<br />

que dormían en los mángles y por último les<br />

abría las quijadas para que con los dientes<br />

blancos quedaran brillando al sol en una risa<br />

esmaltada y siniestra. A la muerte le gustaban<br />

estos dientes de los negros, blancos y fuertes<br />

y todos los años venían a verlos reír en una<br />

risa interminable, brillante e inmóvil.<br />

38


Un día el agua empezó a descender. El cielo<br />

se ponía azul y por la noche brillaban las<br />

estrellas como arenas de oro, pero nadie<br />

podía verlas porque la fiebre había venido. Ya<br />

estaba aquí la fiebre! En vano eran verdes y<br />

frescas las grandes hojas de los hobos y de<br />

los nogales; en vano aleteaban los barcos por<br />

esta orilla con sus grandes ruedas de madera<br />

haciendo brillante espuma; ya había llegado<br />

la fiebre. Hombres y mujeres, acurrucados<br />

sobre el barranco temblaban como tiemblan<br />

los peces en el fondo del río; sus grandes<br />

dientes blancos chocaban unos contra otros<br />

y ni siquiera se quejaban. Solo Ramos, que<br />

era joven y fuerte, iba y venia en su canoa<br />

cargada de sábalos cuyas aletas fulguraban al<br />

sol como una fantástica pedrería. Por la tarde<br />

ayudaba a cavar las sepulturas de los que ya<br />

habían muerto o de los que iban a morir, y por<br />

la noche se emborrachaba completamente.<br />

Al fin atracó un barco. Era un rápido barco<br />

de pasajeros que subía de Barranquilla con<br />

unos turistas. Algunos saltaron a tierra, todos<br />

impecablemente vestidos de blanco y con<br />

gafas verdes. Uno de la marinería le preguntó<br />

39


a Ramos que fue a ofrecer un sábalo a la<br />

cocina:<br />

— Qué tal la inundación este año?<br />

— Mu mala — repuso el mulato.<br />

— Y el paludismo?<br />

Ramos señaló la aldea desierta y empantanada.<br />

Un turista tomó una fotografía y regresó a<br />

bordo. Después el barco se puso en marcha<br />

y Ramos se quedó mirando la sucia moneda<br />

de veinte centavos que tenía en la palma de<br />

la mano. Se la echó al bolsillo y entró en su<br />

choza; luego volvió a salir mascando un bocado<br />

de tabaco, desamarró su canoa y de un solo<br />

impulso tomó rumbo. Quería emborracharse<br />

en compañía de alguien y navegaría hasta<br />

Gamarra, río abajo, cien kilómetros. Volvióse<br />

para ver la aldea y vio que todos los negros<br />

agolpados en la orilla reían extrañamente con<br />

sus grandes dientes blancos. Eran verdes<br />

las hojas, el cielo azul y el río se deslizaba sin<br />

prisa, como cansado, hacia el mar.<br />

40


ENCRUCIJADA<br />

El río era una bestia devoradora de hombres.<br />

El viejo Tchen lo había pensado muchas veces.<br />

Siempre estaba hambrienta, al acecho de vidas<br />

nuevas que engullir. Y esas vidas llegaban<br />

de todas partes, en oleadas abigarradas y<br />

sucesivas. Unas llegaban por la carretera en<br />

destartalados y casi deshechos camiones de<br />

carga, otras por el mismo río en toda clase<br />

de barcos; y se las veía llegar y desaparecer<br />

luego en aquel mundo ardiente donde el aire<br />

abrasaba como una llama. Tchen, desde<br />

41


su llegada a Barranca, había adquirido la<br />

costumbre de distraerse adivinando el destino<br />

de aquellas infortunadas vidas. Ya estuviera<br />

en su negocio de ropa blanca o anduviera<br />

por el puerto, al atardecer, cuando la brisa<br />

refrescaba un poco, Tchen escrutaba atenta<br />

y minuciosamente como se analizan las<br />

larvas de los laboratorios, los rostros nuevos<br />

que encontraba; y descifraba el destino de<br />

esas vidas con una claridad sorprendente<br />

que al principio le pruducía a él mismo cierta<br />

zozobra interior. Una vez, ya no recordaba<br />

cuándo, había visto pasar frente a su ropería<br />

una muchacha desconocida; no tenía nada<br />

de particular, pero Tchen sintió un vago y<br />

frio estremecimiento y pensó: “la muerte va<br />

detrás de esa muchacha”. Y al día siguiente la<br />

habían encontrado muerta misteriosamente<br />

en el muelle. Esa fue la primera vez; luego<br />

siguieron otras muchas ocasiones y el viejo<br />

Tchen se acostumbró a ello hasta el punto<br />

de que al fin llegó a constituir para el una<br />

diversión y una especie de agradable ejercicio<br />

mental.<br />

Cuando sonaba la sirena de un vapor Tchen<br />

bajaba apresuradamente al puerto para<br />

42


observar las personas que desembarcaban,<br />

o bien se iba a la estación de autos para<br />

estudiar a las gentes que llegaban por la<br />

carretera. Nunca se equivoca. Rostros,<br />

rostros, rostros … El viejo Tchen llevaba en su<br />

memoria una estadística trágica de rostros<br />

que había visto una sola vez y luego habían<br />

desaparecido para siempre. El río los devora<br />

inexorablemente. En qué consistía ese poder<br />

misterioso de la bestia? Tchen mismo lo había<br />

sentido enroscado en torno a su voluntad.<br />

Todos los sentían, pero nadie hubiera podido<br />

decir exactamente que era aquella fuerza<br />

extraña que los retenía para siempre allí, junto<br />

al río mientras el río los devoraba.<br />

Estaba el viejo Tchen pensando en todo esto,<br />

cuando oyó, un poco lejos, la sirena de un<br />

barco que se acercaba al puerto. Dejó su<br />

tienda y según su costumbre bajo al muelle. En<br />

el muelle había la agitación de todos los días.<br />

Unas canoas se balanceaban suavemente<br />

cargadas de plátanos y las escamas doradas<br />

de un pez brillaban al sol. El río se arrastraba<br />

tranquilo, sucio y venía a lamer el lodo de la<br />

orilla con su ancha lengua de agua turbia.<br />

Abajo, por sobre la floresta tupida e inmóvil,<br />

43


se elevaba el humo negro del barco. Tchen<br />

se sentó sobre un haz de madera que había<br />

junto a un pontón y esperó pacientemente a<br />

que llegara el barco, fumando un cigarrillo.<br />

El único pasajero descendió al muelle. Era<br />

un hombre alto, joven de sólidas espaldas y<br />

largos brazos vigorosos. Tchen se aproximó<br />

a él mientras el pasajero cruzaba el muelle<br />

a largos pasos, pero cosa extraña! no pudo<br />

descifrar su destino. En vano le escrutó los<br />

ojos, que es donde el destino de los hombres<br />

se refleja con mayor precisión e intensidad;<br />

los tenía pardos y cálidos, abiertos a las cosas<br />

sin asombro ni recelo, pero el destino no<br />

asomaba en ellos, no podía vérsele como a<br />

los otros que lo llevaban cifrado de cualquier<br />

modo en las pupilas. Tchen se estremeció un<br />

tanto. Era aquel su primer fracaso. Ya en su<br />

tienda, mientras afuera el sol restallaba con<br />

fuerza como un látigo y hacía crujir la madera<br />

creosotada de las casas, Tchen pensaba:<br />

sería suficientemente poderoso aquel hombre<br />

para luchar contra la bestia hambrienta? Qué<br />

cantidad de vida, qué aura de victoria en torno<br />

suyo! Andaba a largos pasos y la goma de<br />

sus botas amarillas quedaba profundamente<br />

44


impresa en la arena; el sol brillaba en sus<br />

abundantes cabellos castaños provocando en<br />

ellos un resplandor de minúsculos incendios y<br />

el viento se entretenía en abombar su camisa<br />

de seda blanca. Qué hombre se decía Tchen,<br />

cada vez más pensativo.<br />

Por la noche fue a la estación de autos. No había<br />

nadie. Esperó, sin embargo, con la paciencia<br />

habitual hasta que al fin, echando humo como<br />

un condenado y crujiendo espantosamente la<br />

carrocería, llegó un camión con una carga de<br />

cemento. El chofer apagó el motor, saltó por<br />

la portezuela y golpeó fuertemente uno de sus<br />

lados:<br />

— Eh, ya llegamos! — gritó.<br />

Por la parte de atrás bajó una mujer. Dio<br />

algunos pasos vacilantes como si todavía la<br />

dominara el sueño y de un pequeño bolso<br />

sacó un billete que alargó al chofer.<br />

—Lo convenido — dijo<br />

El chofer escupió y se metió el billete en el<br />

bolsillo. La mujer miró a todos lados como<br />

45


si quisiera orientarse y de pronto sus ojos se<br />

fijaron en Tchen. Tuvo al principio miedo —<br />

Tchen lo advirtió claramente — pero luégo se<br />

dirigió a él para preguntarle:<br />

— Quisiera indicarme un hotel? Que no sea<br />

muy caro...<br />

Tchen hizo una reverencia y él mismo la guió,<br />

a través de las calles bulliciosas, llenas de<br />

obreros de las petroleras, que olían a sudor,<br />

a barro y a aceite. La muchacha era blanca<br />

y tenía las mejillas hundidas como si hubiera<br />

tenido fiebre o hambre. Llevaba en la mano<br />

un saquillo de viaje, excesivamente pequeño,<br />

y los cabellos de un castaño bastante claro<br />

le caían sobre los hombros, revueltos y<br />

sucios de polvo. Cuando se despidió Tchen<br />

en la puente del hotelillo con una sonrisa<br />

desvaída, Tchen pensó: “Esa muchacha trae<br />

la muerte a Barranca. Para quién?”. Y de<br />

pronto tuvo un sobre salto: “Para el hombre<br />

joven que había llegado ese mismo día? Pero<br />

por qué? Sí, sí, no le cabía duda. Esta vez no<br />

experimentó ninguna satisfacción. Empezó<br />

a caminar maquinalmente por las calles. Es<br />

46


posible evadirse al destino? Pensaba. Quizás,<br />

quizás estuviera equivocado. Hacía un calor<br />

sofocante y el ruido que vomitaban los bares<br />

hería, punzaba la noche. La muchacha tenía<br />

los ojos extrañamente claros, verdosos, como<br />

dos algas; y las manos, nerviosas, largas,<br />

pálidas, como extrañas raíces.<br />

Tchen se detuvo frente a un bar. Allí sentado a<br />

una de las mesas, frente a una botella de cerveza,<br />

vio al hombre joven cuyo destino creía<br />

haber descifrado ya. Tchen se aproximó a él.<br />

Quería hablarle, prevenirlo contra el peligro<br />

desconocido que se cernía sobre él en giros<br />

cada vez mas bajos y envolventes.<br />

— Me permite? — le dijo con humildad tomando<br />

asiento a la misma mesa.<br />

El hombre clavó en Tchen sus ojos tranquilos.<br />

— Usted me tomará por loco o por borracho.<br />

Sin embargo, lo que voy a decirle le interesa,<br />

le interesa a usted. Usted corre un grave<br />

peligro.<br />

47


— Yo? Siempre lo estoy corriendo. Qué quiere<br />

usted?— se encogió de hombros y levantó el<br />

vaso.<br />

— Pero esta vez — dijo Tchen — se trata de un<br />

peligro de muerte.<br />

— No me parece a mí lo mismo — dijo el<br />

hombre clavando en Tchen otra vez sus ojos<br />

tranquilos.<br />

— Esta usted seguro? — pregunto Tchen.<br />

— Amigo, la muerte no quiere nada conmigo<br />

por ahora. Se lo aseguro.<br />

Tchen se levantó, se despidió con una<br />

reverencia y salió afuera. Anduvo un poco al<br />

azar, meditando, sintiendo que una extraña<br />

angustia se apoderaba de su espíritu, a menudo<br />

tan tranquilo. No corría la más ligera brisa y de<br />

la tierra arenosa se alzaba un vaho caliente.<br />

De pronto Tchen vio un bulto que avanzaba<br />

en la misma dirección suya, pero algunos<br />

pasos más allá, hacia el muelle. Lo siguió<br />

apresurando el paso sin llegar a emparejarse<br />

con la sombra. Sí, era ella, la mujer que había<br />

llegado hacia una hora. Ahora no llevaba<br />

nada en la mano y andaba resueltamente en<br />

dirección al río. A poco Tchen sintió algunos<br />

pasos, acompasados y duros, que lo seguían.<br />

48


Volvióse para ver y era el hombre joven que<br />

había salido también del bar y caminaba detrás<br />

de él. Su camisa blanca flotaba precisamente<br />

en la media sombra de la calle que se iba<br />

haciendo cada vez más obscura. Tchen siguió<br />

detrás de la muchacha sin dejar de volver<br />

los ojos de cuando en cuando. Por qué iba<br />

la muchacha tan apresuradamente hacia el<br />

río? Y por qué el hombre joven seguía en la<br />

misma dirección? Era el destino. El hombre<br />

se detuvo, ya a pocos pasos del muelle, y<br />

retrocedió como si algo se le hubiera olvidado.<br />

En la sombra se percibían las moles de dos<br />

barcos de carga, la mujer había llegado a la<br />

orilla en aquel instante y permaneció inmóvil<br />

algunos segundos. La luna azulaba el agua<br />

y arriba, en el cielo pálido, brillaban algunas<br />

estrellas. Repentinamente la muchacha tomó<br />

impulso y se arrojó al río.<br />

— Hola! — gritó Tchen, despavorido. Y contra<br />

su conciencia, sin poder evitarlo, se lanzó al<br />

agua para salvar a la muchacha.<br />

Cuando Tchen volvió a sacar la cabeza, por<br />

última vez, estaba muy lejos de la orilla. Sentía<br />

que una rápida parálisis se extendía por sus<br />

49


azos y sus piernas y que un agudo y sordo<br />

zumbido le horadaba los oídos. La sirena de<br />

un barco! Intentó gritar y no pudo. Iba hacia<br />

abajo, cada vez más hacia abajo, sobre las<br />

fauces hambrientas del río. Un pequeño bulto<br />

blanco — la camisa blanca del hombre joven —<br />

se advertía en la obscuridad del muelle, y los<br />

ojos de Tchen fue lo último que vieron.<br />

50


TEMPESTAD<br />

El viento era bajo y húmedo y sin embargo el<br />

aire quemaba como una plancha de acero<br />

ardiente sobre la carne. La mujer se acercó al<br />

embarcadero. Sus ojos miraban fijamente el<br />

río que chapoteaba con un gruñido sordo entre<br />

las canoas vacilantes y contra el barranco<br />

negruzco y deleznable de la orilla. Troncos<br />

hinchados y podridos se amontonaban en la<br />

resaca y se balanceaban pesadamente medio<br />

sumergidos en una espuma amarillenta y<br />

fétida. Más allá el río se irisaba en un alegre<br />

51


juego de colores. Parecía, a veces, que las<br />

aguas se hicieran sólidas, duras, bajo el sol<br />

que caía sobre ellas en sesgos dorados. La<br />

lancha cabeceaba ya con el motor encendido<br />

lista a partir en seguida. Las espaldas<br />

desnudas del práctico, encorvadas, brillaban<br />

de sudor con ese brillo mineral que tiene la<br />

piel de los mulatos. Se irguió y miró a la mujer<br />

con rencor. Ella advirtió la mirada del hombre<br />

y tuvo deseos de volverse, pero algo, la última<br />

esperanza, la hizo quedarse allí. Esa lancha<br />

significaba para ella el último recurso. Bajó<br />

los ojos y esperó.<br />

Sobre la arena se oían las pisadas lentas<br />

del único pasajero que iba a llevar la lancha.<br />

Avanzaba despacio hacia el embarcadero con<br />

la cabeza desnuda. El viento le englobaba<br />

la camisa de seda y el pantalón de franela<br />

gris. Era de mediana estatura, de espaldas<br />

cargadas, de cuello grueso pero que tenía sin<br />

embargo cierta finura de líneas. La mujer no<br />

pudo ver otra cosa que las anchas espaldas y<br />

el cuello vigoroso. Otra vez tuvo miedo y pensó<br />

alejarse; pero allí se iba a decidir su vida. Su<br />

vida! por poco que valiera, siempre era algo<br />

precioso para ella, algo que quería conservar,<br />

52


que no quería dejar allí entre aquellas sucias<br />

canoas y esos troncos podridos de la resaca.<br />

Se aproximó al pasajero, al que conocía<br />

vagamente por haberlo visto algunas veces en<br />

la cantina del antioqueño bebiendo grandes<br />

cantidades de ron sin emborracharse, y le<br />

lanzó la súplica.<br />

— Lléveme.<br />

El se volvió con cierta brusquedad y la<br />

reconoció,<br />

— Tú eres la que echan de aquí? — le dijo.<br />

El práctico argumentó entonces:<br />

— Tiene mal ojo, patrón. No la lleve. Pasará<br />

alguna desgracia.<br />

— Cállate tú, negro! — le ordenó el pasajero.<br />

La mujer observó entonces que no tendría más<br />

de treinta años aunque la barba le obscurecía<br />

un poco el rostro, haciéndolo aparecer más<br />

viejo. Pero había que mirarle los cabellos y<br />

sobre todo la nuca dorada para convencerse<br />

de que era joven.<br />

— A dónde quieres ir? — le preguntó a la<br />

mujer<br />

— A Barranca. Le pagaré algo. Tengo cinco<br />

pesos...<br />

53


El hombre guardó silencio unos instantes. La<br />

mujer a bordo de la lancha, de noche, no era<br />

una cosa que le halagara. Le dijo:<br />

— Probablemente el tiempo se pondrá malo y<br />

tú sabes lo que es el río.<br />

— No me importa. Sólo quiero salir de aquí —<br />

repuso ella.<br />

El volvió a meditar unos segundos durante los<br />

cuales la mujer temblaba toda como sacudida<br />

por un intenso calofrío. El patrón observó la<br />

lancha, pequeñita, tan reducida que apenas<br />

había sitio para dos personas, para él y para el<br />

práctico. Saltó a la lancha y ordenó al mulato:<br />

— Vámonos:<br />

La mujer extendió involuntariamente las<br />

manos haciendo al mismo tiempo un ademán<br />

de lanzarse al río.<br />

— Espera! — volvió a ordenar el patrón — y<br />

volviéndose a la mujer le dijo con una voz<br />

áspera y casi colérica: Suba!<br />

La mujer subió y procuró encogerse todo lo<br />

que le fue posible a no quitarle sitio al patrón<br />

que ya se había sentado sobre unos cajones y<br />

54


encendía un cigarrillo. Era allí un montoncillo<br />

de carne y de tela sucia, nada más que eso,<br />

una cosa que podría flotar sobre el río, corriente<br />

abajo, algún día. Lentamente la lancha salió<br />

del embarcadero y tomó rumbo. El viento<br />

soplaba, frío y fuerte; grandes bandadas de<br />

pájaros volaban hacia la selva; una canoa<br />

se deslizaba velozmente cortando el agua<br />

hacia la orilla. Cuando la lancha se alejó<br />

unos centenares de metros del puertecillo, el<br />

patrón sacó de una pequeña maleta de cuero<br />

el revólver y se lo ciñó a la cintura; luego se<br />

quedó mirando el río y fumando... La mujer<br />

seguía sintiendo miedo. Ahora era la soledad,<br />

esas grandes playas de arena, la selva, el<br />

crepúsculo. La lancha era tan pequeña y<br />

estaba tan cargada! Su pobre carne seguía<br />

tiritando a pesar del calor sofocante que se<br />

alzaba del río como una fiebre. Veía cómo la<br />

camisa de seda del patrón se iba empapando<br />

rápidamente aun cuando él pareciera<br />

insensible. También ahora las espaldas del<br />

mulato brillaban menos, a medida que la luz<br />

se iba debilitando; dentro de pocos minutos<br />

el práctico no sería sino un bulto más negro,<br />

a proa. La noche lo eliminaba y sólo quedaba<br />

el blanco, con sus cabellos alborotados por la<br />

55


isa, ligeramente inclinado hacia adelante,<br />

apoyando los codos en los muslos; visto así<br />

daba la sensación de que iba a saltar sobre<br />

algo de un momento a otro.<br />

El agua embestía a la lancha, la golpeaba<br />

por los costados y la hacia bailar como una<br />

cáscara. Luces azufradas empezaban a rayar<br />

el horizonte, allá lejos, y se escuchaba el<br />

distante tableteo del trueno.<br />

— María, pórtate bien, dijo el patrón dando una<br />

fuerte palmada de los costados de la lancha. Y<br />

volvió a quedar silencioso.<br />

La mujer empezaba a tranquilizarse al ver<br />

que ni el patrón ni el práctico hacían caso de<br />

ella, ni siquiera el mulato! La habían echado<br />

como un perro. No servía ya para nada, ni<br />

siquiera para calmar la brutalidad de los<br />

negros borrachos y el desprecio extendía<br />

alrededor suyo una protección más eficaz<br />

que la fuerza misma. No se revelaba contra<br />

ese desprecio, como sucedía al principio.<br />

Entonces luchaba, peleaba, y al ver que todo<br />

era inútil se emborrachaba hasta perder la<br />

cabeza; pero ahora era distinto. Aquí, en el río,<br />

experimentaba una sensación de libertad que<br />

56


era casi agradable. Si no fuera por el hambre<br />

que le roía las entrañas estos momentos<br />

hubieran sido los más felices de su vida.<br />

Se hacía rápidamente la noche. El patrón<br />

encendió una lámpara de gasolina que<br />

extendió un círculo de luz verdosa, pero volvió<br />

a apagarla en seguida. La orilla opuesta ya<br />

no se advertía en la sombra. El viento silbaba<br />

ahora y las embestidas del agua eran más<br />

fuertes. La mujer se esforzaba por mirar algo,<br />

por calcular la anchura del río, pero todo era<br />

obscuro, impenetrable, sin límites. Sólo se<br />

veía la brasa del cigarrillo del patrón que se<br />

encendía y se apagaba intermitentemente. De<br />

cuando en cuando a la luz de un relámpago<br />

podía verse el río, más ancho, sin orillas,<br />

negro y misterioso. Si el patrón dijera una<br />

sola palabra! pero su silencio hacía más<br />

honda la noche, aproximaba más el peligro<br />

de la tempestad. Todo era un inmenso círculo<br />

negro apretándose alrededor de la lancha, de<br />

su cabeza sudorosa, de su cintura adolorida.<br />

Había perdido la noción del tiempo. Cuántas<br />

horas llevaba en la lancha? No se veían las<br />

luces de ningún puerto, nada, en aquella<br />

inmensidad negra. Si el patrón pronunciara<br />

57


una sola palabra! volvió a desear la mujer. El<br />

silencio gravitaba con una pesadumbre física,<br />

abrumadora y aplastante y ella sentía que no<br />

podía soportar más aquello. Era como si se<br />

hinchara la garganta. Habían empezado a<br />

caer gruesas gotas de agua y el viento seguía<br />

silbando sobre las cabezas de todos con su<br />

silbido extraño y agorero; se escuchaba más<br />

cerca el tableteo del trueno y de pronto el<br />

cielo se rasgaba, crujiendo como una tela<br />

que se rompe. El patrón volvió a encender<br />

la lámpara. La lancha tenía su instalación<br />

para luz eléctrica pero debido a alguna causa<br />

que la mujer no comprendía el patrón no<br />

quiso utilizarla. A la luz verdosa vio cómo la<br />

camisa de seda se ceñía al busto del patrón,<br />

dibujándose los músculos amplios y la curva<br />

de los riñones que descansaban sólidamente<br />

sobre la cintura. La empuñadura del revólver<br />

fulguraba más abajo.<br />

La mujer, azotada por la lluvia, se encogió<br />

todavía más. Sin embargo, la luz de la lámpara<br />

era un consuelo para ella y fijó sus ojos en la<br />

llama amarilla que se retorcía dentro de su<br />

oblonga cárcel de vidrio. Se apretó el vientre<br />

con ambas manos y permaneció así largo rato.<br />

58


De pronto el patrón dijo:<br />

— Ya entramos en el huracán.<br />

Fué como si se hubiera hecho una luz en el<br />

alma de la mujer. Sonrió, pero el patrón no vio<br />

su sonrisa. Sacó del fondo de la lancha una<br />

botella de ron, se la llevó a los labios, trasegó<br />

un poco, se la alargó al práctico y luego a la<br />

mujer. Esta bebió también un poco. Hubiera<br />

querido decir algo pero no pudo. Además, para<br />

qué? Quién iba a escuchar sus palabras? Pero<br />

llevaba en el alma la luz que habían abierto<br />

las palabras del patrón aunque sabía que<br />

no fueron dirigidas a ella, acaso ni al mulato<br />

mismo, sino a la noche, al viento, al río que<br />

se encabritaba como un potro salvaje debajo<br />

de la lancha. En ese instante una descarga<br />

eléctrica desgajó un árbol. Se escuchó el<br />

ruido que éste hacía al desplomarse herido de<br />

muerte, allí, a muy poca distancia. La mujer<br />

se estremeció, su alma volvió a obscurecerse<br />

y el presentimiento de la muerte la anegó el<br />

corazón como una agua negra... Sin embargo<br />

tenía aún fuerzas para pensar y pensaba<br />

si “él” (así lo llamaba mentalmente), si “él”<br />

también tendría miedo. Sería horrible morir<br />

sin saber nada de él y también sin que él<br />

59


supiera nada de ella. La lancha saltaba sobre<br />

el oleaje y como navegaba contra la corriente<br />

no se podía calcular si avanzaba mucho.<br />

De pronto ella sintió un vehemente deseo<br />

de contar su vida al patrón. De decirle cómo<br />

durante dos años había errado a lo largo<br />

del río. Al principio le había ido bien y hasta<br />

viajaba gratis en los barcos. Pero eso había<br />

durado poco, muy poco tiempo. También<br />

quería decirle cómo era su pueblo. Era lindo<br />

su pueblo con su torre blanca, en la montaña.<br />

Pero el patrón estaba vuelto de espaldas,<br />

inmóvil con el cigarrillo pendiente de los labios.<br />

Inmóvil y agazapado. Sí, sería horrible morir<br />

sin pronunciar una sola palabra. No tendría<br />

recuerdos el patrón, no tendría un lindo pueblo<br />

como ella y por eso se desprendía de él esa<br />

sensación de frialdad más cruel, más profunda<br />

que la de la noche y la tempestad. Al menos la<br />

tempestad hacía ruido, un ruido pavoroso en<br />

la selva le debía estar erizada, debatiéndose<br />

con el viento. Era tan fuerte el viento que ella<br />

lo sentía ceñido a su cuerpo como una garra,<br />

destrozándola. Le parecía haber oído aullar<br />

un perro; el patrón se irguió y pegó el oído a<br />

la tiniebla; luégo volvió a recobrar su postura<br />

60


habitual, encorvado hacia adelante como si<br />

fuera a saltar y otra vez el silencio, el silencio<br />

que emanaba del hombre como una muerte y<br />

que la traspasaba toda, volvió a agobiarla con<br />

su horrible sensación física. No pudo más. Se<br />

le quemaba la garganta y se le arrasaban los<br />

ojos. Hundió la cabeza entre los hombros y<br />

sollozó.<br />

Cuando volvió a erguir la cabeza -cuánto tiempo<br />

había permanecido con ella hundida entre<br />

los hombros? – oyó que el patrón hablaba.<br />

Sería precio arrimar a la orilla y esperar a que<br />

calmara la tormenta o a que amaneciese.<br />

Cuánta felicidad inundó su pobre alma, su<br />

alma miserable llevada y traída tantas veces<br />

por la vida. Se sentía otra mujer, se sentía libre<br />

de sus culpas, de sus remordimientos de sus<br />

vergüenzas, como si de pronto se le hubiera<br />

cicatrizado la herida sangrante e inmunda<br />

que le abrieran los hombres. Otra vez virgen!<br />

Sí, eso era lo que sentía la mujer después<br />

de haber llorado, después de haber oído las<br />

pocas palabras del patrón. Se durmió, al fin,<br />

oyendo cómo el mulato saltaba a tierra para<br />

amarrar la lancha.<br />

61


Cuando amaneció el río estaba tranquilo, el<br />

cielo era azul concreto, y algunas bandadas de<br />

garzas volaban lentamente en línea recta, sobre<br />

los juncales. En la orilla el práctico preparaba<br />

café. También saltó ella y se acercó al fuego. El<br />

patrón le puso una mano en la espalda, luego<br />

la levantó y la atrajo bruscamente; ella le dejó<br />

hacer, asombrada; pero ahora no había en los<br />

ojos de “él” ninguna dureza, ningún desprecio,<br />

ninguna humillación: la miraba con unos ojos<br />

puros y apacibles, limpios, como de niño. Lo<br />

oyó decir:<br />

— No sé qué diablos te ha pasado, pero hoy<br />

estás distinta. — La estrechó más fuertemente<br />

contra su pecho, la rodeó con un brazo la<br />

cintura y la besó en los labios.<br />

62


EL ENGANCHE<br />

Aquella llanura rojiza estaba llena de dédalos<br />

de agua sombría y quieta, de pantanos y<br />

ciénagas sobre los cuales se extendía una<br />

vegetación espesa de juncos y anchas hojas<br />

flotantes. La selva de manglares se alejaba<br />

hacia el sur, confundiéndose con la barrera<br />

de fuego del horizonte. Por el otro flanco de la<br />

llanura el Lebrija se arrastraba entre médanos<br />

de fulgurante arena.<br />

63


Allí, casi en mitad del llano, se alzaban las toldas<br />

del cam pamento, grises y sucias, formando<br />

un círculo estrecho. Cerca se oía el estampido<br />

intermitente de la dinamita y allá, en el límite<br />

de la selva, golpeaban las hachas. Había que<br />

ir hacia el río, tendiendo rieles a través de las<br />

maniguas y de los pantanos donde la tierra<br />

acechaba, implacable y certera. Hacia el río!<br />

La dinamita hacía saltar las rocas de sus<br />

grandes alvéolos, las hachas se abrían paso a<br />

través del manglar y los hombres caían uno a<br />

uno, en aquella llanura ardiente y fatídica. La<br />

muerte llegó a no tener ninguna importancia.<br />

Moría un hombre, se le daba sepultura a la<br />

orilla de la vía y se colocaba encima una<br />

cruz de ramas. Eso era todo. Casi todos los<br />

hombres estaban enfermos y la quinina no era<br />

suficiente. Por la noche, el campamento se<br />

iluminaba con lámparas de kerosén y algunas<br />

veces se hacían hogueras para ahuyentar el<br />

tigre y las culebras. A la lumbre verdosa de<br />

las lámparas, pendientes en las puertas de<br />

las toldas de lona, los rostros de los hombres<br />

adquirían contornos espectrales.<br />

Los hombres empezaban a emborracharse,<br />

mezclando la qui nina con el aguardiente,<br />

64


desde la hora en que dejaban los trabajos. De<br />

cuando en cuando se oían disparos de revólver<br />

en la noche pero nadie se preocupaba por ello;<br />

y alguna vez un trabajador aparecía muerto de<br />

un tiro en la cabeza o de una cuchillada en<br />

el vientre. Todo eso entraba dentro de la vida<br />

normal del campamento y a nadie le parecía<br />

una cosa extraña.<br />

Había que ir hacia el río. Todavía estaba lejos,<br />

a muchos kilómetros de distancia, a través de<br />

la selva. Cuando un enganche de trabajadores<br />

se agotaba por el paludismo, por las úlceras<br />

o por las mordeduras de serpientes, venía<br />

otro y seguía adelante. Ahora, precisamente,<br />

se estaba esperando en el campamento<br />

un enganche nuevo. Sólo había unos veinte<br />

hombres del anterior, a los cuales se les<br />

podía contar los huesos bajo la piel amarilla<br />

y reseca. Eran los veteranos de aquella guerra<br />

a muerte contra la manigua. Sabían que no se<br />

debía beber el agua de las ciénagas; que para<br />

extraer el veneno de la mordedura de una<br />

culebra se aplicaba un lancetazo profundo<br />

a la parte afectada y luego se chupaba la<br />

sangre; dónde podían encontrarse los huevos<br />

de tortuga, en los médanos del Lebrija<br />

65


Se reunieron todos en la cocina que era un<br />

barracón de madera con techo de zinc para<br />

esperar el nuevo enganche.<br />

— Vendrán muchos? — preguntó uno de los<br />

hombres.<br />

— Como siempre, ochenta o cien — dijo otro,<br />

el más viejo de todos, que estaba sentado a<br />

la puerta y fumaba un grueso tabaco negro —.<br />

Al fin y al cabo, lo mismo da que sean muchos<br />

o pocos.<br />

— Si vinieran mujeres! — dijo otro — . Siempre<br />

estoy pensando en la Rosa aquella de Puerto<br />

Santos. Te acordás, Antonio, de la Rosa?<br />

— Oí decir que la semana pasada los “fríos”<br />

la habían hecho estirar la pata- respondió el<br />

viejo.<br />

Hubo un momento de silencio. Se oía el croar<br />

de los sapos en los pantanos.<br />

— A mí me gusta la hembra esa. Qué carajo,<br />

aquí todo se vuelve pura m...<br />

El hombre de la puerta gruñó pero no dijo<br />

nada. Echaba espesas bocanadas de humo<br />

para ahuyentar los voraces mos quitos. La<br />

66


noche se hacía cerrada, tupida, como un<br />

follaje negro. Se oyeron unos disparos y luego<br />

voces de hombres que llegaban.<br />

— El enganche — dijo uno de los de la cocina.<br />

— Quién hay aquí? — gritó una voz desde<br />

fuera.<br />

El viejo Antonio sin abandonar su posición,<br />

contestó:<br />

— Los estábamos esperando. Cuántos son?<br />

— Sesenta. Los otros no alcanzaron a llegar y<br />

se quedaron en Puerto Santos.<br />

— Les toca acomodarse de diez en cada<br />

barracón. No hay más que diez barracones.<br />

Traen aguardiente?<br />

El hombre que hablaba desde fuera se<br />

aproximó y Antonio pudo verle el rostro a la luz<br />

del kerosén. Era joven, demasiado joven.<br />

— Aguardiente, tabaco y quinina — dijo —. En<br />

el campamento de los ingenieros nos dieron<br />

todo esto.<br />

Los hombres se acomodaron como pudieron<br />

en los estrechos barracones, de tablas mal<br />

condicionadas. Los mosquitos zum baban<br />

67


como cuerdas desapacibles y se escuchaba<br />

también, a cierta distancia, el rumor misterioso<br />

y confuso que tienen los bosques tropicales<br />

en la noche. Al día siguiente les dieron las<br />

herramientas y les fijaron las secciones. Unos<br />

fueron a la sección de taladros, otros a la<br />

sección de desmonte y unos pocos quedaron<br />

para el acarreo de maderas y tierra y para el<br />

sostenimiento de la línea. Cuando los hombres,<br />

ya instruídos por los jefes de cuadrillas, fueron<br />

al barracón de la cocina a recibir su café<br />

negro, Antonio le preguntó al muchacho que<br />

había llegado la noche anterior:<br />

— A qué sección te pasaron?<br />

— A la de taladros — dijo el otro.<br />

— Menos mal. Cómo te llamas?<br />

— Juan, Juan Vergara. Y tú?<br />

— Antonio. Yo me llamo Antonio. También estoy<br />

en la sección de taladros.<br />

Echaron a andar, en silencio. Antonio tenía<br />

los brazos delgados como bejucos secos y las<br />

venas le formaban gruesas nudazones.<br />

— Qué tal se pasa aquí? — preguntó Juan.<br />

— Regular — dijo Antonio. Por la noche se bebe<br />

68


aguardiente con quinina, se juega al naipe. Lo<br />

que hacen falta son mujeres.<br />

— Y los “fríos” agarran duro?<br />

— Mira esas cruces. Cuántas hay?<br />

Juan se puso a contarlas. Una, dos, tres,<br />

cuatro... había más de doce cruces entre los<br />

matorrales.<br />

— Por supuesto que no todos esos han muerto<br />

de fiebres — dijo Antonio.<br />

A algunos los picaron las “coscojas”. Ves<br />

aquella cruz, a la izquierda? A ese le pegaron<br />

un tiro y no se sabe quién...<br />

Guardaron un poco de silencio. Al fin Antonio<br />

le preguntó a Juan, que andaba detrás de él:<br />

— Por qué te enganchaste?<br />

— Los jornales son buenos. Y por conocer<br />

— respondió Juan.<br />

Llegaron al campamento de los ingenieros.<br />

Rústicas casitas de madera barnizadas de<br />

verde o de rojo. Las puertas y las ventanas<br />

estaban cubiertas de anjeo para que los<br />

mosquitos no pudieran penetrar al interior.<br />

Se oía el ruido de una máquina de escribir.<br />

69


Frente a una de las casas había un pradecillo<br />

y una pluma de agua saltaba alegremente<br />

sobre aquel pedacito de tierra verde y fresca.<br />

Se dirigieron al almacén en busca de los<br />

barrenos, de la dinamita y de la mecha.<br />

— Qué bien se estará aquí! — dijo Antonio, con<br />

envidia.<br />

— Sí, qué bien! Todo está limpio y huele a<br />

petróleo. A mí me gusta el olor a petróleo.<br />

La fiebre empezó a visitar el nuevo enganche.<br />

Sobre todo, los hombres de la sección de<br />

desmontes enfermaron pronto. Empezaron a<br />

ponerse amarillos y a enflaquecer y muy pronto<br />

hubo necesidad de cavar nuevas tumbas a la<br />

orilla de la vía. Por la noche, hacinados en los<br />

barracones, tiritaban de una manera horrible<br />

y se creería oír el crujido de sus huesos.<br />

Deliraban y cuando volvían en sí pedían agua.<br />

El agua era gruesa y tibia y no calmaba la sed.<br />

No más en el barracón de Antonio y de Juan<br />

había cinco enfermos. Los otros jugaban al<br />

naipe y bebían aguardiente con quinina. A<br />

veces les daban a los enfermos un poco de sus<br />

botellas. Cada tres días venía un enfermero,<br />

daba una vuelta por las barracas y preguntaba<br />

invariablemente:<br />

70


— Cuántos murieron ayer? —. Y volvía a<br />

marcharse.<br />

Antonio ya no experimentaba ninguna sensación,<br />

ni de piedad ni de miedo. Hacía mucho<br />

tiempo, tres meses por lo menos, que estaba<br />

en aquel campamento. Le habían dado las<br />

fiebres pero se había salvado, aun cuando todavía<br />

de cuando en cuando le volvían los calofríos.<br />

Tres meses en aquel mundo maldito<br />

eran mucho tiempo, el suficiente para endurecer<br />

como una piedra las entrañas. Pero Juan<br />

empezaba a tener miedo. Era joven y no quería<br />

morir como los otros. Ni siquiera los enterraban<br />

en un ataúd, sino que los echaban en<br />

el hoyo tal como habían quedado. Era horrible<br />

ver desaparecer lentamente un cadáver bajo<br />

la tierra, cómo se iba hundiendo, perdiendo<br />

para siempre, la cabeza, el pecho, las piernas,<br />

una mano, bajo las paletadas. A veces una<br />

mano se quedaba todavía sola, por unos instantes,<br />

amarilla y huesuda, asomando entre la<br />

tierra.<br />

Y hora estaba allí, encogido como un ovillo de<br />

nervios, bajo los primeros golpes de la fiebre.<br />

A su izquierda estaba tendido el reinoso, que<br />

sollozaba recordando s u tierra distante; a la<br />

71


derecha estaba un mulato de alguna edad, que<br />

tosía constantemente con una tos cavernosa<br />

y seca. Los demás estaban en los trabajo y<br />

sólo llegarían por la noche. Las horas eran<br />

largas, y por entre las rendijas de las tablas<br />

se podía ver el sol, un sol que penetraba en<br />

todas partes ardiéndolo todo, consumiendo la<br />

vida de los tallos y de las hierbas que se iban<br />

secando con un chirrido agudo y dolorido. El<br />

día era interminable, el día de fuego abrasador<br />

y terrible.<br />

— Maldita sea! — dijo el tísico, incorporándose<br />

un poco y dirigiéndose al reinoso,—. Estás<br />

berreando ahí como una mujer.<br />

— Toma un trago — le dio Juan, largándole su<br />

botella.<br />

— Quiero agua — dijo el reinoso, con voz<br />

ahilada, casi inaudible.<br />

Juan salió afuera, arrastrándose, y sacó del<br />

depósito con una totuma un poco de aquella<br />

agua tibia y espesa. El reinoso la apuró con<br />

ansiedad, jadeando horriblemente; luego dejó<br />

caer la cabeza y no volvió a sollozar.<br />

Antonio le había dicho a Juan:<br />

72


— Tú eres de los que no mueren así no más. Ya<br />

verás que te aguantas esta tanda de “fríos” y<br />

muchas otras. El todo está en acostumbrarse<br />

como yo. Los dos tenemos que llegar hasta el<br />

río.<br />

El enfermero llegó al caer de la tarde, los<br />

examinó rápidamente y preguntó:<br />

— Tomaron la dosis de quinina? Ese — dijo<br />

señalando al reinoso — no necesitará más.<br />

El hombre se incorporó trabajosamente. — Voy<br />

a mo-rir-me? — preguntó.<br />

El enfermero salió apresuradamente de la<br />

barraca.<br />

— Qué te vas a morir! — le dijo Juan —. Es una<br />

pendejada del boticario. Qué sabe ese!<br />

Hubo un largo silencio. Por entre las rendijas<br />

de la barraca ya no se veía el sol. Las<br />

ranas empezaban a croar en las ciénagas.<br />

Regresaban grandes bandadas de pájaros a<br />

los manglares y el cielo se iba haciendo de<br />

un azul añil, profundo... Era la hora en que<br />

los hombres recordaban. El reinoso sacó de<br />

debajo de la almohada una cosa que extendió<br />

73


ante sus ojos. Era una camisa amarilla con<br />

bordados en todas partes.<br />

— Bonita, no? — dijo —. Esos bordados los<br />

hizo mamá. Ella creía que aquí ya podía ganar<br />

mucho dinero para comprar luego allá, en<br />

Duitama, un pedazo de tierra.<br />

— Por qué no te la pones? — le dijo Juan.<br />

— La tenía para cuando fuera a Bucaramanga.<br />

Pero voy a a ponérmela.<br />

Juan fue el primero en darse cuenta, al día<br />

siguiente, de que el reinoso había muerto. El<br />

cadáver estaba ya frío y rígido.<br />

-— Quién va a hacer el hoyo? — preguntó Antonio<br />

—. Y hay que dar cuenta a los ingenieros.<br />

— Yo — dijo el tísico —. Después a alguien le<br />

tocará abrir el mío.<br />

— Allá, en aquella lomita — indicó Antonio —.<br />

Ese va a ser el nuevo cementerio<br />

El tísico tomó una pala y se fue a su oficio. Juan<br />

se quedó con el cadáver, le cubrió el rostro<br />

con un pañuelo para que no lo pateasen las<br />

moscas y lo colocó sobre unas varas cruzadas,<br />

atándolo con piola. Después de un rato el<br />

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tísico vino y entre él y Juan lo transportaron<br />

al hoyo donde debía ser enterrado; lo<br />

hicieron descender cuidadosamente y luego<br />

empezaron a cubrirlo con tierra. La camisa<br />

amarilla con sus bordados fue desapareciendo<br />

rápidamente.<br />

— Cómo se llamaba? — preguntó el mulato.<br />

— No sé — dijo Juan —. Era de por allá de<br />

Duitama.<br />

Cortaron unas ramas y las clavaron sobre la<br />

tumba a manera de cruz y después regresaron<br />

a la barraca.<br />

Un nuevo enganche, otro y otro... Toda la<br />

llanura estaba ya llena de cruces, pero al fin<br />

llegó la primera locomotora, bufando como un<br />

demonio, hacia el río. En la plataforma iban<br />

Antonio y Juan, que ahora se dirigían a las<br />

petroleras en busca de trabajo.<br />

— Mira, aquella cruz es la del reinoso — dijo<br />

Juan.<br />

— Y esa otra la del tísico — repuso Antonio.<br />

Guardaron un momento de silencio. Quizás recordaban<br />

aque llos días terribles de lucha contra<br />

la selva y contra la fiebre. Cuántos hombres<br />

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habían perecido? Los viejos barracones del<br />

campamento estaban invadidos por la maleza<br />

y las maderas estaban podridas. Las cruces<br />

apenas sí se levantaban sobre los matorrales.<br />

El tren trepidaba, se sacudía, se bamboleaba<br />

a un lado y otro. Al fin se vio una sinuosa línea<br />

brillante, un dilatado espacio claro y azul.<br />

— El río! — dijo Antonio —. No te dije, Juan, que<br />

tú y yo teníamos que llegar hasta el río?<br />

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