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<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />
SI TOMAS MI MANO, HIJO MÍO<br />
Mort Castle<br />
La fama no sólo es una diosa esquiva, sino también prescindible cuando se tiene una esposa como<br />
la de Mort Castle. Jane es una poetisa hermosa y dotada de talento. Eso quizá explique por qué, a diferencia<br />
de <strong>otros</strong>, el afable Castle no busca la celebridad.<br />
Pero a un amigo y antólogo de la Writer's Digest School le parece ridículo tener que repetir una y<br />
otra vez que Mort Castle es uno de los mejores escritores de terror con los que contamos. Al leer sus<br />
novelas Diakka y The Strangers, o su memorable «And of Gideon» en la antología Nukes (Maclay,<br />
1986) el lector comprobará que no hay quien pueda lograr mejores caracterizaciones.<br />
He tenido ocasión de verle enseñar a jóvenes escritores que el lector conocerá dentro de pocos<br />
años. Jamás me había encontrado con un grupo de adolescentes que atendiese con tanto arrobo a alguien<br />
que es dos palmos más bajo y claramente menos andrógino que sus ídolos habituales. Castle es<br />
un maestro. Pero no debemos permitirle que olvide que, además, es escritor. A continuación se ofrece<br />
una prueba.<br />
–...Johnny...<br />
***<br />
Oyó (¿o creyó oír?) la voz; creyó reconocerla (¿su viejo? No, ni hablar...) y volvió a perder su<br />
asidero y quedó flotando (aunque yaciera en una cama de cuidados intensivos). Podía ver (a pesar<br />
de tener los ojos cerrados, aunque se encontraba por debajo del nivel de conciencia) un círculo de<br />
luz incolora y serena que le hacía señas.<br />
Sabía que era la Muerte...<br />
Y tenía miedo.<br />
Aunque no creas o no sabes si crees, creces, oyes todo tipo de cosas: el cielo con el benévolo<br />
Gran Jefe siempre sonriéndote mientras tú vives en una perpetua pausa para el café, y el infierno<br />
con el Diablo traspasándote el alma a un millón de grados... O tal vez nada, simplemente nada, ni<br />
siquiera ¡a negrura, el polvo vuelve al polvo...<br />
Él temía a la muerte.<br />
De manera que declaró (en silencio): ¡Estoy vivo!<br />
La verde línea montañosa del electrocardiograma probaba que vivía. Podía observarla (verla, de<br />
un modo que no era exactamente como ver, pero no por eso menos verdadero que la vista misma).<br />
Los médicos (los había «oído») dijeron que había alguna esperanza, que su estado era crítico, pero<br />
estable.<br />
Flotando, regresó a la vida...<br />
Y al dolor, el dolor representado por un cuerpo en ruinas, lleno de tubos de plástico que, gota a<br />
gota, iban suministrándole líquidos o extrayéndoselos, el (Santo cielo, ¿todavía sigo gritando?) dolor<br />
que le indicaba, sin lugar a dudas, que estaba vivo, el dolor que lo abotargaba con un lastre pesado<br />
y punzante, un dolor ancla que le aferraba la vida.<br />
Aunque, pensándolo bien, esa vida no fuera nada del otro mundo.<br />
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