Horror 7- Stephen King y otros

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13.05.2013 Views

Stephen King y Otros Horror 7 vuelto a verla? Si nunca hubiera escuchado sus palabras de despedida, habría sido capaz de autoconvencerse de que ella había sido víctima de la broma de un amigo. Ahora ya no podía conseguirlo de un modo tan sencillo. Sin ganas de hacer nada, Kensey se dejó caer en el suelo poco a poco, como una gelatina viscosa sacada de un tarro. Consciente de lo que él mismo diría si descubriera a uno de sus pacientes en una postura encogida y autista como aquélla, Kensey apoyó el rostro contra las rodillas y, con esfuerzo, logró tragar, aunque tenía la boca reseca. No le importaba lo que él hubiera dicho. Ni le importaba tampoco lo que hubiera dicho «alguien». Quería ser pequeño, insignificante. Y era pequeño, pero con la pequeñez de la impotencia ante un reto implacable que lo había elegido. Sabía que tenía que hacer algo. De lo contrario, alguien, «que no supiese lo que él sabía», daría de alta a Onya y entonces... ¿Pero qué podía él hacer? La junta de revisión jamás aprobaría una reclusión permanente. ¡Además, ella podía huir! No le quedaba ninguna alternativa. ¡Tendría que matarla! Pero ¿cómo? Lo más sensato sería una inyección. Una burbuja de aire en una vena. Nadie se enteraría. ¡Debía hacerlo! Si no actuaba, sería responsable de la destrucción de la humanidad. ¡No podía cargar con ese peso! La cuestión era actuar con rapidez, incluso si con ello se perdían algunos productos del progreso o la comodidad que Onya habría podido producir si seguía viva. Kensey tenía que resignarse a eso, igual que se había resignado a vivir con la posibilidad de haber matado a una paciente que sólo sufría de alucinaciones. Kensey lanzó una mirada furtiva al vestíbulo. Nadie. Se palpó el bolsillo. La jeringuilla estaba allí. Avanzó con rapidez, sin hacer ruido. Los pasillos aparecían en silencio. Nadie en el mostrador. Introdujo la llave en la cerradura de la puerta que conducía al ala donde Onya estaba internada. De repente, el doctor recordó sus últimas palabras. «Edipo» ¿Qué habría querido decir? ¿Intentaba confundirle? ¿Impedir que él triunfara y ella fracasara? Negó con la cabeza e intentó analizar el pensamiento. ¡Debía actuar! ¡Al instante! Antes de que el valor le faltara. Antes de que llevase a cabo lo que ella esperaba. No pudo evitar el pensamiento de que, si no hacía algo, podía significar que él jamás había sido una parte importante de la misión de Onya. A menos que no haciendo nada la ayudase a cumplir con su objetivo. Kensey comenzó a sentir como si estuviera tratando de separar el hidrógeno del oxígeno en una molécula de agua. No lograba asirse con firmeza a su propia percepción de las cosas. Débil, como de costumbre; como toda la vida, como siempre. Inspiró profundamente y abrió la puerta despacio...; pero sus heroicas intenciones se esfumaron con el eco de la risa burlona de Onya. Estaba allí dentro, en la habitación. –Lo esperaba, doctor Kensey. Él permaneció en el mismo lugar incapaz de moverse. Onya le sostuvo la mirada por un momento, con una expresión desdeñosa y de aprobación a la vez. Luego, se deslizó por su lado, con paso medido, como una novia que caminara hacia el altar. Sus ojos de araña se posaron en él por un momento, paralizándolo y atrayéndolo hacia su tela. El doctor se sometió débilmente cuando ella, provocadora, le pasó los largos dedos por el rostro y le susurró: –Sólo puedes hacer lo único que «eres capaz» de hacer. Se alejó pasillo adelante, y Kensey hizo lo único que era capaz de hacer. Nada. 92

Stephen King y Otros Horror 7 SI TOMAS MI MANO, HIJO MÍO Mort Castle La fama no sólo es una diosa esquiva, sino también prescindible cuando se tiene una esposa como la de Mort Castle. Jane es una poetisa hermosa y dotada de talento. Eso quizá explique por qué, a diferencia de otros, el afable Castle no busca la celebridad. Pero a un amigo y antólogo de la Writer's Digest School le parece ridículo tener que repetir una y otra vez que Mort Castle es uno de los mejores escritores de terror con los que contamos. Al leer sus novelas Diakka y The Strangers, o su memorable «And of Gideon» en la antología Nukes (Maclay, 1986) el lector comprobará que no hay quien pueda lograr mejores caracterizaciones. He tenido ocasión de verle enseñar a jóvenes escritores que el lector conocerá dentro de pocos años. Jamás me había encontrado con un grupo de adolescentes que atendiese con tanto arrobo a alguien que es dos palmos más bajo y claramente menos andrógino que sus ídolos habituales. Castle es un maestro. Pero no debemos permitirle que olvide que, además, es escritor. A continuación se ofrece una prueba. –...Johnny... *** Oyó (¿o creyó oír?) la voz; creyó reconocerla (¿su viejo? No, ni hablar...) y volvió a perder su asidero y quedó flotando (aunque yaciera en una cama de cuidados intensivos). Podía ver (a pesar de tener los ojos cerrados, aunque se encontraba por debajo del nivel de conciencia) un círculo de luz incolora y serena que le hacía señas. Sabía que era la Muerte... Y tenía miedo. Aunque no creas o no sabes si crees, creces, oyes todo tipo de cosas: el cielo con el benévolo Gran Jefe siempre sonriéndote mientras tú vives en una perpetua pausa para el café, y el infierno con el Diablo traspasándote el alma a un millón de grados... O tal vez nada, simplemente nada, ni siquiera ¡a negrura, el polvo vuelve al polvo... Él temía a la muerte. De manera que declaró (en silencio): ¡Estoy vivo! La verde línea montañosa del electrocardiograma probaba que vivía. Podía observarla (verla, de un modo que no era exactamente como ver, pero no por eso menos verdadero que la vista misma). Los médicos (los había «oído») dijeron que había alguna esperanza, que su estado era crítico, pero estable. Flotando, regresó a la vida... Y al dolor, el dolor representado por un cuerpo en ruinas, lleno de tubos de plástico que, gota a gota, iban suministrándole líquidos o extrayéndoselos, el (Santo cielo, ¿todavía sigo gritando?) dolor que le indicaba, sin lugar a dudas, que estaba vivo, el dolor que lo abotargaba con un lastre pesado y punzante, un dolor ancla que le aferraba la vida. Aunque, pensándolo bien, esa vida no fuera nada del otro mundo. 93

<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />

vuelto a verla? Si nunca hubiera escuchado sus palabras de despedida, habría sido capaz de autoconvencerse<br />

de que ella había sido víctima de la broma de un amigo. Ahora ya no podía conseguirlo<br />

de un modo tan sencillo.<br />

Sin ganas de hacer nada, Kensey se dejó caer en el suelo poco a poco, como una gelatina viscosa<br />

sacada de un tarro. Consciente de lo que él mismo diría si descubriera a uno de sus pacientes en una<br />

postura encogida y autista como aquélla, Kensey apoyó el rostro contra las rodillas y, con esfuerzo,<br />

logró tragar, aunque tenía la boca reseca. No le importaba lo que él hubiera dicho. Ni le importaba<br />

tampoco lo que hubiera dicho «alguien».<br />

Quería ser pequeño, insignificante. Y era pequeño, pero con la pequeñez de la impotencia ante<br />

un reto implacable que lo había elegido. Sabía que tenía que hacer algo. De lo contrario, alguien,<br />

«que no supiese lo que él sabía», daría de alta a Onya y entonces...<br />

¿Pero qué podía él hacer? La junta de revisión jamás aprobaría una reclusión permanente.<br />

¡Además, ella podía huir! No le quedaba ninguna alternativa. ¡Tendría que matarla! Pero ¿cómo?<br />

Lo más sensato sería una inyección. Una burbuja de aire en una vena. Nadie se enteraría. ¡Debía<br />

hacerlo! Si no actuaba, sería responsable de la destrucción de la humanidad. ¡No podía cargar con<br />

ese peso! La cuestión era actuar con rapidez, incluso si con ello se perdían algunos productos del<br />

progreso o la comodidad que Onya habría podido producir si seguía viva. Kensey tenía que resignarse<br />

a eso, igual que se había resignado a vivir con la posibilidad de haber matado a una paciente<br />

que sólo sufría de alucinaciones.<br />

Kensey lanzó una mirada furtiva al vestíbulo. Nadie. Se palpó el bolsillo. La jeringuilla estaba<br />

allí. Avanzó con rapidez, sin hacer ruido. Los pasillos aparecían en silencio. Nadie en el mostrador.<br />

Introdujo la llave en la cerradura de la puerta que conducía al ala donde Onya estaba internada.<br />

De repente, el doctor recordó sus últimas palabras. «Edipo» ¿Qué habría querido decir? ¿Intentaba<br />

confundirle? ¿Impedir que él triunfara y ella fracasara? Negó con la cabeza e intentó analizar el<br />

pensamiento. ¡Debía actuar! ¡Al instante! Antes de que el valor le faltara. Antes de que llevase a<br />

cabo lo que ella esperaba. No pudo evitar el pensamiento de que, si no hacía algo, podía significar<br />

que él jamás había sido una parte importante de la misión de Onya. A menos que no haciendo nada<br />

la ayudase a cumplir con su objetivo. Kensey comenzó a sentir como si estuviera tratando de separar<br />

el hidrógeno del oxígeno en una molécula de agua. No lograba asirse con firmeza a su propia<br />

percepción de las cosas. Débil, como de costumbre; como toda la vida, como siempre.<br />

Inspiró profundamente y abrió la puerta despacio...; pero sus heroicas intenciones se esfumaron<br />

con el eco de la risa burlona de Onya. Estaba allí dentro, en la habitación.<br />

–Lo esperaba, doctor Kensey.<br />

Él permaneció en el mismo lugar incapaz de moverse. Onya le sostuvo la mirada por un momento,<br />

con una expresión desdeñosa y de aprobación a la vez. Luego, se deslizó por su lado, con paso<br />

medido, como una novia que caminara hacia el altar. Sus ojos de araña se posaron en él por un momento,<br />

paralizándolo y atrayéndolo hacia su tela. El doctor se sometió débilmente cuando ella, provocadora,<br />

le pasó los largos dedos por el rostro y le susurró:<br />

–Sólo puedes hacer lo único que «eres capaz» de hacer.<br />

Se alejó pasillo adelante, y Kensey hizo lo único que era capaz de hacer. Nada.<br />

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