Horror 7- Stephen King y otros

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Stephen King y Otros Horror 7 Kensey se quedó de piedra. –¿Unos amigos suyos...? –Sí. Asistí a una fiesta. Supongo que imaginarían que iba a ser divertido. Su actitud resultaba tan tranquila que Kensey comenzó a creer en lo que le contaba. –Nadie ha advertido nada a las enfermeras –protestó Kensey y se recordó que debía comprobar la veracidad de la nueva historia de su paciente. Onya se limitó a encogerse de hombros, como si quisiera dar a entender que a ella aquello no le incumbía. Estaba claro que sufría de alucinaciones. El doctor Kensey sabía que existía la posibilidad de que, por error, le hubiera sido administrada una medicación incorrecta o basada en una información falsa o poco adecuada, de manera que la falta de respuesta de la mujer no probaba nada. –¿Cree que podré marcharme a casa hoy? –preguntó Onya. El corazón le dio un vuelco. –Hemos de mantenerla en observación –contestó–, pero es probable que pronto le demos el alta..., si lo que dice sobre sus alucinaciones es cierto. –Gracias, doctor. Me siento muchísimo mejor. –Bien, bien. Su aspecto ha mejorado. –Era verdad. Kensey se sintió más animado–. Iré a ver si logro poner el proceso en marcha. Onya le sonrió, agradecida; una reacción corriente. La sensación de alivio de Kensey era como la de un niño bajándose de sus hombros. Al regresar a su despacho, Kensey se sintió muy estúpido por sus anteriores ansiedades. ¡Al menos habían acabado! Respiró profundamente y expulsó el aire, disfrutando la sensación de que la vida había vuelto a la normalidad. De pronto, se detuvo en seco. ¿Acaso aquella mujer se creía que iba a ser tan «estúpido»? Seguramente debió de notar con qué entusiasmo había deseado que ella corroborara su diagnóstico y estaba utilizando con él la psicología contraria. Era probable que hubiera considerado que si estaba en connivencia con él, si alimentaba su ego y no le causaba problemas, él se mostraría más asequible a las súplicas para que la dejara marchar. Era tan delicada, tan convincente. ¡A punto había estado de caer en la trampa! Pero ya se había dado cuenta de lo que la mujer tramaba y no lo conseguiría con tanta facilidad. Se dejó caer en el diván que normalmente ocupaban los pacientes, y se preguntó qué iba a hacer. A pesar de la urgente necesidad de concentración, dejó que su mente vagara mientras yacía en el sofá. Un pensamiento se había abierto paso en sus reflexiones, como un pez que nada en aguas turbias, y sólo lo reconoció cuando lo hubo observado mentalmente de reojo un buen rato. Durante la dura prueba a la que Kensey se vio sometido con su nueva paciente, había encontrado algo en ella que resultaba molestamente agradable. Sólo en aquel momento se dio cuenta de qué se trataba. Sus propias fantasías juveniles se habían infiltrado en la situación, lo habían obligado a insuflarles cierta vida. De niño, siempre se imaginaba a sí mismo como un héroe, a veces ante las niñas más pequeñas, a veces ante todo el mundo. Se imaginaba llevando a cabo un hecho significativo que obligaría al resto de la gente a proclamar su gran valía para la humanidad. Él era quien salvaba a alguien de un incendio, o donaba dinero, o ideaba un plan infalible para garantizar la paz mundial. Sus sueños eran ambiciosos, pero siempre habían acabado con la dolorosa admisión de que él. Alan Kensey, jamás sería el héroe de nadie. Hasta aquel momento. 90

Stephen King y Otros Horror 7 Entonces, tenía que preguntarse si intentaba ver a Onya como algo que no era, algo que incluso «ella» misma negaba en esos momentos. ¿Intentaba utilizar a la joven como plataforma de lanzamiento para hacer realidad, aunque tarde, la imagen que forjara en su niñez? ¿Acaso se negaba a aceptar la nueva actitud de rendición de su paciente sólo porque no quería que ella fuera lo que en un principio afirmaba ser? Kensey debió admitir que si Onya fuera un agente de la destrucción del mundo, y él un agente suyo de la destrucción, se convertiría –¿se atrevería a pensarlo acaso?– en un «salvador». Se estremeció sólo de pensarlo; pero no logró determinar si lo que más le asombraba era la posibilidad de su propia grandeza o la forma en que su mente podía manipularlo para tratar equivocadamente a un paciente. Kensey se incorporó con rapidez, más confundido que nunca. ¡«Tenía» que volver a verla! Onya levantó la cabeza cuando Kensey entró en la habitación. Sus ojos sombríos le dieron la bienvenida, pero el doctor no logró descifrar si era sincera; podía tratarse de un ardid para hacérselo creer. La expresión de la mujer le recordó una ilusión perceptiva. Pero no era el tipo de óptica ambigua que él utilizaba con sus pacientes –ora un pato, ora un conejo–, sino algo más parecido a una pintura que había visto de niño. La fascinación que le habían producido tres señoras tomando el té se había convertido en horror cuando advirtió que los pliegues de sus largos vestidos proporcionaban un disfraz ilusorio a las cuencas y los pómulos salientes de una calavera sonriente que le devolvía la mirada. El rostro de la muerte parecía mirarle una vez más a través del velo del engaño, y un horror igual a aquel otro le heló la sangre en las venas. –Yo... –empezó a decir Kensey sin gracia–, bien, quería comprobar si estaba cómoda. Fue un comienzo lamentable. –Estoy muy bien –le aseguró Onya–. En espera de que me permitan marchar. La actitud normal de Onya devolvió al doctor a la realidad. Sintiéndose como un tonto. Kensey se volvió para salir, pero Onya lo llamó. –Estaba pensando en esa obra de teatro... Edipo Rey –dijo–. ¿No le parece interesante ver cómo la gente intenta con tanto ardor eludir el destino y luego resulta que lo convierten en realidad con sus propios actos? Le sonrió como si acabara de hacer un comentario al azar. Pero la escalofriante ansiedad de la mañana volvió a apoderarse con fuerza del cuerpo de Kensey, contaminando las aguas de su perspectiva. Se volvió y salió de la habitación. Aquella noche, el silencio de su despacho le resultó opresivo. Tuvo la impresión de que sabía con exactitud cómo se sentía una rata al ser tragada por una serpiente. Se aflojó el nudo de la corbata e inspiró hondo, pero el aire cargado le dio náuseas. Era como si la oscuridad circundante sospechara que intentaba ocultar sus temores en lo más profundo de sí mismo, y no quisiera permitirle ese respiro. «¡Maldita sea la calefacción excesiva de estos edificios!», pensó, procurando reajustar su sentido de la ambientación, pero al dirigirse hacia su escritorio, éste no le ofreció el lazo familiar que buscaba. La seguridad de su mundo desaparecía como el agua absorbida por la arena. Onya se la había robado. O había actuado como catalizador para hacer que él mismo se la robara. Kensey echó un vistazo a la puerta, pero al ver la boca abierta de un vientre extraño en ella, desechó el pensamiento de abandonar la habitación, a pesar de la amenaza de autodesintegración que surgía del mobiliario tercamente indiferente. Se dirigió hacia un rincón oscuro donde se reclinó, mientras sentía el sudor pegajoso en la nuca y la frente. Le faltaba el aire: tenía el estómago como si fuera un globo al que hubieran retorcido para convertirle en una ristra de salchichas. ¿Porqué había 91

<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />

Kensey se quedó de piedra.<br />

–¿Unos amigos suyos...?<br />

–Sí. Asistí a una fiesta. Supongo que imaginarían que iba a ser divertido.<br />

Su actitud resultaba tan tranquila que Kensey comenzó a creer en lo que le contaba.<br />

–Nadie ha advertido nada a las enfermeras –protestó Kensey y se recordó que debía comprobar<br />

la veracidad de la nueva historia de su paciente.<br />

Onya se limitó a encogerse de hombros, como si quisiera dar a entender que a ella aquello no le<br />

incumbía. Estaba claro que sufría de alucinaciones. El doctor Kensey sabía que existía la posibilidad<br />

de que, por error, le hubiera sido administrada una medicación incorrecta o basada en una información<br />

falsa o poco adecuada, de manera que la falta de respuesta de la mujer no probaba nada.<br />

–¿Cree que podré marcharme a casa hoy? –preguntó Onya. El corazón le dio un vuelco.<br />

–Hemos de mantenerla en observación –contestó–, pero es probable que pronto le demos el alta...,<br />

si lo que dice sobre sus alucinaciones es cierto.<br />

–Gracias, doctor. Me siento muchísimo mejor.<br />

–Bien, bien. Su aspecto ha mejorado. –Era verdad. Kensey se sintió más animado–. Iré a ver si<br />

logro poner el proceso en marcha.<br />

Onya le sonrió, agradecida; una reacción corriente. La sensación de alivio de Kensey era como<br />

la de un niño bajándose de sus hombros.<br />

Al regresar a su despacho, Kensey se sintió muy estúpido por sus anteriores ansiedades. ¡Al menos<br />

habían acabado! Respiró profundamente y expulsó el aire, disfrutando la sensación de que la<br />

vida había vuelto a la normalidad.<br />

De pronto, se detuvo en seco.<br />

¿Acaso aquella mujer se creía que iba a ser tan «estúpido»? Seguramente debió de notar con qué<br />

entusiasmo había deseado que ella corroborara su diagnóstico y estaba utilizando con él la psicología<br />

contraria. Era probable que hubiera considerado que si estaba en connivencia con él, si alimentaba<br />

su ego y no le causaba problemas, él se mostraría más asequible a las súplicas para que la dejara<br />

marchar. Era tan delicada, tan convincente. ¡A punto había estado de caer en la trampa!<br />

Pero ya se había dado cuenta de lo que la mujer tramaba y no lo conseguiría con tanta facilidad.<br />

Se dejó caer en el diván que normalmente ocupaban los pacientes, y se preguntó qué iba a hacer.<br />

A pesar de la urgente necesidad de concentración, dejó que su mente vagara mientras yacía en el<br />

sofá. Un pensamiento se había abierto paso en sus reflexiones, como un pez que nada en aguas turbias,<br />

y sólo lo reconoció cuando lo hubo observado mentalmente de reojo un buen rato.<br />

Durante la dura prueba a la que Kensey se vio sometido con su nueva paciente, había encontrado<br />

algo en ella que resultaba molestamente agradable. Sólo en aquel momento se dio cuenta de qué se<br />

trataba. Sus propias fantasías juveniles se habían infiltrado en la situación, lo habían obligado a insuflarles<br />

cierta vida. De niño, siempre se imaginaba a sí mismo como un héroe, a veces ante las niñas<br />

más pequeñas, a veces ante todo el mundo. Se imaginaba llevando a cabo un hecho significativo<br />

que obligaría al resto de la gente a proclamar su gran valía para la humanidad. Él era quien salvaba<br />

a alguien de un incendio, o donaba dinero, o ideaba un plan infalible para garantizar la paz mundial.<br />

Sus sueños eran ambiciosos, pero siempre habían acabado con la dolorosa admisión de que él. Alan<br />

Kensey, jamás sería el héroe de nadie.<br />

Hasta aquel momento.<br />

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